Vivencias: Introducción

De como nace Vania, su vida antes, durante y después de su transformación. De como conoce al gran amor de su vida.

Mi vida está marcada por las personas y situaciones que han sido parte de ella. He tenido de todo, he cambiado muchas cosas de ella, algunas, en varias ocasiones. Pero siempre he tratado de ser feliz, a pesar de todo.

Pertenezco a una dinastía orgullosa, tradicional y conservadora, todo un caso. Como en todas las familias, se siguen reglas de vida, unas implícitas y otras no tanto. Sin duda, éstas, han marcado la vida de todos los miembros de la estirpe.

Mi abuelo, don Vicente De La Torre, dedicó toda su vida a hacer dinero, emprendía cualquier negocio que le veía posibilidades y en la gran mayoría tenía más éxito del esperado. Era un aficionado al polo, y a las mujeres. Eran su vicio. Yo no lo recuerdo del todo, falleció cuando yo tenía apenas cuatro años, pero la mayoría de los valores familiares tienen que ver, con alguna de sus vivencias.

Según lo que sé, por las pláticas familiares, es que era un verdadero caballero, disciplinado casi militarmente en todo, hasta en amarrarse los zapatos. Como lo dije, las mujeres y los caballos eran su corrupción, tuvo catorce hijos, todos de mujeres diferentes, y las presentaba entre sí, porque solía decir que era cosa de valientes.

Solo entendiendo a mi abuelo, se puede entender a una familia enferma de complejos, intolerante hacia lo diferente y altamente discriminativa.

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Mi madre, Natalya Petcu nació en un rincón de Europa llamado Moldavia. Su familia se refugió en México después de la desintegración de la unión soviética. De familia humilde, destacaba por su exótica belleza. Era una mujer de carácter dulce y agradable, sumamente tolerante y pasiva. Aprendió el español casi desde que llegó a México y como una joya exótica, fue ofrecida por sus padres para casarse con un hijo del magnate mexicano. Se casó con mi padre a escasos dos meses de llegar a Europa.

En contraste con mi madre, mi papá era un empresario de éxito. En sus años de floreciente juventud arriesgó parte de su herencia monetaria en la bolsa, ganando un mundo de dinero. Era un tipo duro, disciplinado y siempre se había dejado llevar por sus pasiones. Parecía un toro, siempre fue excelente para cualquier cosa que se propusiera. Según el, montaba caballo desde los cinco años, y su cuerpo parecía fabricado de concreto, su gesto duro. De modo, que yo lo vi sonreír muy pocas veces.

Yo nací antes que terminara el primer año de su matrimonio, justo a los siete meses de gestación. Me nombraron Alessandro en memorias del mítico Alejandro Magno. Después de once meses nació mi pequeño hermano Fabio, siempre fuimos muy unidos, aunque comparados enérgicamente en casi todas las cosas que hacíamos.

Desde mi primer día de nacido fui más pequeño que el promedio, conforme tuve conciencia pasé una niñez agradable, aunque reprimida. Fui muy malo para los deportes, de hecho toda actividad física me parecía agobiante, complicada y difícil.

Mi padre era muy duro conmigo, en exceso, diría yo. No importaba cuan bien me iba en la escuela, ni si podía leer mejor que el resto de mis compañeros. Parecía solo estar interesado en los deportes, en las peleas, en cuantos torneos podía ganar, tanto en deportes individuales, como colectivos. Por esa razón, mi hermano y yo probamos suerte en todo, desde futbol, hasta natación. Fabio siempre era mejor que yo en todo, y yo, era humillado casi sistemáticamente por mi padre.

Aunque no era el favorito de mi papá, nunca me importó, de mi mamá era el consentido y pasaba mucho tiempo con ella, me gustaba verla maquillarse y me iluminaba el día solo con platicar con ella. La verdad que era un ejemplar hermoso, no era muy alta, de hecho estaba cerca del promedio en México, su tés morena clara no desentonaba con el resto de las personas, pero su rostro angelical, combinados con dos profundos ojos color miel y rasgos delicados, resaltaban y le facilitaban atención de todos, en todas partes.

