Visiones obscenas (5)

Cuatro parejas en una casa. Dos semanas por delante, en las que hay que ocupar el tiempo de algún modo. Pero tras la apariencia de amistad y camaradería afloran historias inconfesables, y comienzan a suceder otras nuevas.

V. JULIA.

Román y yo lo estuvimos hablando durante la siesta el día anterior: había algo flotando en el ambiente. Soy muy observadora, y no me habían pasado desapercibidos algunos detalles, empezando por la falta de actividad sexual entre mi marido y yo, aunque esto obviamente no se lo dije, como tampoco le pregunté a dónde iba todas las noches. Cree que no me entero, pero espera hasta que me haya dormido, se levanta sigilosamente, y vuelve cerca del amanecer. Creo que se trata de Irina, aunque no sé si no habrá alguna más. Es que, de todas, es la única que se pasa dormitando la mayor parte del día, como el propio Román, aunque ella no amanezca hasta cerca del mediodía.

No le había presionado; estaba razonablemente convencida de que tenía una aventura con alguna de las chicas y, lejos de importarme, ello constituía para mí una especie de autojustificación que me liberaba de todo remordimiento por el hecho de que a mi vez estuviera dispuesta a montármelo con cualquiera de los varones. Comenzando por Charlie, por supuesto, aunque no me había hecho demasiado caso hasta el presente, y creo saber por qué.

¡Joder!, es que hay que ser tan ciego como Román, que no se había percatado, para no darse cuenta del numerito que montaron como excusa para que cada una de ellas se fuera con el marido de la otra. Lo tenían perfectamente ensayado, tanto, que pareció de lo más natural: Jorge que tenía que ir al pueblo a no sé qué, y ¡mira por dónde!, "casualmente" Lara también. Charlie, haciendo como que no le apetecía demasiado llevar a su mujer. Y Elena que, después de echar a Lara prácticamente en brazos de su marido, decide acompañar a Charlie a dar un paseo de casi tres horas por la playa.

¡Jajajajaja!, estuve en un tris de decirles que me iba con ellos. Claro que entonces se habrían "cortado", y no habría habido nada de nada. Pero fui tonta: al menos, debía haber hecho como si quisiera ir, solo por ver la cara que hacían. Esos cuatro se lo montan, seguro. Estoy convencida de que forman lo que eufemísticamente podríamos llamar "parejas flexibles".

Lo de Charlie conmigo es algo que no he acabado de entender. Yo pensé que después de aquella única vez en mi casa, me propondría vernos de nuevo en un lugar más discreto, pero no hubo nada de eso. Y con toda sinceridad, uno de los atractivos de estas vacaciones para mí consistía precisamente en tener todo el tiempo del mundo para tentarle. No estoy enamorada de él, pero me excita tremendamente con su carita de niño bueno. Y folla muy bien, tengo pruebas de ello.

¡Qué le vamos a hacer! Lo malo de todo esto es que la "oferta" se ha reducido considerablemente para mí. Descontando a mi marido, por supuesto, y dado que Jorge y Charlie están muy entretenidos cada uno con la esposa del otro, el único que me queda es Andrés. Ahora que lo pienso: descartando a las chicas por el mismo método, mi señor esposo solo puede estar montándoselo con Irina.

Bueno, no voy a hacerle ascos, el marido de Irina tampoco está nada mal, y no me pega ser la única que practique la abstinencia sexual en estas vacaciones, visto que Román tiene más que de sobra con la rubia. La cuestión es cómo hacer para llevármele al huerto, que tampoco es cosa de abordarle y decirle "¿te apetece echarme un polvo?".

Me estuve "trabajando" a Andrés toda la tarde, a lo que ayudó mucho el hecho de que nos dejaran aislados en un extremo de la mesa después de comer. Quedábamos cuatro, porque Irina (¿cómo no?) dijo que estaba muerta de sueño y se fue a su habitación. Mi marido había pegado la hebra con Charlie en el otro extremo. No sé dónde andaba Lara, porque Jorge y Elena también se habían ido a descansar, o sea, que no estaba con ellos. ¡Vaya! salvo que también se monten tríos, cosa que no me extrañaría.

De nuevo, pareció que todos nos habíamos puesto de acuerdo, aunque como esa vez estaba yo implicada, sé que no es así. Mi marido y Charlie hablaban de autos, y en un momento determinado Román dijo de echar un vistazo a no sé qué del coche de Charlie, que fallaba de vez en cuando. Los automóviles estaban estacionados en la parte delantera de la casa, de manera que me dejaron a solas con Andrés.

