Volver a salir con mi mejor amiga
Después de varios meses, habían llegado ya el buen tiempo y los primeros días de calor. Aquella noche volvería a salir con mi mejor amiga. Al contrario que yo, Eva siempre había sido un poco fulana, pero a veces las cosas se complican y
A partir del relato “Así comenzó todo” de Saragozaxxx
La primavera estaba avanzada. Habían llegado el buen tiempo y los primeros días de calor. Esa noche saldría con mi mejor amiga. Hacía un par de semanas que Eva había cortado con su ex, otra vez. Seguramente ésta tampoco sería la última. Eva y Julián se querían y deseaban, pero no podían convivir juntos, no se soportaban.
Eva era la única del grupo que a sus treinta y dos años todavía no estaba casada ni tenía hijos, y parecía sentir verdadera urgencia por alcanzar esas metas personales. Siempre me tocaba a mí consolarla cada vez que acontecía lo inevitable: los hombres la dejaban. Era entonces cuando salíamos de compras, veíamos en el cine alguna comedia romántica, o salíamos a cenar. Siempre me tocaba distraerla. Además, después de una horrible semana de trabajo preparando el stand de la Feria del Automóvil para el concesionario donde trabajo, yo también necesitaba evadirme un rato.
Aunque a mi esposo no le hacía ninguna gracia la influencia que Eva ejercía sobre mí, aquella noche pude arreglarlo todo para que saliéramos juntas. Él siempre dice que Eva es bastante ligerita de cascos y que me llena la cabeza de estupideces. Por cierto, ya debería haber dicho que me llamo Pilar, tengo treinta y un años, y estoy felizmente casada.
Hacía mucho calor cuando llegué a media tarde a su casa. Llevaba una blusa blanca de tirantes finos y una falda vaquera prudencialmente corta. Debajo me había puesto un sujetador negro cuyo encaje se insinuaba bajo la blusa y que, por cierto, combinaba con el tanga que había elegido para la ocasión.
— Sube —dijo Eva al reconocer mi voz por el portero automático.
Nos dimos un fuerte abrazo en el rellano de su escalera, no nos habíamos visto desde hacía unos meses, aunque sí habíamos hablado por teléfono cuando su ex cortó con ella. Mi mejor amiga estaba horrible, demacrada. Su pelo era un caos, tenía mala cara y, a pesar de la hora que era, todavía llevaba puesto un espantoso pijama rosa.
— Eva, no puedes seguir así —le aconsejé de corazón.
— Es verdad —respondió reconociendo que tenía razón una vez más— Por eso te he llamado, tienes que ayudarme.
La lánguida mirada de Eva reflejaba cuan escasa era su autoestima en ese momento. La rojez de sus ojos evidenciaba que había estado llorando, hacía tiempo que no la veía tan destrozada. Yo quería animarla y, por suerte, sabía como hacerlo.
— Escúchame, esta noche nada de quedarnos en casa a lloriquear y a inflarnos a palomitas como la última vez —sentencié con resolución— Arréglate, ponte guapa y salgamos a tomar algo por ahí.
Aunque por mi parte no tuviese muchas ganas, intenté mostrar entusiasmo con la idea de volver a salir juntas de fiesta, una amiga es una amiga. Afortunadamente, Eva sonrió y asintió con la cabeza.
— Tómate algo mientras me ducho —me sugirió mientras se dirigía al cuarto de baño, resuelta a mejorar su lamentable aspecto.
Tomé una Coca-Cola de la nevera y me dirigí al viejo tocadiscos que Eva conservaba en perfecto estado. Siempre que la visitaba, me gustaba recordar el ritual de poner y escuchar un disco de vinilo como en los viejos tiempos. Controlar el pulso al dejar caer la aguja, el silencio inicial y esos chascarridos antes de que comience la música, todo ello me parecía excitante. Sonreí complacida al oír los primeros acordes del disco de Madonna. No habría forma mejor de pasar el rato de espera mientras Eva se duchaba.
— ¡Sabes que me apetece! —vociferó desde el baño por encima del ruido del agua.
— ¡Dime! —respondí yo también a voz en grito desde el salón.
Decidí acercarme para no tuviéramos que chillar de una punta a otra de la casa. Tuvo gracia que, justo al llegar, Eva cerrara el grifo.
Me sorprendió que se hubiese dejado la puerta abierta y, sin darme cuenta, me quedé mirando a Eva a través del cristal translúcido de la mampara. La vi escurrirse el pelo con las manos, toda ella estaba mojada. Yo siempre le había tenido cierta envidia, pues, al contrario que yo, mi amiga poseía un cuerpo perfecto. Por si fuera poco, Eva era rubia natural y nunca necesitaba alisarse el pelo. Había, sin embargo, algo que resultaba curioso y era que ambas usábamos la misma talla de ropa, aunque a ella se la veía más delgada que a mí.
— He oído que han abierto un nuevo pub —volvió a gritar desde la ducha sin percatarse de que yo estaba allí al lado. Fue al correr el cristal y tratar de alcanzar la toalla cuando se dio cuenta de mi imagen observándola apoyada en el marco de la puerta.
Pude contemplarla completamente desnuda. No pude evitar fijarme, porque me llamó la atención, en su pubis rasurado. Nada que ver con la fina tira de pelillos que decoran mi monte de Venus. “Una fila de hormiguitas”, como dice Pedro, mi marido.
Ella, al verme, pareció disfrutar exhibiéndose ante mí. Me restregaba una y otra vez su libertad sexual. Eva siempre me recriminaba que mi marido fuese el único hombre con el que había estado en mi vida, siempre me decía que lo conocí demasiado joven. Insistía en que debería haber conocido antes a otros chicos, para poder comparar. Siempre me replicaba que así cómo podía estar segura de que él era el hombre de mi vida y todas esas cosas.
Aunque siempre se lo negaba, enrocada en mi roll de ama de casa y decente esposa, en el fondo pensaba que en parte tenía razón. En mis ratos de intimidad y soledad, me preguntaba algunas veces cómo serían otros hombres en la cama, cómo se moverían, cómo me mirarían, su olor, sus besos, el tamaño de su… y tantas y tantas dudas. Pero al final siempre suspiraba aliviada con la tranquilidad que me proporcionaba mi marido y la familia que había creado junto a él.
— ¿Por qué no te das una ducha tu también? —me sugirió Eva, mientras se secaba delante de mí.
La conozco bien y sabía que se traía algo entre manos. No obstante, acepté su invitación.
— Sabes, puede que tengas razón —dije pensando que me sentaría bien esa ducha— Hacía un calor horroroso cuando venía.
Comencé a quitarme la ropa allí mismo, delante de ella. Quería demostrarle que mi figura también se mantenía esbelta pese a haber dado a luz un hijo maravilloso. Dejé mi blusa y mi falda en una percha junto a las toallas, luego me quité el sujetador y el tanga, y me metí en la ducha.