Siempre me pareció mágica la manera en que resolvía cualquier conflicto, a diferencia de mi padre, era callada, hablaba muy poco, pero su dulce voz parecía convencer a cualquier persona, de la idea más descabellada, casi de inmediato.

“Las niñas tenemos otras maneras de convencer” , me decía siempre que había una diferencia con mi papá, quien siempre terminaba cediendo a cualquier capricho de ella. Siempre creí que las mujeres tenían ventaja, solo unos centímetros de escote les facilitaba casi cualquier cosa, parecía un embrujo. La admiraba mucho, sin quererlo y sin decirlo nunca, en mi niñez, siempre pensé que me hubiese gustado ser mujer.

Vivíamos en una hacienda en tierra caliente, en Guerrero, México, era grande y tenía una buena parte de playa privada, hacía calor en exceso, la casa era grande y espaciosa, rodeada por un gran jardín lleno de flores exóticas, parecía un palacio, al menos a mí me parecía así. Vivíamos allí desde siempre. Mis padres se mudaron ahí antes de que yo naciera, porque mi padre invirtió la mayor parte de su fortuna en un corredor turístico y hotelero en la ciudad de Puerto Vallarta. Como pasatiempo, mi padre criaba caballos de tiro, sus favoritos porque decía que “entre más grandes y fuertes, son mejores”.

El dinero nunca faltó, de hecho había en exceso, de modo que no era relevante esa situación. Teníamos a nuestro servicio, toda una familia de lugareños cercanos que vivían también en la hacienda, en una casa no tan grande como la nuestra y notablemente más sencilla. Era un matrimonio, don pepe, un guerrerense de edad madura, se encargaba de cuidar el jardín y de los caballos, era ayudado por su hijo Julián, adolecente, escuálido pero con una mirada de fuego. Doña Enriqueta era su esposa, una señora adulta madura, que se encargaba de limpiar la casa y mantener el hambre de todos satisfecha.

Siempre vivimos felices, a pesar de mi problema de tamaño y de mis capacidades físicas. Yo era medianamente aceptado por mi papá. Nuestra vida era como de costumbre, con una infancia llena de juegos y juguetes muy divertidos, hasta que un día, mi madre en su revisión de rutina, fue diagnosticada con cáncer de seno.

Yo lo entendí hasta años después. Fue sorpresivo para mí, como esa estatua de mujer se transformaba, sus ganas de vivir se desvanecían casi frente a nuestros ojos. Su atención y cariño se extinguieron casi por completo, mientas que mi padre se volvió gruñón y de mal carácter con todas las personas, pero conmigo en especial.

Recuerdo que ese periodo de tiempo, cambió todo muy rápido. Mi mamá no tenía ni el tiempo ni las ganas de cuidarnos, ni siquiera de hablar con nosotros, casi frente a mis ojos, mi mamá se transformó en un ente que solo vivía para estar acostada.

Después de unos meses, mi mamá se deterioró mucho, repentinamente. No sé cómo, ni por qué  pero un día mi papá nos anunció que se iban a Estados Unidos a probar una terapia experimental, y que, Fabio y yo, nos quedaríamos en México. Que Fabio se iría a vivir con la tía Verónica, y yo, con el tío Ernesto.

No nos negamos, después de todo no teníamos alguna opción. Nos sentimos muy tristes y nos despedimos unos días más tarde de nuestra madre y de entre nosotros. No fue una despedida dolorosa, al contrario, mi madre nos dio esperanza de algún día formar de nueva cuenta la familia que éramos, tal vez fue su enfermedad, pero se equivocaba bastante.

A pesar de la situación y del profundo dolor que sentía dentro de mí, decidí no sentirme mal, luchar por ser feliz, como siempre decía y presumía mi madre. Asumí, en mi mentalidad de niño, que, era una nueva oportunidad de empezar de nuevo y de ser feliz, aunque sea solo por un tiempo, que mi mamá regresaría pronto y que volveríamos a ser la misma familia de siempre.

