Visions of Angels
Crónica (¿o relato?) de una perfecta unión entre las más bella de las criaturas: la mujer; y su perfecto complemento: el hombre. La decisión y el erotismo son importantes...
Sé que te gustan las cosas alocadas, pero ahora, decidí que fuera mi turno (tal vez, egoístamente). Decidí que el bosque y la Luna podían esperar y decidí, también, que este iba a ser uno de los regalos que quería darte, por lo tanto, decidí que fuera especial.
No es fácil complacerte (lo sé), pero quise esforzarme y hacerte la más feliz de las mujeres. Por una parte, no quería que fuera algo cursi o como un cliché. Por otra parte, no quería que fuera algo que pareciera sólo deseo sexual por mi parte. Rosas y chocolates, no. Películas pornográficas y juguetes, no, ni pensarlo. Entonces, ¿qué podía hacer? Eres tan difícil, pero, es una de las razones que me encantan. Ya que, si todo fuera fácil, ¿para qué tomarse la maldita molestia?
Decidí que fuera en tu apartamento. Es grande y espacioso. Claro que eso es lo que menos importa, pero a mí me gusta mucho ese lugar. Por las tardes, podía observar el pueblo tranquilo, y a la gente que, entre la bruma, parecía ir y venir como en un sueño. ¿Recuerdas? Fue ahí, desde el balcón, en donde vimos por vez primera un entierro de pueblo.
También desde ahí observamos al cartero, que perezosamente, tocaba de puerta en puerta, llevando noticias malas y buenas. Y fue desde ahí, además, cuando vimos cómo Alejandra la estudiante de Contaduría y su novio Pablo hacían el amor enfrente de la panadería. Temerosos y excitados.
Nosotros también nos excitamos, y ahora empiezo a hacerlo yo al pensar en nuestro encuentro. Y aún, en la oscuridad de mi mente, tus labios no estaban tan lejos.
Llegaste del trabajo, cansada y fastidiada. Yo interpretaba el papel del fastidioso, quería que te enojaras y que luego descargaras toda esa energía al amarnos. Me salió bien, ya que fuiste directo al baño, tal vez a derramar diamantes sobre ese espejo al que llaman agua. Me sentía un poco culpable, pero sabía que todo caería por su peso. De pronto, escuché un grito de sorpresa. Eras tú, quien había descubierto la tina llena hasta el tope, llena con agua caliente y burbujeante, además, había muchas velas, las cuales le daban una curiosa iluminación al cuarto de baño. Un olor se dejaba percibir sutilmente, el aroma a vapor combinado con violetas. De la pequeña grabadora de mano, la música de uno de los Conciertos de Brandemburgo era audible, apenas, como una caricia al oído.
Quería, primero que nada, que te olvidaras de las presiones del trabajo, y sé que eso no es nada fácil. Trabajar con finanzas es muy fastidioso, lo sé porque a veces me haces esa cara de niña mimada que me encanta, y me pides que te rescate de ese mar de números con un beso y caricias que te hagan olvidar a ese maldito de Gauss que, ¡cómo complica la vida! ¿Desde cuándo 2 y 2 dejó de ser 4? Lo olvidaste, pues te di un pequeño beso en el lóbulo de la oreja izquierda, que, curiosamente, tienes más sensible. Sólo dejaste escapar un gemido que, para mí, llega hasta la Selva Negra, cruzando por el paradisíaco Caribe. Te volteaste salvajemente para posar tus labios sobre los míos, pero te rechacé a tiempo, pues quería excitarte más y más. Sin más que decir (por parte mía) salí del baño y dejé que absorbieras cada gota minúscula de agua por los poros de tu cuerpo. La ibas a necesitar, pues el calor de mi piel secó, más adelante, la tuya.
Presto me dirigí a la habitación del fondo. Cuando llegué ahí no me sentí tan solo, pues mil esencias mezcladas me acompañaban; ya fuese tu aroma a asfódelo o el aroma del coñac recién servido en las copas. Esperaba oler absolutamente todo en ti, tu ropa (que siempre huele a oficina), tu cuello, tus senos y pezones, tus pies y tu sexo. Esa esencia que a veces, yo presumo como mía, y que guardo como si fuera el mayor tesoro.