Lo cierto es que me sentó bien. Al salir, solo pude ver mi sujetador y mi tanga donde los había dejado, no veía el resto de mi ropa y me extrañó que Eva la hubiese cogido. Me pregunté qué es lo que pretendía. Me envolví en una toalla, y me dirigí hasta el dormitorio de mi amiga, donde se encontraba Eva todavía desnuda dándose alguna clase crema en los codos. Pude ver algunos vestidos suyos sobre la cama. Ni rastro de mi blusa ni de mi falda. Eva al verme entrar en su cuarto dijo:
— Elige tú primero —dijo mirando los vestidos— A mí me gustan todos.
De adolescentes ya nos intercambiábamos ropa, así que si idea no me pilló por sorpresa.
— Y… ¿mi ropa? —pregunté.
— No pensarías salir con eso —dijo con tanta determinación que me encogí de hombros, resignada.
— No te preocupes, están planchados y limpios —dijo alzando las cejas. Al parecer, yo no tenía otra opción.
— Vamos Pilar, la noche es nuestra. Hagamos locuras —suplicó acabando de convencerme.
Lo cierto es que uno de los vestidos que había sobre la colcha de la cama siempre me había gustado. La primera vez que se lo vi puesto, fue para la despedida de soltera de Carmen, otra amiga. Se la veía condenadamente sexy con ese vestido, a la muy zorra le quedaba divino.
Incluso el cretino de mi marido hizo un impertinente comentario después de que hiciéramos el amor en otra ocasión en que él se lo vio puesto. Nunca se lo perdonaré, se mi hizo un nudo en el estomago de sólo pensar que hubiera estado fantaseando con mi mejor amiga mientras me follaba a lo perrito.
Así que, no sin un poco de rabia, cogí el vestidito decidida a probármelo. Seguro que mi marido se quedaría pasmado al verme llegar a casa con él puesto, menuda sorpresa se llevaría. Yo le recordaría sus desafortunadas palabras, le diría que me había apetecido salir por ahí a ponérsela dura a todos los tíos. Aunque estemos casados, a mí me encanta desatar su pasión. Estaba convencida de que si le decía aquello, mi marido me daría unos merecidos azotes antes de follarme o —me estremecí— quizá volvería sodomizarme.
Sí, a veces mi esposo me pide el culo. Todavía hoy me resulta perturbador, ya que yo me eduqué en la fe católica. De hecho, durante largo tiempo me sentí culpable de que me gustase aquello. Por suerte, cuando se lo confesé al cura de mi parroquia, él me aclaró que la práctica de la sodomía no era en sí un pecado, siempre que se hiciera libremente y, por supuesto, dentro del matrimonio.
El caso es que Eva también sabía cuanto me gustaba aquel vestido de tonos azules, sin mangas, con una escote en “V” de esos que dejan al aire toda la espalda y que terminan en una falda ceñida al cuerpo. El tamaño de aquel escote hacía imposible llevar sujetador, además se vería también por detrás. Hacía tiempo que no usaba aberturas tan generosas, y como Eva tenía algo más de pecho que yo, y al ir sin sujetador, si me descuidaba se caían los tirantes y se me veían los pechos. Para colmo, yo tenía algo más de culo, por lo que la falda me quedaba algo corta para mi gusto. Me entraron ganas de quitármelo nada más verme en un espejo, hacía tiempo que no me ponía ese tipo de vestidos, pero entonces Eva, adivinando lo que estaba pensando, me dijo:
— Estás… Estás… ¡Guau!
Estaba todo dicho. Me miré de nuevo en el espejo, resignada. No me quedaba mal, pero no me sentía cómoda vestida así. “La falta de costumbre”, me dije, de modo que me alenté a mí misma pensando que sólo sería una noche.
Pese a mis reticencias, definitivamente hube de quitarme el sujetador y traté de ajustarme como pude los tirantes del dichoso vestido.
Por su parte Eva se puso un vestido palabra de honor negro del que sus enormes tetas no asomaban de puro milagro. Ella todavía estaba desnuda cuando se puso el vestido por encima, me sorprendió el hecho de que no se pusiera ropa interior, ni bragas ni tan siquiera sujetador. Lo del sujetador podía entenderlo, puesto que al igual que yo, dado el escote del vestido se notaría, pero… ¿sin bragas?. No pude evitar preguntárselo.
— ¿Piensas salir así? —pregunté.
Eva se volvió a reír sabiendo que me había llamado la atención.
— ¿Cómo? —me replicó.
— Así… Sin bragas —aclaré.
Mi amiga no podía contener la sonrisa.
— Pilar, no te enteras. Ahora es la moda, lo hacen todas las celebrities —dijo burlona. Yo puse cara de asombro, ella continúo justificándose.
— Vamos, Pilar. Algún día tendrás que probarlo —dijo persuasiva.
Yo no daba crédito, Eva hablaba en serio.
— Ahora me explico muchas cosas… —dije recriminando su actitud y ella soltó una carcajada.
— No te hagas la santa, querida —dijo girándose para acabar de arreglarse y añadiendo— “ Unas tenemos la fama, y otras cardan la lana ”.
— ¿Cómo? —dije queriendo que se explicara.
— Pues que las solteras tenemos la fama, pero sois las casadas y las mamis las que cenáis polla a diario.
— ¡Qué burra eres!
Mi amiga se giró y me escudriño con la mirada.
— No preguntes, por favor —tuve que pedirle.
No sólo carecía de argumentos que alegar en mi defensa, si no que era culpable de todos los cargos. Es más, un par de noches antes, Pedro me había hecho tragar una generosa cantidad de semen. Por supuesto, previamente había conseguido que yo me corriese. De hecho, a él le complace que me corra con su miembro dentro de mi boca.
El silencio se apoderó de la estancia después de que volviera a ponerme mi tanga.
— ¿Te maquillarás un poco? —preguntó después.
— Ya sabes que no me gusta —respondí agradecida de cambiar de tema.
— Mejor, así los chicos sólo se fijarán en mí —dijo con desaire mientras salía de la habitación.
Lo cierto es que ella estaba espectacular con su vestido negro, su melena rubia sobre los hombros, maquillada y acicalada. Tenía razón, los hombres sólo tendrían ojos para ella, pero a mí me daba igual. Yo estaba casada y tenía a mi hombre esperándome en casa.
Acordamos tomar unas tapas y comer algo antes de pasarnos por la disco nueva que le habían comentado, y que por alguna razón la veía entusiasmada de visitar. Ella sabe que yo soy más de bares donde puedes bailar y conversar, mejor que las ruidosas discotecas, pero también sabía que esa noche yo no podría negarle nada. Quería que se animara y que se olvidara de que su ex la había dejado.
La noche fue entrando poco a poco, vino a vino y tapa a tapa. Hablamos de nuestras cosas, recordamos viejos tiempos, viejas amigas comunes, criticábamos alguien presente en el bar que quería llamar la atención, de nuestros respectivos trabajos, de la que está cayendo con la crisis, que si fulanito o menganita están en el paro, en fin, charlamos de todo cuanto habíamos dejado de hablar en estos meses sin vernos. Lo cierto es que tanto a ella como a mí, nos fueron entonando y animando los vinitos y las cañas que tomábamos.
