Vísteme despacio que tengo ganas
Una mañana cualquiera puede comenzar de una manera especial con un poco de imaginación.
Cuando una relación comienza uno no sabe cuándo debe confesar sus debilidades, sus manías, o sus rarezas en lo tocante al sexo. Ni cuándo, ni cuánto debes contar. Cada paso adelante es una temeridad que nunca sabes si será recibida con normalidad o espanto.
No llevábamos ni un mes saliendo y el sexo era dulce y convencional. Ella ya conocía alguna de mis flaquezas en materia erótico-festiva, pero cuando le pregunté si me dejaría elegir su ropa y vestirla me miró extrañada durante unos segundos, entornando los ojos como ella suele hacer cuando intenta adivinar lo que estoy pensando. Fueron segundos tensos, porque no sabía si se iba a echar a reír o a buscarme un psiquiatra de guardia.
-Tengo que ir a trabajar.- Me dijo sin mostrar emoción alguna.
-Sólo voy a vestirte, nada más. No te hagas ilusiones.- Y le sonreí con sorna.
Ella soltó una risa floja -Lo que tiene una que oír. Venga anda, y a ver qué eliges, que voy a trabajar y no necesito ascensos.-
Ella estaba en albornoz, recién duchada, con el pelo todavía algo húmedo. Mientras yo me deleitaba con su armario, ella me miraba con una mezcla de curiosidad y confusión al tiempo que se cepillaba el pelo. Después de un ratito indagando, elegí una blusa blanca, corta y apenas transparente, y una falda malva por encima de la rodilla. Vas bien, me pareció entender por su expresión. Después elegí unas sandalias blancas sin mucho tacón y cuando le mostré mi elección el gesto ya se le había dulcificado bastante, mientras seguía peina que te peina. Me tuvo que meter prisa para que siguiera porque me quedé embobado mirándola.
Cuando abrí el cajón de su ropa interior me quedé arrodillado ante él como si acabara de abrir el cofre de un tesoro, extasiado.
-Cuidado con los infartos, que ya te voy conociendo.- Me dijo y con razón. Ya sabía de mi debilidad por la ropa interior, y realmente el corazón se me estaba acelerando. Y es que aquel cajón era como Disneylandia para un niño. Los encajes, el tacto, los colores. Cada cosa que descubría me hacía suspirar, y tras cada suspiro siempre escuchaba su risa, ya relajada y con cierta ternura. Pobrecito, qué mal lo está pasando, debía pensar.
Elegí un conjunto blanco de braguita y sujetador de raso y encaje y me senté en la cama esperando que viniera. Ella no se hizo de rogar y se acercó despacio, quedando ante mí con aire desafiante. Le hice un gesto para que se diera la vuelta y lo hizo. Después dejó caer el albornoz a sus pies dejando su precioso culo justo delante de mi cara. Me miraba por encima del hombro en todos los sentidos, el literal y el figurado. Sabía que en ese momento me tenía comiendo en la palma de su mano, pero su sonrisa me inspiraba confianza. La tomé suavemente por las caderas y la atraje hacia mí. Al inclinarme para ponerle las braguitas rocé con mi mejilla su trasero, y si bien al principio quise mantener mi promesa de no tocar más de lo necesario, la fortaleza me duró poco y posé con suavidad mi piel sobre la suya. Ella había flexionado la pierna para poder empezar a vestirla, y para mantener el equilibrio apoyó su mano entre mi hombro y mi cuello, justo donde ya sabía que si tocaba me pondría a ronronear como un gato. No me hizo falta alzar la vista para saber que su mirada paseaba por mi nuca como si fuera una mano más. Alzó la otra pierna y ya pude ascender con aquella delicia de color blanco por sus muslos. El sonido de la tela al rozar con su piel me dejó en trance y por un instante me pareció que era yo el que trepaba por sus piernas hacia su sexo. Al llegar a su destino, coloqué la prenda ajustando con las yemas de los dedos cada centímetro de tela y elástico en su sitio. Ella se retiró el pelo de la cara y me miró un poco menos segura de lo que estaba antes, y algo más ruborizada y esquiva.
Me levanté para ponerle el sujetador, que tenía los tirantes y la mitad de la copa de puntilla. Pegado a su espalda, me asomé por encima de su hombro y vi sus pechos desnudos. Me quedé parado un instante, sin saber si hacer lo que en ese momento más deseaba, pero me contuve y dejé escapar un ligero suspiro de resignación. La rodeé con mis brazos para abrochar el sujetador por la cintura, aunque podría haberlo hecho por detrás, pero quería notar su calor y que sintiera el mío, y aprovechar para acariciar su vientre al girar la prenda, antes de subirla a su sitio. La besé en el hombro con suavidad, casi sin rozarla, y ella ladeó la cabeza ofreciéndome su cuello. Me hubiera lanzado como un león hambriento hacia él, pero esperé un momento para que ella lo deseara más. Me acerqué todo lo despacio que pude y le di el beso más dulce que pude inventar. Ella mantuvo la posición, invitándome a más, pero tras un instante de duda me contuve y decidí seguir con mi tarea.
