Volver a sentir (5)

El tiempo ha pasado y todo es diferente.

CAPÍTULO 13

DOCE AÑOS DESPUÉS

Lo primero que hice tras volver de la baja de maternidad fue preguntar por José. Quería saber que turno llevaba para cuadrarlo con el mío.

Pero la sorpresa me la llevé yo cuando me dijeron que se trasladó.

No supieron, o no quisieron, decirme donde se fue mi marido. Y, poco tiempo después, pasó a ser mi exmarido ya que un día llegó a mi casa un sobre con los papeles del divorcio remitidos por un bufete de mi ciudad.

Llamé al bufete y pregunté por el paradero de José. Les exigí una reunión con él para firmar los papeles. Pero me dijeron que su cliente les había dado poderes para realizar los trámites y que su presencia no era necesaria.

Firmé. ¿Qué iba a hacer si no?.

No teníamos vivienda propia, ni descendencia mutua (eso ya se encargo él de aclararlo), ni nada en común. Dividimos la cuenta en dos partes y cada uno se quedó lo suyo.

Con respecto a mi hija (es una niña), no quise meterme en pleitos para hacer que José fuera declarado su padre. No quería hacerle más daño y me pareció lo más justo después de todo lo que le hice pasar.

Esther, que así se llama mi hija, es una niña preciosa y cariñosa. Como su padre. Cada día se parece más a él. Sus ojos tienen la misma tonalidad y su mirada es idéntica. A veces pienso como puede ser posible que un hijo tenga tantísimo parecido a una de los dos progenitores y, sin embargo, no se parezca en lo más mínimo a la otra parte. Pero, pese a que no se parece a mí, me siento feliz de que esté a mi lado, pese a todo lo que perdí por ella.

Jorge, el doctor Ruiz, ahora es mi pareja. Siento decíroslo pero las circunstancias de la vida me llevaron hasta él.

Tras la ruptura con José y cuando aún estaba embarazada, Jorge se volvió a acercar a mí.

No había que ser muy listo para darse cuenta que, de haberme quedado embarazada de mi marido, este no me hubiera abandonado. Jorge sumó dos más dos y concluyó que él era el padre.

Al principio le daba largas. Si quería tener una oportunidad con mi marido tenía que apartar a mi ex amante de mi lado. Pero, conforme pasó el tiempo y me dieron la baja, necesité a una persona a mi lado, y ahí estuvo Jorge.

Tras el parto le confesé que era su hija y que tenía derecho, si quería, a verla cuando gustase. Él me contestó que algo imaginaba y que no me preocupara, que se haría cargo de la manera que yo le permitiera. Que no quería entrometerse en mi vida pero que le agradaba la idea de ser padre.

Jorge venía todos los días a ver a Esther a mi casa. Se le caía la baba con ella y yo me moría por dentro al pensar en la familia tan bonita que hubiéramos podido formar José, Esther y yo. Pero las cosas vinieron como vinieron y ahora era Jorge el que estaba pendiente de nosotras.

Se desvivía por las dos y, a los seis meses, empezó a meterme la idea de mudarnos a su casa. Decía que así estábamos todos juntos, que me ahorraría el alquiler de mi piso y que Esther estaría más cómoda.

No quería abandonar mi casa, no quería abandonar lo que construí con José pero, poco antes de que Esther cumpliera el año, me mudé al chalet de Jorge. Mucho más grande que mi piso, con jardín y piscina. Sería un mejor hogar para criar a mi hija.

Y la vida se convirtió en rutina. Y la rutina en convivencia. Y la convivencia en matrimonio, aunque no me casara con Jorge, éramos matrimonio al uso.

El día a día era igual que antes, sólo que al llegar del trabajo no volvía a mi casa, si no a la de Jorge. Este hecho me vino bien en la crianza de mi hija ya que, por nuestro trabajo, debíamos compenetrarnos en los turnos para pasar el mayor tiempo con Esther y, de no haber vivido juntos, el trastorno de los viajes en coche a casa de uno y de otro hubiera sido muy grande.

Ojo, vivíamos juntos, pero no revueltos. Yo dormía en una habitación con Esther y Jorge dormía en la suya.

Durante dos años estuvimos así hasta que, poco a poco,  Jorge me fue “engatusando”. No fue de un día para otro, ni follamos en la primera oportunidad que tuvimos. Más bien fue un acercamiento gradual.