Yo estaba ya algo contentilla cuando llegó el momento de acudir a la discoteca. Estaba relativamente cerca de donde nos encontrábamos. Por suerte no tuvimos que hacer mucha fila para entrar, eso sí, una vez dentro la sala estaba abarrotada. Nos movíamos con dificultad entre el barullo de la gente. Era inevitable rozarse para movernos. En alguna ocasión pude notar cómo me tocaban el culo o me restregaban la cebolleta. También pude ver como los chicos se rozaban descaradamente con el cuerpo de Eva. Recordé que mi amiga no llevaba bragas, mientras podía ver entre los destellos de las potentes luces como le tocaban el culo.
¡Que patéticos y ridículos resultan los tíos con esa actitud! ¡Que poco estilo! pensaba cada vez que me sobaban también el culo o me daban algún pellizco, y me alegré de tener un marido como el que tengo.
A mi marido lo conocí en un bar, nunca olvidaré aquella noche. Yo era muy joven. Lo cierto es que tuvo arte y gracia para presentarse sin conocernos, y lograr entablar una conversación conmigo. Me hizo reír, me invitó, fue un caballero, se mostró atento, y poco a poco me fue llevando a su terreno. Me acompañó a casa, y una vez en el portal, me besó en la boca por primera vez. Exactamente igual que en las películas románticas. Me pidió el teléfono y seguimos juntos hasta la fecha. He de reconocer que me ha hecho muy feliz, e incluso pienso que es relativamente creativo en la cama y me ha descubierto un montón de experiencias maravillosas, aunque últimamente hayamos caído en la monotonía normal de un matrimonio.
Al margen de la afluencia de gente, el garito era realmente sorprendente. Se trataba de un edificio de cuatro plantas a cuál más espectacular. En el sótano sonaban siempre ritmos salseros, había un pequeño escenario en alto en un lateral donde una pareja de profesionales animaban a la gente de la sala a bailar salsa, merengue y ritmos latinos.
La planta calle era la sala de baile principal. Allí la animación la ponía el D.J. de moda, y las gogo´s repartidas por varios pedestales, que bailaban bastante ligeritas de ropa para deleite de los presentes. Ya os imagináis, sonaba principalmente música tipo dance, house y electro. La pista central estaba abierta en el techo por el centro, junto con la primera planta. Esto es, su parte superior era otra de las plantas decorada con sillones y taburetes, desde la que podías ver apoyado en las barandillas centrales a la gente bailando abajo en la pista. Era la sala con menos gente, mucho más oscura. De hecho podías ver a parejas sentadas en los sillones más alejados besándose y metiéndose mano.
Por último, la segunda planta, era la terraza del edificio. Había una barra central alrededor de la cual se disponían las mesas y se arremolinaba la gente. Sonaban ritmos en plan chill-out . Lo cierto es que esa noche hacía buen tiempo y era muy agradable estar al aire libre en la terraza.
Una vez terminamos de jugar a las exploradoras en el ático, ambas coincidimos en que la disco estaba muy bien montada, se merecía el éxito de gente. Estuvimos comentando lo que más no llamaba la atención y después decidimos bajar a bailar a la pista central.
Una vez allí, fue Eva la que se acercó a la barra para pedir una consumición. Antes de que pudiera decirle nada ya tenía en mi mano un gin-tonic como a mí me gustan. Conoce perfectamente que es el único combinado de alta graduación que tolero, pues dada la cantidad de vinitos que habíamos tomado durante la noche, sabía que yo me encontraba ya algo alegre, pues enseguida se me sube la bebida a la cabeza.
Eva tiró de mí, hasta ponerse debajo de uno de los pedestales, donde una chica bailaba en top-less, y había alrededor una gran concentración de chicos babeando. Comenzamos a bailar, al principio tímidamente, pero poco a poco Eva comenzó a bailar de forma más descarada. Se sacudía provocando el movimiento de las tetas, hasta el punto que parecía que sus pechos se iban a salir del vestido de un momento a otro. Logró la atracción de varios tipos que se acercaron a hablar con ella, y a los que disfrutó rechazándolos. Otros tantos babeaban a su lado sin dejar de mirarla. Eva disfrutaba robando protagonismo a la gogo del pedestal.
Como ya habíamos acabado los cubatas, y llevábamos un rato bailando, le grité a Eva al oído que me iba al baño con la intención de que me acompañase, pero ella me respondió que me esperaba allí mismo, estaba claro que prefería seguir luciendo tipo.
Como siempre, había fila en el baño de señoras, tuve que esperar un rato que me pareció eterno debido a las ganas de orinar. Fue en el pasillo, esperando, donde me percaté de que iba algo más que mareada. No me había sentado nada bien mezclar el vino con el gintónic. Por fin, pude acceder a un WC.
¡Dios mío! Era asqueroso. Estaba sucio por todas partes y no quiero entrar en detalles. Mejor no tocar nada. Para colmo la puerta carecía de pestillo y otras mujeres se dedicaban a intentar abrir el habitáculo con la esperanza de encontrarlo vacío.
La situación era tan poco agradable como el olor del reservado. Así que allí estaba yo, despatarrada en una postura un tanto ridícula, tratando de mantener el equilibrio para no tocar nada de allí dentro. Tenía el tanga en una mano y el bolso alrededor del cuello, allí no había donde dejar nada. Separé las piernas todo cuanto el estrecho habitáculo me permitió e intenté afinar la puntería. Para colmo, también estaba de puntillas, pues no quería que mis sandalias se impregnasen en el asqueroso mejunje que inundaba el suelo. Algo mareada por el alcohol, apoyé una mano en la pared lateral intentando no perder el equilibrio, mientras con la otra sujetaba la puerta para que no entrase nadie. Era algo surrealista.
Mis temores se hicieron realidad, alguien hizo la intención de entrar desde el otro lado de la puerta, la muy vaca burra hacía fuerza e insistía, pese a saber que el reservado estaba ocupado.
— ¡OCUPADO! —grité.
Insistían en entrar, de modo que tuve que sujetar la puerta con las dos manos para no ser sorprendida en tan absurda posición.
“¡Mierda!” pensé, nunca mejor dicho. Durante el absurdo forcejeo había abierto la mano y, claro, mi prenda íntima fue a caer en el fango que empantanaba el retrete
“¡Maldita sea! ¡No puede ser!”, pensé apoyando la espalda contra la puerta una vez terminé de orinar. Contemplé el estado de mi tanga, sin atreverme a tocarlo.
“¡Oh! ¡Joder!”, grité para mí. “¡No puedo ponerme eso. ¡Esto sólo podía pasarme a mí! ¡En qué hora…!”. Maldije mi suerte y a la imbécil que había intentado tirar la puerta. Sentí la ausencia de mi ropa íntima. Con todas las tonterías que llevaba en el bolso, nunca me había echado unas bragas de repuesto.