Mientras hablaba con él, me devanaba los sesos pensando dónde podría llevármelo, pero no se me ocurría nada. Si hubiera sido de noche, la pérgola habría sido un lugar perfecto, pero a plena luz del día su interior era perfectamente visible desde donde nos encontrábamos.

–Tengo curiosidad por saber una cosa. Esta mañana Irina y tú os habéis desnudado para tomar el sol, y tu mujer me dijo que frecuentabais playas nudistas. ¿No os…? –dudé como si me costara pronunciar la palabra–. Quiero decir que si no os excita a los tíos contemplar mujeres desnudas en esos sitios.

–Al principio sí. Luego te acostumbras enseguida, hasta que llega a no hacerte demasiada sensación. No más al menos que la que puede causarme ver a una mujer atractiva haciendo top-less.

Y me estaba dando un buen repaso visual mientras lo decía.

–¿Cómo fue la primera vez que os desnudasteis en público? –pregunté con gesto fingidamente candoroso.

–Bueno, fue algo no planificado. Estábamos de vacaciones en el País Vasco, no conocíamos el lugar, y nos fuimos a Sopelana sin tener ni idea de que se trataba de una playa nudista.

–¡Jajajajajaja! ¿Y no echasteis a correr al verlo?

–Pues no. Irina ya está acostumbrada en cierto modo a mostrar su cuerpo, de manera que se quitó la ropa con absoluta naturalidad, y yo la imité por no ser menos.

–¿Cómo es eso de que está acostumbrada a mostrar su cuerpo? Tu mujer es modelo de las de pasarela ¿no?

–No conoces el ambiente de los vestuarios en los desfiles de moda. No hay intimidad, las chicas tienen que cambiarse a toda velocidad donde pueden, y hay gente entrando y saliendo continuamente. No es lugar para una chica pudorosa como tú.

–Dices "pudorosa" como si se tratara de un defecto –insinué.

–Me has interpretado mal. Solo quise decir que está a la vista que a ti te causa reparo mostrarte desnuda.

–Es cierto, pero me habéis dado mucha envidia esta mañana. Si al menos los demás se hubieran quitado la ropa como vosotros, creo que al final me habría decidido, pero así

En ese momento apareció su mujer, ahogando un bostezo con una mano.

–¿Ya te has despertado? –preguntó Andrés.

–No se puede dormir con este calor –se quejó ella–. Y puesta a estar sola dando vueltas en la cama, mejor estoy aquí, que por lo menos hay compañía.

–Tu marido me estaba hablando de cómo os iniciasteis en esto del nudismo… –el tema podía dar mucho juego, aunque con Irina allí se habían evaporado todas las posibilidades de montármelo con Andrés. Pero no estaba dispuesta a abandonarlo así como así.

–No tiene nada de particular –dijo ella–. Solo un montón de prejuicios nos impiden mostrar nuestro cuerpo en público.

–Pero son prejuicios muy implantados, –remachó él–. Julia acababa de decirme que quizá, si esta mañana todo el mundo hubiera estado desnudo, igual se habría decidido.

La aludida me dirigió una mirada especulativa.

–Puedes hacer una prueba, si quieres. Nos vamos a la piscina, Andrés y yo nos desnudamos, y entonces la única vestida serías tú… –propuso Irina.

Me tapé la boca, en un gesto fingidamente avergonzado.

–Es que si alguien va allí podría verme, eso sin contar con que cualquiera que se asome a una ventana

La chica dirigió una mirada extraña a su marido, que me pareció que asentía imperceptiblemente.

–Podemos hacer una cosa: hay un solario arriba. Es el lugar más elevado de la casa, y no se nos puede ver desde el exterior, a condición de que no te asomes al parapeto, aunque aún así solo enseñarías los pechos. ¿Te animas? –preguntó él.

Aquello abría todo un panorama de posibilidades. Hice como que dudaba, aunque la decisión estaba ya tomada. Finalmente me puse en pie, haciendo como que no quería mirar a los ojos a ninguno de ellos.

–Vamos –acepté, fingiendo estar azorada.