Parecía un adolescente en su primera experiencia erótica, pero, me gustaba que así fuese. Me entretuve prendiendo el fuego de la chimenea, o midiendo la cantidad perfecta de coñac, fresas y chocolate derretido; verificaba a su vez, que la música de Sibelius no fuera tan alta como para no escuchar tu voz y tus gemidos posteriores, ni tan baja para que no notaras el complemento ideal. Ya estaba casi todo listo, de hecho, desde hacía varias horas que lo estaba, pero me gustó ser un perfeccionista en aquella ocasión, poco era todo lo que hacía por ti, y aún, sentía que los tesoros de la Tierra no bastarían.
Escuché un ruido detrás de mí. Me puse nervioso. Por un momento, mis temores de la infancia llegaron de nuevo, y no supe más que tenerle miedo a la noche. Tenía miedo de ti, tenía miedo de tu persona mostrándose como fiera desatada, y como rosa abierta y lista para ser bañada con el rocío del alba, tal vez arrancada de la Tierra para ser llevada hacia otras dimensiones boreales. Sí, ahí lo descubrí. ¡Eras tú!
Llegaste sin decirme nada, sólo el ruido de tus plantas te delató. Me volteé y te vi. Estabas ahí como una amazona, fuerte y desnuda. No supe que decirte, pero no hacía falta, ya que, en esta ocasión, el lenguaje de los besos y las caricias, de la pelea y la lucha, de los pechos y los sexos, sustituirían a las palabras. Lo esperábamos con ansia. Sabíamos que esto debía pasar de esta forma desde hacía muchísimo tiempo. Ahora (gracias a Dios), era la ocasión.
Caminaste hacia mí y me besaste, me besaste y tu boca se me antojó deliciosa, sublime, exquisita (las palabras son pocas). Acepté tu beso, pero, como preludio a nuestro poema, quería explorar cada rincón tuyo. Me separé de ti y acaricié tu cabello. Nunca he sabido (y prefiero no hacerlo, pues hay cosas que no deben saberse) por qué te excita tanto que lo haga, por qué te sientes y tiemblas como una frágil gotita de agua cuando lo hago, no lo sé, pero me encanta verte. Dirigiste una de tus suaves manos hacia mis ojos. Estábamos de pié. Quería llorar, quería gritar ahí mismo que dedicáramos nuestro acto a los ausentes, pero no, tu mano sobre el manantial de mis pupilas bloqueó todos los sentidos, excepto el del tacto. Así, una de mis manos bajó hasta tu cuello. Empecé a acariciarlo como si no existiese el mañana. No me importaron tus leves quejidos, pues eran tan hermosos como la más bella sinfonía nunca compuesta.
Cubrí tus ojos con mi otra mano, quería que quedáramos ciegos por unos breves instantes y que nuestro tacto fuera el vidente, que nuestro tacto fueran nuestros ojos para que así la experiencia fuera mágica. Y fue entonces cuando, por fin, te besé los labios. Empecé rozándolos muy suavemente, tan suave que no sentías nada y pronto, estabas apretándote contra los míos. No supe cuando mi lengua entró estoicamente en tu boca; no, no lo supe, pero pronto, épicamente se encontraban una y otra vez. Era una delicia. El olor a saliva y a agua era inconfundible y, curiosamente, me excitaba cada vez más y más. Moría por ir más allá, transgredir esa frontera que, sabes que nos vuelve locos, así que, con una mano acaricié tu desnuda espalda. ¿Sabes, amor?, me encanta pasear y perderme en ella; en mi mente, he pasado horas haciendo mapas, para aprender tus puntos delicados y siempre tocarlos. Recorría mentalmente la orografía de tu espalda, una y otra vez. En la parte superior, tus omóplatos, que son como dos pequeños senos, también esperando ser tocados y descargar adrenalina por tu cuerpo. La parte central, ese valle que tantas cosquillas causa en ti. Y por fin, el nacimiento de las nalgas, esa parte en donde llevas una marca mía, en donde siempre llevarás mis huellas como un tatuaje. No pude esperar más y (literalmente) la chupé toda. Mi lengua creó nuevos ríos en lo que antes fueron montañas, no quería que mis labios los secaran, pero, parece ser que era inevitable.
De pronto, perdí el control sobre mí y, abrazándote por detrás, llevé mi mano hacia tus senos. Sólo gritaste ahogadamente. Rocé la parte exterior de ellos, y me di cuenta de que son sagrados como dos copas benditas. Mis yemas hacían círculos en ellos, cada vez más cerca de tu pezón. Eran espirales que esperabas con gozo.