Así que allí estaba yo, con la espalda contra la puerta y un extraño cosquilleó entre mis piernas. Llevaba puesto el sugerente vestido de mi amiga y no podía creer lo que estaba a punto de hacer. Iba a salir del baño sin bragas ni sujetador. Me sentía insegura, era como estar desnuda. Me acordé de que Eva había salido sin ropa interior de casa y me pregunté cómo podía ser capaz de hacer esas cosas. Había mujeres que prescindían del sujetador en ciertas épocas del año, pero sólo las muy zorras salían a cazar sin bragas.
Mis pensamientos eran caóticos debido al alcohol ingerido. Comencé a resignarme a que no habría forma de secar el maldito tanga. Me acordé de las palabras de Eva: “Algún día tienes que probarlo”. Pues bien, ese día había llegado mucho antes de lo previsto. No me quedaba otra, así que decidí hacerme a la idea de que tendría que salir de allí sin bragas. “Dios no quiera que nadie se de cuenta”, rogué estrujando el crucifijo de mi colgante. Supliqué no encontrarme tampoco con nadie conocido. Me repetí una y otra vez, que si Eva podía salir así a la calle, yo también podría hacerlo, aunque una extraña sensación de intranquilidad se apoderaba de mi.
“¿Cómo podría?” me preguntaba mentalmente, totalmente paralizada y atemorizada. Aunque tal vez Eva tuviese razón y debiera lanzarme a experimentar cosas nuevas. Así que me armé de valor, tiré mi tanga en un rincón y decidí salir de aquel habitáculo a bailar.
Pensaba contárselo a Eva al final de la noche, cuando estuviéramos solas. Le diría que al final me había quitado las bragas, y así le demostraría que no era tan mojigata como ella pensaba. Casi seguro que tendría que subirme las falda para demostrárselo, pues para nada se esperaría algo así por mí parte. Cuanto disfrutaría de ese triunfo sobre el concepto de puritana que ella tenía de mí.
Con todo el jaleo perdí la noción del tiempo que había transcurrido desde que me separase de Eva. Me entretuve un rato frente al espejo del baño tratando de asimilar la excitante situación.
“Bueno, no es para tanto” pensé, y decidí salir a buscar a mi amiga. Nada más salir del baño y dirigirme a la pista de baile, alguien me tocó el culo entre la muchedumbre.
“¡Guau!”, con eso no había contado. Notar como un desconocido me tocaba el culo directamente sobre la fina tela de mi vestido hizo que sintiese un escalofrío. Eva tenía razón, era súper morboso. “¡Por Dios! ¡Si mi marido se enterase…!”. He de admitir que mis pechos se endurecieron al instante y me puse un poco cachonda.
Mi mejor amiga seguía en el mismo sitio, salvo que ahora tenía un cubata en la mano y dos hombres al lado.
Por un momento sentí envidia de Eva, de su libertad para disfrutar del sexo o de lo que quisiera sin tener que dar explicaciones a nadie. Yo, en cambio, anteponía mi familia y la convivencia con mi esposo, aunque ello supusiera algunos sacrificios. Sería incapaz de arruinar cuanto tenía por un momento de placer.
Eva se alegró al verme.
— ¡Dónde te habías metido! —me reprendió— Ya pensaba que te habías ido a casa sin avisar —dijo abrazándome efusivamente y dándome un par de besos ante la atenta mirada de sus nuevos amigos.
Yo le hubiera comentado lo que acababa de ocurrirme en los baños, pero Eva no tardó ni dos segundos en volver a centrarse en sus nuevas amistades. Parecía entusiasmada.
— Mira, te presento. Éstos son Rufino y Alberto —dijo señalando a cada uno de ellos mientras me decía sus nombres.
Creo que no puse buena cara cuando uno y otro se aproximaron para intercambiar los besos de rigor. Conocía aquellas miradas traviesas y sabía de sobra qué estaban pensando sus mentes primitivas. Además, tuve un mal presentimiento. Intuí que el final de fiesta sería el mismo que años atrás. Mi amiga se liaría con el más guapo y me abandonaría a mi suerte con el otro tipo.
Rufino no era ni guapo, ni feo. Tenía un cara anodina que no creí que tardara en olvidar. Parecía joven, calculo que tendría alrededor de los treinta años. Algunos menos que nosotras…
El segundo, Alberto, me puso la mano detrás del hombro y me atrajo hacia él al darme los besos. Aquel gesto me cogió por sorpresa y mis pechos rozaron su torso durante un instante. Me quedé paralizada, por primera vez en mucho tiempo mis pezones tocaban a un hombre que no era mi esposo. Aunque había sido un roce inocente, un descuido, no pude evitar ruborizarme.
Alberto debía tener la misma edad de su amigo, pero parecía más hombre, por decirlo de algún modo. Se notaba que le gustaba cuidarse y que practicaba algún deporte o frecuentaba el gimnasio. Contrastaba la diferencia de estilo entre ambos, mejor, Alberto tenía estilo, Rufino no. Eran compañeros de trabajo y estaban de paso por la ciudad.
Estaba absorta en mis pensamientos cuando Eva comenzó a bailar conmigo de forma muy sensual, yo sabía que mi amiga quería provocar a sus nuevos conocidos. Por su forma de restregarse conmigo, la muy zorrona estaba insinuando que nos lo habíamos montado juntas en más de una ocasión. Esta táctica suya ya me la conocía. Los chicos ponían cara de asombro al vernos bailar y su imaginación se disparaba. Yo decidí seguirle el baile a Eva. Aunque no me atraen por norma ese tipo de juegos, he de reconocer que en ese momento me gustó. Atónitos, los chicos se codeaban contentos con su buena suerte.
El tirante de mi vestido se cayó en varias ocasiones mientras bailábamos, los tipos de alrededor abrían los ojos como platos tratando de verme los pechos en algún descuido, sobretodo el tal Alberto, que no me quitaba el ojo de encima, y de algún modo la situación me hacía sentir sexy y deseada. Hacía muchos años que no sentía ese furor hormonal dentro de mí.
En una de las ocasiones, mientras mi amiga y yo bailábamos frente a frente, pude apreciar como Rufino se situaba detrás de Eva y, sin mediar palabra, la tomó de las caderas y empezó a acompañar su contoneo al ritmo del reguetón.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, Alberto también se animó a sujetarme desde detrás por las caderas. Como es normal, en algunos movimientos su paquete rozaba contra mi trasero, lo que me acabó generando un estremecimiento que me subió por la espalda y me puso los pezones de punta. Por suerte, la canción terminó enseguida y el ritmo de la música cambió completamente.
Tal y como había sospechado, Eva y Rufino se pusieron a charlar a lo suyo. Al parecer, el reparto ya estaba hecho. Fue Alberto quien, tratando de apartarme de ellos, me rodeó con un brazo por la cintura y, acercándose a mi oreja para que yo pudiera oírle, me gritó:
— ¿Te apetecerá tomar algo? —dijo convencido de que aceptaría aquella proposición encubierta.
Yo dudé por un momento, sabía que si aceptaba, Eva aprovecharía para liarse con Rufino y que a mí me tocaría aguantar al “madurito”, que por cierto se mostraba muy confiado en sus posibilidades de éxito conmigo. Tras pensarlo unos instantes y sin saber muy bien por qué, acepté su ofrecimiento. De todas formas tendría que esperar a ver qué hacía mi amiga.