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Yo asumía un sacrificio, cambié de lugar de residencia a la complicada ciudad de México, al domicilio de mi tío. Llegué un día de marzo a la casa del tío Ernesto. Era el mejor de los tíos. Un empresario virtuoso, un aristócrata elegante, con una fama de seductor insalvable. Era un metrosexual anticipado a su época, cuidaba tanto de su piel como su cabello con una dedicación casi religiosa, tenía una sonrisa perfecta, con dientes blanquísimos y muy elegante gesto. De rostro delicado, su cuerpo parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Su cabello corto le daba un toque de pulcritud, era atento y divertido, viril amable, todo un caballero.

No tardé mucho tiempo en adaptarme, el tío Ernesto era como el padre que siempre quise querer, me consentía en todo lo posible. Mandó a traer a la mejor institutriz de la ciudad para que continuara mis estudios. Era una mujer joven, de tés clara, de mirada dulce y boca pequeña, nariz respingada y ojos azules, muy expresivos, “una belleza” decía mi tío. Su cabello largo, rizado y dorado. Era su rasgo más atractivo, parecía un camaleón, me sorprendía casi a diario porque, nunca parecía el mismo cabello. Conmigo era dulce y cariñosa, me explicaba muchas veces el mismo punto de la lección cuando no entendía algo. Era un encanto conmigo, una amiga fiel en la que confiaba y ella en mí.

Mi tío Ernesto era un hombre ocupado pero siempre tenía tiempo para mí, para mis necesidades. Era tan comprensible, que más de una ocasión se durmió conmigo, llorando y rezando por mi madre. Solía decirme con regularidad que se sentía orgulloso de mí, de mi rendimiento académico, algo que nunca habría hecho mi padre. Semanas después, cuando empecé con clases de violín, lo sorprendí espiándome en mis clases.

El tiempo pasaba rápidamente en mi estancia en la casa de mi tío Ernesto. Funcionábamos como una buena familia. De hecho, mi tío Ernesto era tan dedicado, y preocupado por mí, que siempre que recibía una noticia de mi mamá, estaba allí para abrazarme. Siempre fueron malas noticias, no la vimos en mucho tiempo.

Una noche de lluvias, en el primer año. Justo el día que cumplí diez años, tenía miedo. No pude conciliar el sueño, aunque yo, según las palabras de mi tío Ernesto, era “El niño más dormilón del mundo” .

Me levanté de mi cama y me fui directo hacia la recamara de mi tío. El ruido era casi ensordecedor,  los rayos iluminaban el corredor hacia su habitación. El piso helado del corredor paralizaba mis piernas, pero seguí avanzando. “Las películas de terror no son para niños” , pensaba arrepentido.

Cuando llegué a la gran puerta de roble noté un ruido raro. Parecía una mujer quejándose. Me alarmé más. “Tal vez están asesinando a alguien” , pensé. Mi corazón estaba por reventar, y más cuando me di cuenta que la puerta estaba abierta.

Me asomé por la pequeña rendija que la puerta formaba con el marco en la pared. Lo que vi, cambió mi vida para siempre.

En el borde de la cama, estaba mi institutriz Octavia, la reconocí de inmediato por su cabellera alborotada. Mi maestra, lucía inmóvil, en cuatro patas, completamente desnuda, recibiendo por la entrepierna, una especie de tubo que salía del cuerpo de mi tío Ernesto, que de igual manera estaba completamente desnudo.

Las manos de mi tío se veían enormes, postradas en la pequeña cintura de mi mentora, aunque pequeñas, comparadas con sus caderas. Aquel cilindro, parecía de alguna manera a mi propio pene, aunque gigantesco y con una dureza exagerada. Mi profesora parecía recibir con gusto y sin dolor ese tubo extraño. Los dos se movían en un vaivén constante que los hacía suspirar. Sus cuerpos en penumbras eran iluminados por la luz de los destellos en la enorme ventana enfrente de ellos. Yo, puse especial atención al área genital, me pareció curioso, de partes tan grandes. El nulo vello pélvico de ambos me facilitó la vista.