Finalmente, lo atrapé. Lo atrapé y una lágrima tuya brotó, cayendo sutilmente sobre las flores en el piso, fue hermoso observarlo. Atrapé tu pezón y comencé a acariciarlo suavemente, me encantaba sentir cómo éste iba creciendo entre mis dedos, como si tuviera vida propia; sí, creciendo y poniéndose cada vez más oscuro. Te susurré algo que en otras ocasiones hubiera sido obsceno, pero que ahora sabía te prendería más. Sólo obtuve una caricia de aliento como respuesta, y mi otra mano se unió a las caricias. Me sentí un poco apenado porque mi pene, que comenzaba a despertar, se clavó en tus nalgas, pero a la vez, un torrente de placer hizo que me sacudiera. Supe que iba a hacer después, llevarte a la cama, custodiada por hojas de menta y frambuesas frescas. Un suave aroma que, combinado con el de nuestros líquidos, valdría la pena embotellar y usar para esas ocasiones especiales. Abriste tus piernas y me dejaste ver tu pubis, guardado celosamente por una fina línea de vellos. Tus labios comenzaban a hincharse y parecía que hablaban, pidiendo ya que mi miembro erecto los besara. Pero no, aún no. Parecía que leías mi pensamiento y cerraste esas torres griegas. Te sonreí.
Fue entonces cuando me tomé unos segundos para contemplarte, para contemplarte y seguir en mi dichoso menester. Tomé un pañuelo de seda y empecé a recorrer tus piernas, desde los muslos y la parte interior hasta las plantas de tus pies. Recorría cada uno de tus deditos, entre ellos, y me tomaba el tiempo necesario para que tus plantas no quedaran desnudas de caricias. Fue entonces cuando inicié el ascenso. Ahora hacía que el pañuelo resbalara por las pantorrillas. Al llegar a tus rodillas, te di la vuelta y quedaste boca abajo. Sé que esa parte posterior, al ser acariciada, te vuelve loca; por lo tanto, ahora combiné la finísima seda traída de Agra con mi lengua americana. Rápidas convulsiones te aquejaban y sentiste entonces lo que es rayar en la locura, es que, simplemente, te encantaba la sensación, y yo sólo lo sabía. ¡Qué afortunado era! Así continué hasta que llegué a tu firme trasero. Sustituí la seda y mi boca por mis manos.
Quería que mis palmas abarcaran toda esa zona, quería apretarlas, masajearlas y tocarlas. Por fin lo estaba haciendo, era un egoísmo tremendo por mi parte, pero sabía que no te molestaba, sino que al contrario, te encendía. ¡Qué tremenda sensación! Fue entonces cuando te diste la vuelta, ya que no necesité moverte un decirte nada y me concentré en tus muslos. Los acaricié de una manera un tanto inocente hasta que, mis caricias, ya eran un exquisito masaje en ellos. Rozaba con los pulgares tus ingles, así que volviste a abrir las piernas y, sin dilación por mi parte, dirigí mi boca hacia tu sexo. Volviste a gritar por segunda vez, como si de una profecía se tratara. Empecé a darte pequeños besitos en los labios mayores, mientras sentía como tus uñas se clavaban en las sabanas. Necesitaba beber de ahí, necesitaba saborear y olfatear toda esa zona. Comprender que, en ese sabor a salado y en ese olor a mar, se encontraba toda tu esencia, y todo lo que eras tú. La rosa que es tu vagina se convirtió en un reto para mí, y acariciándola con mi lengua, develé tu clítoris.
Crecía como si estuviera retándome, y yo que, no estaba sino para complacerte, lo provocaba más. Mis manos que, en ese entonces, acariciaban tus muslos, subieron hasta tus pezones. No me di cuenta cuando tomaste mis dedos índice y pulgar y los llevaste hasta tu boca para impregnarlos de saliva, entendí el mensaje y los posé de nuevo en tus pezones. La sensación de mis dedos en tus pezones y mi lengua en tu sexo te perturbó de tal manera (como lo entendí después), que hizo que un orgasmo se desencadenara dentro de tu cuerpo; arrancando lágrimas de tus ojos, gemidos de tu boca, líquidos de tu vagina y cosquillas de tus plantas. Fue entonces cuando, tal vez arteramente, quise robarte el aliento, dándote un beso muy fuerte en la boca. Me correspondiste y, sólo por unos brevísimos instantes, el oxígeno dejó de importarte.