— ¡Venga! ¡Un gintónic! —contesté acercándome mucho para que me pudiera escuchar. Para alegría de Alberto, esta vez fui yo quien hizo que mis pechos rozaran ligeramente su fornido torso. Seguro que el muy iluso ya se creía que podría lograr algo conmigo.
Caminamos hasta una de las barras. No había hueco, pero Alberto alzó el brazo con un billete en la mano y el barman no tardó en hacernos sitio. Fue él quien pidió y pago las consumiciones, además de darle al chico una generosa propina.
Mientras él esperaba a que nos sirviesen las consumiciones, yo me puse a bailar como si tal cosa. No quería que Alberto se percatase de que me había impresionado. Enseguida, mi galante y descarado acompañante me gastó una broma. Mientras bailaba, tocó la piel desnuda de mi espalda con la gélida copa.
— ¡Aaah! —grité de espanto.
— Toma, espero que te guste —dijo tendiéndome el gintónic con una sonrisa, orgulloso de lo que acababa de hacer.
De buena gana le hubiera dado una bofetada o un buen morreo…
Le devolví la sonrisa, intentando serenarme a pesar de la fría gota de agua que en ese momento se deslizaba por mi piel camino de mi trasero. Lo malo fue que mis pezones habían reaccionado al escalofrío como cabía esperar, poniéndose en punta. Algo ofuscada, esta vez me negué a hacer nada para disimularlo. El próximo jarro de agua fría se lo echaría yo cuando le dijera lo bien que me lo había pasado y lo mandase a su casa, o a su hotel, o a donde fuera… “¡Mierda! ¡Qué bueno está!
— Es Martin Millers con Fever Tree y un poco de ginebra —me explicó en referencia al gintónic, pero sin perder detalle de mi escote.
Alberto tenía la intención de entablar una conversación conmigo. A mí me apetecía jugar con él, pero no pensaba ponérselo fácil. De manera que sonreí sin decir nada y di un sorbo a la copa.
— Es una de mis preferidas, ¿te gusta? —me preguntó reclinándose sobre mi cuello, mirándome a los ojos en lugar de a las tetas.
Debía ser cortés y contestar, al fin y al cabo él me había invitado, era lo mínimo. Esta vez di un buen trago tratando de saborear y degustar el combinado.
— Ummm… Es muy suave, apenas se nota el alcohol —le dije respondiendo a su pregunta, y tratando de ser lo suficientemente amable como para no parecer desagradecida.
— ¿Y el sabor?
— Me gusta —reconocí.
Mientras le respondía, me percaté de que el tío sabía perfectamente que el combinado entraba muy bien. Efectivamente era muy refrescante, Alberto trataba de emborracharme tratando de que bebiese deprisa acuciada por el calor del local. Además, volví a pillarle mirándome las tetas.
“¡Qué truco tan ruin!”, renegué, si bien me puso contenta que le gustasen tanto mis pechos.
Lo cierto es que aquel hombretón continuó hablándome acerca de los distintos gin-tonics y la infinidad de combinados que podían hacerse. Era tan erudito en el tema y hablaba de forma tan educada que empecé a preguntarme se realmente no tendríamos la misma edad.
Yo me daba cuenta de que Alberto aprovechaba la excusa de la conversación para acercarse y mirarme el escote. A aquellas alturas, muy tonto hubiera tenido que ser para no haberse dado cuenta de que no llevaba sujetador.
En un momento dado, le dieron un empujón que hizo que Alberto se rozase conmigo y apoyara su mano sobre mi espalda desnuda. La verdad es que era un buen conversador. Me preguntaba mucho y parecía realmente interesado en conocer como era yo y no sólo en pasar un buen rato y bajarme unas bragas, que yo no llevaba
Tal y como yo había predicho, en cuanto acabamos aquel primer gintónic, mi malicioso acompañante no tardó pedir la siguiente copa. Mientras esperaba a que le sirviesen, pude ver como me repasaba de arriba abajo sin ningún disimulo. No había duda, le gustaba lo que veía. Yo era algo bonito que él deseaba poseer, algo delicioso que él deseaba probar, algo prohibido que él deseaba tocar.
Hacía muchísimo tiempo que nadie me hacía sentir tan intensamente deseada. Por supuesto seguía gustándole a mí marido, pero lo que hay entre marido y esposa es otra cosa. Por mucho que yo quisiera a mi esposo, era agradable comprobar que aquel desconocido ambicionaba poseerme a mí, cuando podría haber seducido a cualquiera de las muchas muchachas jóvenes y bellas que pululaban por aquella discoteca.
Aunque cueste creer, Alberto no se cortó al acomodarse el paquete en mis narices. Aunque me hubiera gustado no haberlo hecho, no pude evitar fijarme en el bulto que se había formado en su entrepierna.
No sé por qué, pero me sentí con ganas de provocarlo un poco, de coquetear con él, de jugar. Quién sabe, quizá nunca había estado con una madurita como yo y sentía curiosidad por ver como se desenvolvía sexualmente una mujer de mi edad.
Empecé a contonearme sensualmente para él. Alberto seguía junto a la barra esperando a que terminaran de servirle las copas. A mí me gustó provocarle en la distancia, como intentando atraerle hacia mí de un modo que él no pudiera resistir. Me gustó mirarle a los ojos y notar su oscura y poderosa mirada clavada en mí. Inconscientemente me puse a bailar quizá demasiado sensualmente, y entre mis movimientos me recogía el pelo, marcaba mis curvas, o me subía mi falda sobre el muslo. Aunque Alberto no lo exteriorizara, el tamaño de su erección le incriminaba. Quería follarme.
“Pobrecito, esta noche tendrá que hacerse una buena paja”, pensé francamente divertida.
“¿Y si descubre que no llevo bragas? Ummm…”, me pregunté sin darme cuenta de que yo también me estaba excitando. Yo nunca había tenido esa clase de pensamientos, ni siquiera cuando era una muchacha.
— Te mueves muy bien —dijo al acercarse—Ten, prueba éste, a ver qué tal. Es distinto.
— ¡Agh! ¿Qué es esto? —pregunté con desagrado tras dar un pequeño sorbo a la copa, y buscando deliberadamente el contacto con él. Como quien no quiere la cosa, había empezado a gustarme jugar con aquel caballero.
— Hendricks con Fertimans y un twist de lima —dijo posando tímidamente una mano sobre mi cintura. Su osadía hizo que nuestras miradas se entrecruzasen, aunque en realidad lo que hacíamos era comernos con los ojos.
Tener su mano sobre mi cuerpo me produjo una descarga de adrenalina que me dejó sin aliento. Era una mano grande y firme de dedos fuertes y audaces. Yo era consciente de que estaba demasiado cerca de mi trasero, en cualquier momento podría darse cuenta de que iba sin bragas. Eva no mentía, ir así resultaba perturbador.
En un acto reflejo toqué mi alianza de matrimonio con la uña del pulgar. Quería recordarme que aquello no estaba bien, que yo sí estaba casada, que al día siguiente tendría que prepararle el desayuno a mi hijo. Lo malo es que en aquel momento ya no estaba segura de que yo fuese aquella provocadora.