El movimiento frenético de sus cuerpos, combinados con los quejidos y la respiración acelerada de mi tío me hipnotizaron. Me quedé allí, viendo lo que pasaba durante un buen rato. Mi miedo pareció desaparecer de inmediato. Sus cuerpos sudados eran como máquinas de moverse, parecían no cansarse. Era somnífero y agradable verlos hacer eso. Los quejidos, que salían dulcemente de la boca de mi maestra, retumbaban en mi cabeza.

Tras varios cientos de embestidas, mi tío pareció clavar con más fuerza el tubo de su entrepierna, su energía se había extinguido y terminó “enchufado” de la entrepierna de la señorita Octavia. Inhalo mucho aire. Me pareció verlo descansar, ella dejó de quejarse, respiró profundamente también. Sin fuerzas se tumbaron en la cama, el detrás de ella, muy cerca, sin decir una sola palabra, ninguno de los dos. Respirando larga y profundamente mientras se durmieron, la tempestad había acabado.

Sin decir nada, y luego del tremendo espectáculo que había presenciado me fui de regreso a mi cama, noté mi respiración acelerada, pero no le di importancia. Esa noche no dormí un solo segundo, la imagen de mi tío haciendo eso con mi maestra me tenía perturbado.

La señorita Octavia pasó por mi mente, parecía muy feliz, gustosa de hacer lo que hacía, en contraste con sus quejidos, casi gritos que salían de su pequeña boca. Era una contradicción que no pude entender en el transcurso de la noche. También me pregunté cómo es que ella estaba allí, si no vivía en la casa.

El día siguiente, mi tío partió hacia su oficina como siempre. Después de desayunar y antes de empezar nuestra clase del día exploté. No podía más con esa duda en mi cabeza.

-¿Qué fue eso?- Le pregunté a Octavia mientras se sentaba frente a mí, en la habitación destinada al estudio.

-¿A qué te refieres Alessandro?- Preguntó con curiosidad frunciendo su dulce ceño.

-A eso que hacían tú y mi tío Ernesto, ayer durante la tormenta en su habitación.- Le contesté rápidamente, un poco alterado.

Octavia enrojeció al extremo, quitó su mirada de mi persona y guardó silencio.

-No sé a qué te refieres jovencito.- Me dijo mientras abrió un libro de matemáticas.

-Fue cuando tú estabas a gatas sobre la cama de mi tío y el atrás.- Empecé por explicarle. –Tú te quejabas aunque sonreías, parecía que pedías más.- Terminé de aclararle.

Octavia cerró los ojos mientras inhalaba una fuerte cantidad de aire. Apoyó sus dedos en la sien derecha y abrió sus brillantes ojos azules para contestarme.

-Es algo que hacen los adultos cuando se quieren.- Dijo como suspirando.- De hecho, estábamos haciendo el amor.- Me explicó completamente apenada.

-Entonces ¿tú y mi tío son novios o algo?- Cuestioné a mi mentora.

-Es complicado explicarlo Alessandro, como complicados somos los humanos.- Dijo inclinando su cabeza ligeramente.- Sólo podría decirte que existe un vínculo de cariño muy especial entre los dos.- Dijo abriendo un poco más los ojos.

-¿y te dolía?- Pregunté curioso.

-Nada de eso.- Contestó mientras se dibujó en su cara una sonrisa. – De hecho, es, por el contrario, lo más agradable que puede existir en el mundo.- Su sonrisa se volvió picara, como dibujaba en su rostro.

  • Pero parecía que te dolía, gritabas y te quejabas.- Argumenté.- Yo no entiendo.- Le dije mientras la veía a los ojos.