Ahora el sorprendido fui yo, ya que, sin tomar un descanso, comenzaste a acariciarme. Lo que me encantó fue el hecho de que no lo hicieras delicadamente, sino dándome caricias fuertes y certeras. Empezaste por mi cuello, esa parte que hace que me den escalofríos. Combinabas tus caricias con un masaje delicioso. Sabías que cada vez me excitabas más y más, pues lo comprobabas observando la resequedad de mi boca y la erección de mi miembro. Sólo sonreías, pero sabíamos que el premio llegaría. Así, llegaste a mis pezones. Sabías como debías de tocarlos y cómo me encanta que los chupes. Pasaste la lengua por ellos una y otra vez, cuando sorprendido, sentí unas manos en mis nalgas, ¡qué bien las acaricias!, siempre te he dicho que eres maravillosa y que, contigo, cualquier hombre se volvería insano.
Te entretuviste sólo el tiempo justo en mi pecho, para entonces pasar a mis pies y piernas. Me hiciste deliciosas cosquillitas en ellos, como queriendo vengarte, pero ocultando tu deseo con tus manos, acariciabas tan bien mis plantas y mis piernas que me sentía al borde del abismo. Había ya un elemento que llamaba tu atención; sí, era mi pene. Trepaste por mis piernas sin dejar de acariciarlas y de pronto, al nacimiento de mis ingles, te detuviste. Pasaste suave y sutilmente un dedo por mi glande, e hiciste que suspirara de placer. Sabías cómo tocarlo, tramposa, y yo sabía agradecértelo. De pronto, tus dedos empezaron a subir y bajar alrededor de él, me estabas masturbando y yo estaba ahí, disfrutando y agradeciéndote mentalmente y con mis quejidos, tanto placer. Sentí algo húmedo, y me di cuenta de que ahora ya no eran tus manos las que realizaban la faena, sino tu suave y húmeda boca. En ese momento, te llamé "perversa", ya que sabías como mamarme y llevarme hasta el orgasmo, pero en ese momento lo retardabas. Tal vez era mejor así; ¡no!, ¡tal vez, no!, ¡era mejor de ese modo! Momentos después, dejé de sentir tu boca y, mi miembro, ahora todo erecto y mojado, sintió frío. No había nada que lo protegiera. ¿Qué hacer?
Ninguno de los dos tuvo que esperar mucho, ya que, nuestros instintos animales fueron nuestros guías y, sin decir más, sin que nada nos inmutara, te penetré. Recibiste con gran placer mi P-E-N-E en tu oscura y secreta V-A-G-I-N-A. ¿Recuerdas qué deliciosa sensación?, ¿recuerdas que bien se acoplaban?, ¿recuerdas cómo mi miembro resbalaba suavemente lubricado, tocando las paredes de tu vagina? El aroma se impregnó de nuestros cuerpos, sudorosos y calientes. Bailábamos acompasadamente, como si de una contradanza placentera se tratase. Mi pene, exaltado por la visión de tu desnudo cuerpo, tus oscuros pezones, tus bien formadas piernas y tus ojos extasiados, acometía suave y sin prisas tu vagina, la cual, se lubricaba cada vez más ante la visión de mi pecho, mi cara, en fin, mi cuerpo aprisionándote fuertemente.
No supimos el tiempo transcurrido, y, además, ¿qué importaba? Nuestra memoria se borró en ese instante y sólo nuestras manos y sexos tuvieron noción de lo que pasaba. No sé tú, pero sólo recuerdo el instante en el que te abracé fuertemente, en el que rodeé tu cuerpo con mis brazos y mis piernas, en el que nos hicimos un ovillo, en el que nuestro cuerpo fue uno solo y en el momento en que alcanzamos el orgasmo.
Gritos, jadeos, gemidos, respiración fuerte, olores penetrantes, caricias, besos (¿es que ocurrió un accidente?). Entonces, fue cuando nos conocimos bien, fue ahí cuando supimos, por fin, nuestras virtudes y defectos, nuestro lado oscuro y nuestra bondad. Fue entonces, cuando, con un beso, terminamos y alcanzamos lo que siempre habíamos esperado: Observar a los ángeles que están a la diestra de nuestro Señor, pero yo tenía otro secreto propósito; conseguir que éstos gritaran tu nombre, y que todos los mortales lo escucharan ¡Elizabeth!