Fue un cenar juntos cuando la niña se dormía, un café matutino mientras preparábamos el desayuno de Esther, un cena de aniversario de cuando nos mudamos, conversaciones íntimas y cariñosas…

Y así pasó una noche que, tras una botella de Albariño, bajé mis defensas y accedí a acostarme con Jorge.

Todo muy dulce y delicado. Caricias en mis labios mayores, soplidos cálidos y roces en los pezones que terminaron por despojarme de mi coraza.

Y, mientras Jorge me penetraba lentamente y me susurraba cuanto me había deseado, yo no podía dejar de pensar en José. Sus manos agarrándome, sometiéndome dulcemente mientras en cada acometida notaba como me llenaba con su pene. Pensaba en esos labios besando mi cuello y lamiendo el lóbulo de mi oreja. Pensaba que el éxtasis se aproximaba y que no podía, ni quería retrasarlo más.

Mi cuerpo empezó a convulsionar mientras me corría por primera vez desde que mi marido abandonó nuestro hogar.

  • ¡Siiii…. José! ¡Que gustoooo…!

Fue nombrarlo y sentir un vacío en mi interior, tanto físico como psíquico.

  • ¡Serás cabrona!

Al abrir los ojos vi que quien me follaba no era José y mi mundo se hundió nuevamente.

  • Perdona Jorge, no quería…

Me dejó sola y se marchó al salón mientras yo recogía mi ropa y me encerraba en la habitación. Me sentía mal por él, no pude darle lo que me pedía a pesar de lo bien que se portaba conmigo.

No podía corresponder su entrega porque yo estaba vacía. O mejor dicho, el cupo de amor ya estaba lleno entre Esther y José. No había espacio para más. Lamentablemente era así.

Pensé que aquí acabarían las intentonas de Jorge, pero me equivoqué. La segunda vez que probó a llevarme a la cama colaboré más activamente. Nos comimos y nos corrimos. Pero, aunque esa vez no confundí el nombre de mi amante, siempre estuvo José conmigo.

Pensar en mi esposo me ayudaba a pasar el momento. Varias veces lo nombré en nuestros encuentros mientras lo hacíamos y, no se si no escuchaba o no quería escucharlo, pero Jorge nunca me despreció por eso.

Pero, como todo en la vida, la atracción que sentía Jorge por mí se fue diluyendo.

Al principio lo hacíamos dos o tres veces a la semana, según nos permitían los horarios. Después pasó a ser una vez cada quince días y, tras un año de encuentros sexuales, todo se redujo a un polvo cada mes, o incluso menos.

Supe que se acostaba con otras. Nuestros polvos eran inversamente proporcionales a los que él pegaba fuera de casa. Pero no me importó. Me daba igual si se follaba a todo el pabellón de digestivos o a todas las fulanas de la ciudad. Yo, mientras tuviera a mi hija a mi lado, como si se tiraba a un orangután.

Y me sorprendió que no me doliera.

Y entendí que no le amaba. Que después de tanto tiempo nunca podría amar a nadie más que no fuera a José.

Y me sentí la mujer más desgraciada del mundo por no haber podido permanecer con las piernas cerradas mientras mi esposo buscaba su oportunidad para que nuestro matrimonio avanzara.

Pero ahora era tarde. No sabía donde estaba José, ni si estaba bien. Podía, incluso, haber fallecido y no haberme enterado yo. Esa idea de no saber de él me mataba. Hubiera dado cualquier cosa por saber de su vida. Por verlo desde lejos una vez más. O dos, o tres. O una vez al año, o al mes. O poder pasar por su lado y tocarle, o besarle. O darle el amor que había guardado en un cajón esperando a que él, con su llave, lo volviera a abrir.

Y mira tú lo que son las cosas que, a veces, los deseos se cumplen.

CAPÍTULO 14

A Jorge le ofrecieron un trabajo en un hospital privado en otra ciudad. Él sería el director de urgencias. El hospital llevaba en funcionamiento seis o siete años y el primer director de esa sección se marchó meses atrás dejándoles un caos de aúpa. Intentaron llevar todo sin un supervisor pero se dieron cuenta que necesitaban a alguien curtido en el pabellón de urgencias y dispuesto a hacerse frente del “marrón” que dejó su antecesor.