  • Es por el extremo de sensaciones.- Explicó como si fuera una lección de clases, solo que mucho más interesante. –Sucede, que, al llegar el extremo de una sensación placentera, cuando es fuerte en exceso, por la intensidad, parece que te quejas, pero todo lo contrario.- Me explicó sonriendo.

El resto del día y la semana hablamos de sexo. La ventaja de tener educación privada y personalizada es que podías escoger lo que te parecía interesante. Al final del día, la señorita Octavia me reprendió, me hizo jurar no volver a espiar a nadie, pues según ella era una mala idea.

Creo que ese hecho cambió mi vida completamente, presenciar el acto sexual resultaba muy adictivo, al menos para mí. Los meses siguientes estuve pendiente de la habitación de mi tío, siempre de noche. Aunque prometí no volver a husmear allí, era tan adictivo que me hacía despertarme.

Descubrí que mi tío era muy activo, tenía relaciones casi todas las noches. En su cama reconocí una noche a mi pediatra, otras más a mujeres completamente desconocidas, inclusive una noche me pareció ver a una artista de televisión.

Su actividad me pareció de lo más usual, común y corriente. Yo no le conocía novia alguna y eso era normal, o al menos eso me pareció. Pero lo más relevante, al menos para mí fue el profundo placer que las mujeres siempre parecían tener.

El profundo interés capturo mi mente. La idea del sexo era novedosa y adictiva para mi pequeña mente. Investigué en internet todo lo que pude acerca del sexo. Un día, al visitar una página nueva, con mucha información muy bien explicada, leí una frase allí, que me reveló mucho: “El orgasmo femenino es mucho más intenso que el masculino, además de la posibilidad de varios en una misma sesión de sexo”.

Pasaron varias semanas antes de poder asimilar aquella afirmación. ¿Cómo era posible que, aunque las mujeres tenían gracia, simpatía infinita, cuerpos y rostros hermosos, también tenían más y mejor satisfacción sexual?

Eran muchas ventajas, ya lo había pensado, pero la idea de mejores orgasmos y mayores, combinada con mi fascinación siempre por el género me hicieron querer ser lo que no era: Una linda mujer.

A veces soñaba que era una linda niña, otras veces imaginaba despierto mi cuerpo voluptuoso, como el de mi maestra, o como cualquiera de las amantes de mi tío. Incluso, algunas veces me vi a mí mismo, en mi imaginación, recibiendo el enorme “tubo” de mi tío.

La idea me tenía en otro planeta, soñando a todas horas convertirme en mujer. En mi mente de niño pensaba que en algún momento de mi vida, pediría a un genio mágico la posibilidad de cambiar de sexo, de ser una linda mujer a toda regla, me soñaba vistiendo un vestido rosa, grande como de princesa, siendo la atención de todo el mundo, convenciendo a todos de cualquier capricho, y todo por magia, era una bendición, aunque nunca sucedió de esa forma.

Después de casi un año de investigar en internet, de espiar a mi tío por las noches, después de descubrir la pornografía en internet y de maximizar mis deseos de ser una niña, al grado de desearlo un par de veces decidí expresarlo. Estaba convencido de que nunca querría ser un hombre, me aterraba la idea de convertirme en un cavernícola como mi padre.

Una noche, después de recibir una llamada de mi padre. Nos enteramos de la noticia de que mi madre había sido desahuciada, que la esperanza médica de su vida era de dos meses. Entré en llanto.

Lloré durante horas en la sala de la casa, abrazado por mi tío. Tratando de no pensar en el dolor, en la idea de no volver a ver a mi madre nunca. La idea de coraje, de injusticia entró en mi cabeza.

-Yo ni siquiera quiero esta vida.- Le dije a mi tío, que escuchaba cortésmente todas mis quejas.

-No mijo, tú tienes todo para ser muy feliz, no digas tonterías.- Me dijo con un tono extraño, tratando de reprenderme.

-Es que no entiendes, nada de mi vida es como yo hubiera querido.- Le dije aún dolido.

-Pero me tienes a mí.- Interrumpió.

-Pues sí, pero…- Dude un poco y dejé de llorar.