Me dejé conducir por Irina, que me había tomado de la mano. No había estado nunca allí. Se trataba de un espacio diáfano, que formaba una especie de hueco en el tejado, con el piso al nivel del techo de la planta inferior. Había tres o cuatro tumbonas colocadas como al azar. A esas horas estaba casi totalmente en sombra, aunque en realidad no importaba, porque no había subido precisamente a tomar el sol.

Sin embargo, con Irina presente no sería lo mismo. Tenía que habérseme ocurrido a mí cuando estaba a solas con su marido. Le habría pedido que se desnudara él primero, y luego habría hecho mil mohines pudorosos y ¡quién sabe! a lo mejor habría conseguido tentarle. Pero estando su mujer no había la menor posibilidad.

Bueno, al menos estaba estableciendo un vínculo con él que probablemente me abriría la puerta a otros avances

«Aunque al precio de que todo el mundo se entere de mi iniciación al nudismo, porque no creo a estos dos capaces de mantener la boca cerrada –pensé»

–¿No te quitas la ropa? –preguntó él.

–Me sigue dando mucho corte… Comenzad vosotros.

Andrés no se hizo rogar. A pesar de su discurso sobre la indiferencia con la que contemplaba a una mujer desnuda, su pene quedó casi horizontal cuando se quitó el bañador. Disimulé lo mejor que pude, lamentando que mi "pudor" me obligara a apartar la vista.

–No seas boba, mujer –reprochó Irina–. Mira, empieza por quitarte el sujetador. Esta mañana no lo llevabas puesto

Ella misma desabrochó los corchetes a mi espalda. Sujeté un momento la prenda sobre mis pechos (¡jajajajaja!, creo que hasta conseguí ruborizarme) y finalmente lo arrojé sobre una de las hamacas.

–¿Lo ves? –preguntó Irina–. No pasa nada.

Sujetó los bordes de la falda del liviano vestido veraniego que llevaba, y se lo quitó por la cabeza. Debajo no había nada. Ni siquiera una sombra de vello, porque tenía el pubis depilado.

–Ahora tú, –me animó Andrés.

Creo que conseguí hacer de mi bajada de braguitas todo un espectáculo. Me volví de espaldas a él, fingiendo que me imponía menos enseñarle mi parte posterior. Hice como que dudaba mil veces. Me las bajé unos centímetros, y las devolví a su lugar. Dirigí entonces una mirada pretendidamente avergonzada a mi espalda, y finalmente las hice deslizar muy despacio por mis piernas. Entonces me doblé por la cintura para sacar los pies de las perneras de la prenda. Fui consciente de la mirada de él clavada en mi sexo, que estaba segura de que estaba exhibiendo. Luego me incorporé.

–¿Ves cómo no es tan malo? –preguntó Irina.

–Calla, que no sé cómo me he atrevido, –musité, tapándome la boca con una mano.

–Pero, ¿a que te encuentras a gusto? –preguntó él.

–Tengo una extraña sensación. Realmente no me causa tanta vergüenza como habría imaginado, y me daría menos si tu marido no me estuviera mirando como si no hubiera visto en su vida una mujer desnuda –dije dirigiéndome a Irina.

–Eso es parte de tu debut –repuso ella–. Tienes que acostumbrarte a mirar y a que te miren. ¡Va!, vuélvete.

Hice lo que me había dicho. El hombre me estaba contemplando sin cortarse, y decidí que ya estaba bien de mohines y zarandajas. Deslicé mi vista por todo su cuerpo, deteniéndome en su pene.

–¿No decías que no te hace sensación contemplar una mujer desnuda? Pues tienes todo el aspecto de que no estás tan indiferente

–¡Jajajajajaja! –rió Irina–. ¡Pues sí que está empalmado! Normalmente no se pone así. Seguro que le has impresionado especialmente

Algo andaba rondando en mi cabeza. Pero no, no podía ser. Es que durante unos segundos se me ocurrió la loca idea de que Andrés iba a echarme un polvo delante de Irina.

Arrastré una de las tumbonas hacia la única esquina que no estaba en sombra (tenía que simular que yo SOLO había subido allí a tomar el sol ¿no?) Andrés, todo galantería, me ayudó inmediatamente. Luego hizo lo mismo con otras dos hamacas, que colocó muy juntas.

Me tendí sobre la del centro, y cerré los ojos (que tampoco era cosa de mostrarme muy lanzada) Los muslos bien juntitos, para fingir que aún me daba corte enseñarles mi… Se me ocurrió algo repentinamente, y decidí explorar esa posibilidad.