“Ojalá se dé cuenta”, deseé secretamente mientras notaba como deslizaba su mano por mi cintura. La creciente tensión sexual me hizo entrar en razón: “Me estoy pasando. ¿Y si alguien me reconoce? Aunque es sólo un juego, ¿qué tiene de malo? Pobre Alberto, estoy jugando con él, cree que tiene posibilidades de follarse a una mujer casada”.
Estaba reprendiéndome por mi conducta cuando, sin dejar de hablarme de una novela que estaba leyendo, Alberto deslizó su mano hasta colocarla directamente sobre mi culo. Con su sutil forma de tocarme, mi amigo pretendía averiguar hasta dónde podría llegar sin que yo le soltase una bofetada, cosa que estaba a punto de averiguar.
Mientras me magreaba, me iba desgranando el argumento de Fiesta, de Ernest Hemingway. El libro contaba como un hombre, que a causa de un grave accidente no puede tener relaciones sexuales, da permiso a su esposa para que ésta se acueste con quién le parezca y poder así quedar embarazada.
Aquella doble manera de forzar la situación, me resultó admirable. Alberto no sólo me estaba tocando el culo, si no que además, me estaba contando la historia de una mujer infiel y un cornudo consentidor.
Alberto me hablaba cada vez más cerca. He de reconocer que entre su proximidad, sus caricias y sus hábiles palabras, aquel hombre me estaba poniendo súper caliente.
Sentí su aliento en mi oreja y un escalofrío me recorrió el cuerpo de arriba abajo, mi cuerpo reaccionó instintivamente como el de cualquier animal. Por un momento pensé que Alberto iba a cometer la osadía de besarme. No me agradaba la idea de que tal cosa sucediese. Una cosa era jugar y otra que el asunto pasase a mayores. Yo no estaba acostumbrada a rechazar a los hombres con la facilidad que lo hacía mi amiga Eva, y probablemente la situación acabaría de forma abrupta, si no violenta.
— ¿Qué tal chicos? —escuché con alivio la voz de Eva detrás de nosotros.
Me abracé a ella como agarra un salvavidas alguien que se está ahogando en ese preciso momento.
— ¿Dónde te habías metido? —le pregunté sin disimular mi agobio.
— ¿Qué tal con éste? —me susurró ella a su vez.
A nuestro lado, los chicos también se habían puesto a darse el parte de guerra.
— Es un poco sobón —le informé poniendo cara de circunstancias— y no deja de mirarme las tetas.
— ¿Y tú? —le devolví la pregunta.
— Por eso hemos venido, para avisaros de que nos vamos a subir a la primera planta. Necesitamos algo de intimidad —me dijo al tiempo que dirigía una miradita a su joven acompañante.
— ¿Estás segura? — le pregunté, no por ella o lo que pensaba hace, si no porque me asustó que fuera a dejarme a solas con Alberto.
Como era de esperar, ella sonrió y asintió con la cabeza.
— Sólo te pido un favor —dijo en tono de súplica.
Me encogí de hombros, resignada.
—Pilar, llévate a su amigo. Están en el mismo hotel, en habitaciones contiguas… —dijo con cara de niña mala— Por favor, no me apetece que nos oiga follar.
La miré enojada, quería que supiera que lo que me acababa de pedir no me hacía ninguna gracia.
— Por fa, tía —dijo juntando las manos, suplicante.
— Eva, vámonos ya —renegué— ¡Ahora!
— ¡Pero, tía! ¡No seas boba! ¡Tú has visto como está ese madurito! —dijo mirando nuevamente hacia los chicos y mordiéndose el labio inferior, añadió— ¡Si me dan ganas de llevármelos a los dos!
— ¡Eva, por Dios! ¡Estoy casada! —le recordé tratando de imponer cierta sensatez a nuestra discusión.
— ¡Y qué! ¡Estás casada, no muerta!
Tuve que reconocer que Eva tenía razón en una cosa, aquel era el hombre más atractivo e interesante que nunca hubiese intentado enrollarse conmigo. Era encantador y atrevido a la vez, y parecía tan seguro de sí mismo… Además, los jeans que llevaba le sentaban realmente bien, por no hablar del bulto que todavía resaltaba hacia su bolsillo izquierdo.
Los chicos se acercaron hasta nosotras, pero para mi sorpresa, esta vez Eva aprovechó para ponerse a hablar con Alberto, dejando de lado a su pareja. No sé que se estarían diciendo, pero ambos me miraban y se sonreían. Rufino, al quedarse solo y ver la situación, se fue hasta la barra a pedir más consumiciones. De modo que me quedé bailando sola hasta que Rufino regresó con las cuatro copas en la mano.
Al coger cada uno su respectiva bebida, Eva se acercó de nuevo a mí, y me dijo:
— ¡Hay que ver como tienes al pobre! ¡Menuda empaldada lleva! —me notificó por si no me había percatado de la erección de Alberto, mientras Rufino tiraba de ella de la mano.
— Yo me voy con éste. Por favor, Pilar, se buena. Entretén a su amigo hasta que volvamos.
Aunque inquieta, me quedé bailando sin estar segura de que de verdad me gustase lo que estaba sucediendo, pero no tenía otra alternativa. Debía cubrir a mi amiga. Tal vez por el mal humor terminé la consumición enseguida. Entre el nerviosismo y el sofocante calor de la pista de baile, mi cuerpo comenzaba a empaparse de sudor.
No sé cuantas copas llevaría, pero aquello terminó de embriagarme y empecé a perder el control de mis actos. Durante esos momentos sólo podía pensar en bailar. Empecé a consentir que Alberto me acariciara la espalda y el culo,
Él se acercó a mí para contarme que era el jefe de no sé qué departamento de su empresa, una multinacional, y me recalcó que se encontraba de paso en la ciudad, sólo por un par de días.
Yo apenas respondía con monosílabos mientras le rozaba con mis pechos sin ningún pudor. Como no le daba conversación, Alberto se centró en bailar conmigo. Seguía atento, quería que me lo pasara bien.
En un momento dado, uno de mis pechos estuvo a punto de saltar fuera del escote en medio de la pista de baile. Recuerdo las miradas lascivas de los muchachos de alrededor, y recuerdo como Alberto se apresuró a girarme hacia él, celoso. Cómo si fuese suya.
Creo que fue en ese mismo momento cuando me pregunté cómo sería liarme con él. Me pregunté cómo sería Alberto en la cama, qué cosas me haría, qué me diría. Me lo imaginé entre mis piernas, aprisionada por su peso, estimulando las zonas más sensibles de mi anatomía, besándome con ternura. Fue inevitable que empezase a notar cierta inquietud íntima mientras bailaba a su lado.
¡Ufff! Estaba perdiendo el control, debía detener esos pensamientos o acabaría cometiendo una locura. Sin embargo, de pronto todo cambió. Comencé a encontrarme mal, supongo que a causa del alcohol, las luces, el calor, la excitación... No llegué a perder el conocimiento, pero debí estar a punto. Todo daba vueltas a mi alrededor.