-Tienes un hermanito que te espera en Jalisco, tienes a tu padre que se preocupa por ti, y también me tienes a mi mijo.- Hizo una pausa, parecía comprender mi dolor.- Y te tienes a ti mismo también, un niño saludable y muy inteligente.

-Aunque no quisiera ser yo, a veces quisiera ser otra persona…- Le dije respirando profundo, sollozando levemente.

-¿Cómo está eso?- Me dijo llamando mi atención con un apretón en el brazo.

-Pues sí, que yo no quisiera estar viviendo esto, que quisiera que esto fuera diferente.- Traté de salirme por la tangente, me había atrapado y estaba nervioso, temeroso.

-No, no, tú dijiste que querías ser otra persona. ¿De qué hablas?- Preguntó otra vez, directamente, dejándome sin alternativas.

-De que…- Empecé a llorar.- Yo no quiero ser niño.- Exploté casi gritando.- A mí nunca me ha gustado serlo, quisiera ser una niña.- Me entristecí.- Tal vez si lo fuera, todo esto fuera diferente.

Los ojos de mi tío Ernesto parecieron cambiar de estado. Estaba alerta pero ahora parecía enternecido, sus ojos se inundaron lentamente.

-Tú no tienes la culpa de nada de lo que está pasando.- Dijo mientras acariciaba mi cabeza dulcemente.- Y eso de ser niña no cambiaría nada esta situación, no es por tu género, solo que así es la vida.- Concluyó resignado.

-¡No entiendes nada!- Le dije quejándome.- Nada de esto me gusta, ni usar pantalones, ni ser valeroso, ni los caballos, ni los coches, ni nada.- Me enfurecí.- Esto es una porquería.- Le dije mientras me levantaba de su lado. Las lágrimas caían de mi rostro abundantemente, como una cascada.- No me gusta nada de lo que le gusta a los niños, excepto ellos, no me gusta la ropa que visto, o la manera en que se comportan, no me gusta cómo me veo en un espejo, ni la idea de ser un hombre toda mi vida.- Terminé llorando, tristemente.

Mi tío pareció entender mucho más de lo que hubiera pensado yo. Empezó a llorar tanto o más que yo, me abrazó como nunca antes me había abrazado y me hizo sentir bien.

-Yo te prometo, que vas a ser la mujer más hermosa que jamás pisó esta tierra.- Me dijo al oído.

Cuando terminó el abrazo lo miré. Ni en mi mejor sueño habría pasado esto. No lo entendí. Lo vi con extrañeza, con miedo. No parecía lógico lo que me había dicho.

-Cuando era niño, más o menos de tu edad le dije algo parecido a mi padre.- Explicó.- Él reaccionó mal, me pegó hasta el cansancio.- Continuó con tristeza.- Casi me mata.- Hizo una pausa para limpiar sus lágrimas con la solapa de su manga.- Y me mandaron a un retiro seudo religioso para quitarme esa idea.- Reveló.

-Allí me golpearon hasta el cansancio, me maltrataron de muchas formas. Les supliqué que me dejaran, que jamás volvería a decir esas ideas. El resultado es mi vida actual.- Dijo tristemente.- Soy exitoso en el trabajo, tengo dinero y muchas parejas, pero no soy feliz.- Dijo sofocado por los sollozos.- A ti no te va a pasar eso, te lo prometo.

Me abrazó otra vez.

El dolor por el posible fallecimiento de mi madre estaba en segundo término. Lo importante era mi vida, o al menos eso dijo mi tío. Toda esa noche platicamos de cómo me sentía. Desde cuando lo había sentido y me prometió, mil veces más que me cambiaría, que sería una mujer completa, que de eso se encargaría él.

Las palabras de mi tío me tranquilizaron, me hicieron sentir muy bien. Al día siguiente, cuando asistimos a ver mi madre, a nuestra antigua casa, mi tío habló con mi padre de un convenio, para que él tuviera mi guardia y custodia y todos los derechos y obligaciones que las leyes les otorgaban a mis padres sobre mí.