–Oíd, tengo otra curiosidad sobre la práctica del nudismo. Veréis, es que la gente suele pensar que bueno, si no os importa estar desnudos, tampoco tendréis ningún inconveniente en… En follar en público, ¡vaya! –concluí.

Abrí los ojos y volví la cabeza en dirección a Andrés que me miraba con una semisonrisa.

–Ya. Bueno, hay quienes lo hacen. Pero tú no querías preguntarnos eso precisamente, ¿no?

–Julia lo que ha oído decir es que nos montamos orgías, ¿no es eso? –terció Irina.

–Bueno, sí –admití–. Ya imagino que no es así, pero es que la gente asocia desnudez con sexo, y no es raro que piensen lo que no es.

–Efectivamente se equivocan –explicó Andrés–. Llevamos ya varios años frecuentando esas playas, y no hemos presenciado nada de lo que la gente piensa.

–De hecho, –continuó Irina desde mi derecha– hemos estado en algunas orgías, pero ninguna se ha montado en la playa. Y ha sido siempre con personas que en su mayoría no practicaban el nudismo.

Si me hubiera pinchado, no hubiera brotado ni una gota de sangre. Así de helada estaba tras la tranquila confesión de la mujer.

«¡Joder! Esto no me lo esperaba –pensé–. Me da en la nariz que yo tenía razón, y dentro de un momento tendré a Andrés entre las piernas, mientras su mujer contempla el espectáculo»

–Eso sí que es nuevo para mí –conseguí balbucear, y esta vez mi confusión no era fingida–. Si ya me da corte desnudarme, imaginad lo de hacerlo en público, y encima con una persona extraña. ¿No te produce celos ver a Andrés follar con una desconocida?

Me había dirigido a Irina, pero es que ya sé que los tíos son todos unos cerdos, y en él no me extrañaba nada. Lo que me maravillaba era que ella pudiera ver a Andrés encima de otra, sin sentir deseos asesinos.

Advertí enseguida la inconsecuencia de lo que estaba pensando.

«Hace solo unos minutos estaba especulando con si mi marido se lo monta con otra, y no he sentido ningún deseo de matarle. Y yo misma me dediqué a maquinar como follarme a Andrés»

–Mira, Julia –respondió Irina tras una pausa–. Entre las cuatro parejas que estamos aquí, hay muchas historias que no sé si conoces, y seguramente otras de las que no tengo idea yo tampoco. ¡Vaya!, que quien más quien menos tiene o ha tenido algún asuntillo con otro u otra. Hablar de celos en estas circunstancias, no es muy coherente… Vivimos en una sociedad hipócrita, donde lo único que parece contar son las apariencias. Actuamos como si lo malo de las relaciones extramatrimoniales fuera, no el hecho en sí, sino que se haga público.

Me estaba mojando toda, no podía evitarlo. Y después de lo que acababa de oír, estaba comenzando a pensar que, después de todo, igual lo de follarme a Andrés delante de su mujer no era tan descabellado. Y estaba tan caliente, que no me habría importado mayormente tenerla como espectadora. Separé los muslos, para que él pudiera tener una visión de mi rajita, a ver si se decidía.

–¿A qué historias te refieres? –pregunté.

–El primer día de estar aquí, pensamos que Charlie y tú teníais una aventura –respondió Andrés– pero después de lo de esta mañana no estamos tan seguros, porque cuando Elena y él volvieron de su paseo, solo les faltaba un letrero que dijera "acabamos de echar un polvo". La única duda es dónde lo hicieron, porque en la playa, a plena luz del día

–Y tú, ¿con quién la tienes? –pregunté, incorporándome sobre un codo y mirándole fijamente.

–Pues hasta hoy con nadie

No sé hasta dónde nos habría llevado aquello, y nunca lo sabré, porque en aquel momento entró Elena en el solario.

–No os encontrábamos. Es que hemos pensado en ir a cenar fuera

Se interrumpió, tapándose la boca con una mano. Acababa de advertir que estábamos los tres en pelotas, y probablemente había observado la erección de Andrés. ¡La hubiera matado! Pero ya no había caso. Me puse en pie, y me coloqué de nuevo sujetador y braguita, mientras Irina y su marido se vestían también.