— No me encuentro bien, tengo que salir de aquí —le comunique a Alberto y eché a andar a traspiés con intención de abandonar la discoteca.
Esforzándome por no perder la verticalidad me dirigí a la salida de la disco. Necesitaba salir de allí como fuera. Nunca olvidaré el momento en que Alberto, sin decirme nada, me tomó de la cintura y cargó con mi peso. ¡Qué vergüenza, estaba borracha perdida!
Recorrimos un par de calles. Caminaba a trompicones, agarrada a su hombro para no caerme. Lo curioso es que lo que más me preocupaba en ese momento era que no había avisado a mi amiga. No podía pensar con claridad. Esa estúpida preocupación, giraba y giraba en mi cabeza sin dejarme pensar en otra cosa. Alberto tuvo que sujetarme varias veces, de lo contrario habría acabado en el suelo.
Entre traspiés y tropiezos, Alberto intentaba que le hablara. Para lograrlo, se burlaba de mi estado, haciéndome reír.
— Quien te vea pensará: “Mira esa muchachita. ¡Cómo está la juventud!” “¡Ay, Señor, pero si no es la hija, qué es la madre!”
En una de aquellas, el borde de mi escote cedió más aún que antes y, ante mi embriaguez, Alberto me ayudó a devolver mi dignidad dentro del vestido.
— ¿Sabes cuál es el pez más grande que existe? —me preguntó entre risas.
— No —respondí riendo ya a carcajadas.
— El pezón —dijo, y casi nos caemos al suelo de la risa.
Recuerdo vagamente que Alberto me apoyó contra uno de los coches que había aparcados. Recuerdo que ambos reíamos como chiquillos, su reconfortante proximidad, el ya familiar olor de su perfume y, sobre todo, recuerdo lo bien que me sentía a su lado.
— Deberías haberte puesto un sujetador de esos invisibles —dijo intentando recuperar las formas mientras me recolocaba por enésima vez el pliegue del escote. Vi su semblante repentinamente serio y, dado mi estado de embriaguez, solté lo primero que se me vino a la cabeza.
— Mis bragas sí que son invisibles —dije echándome a reír.
Alberto puso cara de incredulidad, intentando comprender qué había querido de decir.
— No te esperabas que una mujer casada… —me jacté en tono de burla, agarrándome a su brazo para mantener el equilibrio.
— ¿Y por qué no? —replicó ecuánime.
— ¿Qué por qué? —dije algo descolocada, pues para mí era algo obvio.
Aproveché su prudente silencio para contarle que aquel vestido pertenecía en realidad a mi amiga. Alberto asintió, entendiendo de pronto que yo llevara un atuendo tan poco acorde con mi madura forma de ser y mi comportamiento sensato, hasta aquella noche.
Lo más divertido fue por supuesto mi anécdota en el servicio de señoras, el accidente que me había hecho desechar volver a ponerme las bragas después de que estas cayeran al suelo. Ambos nos desternillamos de la risa, no era para menos.
Estábamos frente a frente, mirándonos, cuando pude notar la mano de Alberto posarse suavemente sobre mi costado. Me miró a los ojos esperando mi reacción. Yo permanecí apoyada contra la puerta del vehículo, en silencio. Alberto se aproximó todavía más, con una mano apoyada en el techo del coche y la otra abriéndose paso entre la ardiente piel de mi trasero y la tela del vestido. Aquel intrépido caballero me agarró con fuerza del cachete mientras me sostenía la mirada.
Recuerdo que salí de mi aturdimiento etílico en ese mismo instante, como si la borrachera se me hubiese pasado de golpe. De repente había recuperado mi consciencia. A excepción de mi marido, nadie me había magreado de esa manera. Recuerdo con nitidez su mano estrujando mi culo, su cuerpo pegado al mío, y su rostro tan próximo a mi cara que nuestros labios estaban a punto de rozarse. Un silencio que contrastaba con las risas de antes se había instalado entre ambos cuerpos.
— Eres muy bonita —dijo al fin.
Yo abrí la boca, pero de mi seca garganta no emergió ni una sola palabra. Su mirada me tenía paralizada. Durante toda la noche había jugado con una bomba de relojería que ahora iba a explotarme en las manos.
Alberto interpretó mi pasividad como una muestra de consentimiento y su mano comenzó a deslizarse hacia abajo. El contacto de su mano con la piel de mis muslos me hizo estremecer. Yo seguía callada, con la respiración agitada. Mis pechos parecían querer salir del vestido. Realmente me estaba excitando pero no sabía qué hacer o que decir. Nunca antes me había encontrado en una situación así. Estaba hecha un manojo de nervios, me sentía acorralada, aguardando a que aquel tigre saltase sobre mí.
Alberto supo aprovecharse de mi estado y aconteció lo inevitable, se acercó a mí buscando el máximo contacto entre ambos cuerpos. Por primera vez en mi vida, pude sentir contra mi pubis el miembro de un hombre que no era mi esposo. Mis pechos casi chocaban contra su torso a causa de mi agitación y, para colmo, Alberto me alzó y me hizo rodear su cintura con mis piernas. El acceso de su miembro viril a mis partes más íntimas estaba más que garantizado. El bribón se deleitó con mi nerviosismo antes de su acometida final. Me tenía a su antojo, temblaba como una chiquilla en su primera cita.
Me besó. Me comió la boca a la vez que su pérfida mano se perdía por debajo de mi falda. Me besó. Me besó y yo me dejé arrastrar por su pasión y por mi incierto destino. Por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, me sentí viva de nuevo.
Una implosión de sensaciones inundó todo mi ser. No sabría decir que me resultó más estimulante en aquel momentos, si su lengua explorando cada rincón de mi boca, su mano acariciando la piel de mi trasero, el bulto de su entrepierna clavado en mi pubis, o el shock mental de saber que un extraño me estaba besando y que estaba siéndole infiel a mi esposo. Tal vez fuese esto último lo más perturbador, saber que era otro hombre diferente a mi esposo quien me estaba besando.
Tenía que parar aquella locura. Traté de apartarlo. Bajé bruscamente la pierna que antes rodeaba su cuerpo y apoyé mis manos en su torso tratando de zafarme de él.
— Yo…, esto…, no…, esto no debería de haber sucedido. Estoy casada —logré articular de un solo golpe, controlando los nervios y consiguiendo separarme levemente de él.
— Qué importa. Yo te deseo y tú a mí también —afirmó Alberto y trató de volver a besarme.
Esa vez giré la cara impidiéndolo, pero me quedé paralizada al notar el bulto de su entrepierna clavado de nuevo en mi pubis. Por su parte, Alberto aprovechó mi pasividad para girarme la cara y besarme de nuevo. La mano que acariciaba mi culo subió esta vez ligeramente la tela de mi vestido, y pude sentir el frío de la chapa del coche directamente en la piel de mi trasero.