En contraste a lo que pudiera haber pensado, mi padre aceptó de inmediato, y en su gesto tenía un toque de alivio, o al menos eso dijo mi tío. El convenio se firmó una semana después, en Vallarta. Después de la firma me despedí de mi madre para no verla en años.

Ese mismo día, más tarde, mi tío Ernesto me leyó un plan de trabajo, de terapias y de cirugías. Consistía en tratamientos experimentales, con esquemas y planes detallados de cómo transformar mi cuerpo en el de una mujer común y corriente. Tratamiento con células madre, cirugías de construcción de tejidos, trasplantes de piel y hormonas al por mayor. Parecía una locura, pero era, según mi tío, el proyecto más ambicioso de transformación física jamás creado. Tenía sus riesgos, por las múltiples anestesias, pero también su probabilidad de éxito, como órganos sexuales completamente funcionales. Acepté sin pensarlo dos veces. Mi tío pareció estar complacido con mi decisión.

A partir de ese día, y por instrucciones de mi tío, me sometieron a muchos estudios médicos, sangre, rayos X, inclusive un par de tomografías, resonancias y ultrasonidos, nunca entendí para que o por qué. No me importaba, solo, quería con todas mis fuerzas ser una linda mujer.

Aún en estos días no puedo entender la reacción de mi padre si no es pensando que nunca me quiso. No tardé mucho en superar la sensación de abandono. De cualquier manera nunca quise a mi padre como un padre entrañable, como aquel que te protege y te educa, que te forja y que inspira. Sin duda, ese era mi tío Ernesto para mí.

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El proceso fue largo y doloroso. Viajé a varios lugares del mundo sin conocer alguno. Quirófanos y más quirófanos, esa fue mi vida durante el resto de mi niñez y parte de mi adolescencia. Tratamientos experimentales, llevados a cabo en lugares que no puedo pronunciar. Fue un martirio.

No digo que nunca quise abandonar, de hecho fueron muchas veces. Once meses con un tubo abriendo una herida en mi entrepierna me tuvieron, en más de una ocasión decidida a abandonar el proceso. Solo el tierno y dedicado amor de mi tío, me facilitaba el proceso.

Con mi mamá sucedió un milagro. Después de una larga y extraordinaria recuperación, regresaron a casa, o al menos así me lo comunicó mi tío.

Un día, tras una cirugía larga, y aún con los efectos de la anestesia, me pareció escuchar a mi madre como entre sueños.

Mi tío Ernesto evitó a toda costa la confrontación mía directamente con mis padres. Él, en cambio, asumió el peso de la discusión y me abrazó apenas se fueron mis padres. “Es el precio familiar que hay que pagar”. Me dijo en un tono cariñoso.

En ese instante entendí que la vida me había desvinculado definitivamente con mis padres. Lo asumí con respeto y sin ningún rencor. Era su decisión, sus vidas. Nada de eso cambiaría en nada lo que yo era, lo que yo había logrado, lo que yo quería. Fue así, como, después de una vaginoplastia, mis padres decidieron olvidarme, sacarme de sus vidas y mitificar mi existencia entre la familia.

No fue fácil superarlo. Mi respuesta fue el maravilloso internet. Si, aunque parezca absurdo el internet me dio el alivio ante el rechazo y la marginación de mis padres. Mágica, y casi inesperadamente, empecé una relación de lo más natural, fraternalmente entrañable con mi pequeño hermano Fabio.

Él, tenía un pensamiento revolucionario y totalmente opuesto al de mis padres. Aceptó casi al momento la noticia de mi transformación, de mi nueva identidad, y fue él, quien me contactó por e-mail. Aplaudió virtualmente mi decisión de cambio e incluso aplaudió, según él, mi valor de enfrentar al mundo y mis cambios.

También tengo que decir que mis cambios no solo fueron físicos. Esa etapa no solo fue anormal en el sentido de los quirófanos y mis cambios físicos, sino también en lo emocional y social.