Jorge tenía bastante fama en el mundo médico y, tras una oferta irrechazable, el centro lo convenció para ponerse al frente del proyecto.

Como podéis imaginar, Esther y yo nos marchamos con Jorge.

Me consiguió un puesto en el mismo hospital. Negoció para que mi turno fuera de mañanas y así poder atender a mi hija. Se lo aceptaron y nos trasladamos inmediatamente.

En ese momento de mi vida me encontraba con la moral bastante baja. Echaba de menos a José, cada día más, y mi hija ya empezaba a ser autónoma y no me necesitaba cuanto apenas. Con lo que mi día a día era rutinario y triste.

Si a todo esto le sumamos que vivía junto a un hombre que no me gustaba y que me engañaba con cualquier mujer que pasara por su lado… pues, me dejé ir y me descuidé físicamente.

Había ganado unos kilos y ya no me arreglaba ni me maquillaba. No había nadie a quién agradar y mi vida trascurría en una pseudo depresión. Así que pensé que un cambio de aires podría ayudarme a aclarar mis ideas y pensar si definitivamente me alejaba de Jorge, porque nuestra relación fue un fracaso desde antes de comenzarla.

CAPÍTULO 15

Recuerdo perfectamente el día que entré en el hospital a trabajar, ¿cómo podría olvidarlo?.

Llevábamos un par de meses en la nueva ciudad y aunque Jorge ya estaba trabajando, a mí me permitieron incorporarme más tarde con la finalidad de buscar colegio para mi hija, un lugar donde vivir (ya que nos alojábamos en un hotel provisionalmente) y poder convertir la casa en un hogar.

Era principios de Noviembre y, en esta zona, el frío aún no asomaba por la puerta, al contrario de lo que sucedía en mi ciudad.

Mi turno comenzaba a las 7 de la mañana pero llegué más temprano para que algún compañero me sirviera de guía y me tutelara en mi inicio.

  • Buenos días, soy María Marín. Empiezo hoy como enfermera.- dije en el mostrador de información.

  • ¿María Marín?- me preguntó la celadora de recepción mientras revisaba unos papeles- Si, aquí estás. Mira, ¿ves esa puerta de tu derecha?. Entra por ahí y, enseguida verás la sala de enfermería. Allí preguntas por Julia.

  • Gracias.

Me dirigí hacia donde me indicó la mujer y entré en la sala. Cuatro mujeres hablaban de sus cosas. Por lo visto, una de ellas había tenido un encuentro “amoroso” con algún doctor del hospital y se lo estaba relatando a las otras.

  • Un amor, chicas. Me trató como a una reina mientras cenábamos, pero después… Ahí ya no había título nobiliario que defender. ¡Que hombre!.

  • Mujer, no creo que sea para tanto.

  • ¿Qué noooo? Te digo yo que esa forma de hacerlo es nueva para mí. Y mira que yo tengo carrera hecha. Jajaja.

  • ¿Y él que te dijo?

  • No mucho. Le pregunté si lo repetiríamos algún día y me contestó que dejáramos las cosas fluir, que no nos atáramos aún.

  • ¡Joder nena! Ese tío te quiere sólo para lo que tú sabes.

  • Pues te digo una cosa, a lo mejor soy yo la que se aprovecha de él  porque lo de anoche fue sublime.

  • Ejem, ejem.- interrumpí la conversación.

  • Perdona reina, que no te hemos visto. ¿Qué deseas?.

  • Soy María Marín. Empiezo hoy y me han dicho en recepción que pregunte por Julia.

  • Soy yo- dijo la chica que, al parecer había pasado una noche movidita- ¿Qué tal María? Pasa a cambiarte, ahora te doy las llaves de tu taquilla que me las dieron ayer para ti.

  • Gracias.

Julia me dio las llaves de la taquilla asignada y me esperó para acompañarme a ver el hospital.

  • Bueno chicas- les dijo Julia a las demás- ya os iré contando.

  • Jajaja. Si, si. Ya nos dirás como marcha todo.

Y nos fuimos a ver el hospital. Julia me enseñó todo lo que debía conocer y alguna sala más que, aunque estaba fuera de mi zona, quizás me resultara útil para no perderme por allí.