Mis manos ascendieron por su costado y con ellas el sujetador. Los pulgares aprovecharon el viaje para rozar descuidadamente el contorno de sus pechos, y cuando éstos desaparecieron tras la tela aún se intuían a través de ella. Coloqué bien el borde de las copas, introduciendo ligeramente las yemas de los dedos para ajustarlo, rozando su areola rosada con el dorso de las uñas. Ella se encogió de hombros con un escalofrío, y yo me dediqué a ajustarle y reajustarle los tirantes para que todo estuviera perfecto. Acabé todo el proceso posando suavemente mis manos sobre su pecho, distraída y muy brevemente, para confirmar que todo estaba bien. Al menos esa era la versión oficial.
Seguía detrás de ella, cerca, muy cerca. Tanto, que me rozaba con su pelo cada vez que giraba la cabeza para buscarme con su mirada. Yo me quedaba ensimismado, olisqueando su pelo y su nuca. Para entonces creo que ninguno de los dos quería respetar el pacto, aunque nos esmerábamos por mantener la apariencia de control y normalidad sobre lo que sentíamos.
Cogí la blusa y se la puse lentamente. Tras cubrir los hombros le coloqué bien el pelo para ajustarle el cuello. La tomé por la cintura y la giré suavemente para quedarnos frente a frente. Al cerrar su blusa, lo hice rozando mis dedos contra su pecho, buscando una reacción placentera en su cara que ella intentó disimular. Cuando comencé a cerrar los botones desde abajo, ella levantó la mirada y la fijó en la mía. Ya no estaba tan serena, y me pareció que ya no le importaba que me diera cuenta, pero yo seguí dedicado a la blusa, y tras estirarla un poco me senté para terminar de vestirla.
Al bajar me encontré con sus braguitas justo delante de mi cara, dejando intuir su vello púbico bajo el encaje, y en ese momento volví a perder la serenidad que tanto me había costado fingir. Bajé la mirada como quien no quiere mirar al demonio para evitar ser tentado, y me dediqué a ponerle la falda. Ella apoyó su mano en mi hombro para sujetarse, y me acarició con su pulgar de la manera más imperceptible que pudo, lo justo para que yo concentrara toda mi atención en esa minúscula parte de mi piel. Al subir la falda volví a ensimismarme con el sonido de la tela rozando sus piernas, y me apresuré en hacer desaparecer esa sombra oscura que se intuía bajo sus bragas y que me atraía como la luz a las polillas. Le subí la falda deprisa y le cerré la cremallera.
-¿Todo bien?- le pregunté.
Ella asintió con la cabeza. Al levantarme pasé mi mano por su cintura, y ella hizo lo mismo. Nos miramos un instante como si estuviera a punto de suceder algo. Me acerqué a su cuello y le susurré al oído.
-Siéntate.- La mirada que me encontré al regresar no era amable precisamente. -Faltan los zapatos.- Me apresuré a explicarle.
Ella pareció perdonarme y se sentó. Me arrodillé ante ella, que apoyó su pié sobre mi pierna. Al levantar la suya para ponerle la sandalia volví a encontrarme al final de su falda con el encaje de sus bragas, y la frontera entre la piel el vello púbico claramente marcada. Hice un gesto de contención, mordiéndome los labios. Bajé la mirada y le puse la otra, intentando no mirar a lo que ella me ofrecía bajo su falda, entreabriendo las piernas de una manera muy poco apropiada para una señorita, y sonriéndome con malicia, desafiante.
Juro que estuve a punto de enterrar mi cabeza entre sus muslos y comérselo todo, pero las tornas estaban cambiando y quise seguir el juego. Me levanté y le ofrecí mi mano para que ella lo hiciera también.
-Vas a llegar tarde.- Dije con toda la frialdad que pude aparentar, y la llevé de la mano hacia la puerta.
Ya fuera le di la chaqueta, el bolso y las llaves. Ella se quedó mirándome desde el umbral, con los hombros caídos, y el bolso colgando inerte de su mano. Qué cabrón, se podía interpretar de su gesto sin necesidad de traductor.
-Ah. Se me olvidaba.- Y dicho esto me arrodillé ante ella. Mis manos treparon por debajo de su falda hasta llegar a su culo. Allí pellizqué el borde inferior de sus braguitas y tiré de ellas hacia abajo lentamente. Ella se asustó, y mirando a los lados comprobó que no había nadie en la escalera que pudiera vernos. Me incorporé con sus bragas en la mano y nos quedamos mirando. Después le di un suave beso en los labios y le dije
-Que tengas un buen día.-
Lo último que vi al cerrar la puerta fue su gesto de resignación y una risa floja. Tras un momento de silencio escuché sus tacones descender por la escalera y me pareció el sonido más triste del mundo.
Poco después, mientras me vestía en la habitación, escuché la cerradura de la puerta girar nerviosamente. Después esa puerta cerrándose, un bolso aterrizando quién sabe dónde, y unos tacones acercándose deprisa, amenazantes. Se detuvo en la puerta de la habitación, con la respiración agitada y algo despeinada. Me lanzó una mirada que, sinceramente, me acojonó, porque pensaba que me iba a patear los huevos. Vino hacia mí, me tiró sobre la cama de un empujón, y ese día, los dos llegamos tarde a trabajar.