Mi tío Ernesto se convirtió no solo en mi padre amoroso y comprensivo. También se volvió en mi mentor emocional, siempre tenía algún consejo, sobre amor, sobre la vida, sobre relaciones personales, incluso sobre placer y entretenimiento. Aunque nunca me impuso nada, de alguna manera me convertí en una versión corregida de el mismo, de su manera de ver la vida, incluso de actuar y hasta en sus expresiones y maneras de caminar o hablar.

Aprendí, por sus recomendaciones, a vestirme como una señorita decente, también a dominar poco a poco el poder de un escote o una sonrisa. A “oler” el tipo de interés de los hombres hacia mí. Incluso a “no enamorarme de cualquier rufián”.  Mi tío me acompañó en cada lágrima que derramé durante ese maravilloso periodo de tiempo. Y, ahora que lo pienso, también aprendí de él a comportarme en la cama, a hacer el amor. Todo mediante ejemplos. De hecho nunca falté a la costumbre de espiar sus frecuentísimas interacciones con sus amantes.

Los años pasaron y nuestra relación también. Mi amor por mi tío era cada vez más grande y de alguna manera, el me hacía sentir lo mismo. Yo fui inmensamente feliz a su lado, bajo su tutela. Estudié dos licenciaturas al mismo tiempo. Todo esto, sin perder una sola sesión de tratamiento. Recuerdo sentirme cansada la mayor parte del tiempo, pero con una motivación de amor y superación que jamás había tenido. Mi tío me enseñó su negocio, me presentó con todo el gremio de constructores como su sucesora. Aunque intenso, nuestro amor nunca fue flamable, era amor limpio, suave y tierno. Sólido e indestructible.

Mi cuerpo mutó con los años. Un metro con sesenta centímetros y cincuenta y dos kilogramos me hacían lucir atlética sin alguna pizca de delgadez. Mi piel clara, suave y tersa era una delicia al tacto, al menos eso siempre decían. Parecía provocar forzosamente emociones al apreciarla de cerca. Ese forro de fascinación ajustaba perfecto mi silueta femenina. Me había sentado perfecto cada minuto de ejercicio, cada centavo de honorarios pagados en cirujanos.

Y es que, sin ser un muestrario de cirugías me había convertido en una afrodita moderna. Mis senos treinta y cuatro doble “D”, lograban llamar la atención en todos los sitios. Mi vientre plano y suave quitaban el aliento a casi cualquier hombre. Y mi trasero redondo, combinado con mis piernas torneadas causaron más de dos accidentes. Mis caderas redondas y voluptuosas son el delirio de más de uno. Aprendí como nadie más a ser un camaleón, a cautivar con una mirada o un suspiro. También aprendí a peinarme de diferente manera, mi cabello fue teñido varias decenas de veces, casi siempre conservando su textura lacia, delgada y manejable.

Mi rostro de niño tierno se convirtió en el de una vampiresa. Aprendí a sacar partido de mi mirada. Mi sonrisa helaba la sangre, o al menos eso dijo un poeta con quien me involucré, alguna vez. De alguna manera, me convertí en una máquina de seducción, de placer y de sensaciones.

Cuando cumplí veinte años yo ya era otra persona. El amor, la confianza y el dinero de mi tío habían logrado transformarme por completo. Lo amaba como a nadie más en este planeta. Aún maldigo el tabaco, que provocó esa insuficiencia pulmonar, que se lo llevó de este mundo.

No encontré nunca a ningún hombre que lo sustituyera, ni siquiera un poco. Y probé muchos hombres, de muchas clases, en muchos lugares. Todos llegaron y se fueron, me dejaron cosas buenas y malas, alegrías y tristezas. Todos, de alguna forma, enseñanzas.

Estas memorias son un tributo a ellos, a cada uno de los hombres que han pasado en mi vida, en mi cama y en mi corazón. Por esa razón tuve que empezar por el más importante de mi vida, en como lo conocí y todo lo que significó para mí: Mi tío Ernesto.