El hospital no era muy grande en comparación con el anterior donde estuve. Tenía pinta de ser exclusivo y bastante caro ya que las instalaciones contaban con todos los extras deseables.

Julia fue muy amable conmigo. Me trató como si fuera compañera de toda la vida e, inmediatamente, surgió entre nosotras una química especial.

Cuando dos mujeres están en la misma onda, enseguida compenetran. Aunque, a veces, se des compenetran a la misma velocidad. Tan fuerte sea la amistad, más fuerte será el odio posterior. Es así. Aunque no estoy diciendo que seamos hienas, sólo digo que lo que se coge fuerte se suelta rápido.

Julia rondaría los 30 años y lucía esa hermosura propia de la gente joven y sin compromisos. Melena tupida, rizada y morena que le daba un aspecto fiero. Pero, a la vez, tenía una piel blanca como el marfil que te hacía pensar que era una mujer muy sensible y dulce. Sus ojos azules de mirada penetrante te hacían sentirte hipnotizada al mirarla a los ojos y sus labios carnosos invitaban a besarla aún no siendo de mis gustos sexuales.

De cuerpo era normal, nada fuera de lo común. Delgadita y de poco pecho pero con andares ágiles que parecía revolotear por donde andaba.

Muy maja de carácter y de físico, la verdad.

Nuestra última parada fue la cafetería, como no. Me comentó que había una cafetería para el público y otra, en la que nos encontrábamos, donde solo podía acceder el personal del hospital.

  • ¿Te apetece un café?- me dijo.

  • Mujer, acabamos de entrar.- le contesté yo.

  • No te preocupes, no hay mucha marcha hoy. Y, además, te estoy enseñando los rincones más selectos. ¡Venga, yo invito! Siéntate en una mesa que ahora voy.

Me senté en la primera que vi libre y, mientras sonreía por la forma en la que Julia revoloteaba entre las mesas, vi que se detenía junto a una y comenzaba a hablar con un hombre.

Su semblante mudó de risueño a nervioso. No era capaz de mirarle a los ojos a su interlocutor y entrelazaba las manos dando a entender que estaba nerviosa.

Intuí que estaría hablando con su última conquista aunque, por lo que podía apreciar, ahí había algo más que sexo, al menos de parte de Julia.

Al momento de charlar Julia pareció relajarse y fue en ese preciso instante cuando se acordó de mí y de su invitación a tomar café, ya que le dio indicaciones al doctor (según lo que escuché en la sala de enfermeras) de que yo estaba esperándola al otro lado de la cafetería.

No se que se dijeron pero Julia me miró y me hizo gestos con la mano para que me acercara.

“¡Que pereza”

Pensé que lo último que me apetecía era ver al doctor “megapolla” que las tiene a todas enchochadas.

En todos los hospitales hay uno de esos. Un doctor bien parecido y con mucha labia que se las lleva a todas de calle. Yo lo sufrí en mi anterior hospital y las consecuencias para mí no fueron las deseadas. Por culpa del doctor Ruiz (aunque la verdadera culpable fui yo) me encontraba divorciada de mi marido, a 300 kilómetros de mi casa y con una hija que, aunque era mi debilidad, no fue para nada buscada.

Me levanté decidida a pasar el trámite y centrarme en ese café que me iba a tomar. Aprovecharía el encuentro para sacar conclusiones del doctor y así poder prevenir a Julia en caso de ser un caradura, como la mayoría.

El doctor estaba de espaldas a mí y Julia me miraba impaciente mientras asentía a lo que le decía su amante. Me miraba a mí y le miraba a él, por igual.

El hombre lucía un pelo moderno aunque canoso.

Este ya pasa los 45”, pensé riéndome por dentro.

Se le veía una espalda trabajada en el gimnasio y unos hombros poderosos.

“¡Mira el empotrador!  Se cuida el tío.”

Y justo cuando llegué al lado de Julia y me situé frente al doctor me quedé petrificada.

“Es él. El empotrador es él”

Y la vista se me fue por momentos al descubrir que todo lo que había dejado atrás volvía, como si el destino quisiera reírse de mí o, por el contrario, quisiera echarme una mano. Como si mi vida fuera el juego de un niño caprichoso que se entretiene mortificando a las personas.

CONTINUARÁ...