Creo que por primera vez en mi vida me estaban besando con verdadera pasión y devoción. Aquel hombretón me estaba devorando. En ese momento descubrí que las caricias con mi esposo habían sido tan sólo muestras de ternura y cariño, pero no de pasión desenfrenada y deseo. Sobretodo deseo. Alberto deseaba mi cuerpo con locura.
Liberó mi boca para comenzar a besarme por el cuello, mientras yo me debatía entre la razón y la pasión.
— No, por favor… Para… Esto no… —jadeé de forma entrecortada como buenamente pude.
Alberto hacía caso omiso a mis súplicas, estaba completamente encelado. Su mano libre buscó la mía y la guió hasta su entrepierna. Me obligó a acariciar su miembro por encima del pantalón.
¡¡Dios mío!! Me pareció enorme. Intenté calibrar su tamaño palpando sobre la tela de sus jeans.
— Mira como me tienes toda la noche —dijo mientras su mano aprisionaba a la mía contra su paquete.
Yo me quedé como hipnotizada, no podía dejar de sobarle la polla.
Alberto aprovechó para ladearse y besarme en el cuello, sus caricias se perdieron en mis partes más íntimas, primero en mi trasero y por fin en mi sexo.
Pude notar como su polla daba un respingo al comprobar con su mano la fina tira de pelitos que decoran mi pubis. Contraria a todas mis convicciones hasta el momento, debía reconocer que estaba totalmente cachonda y abandonada a las caricias de ese hombre. Era todo puro instinto animal. Me sentía como Caperucita en manos del Lobo Feroz.
“Había acertado al recortar mis pubis aquella mañana”, pensé para mí mientras me dejaba manosear.
Pude apreciar cómo Alberto buscaba entre mis labios vaginales tratando de alcanzar mi clítoris. Todo transcurría muy aprisa.
— ¡Aaah! —gemí en medio de aquella calle desierta, estaba empapada.
“¡Dios!” Aquel tipo sabía cómo tratar al clítoris de una dama. Mi marido siempre había sido un poco torpe en ese sentido, demasiado rudo, Sin embargo, Alberto sí sabía lo que se hacía. Sabía que me encontraba totalmente excitada y entregada a sus hábiles caricias. Dejó de besarme en la boca y sus labios emprendieron un camino descendente por mi cuello en dirección a mis tetas.
— ¡Aaagh!
Otro gemido más profundo escapó de mi boca cuando su dedo índice se abrió camino entre mis labios vaginales para penetrarme. El tipo sabía cómo masturbar a una dama. Al mismo tiempo que su pulgar estimulaba mi clítoris, Alberto me penetró con al menos dos dedos de esa misma mano. Aquello sí que era nuevo para mí. Mi esposo nunca me había acariciado de esa manera. Esa inquietud ante lo desconocido elevó mi excitación a un nivel casi intolerable.
¡Dios, todo era tan nuevo para mí! Parecía una quinceañera inexperta en las manos de aquel tipo. Me derretía en sus manos sin poder evitarlo.
— ¡Ooogh! —grité al tiempo que me penetraba. Lo hacía lentamente, disfrutando.
Alberto se regocijaba contemplando mi rostro de placer. En cambio, yo me preguntaba por qué mi marido nunca me había hecho eso.
Estaba ensartada entre sus dedos, experimentando el mayor placer que hubiera sentido nunca. Estaba a punto de estallar en el mejor orgasmo de mi vida sin duda alguna, y todo ello gracias a un hombre a quien acababa de conocer. Aquello era demasiado para mí, me sentía como un juguete en sus manos.
Esta vez fui yo quien rodeó su cuerpo con mi pierna para facilitar su labor. Muy a mi pesar tuve que dejar de acariciar su entrepierna para agarrarme a él. Rodeé su cuello con mis manos hundiendo su cabeza en mi deseado escote.
— ¡Qué tetas tienes, bombón! —dijo en un tono más soez, mientras besaba lo que tanto deseaba. Yo ya sólo temía que algo nos interrumpiese, aquel hombre me estaba llevando a los confines del placer, un territorio inexplorado para mí.
— No pares, por favor —gemí aferrada a su cuello. Estaba totalmente entregada. Egoísta, sólo podía pensar en alcanzar mi orgasmo fuese como fuese.
— Córrete, preciosa —dijo removiendo sus dedos en mi interior.
— ¡Sí! ¡No pares! ¡No pares!
Alberto dejó de besarme, expectante por contemplar mi clímax.
— ¡¡¡Síííííí!!! —grité mientras mi cuerpo convulsionaba de placer.
Luego, mucho después, se escucharon unas risas en la oscuridad, a lo lejos. Parecían provenir de detrás de los árboles que decoraban la calle. Aunque no pudimos ver de quien provenían, por el tono de voces, parecían un grupo de chicos y chicas jóvenes que nos habrían estado observando desde hacía rato.
Creí morirme de vergüenza. No entendía como podía haber podido ocurrir aquello, como me había dejado arrastrar hasta ese límite.
Adivinando mis pensamientos, Alberto tiró de mí mano para sacarme de allí lo antes posible. Cuando ya llegábamos a la avenida principal pudimos escuchar que los gritos proseguían al fondo de la calle.
—“¡¡¡DALE DURO, TÍO!!!
Por suerte, en ese momento pasó un taxi que Alberto detuvo nada más verlo. Yo continuaba muerta de vergüenza, sin dejar de pensar en lo que había sucedido. Necesitaba aclarar mis ideas, pero nada coherente surgía de mi cabeza. Por primera vez advertí que me dolía la cabeza como si me fuera a estallar. Nunca más volveré a beber tanto. Tan sólo recuerdo entrar en el taxi y caer adormilada entre los brazos de Alberto. Quería dejar atrás mis nervios, mi bochorno y aquel dolor de cabeza. Alberto me abrazó, cosa que agradecí enormemente. De vez en cuando abría los ojos y veía pasar los edificios y las luces de los semáforos sin saber por qué calles circulábamos.
En un momento dado, pude ver mi reflejo en el cristal de la ventanilla, mi pelo estaba totalmente revuelto y enmarañado. Debía tener un aspecto horrible.
Cuando el taxi se detuvo abrí los ojos. Habíamos llegado a la puerta de casa, mi casa. Alberto me devolvió entonces el bolso, debía haber mirado la dirección en mi documento de identidad. Aquel gesto de caballerosidad sí que fue inesperado. Luego, solo nos miramos fijamente a los ojos sin decir nada hasta que él se acercó lentamente y me besó por última vez.
— Anda vete. Ya es muy tarde —esas fueron sus palabras antes de abrir el mismo la puerta del taxi.
Cuando desperté, estaba sola en casa. Mi esposo me había dejado una nota en la mesa de la cocina:
“Comemos en casa de mis padres. Descansa…”
Por suerte, tuve toda la mañana del domingo para ducharme, reponerme e intentar ordenar mis sentimientos. Curiosamente, cuando necesito pensar siempre hago lo mismo, limpiar. Pero entonces, al coger el bolso del sofá, vi una tarjeta de visita.
Alberto Serrano Castillo
Marketing Manager
Carrión Renting Company
Me quedé de piedra, Alberto también estaría en la Feria del Automóvil…