Román no dormía, estaba segura. Yo traté de imitar lo mejor que pude la respiración acompasada del sueño, pero no creo que con demasiada fortuna, porque mi marido seguía allí. No hacía más que pensar en cómo haría una vez que él se hubiera ido. Porque estaba muy caliente, después de cinco días sin follar. Notaba la entrepierna de mis braguitas húmeda, aunque no había tenido más estímulo que el de la imaginación. Visiones obscenas de Andrés entre mis piernas, con su gloriosa herramienta, que aquella tarde había podido contemplar en su plenitud, introducida bien dentro de mi vagina.

Por fin, Román se incorporó, y se dirigió de puntillas hacia la puerta.

Pero yo seguía en el mismo punto. Por un instante, me asaltó la loca idea de esperar unos minutos y meterme directamente en la cama de Andrés, y hasta llegué a incorporarme. Luego pensé que sería un auténtico escándalo que alguien me viera entrar en la habitación que compartía con Irina, eso si no me había equivocado, y era con otra con quién mi marido se veía en las noches.

Volví a tumbarme, aún dudando. Pero tenía que aliviar de alguna forma mi calentura. Me quité directamente la camiseta que utilizaba para dormir, y comencé a pellizcarme los pezones, que se endurecieron instantáneamente.

Segundos después introduje la mano por debajo de la braguita, y recorrí varias veces mi vulva con la palma abierta. Lamenté que mis "juguetes" hubieran quedado en casa. Me habría venido bien alguno de ellos en aquel momento, pero

Ensalivé bien mi dedo índice, y busqué la pequeña dureza entre los pliegues superiores. Sentía en los dedos el calor de mi vulva, y la humedad de mi excitación. Sentí crecer y endurecerse el clítoris, y para entonces, mi pelvis se elevaba y descendía sin que pudiera controlarlo. Estaba a un punto ya. Sin cesar en mis caricias, introduje primero un dedo de la otra mano, que a los pocos segundos fueron dos. Sentí irradiar de mi sexo las primeras contracciones de un orgasmo, e insistí haciendo entrar y salir los dedos de la vagina. Un poco más aún, ya me venía

Y entonces se abrió la puerta.

Una figura que no pude reconocer en la oscuridad del fondo de la habitación, se acercó sigilosamente a la cama. Fastidiada, pensé que se trataba de Román, pero en el estado en que me encontraba, necesitaba urgentemente un pene dentro, y lo necesitaba ya.

Le tendí los brazos, y entonces la difusa claridad de la luna, cuando estuvo más cerca, me permitió advertir que no era mi marido, sino Andrés. Dar gracias al cielo en aquellas circunstancias me pareció irreverente, aunque mis súplicas habían sido escuchadas.

Debió hacerse cargo del cuadro en un segundo. Yo seguía con un dedo sobre el clítoris y los otros dos, ahora inmóviles, introducidos bien dentro en mi conducto.

Sin decir palabra, se despojó del pantalón corto y se subió en la cama, arrodillándose entre mis piernas. Retiró mis manos, y sustituyó mis dedos exploradores por dos de los suyos. Su lengua fue en derechura a mi botoncito del placer, y comenzó a hacerla vibrar sobre él.

El orgasmo fue casi instantáneo. Pasé del bajón de la líbido provocado por su irrupción, a la excitación más intensa en cuestión de pocos segundos. La palma de una de sus manos se posó en mi vientre, intentando controlar lo que ni yo misma podía. Hube de taparme la boca con la mano para ahogar los gemidos estremecidos que nacían en lo más hondo de mi pecho, al ritmo de las contracciones que me sacudían una tras otra, cada vez más intensas. Finalmente, se convirtieron en una especie de cosquilleo, hasta que desaparecieron.

Una vez pasada la urgencia de sexo que me había hecho olvidarme de todo, volvió poco a poco mi cordura.

–¿E Irina? –pregunté.

–No te preocupes por eso, tenemos aún tiempo por delante. Además, creo que tu marido, si nos sorprendiera ahora, no tendría demasiada fuerza moral para sentirse ofendido.

Se acostó a mi lado, atrayéndome hasta que quedamos frente a frente, estrechamente abrazados, y comenzó a besarme de una forma tal, que bastaron pocos segundos para que de nuevo comenzara a notar pequeños estremecimientos en mi sexo.

Su mano inició un recorrido por todo mi cuerpo. Los pezones ardieron al contacto de sus dedos. Cuando llegó a mi pubis, volvió de nuevo el deseo imperioso de sentirle muy dentro. Así su erección, e intenté introducírmela, absolutamente fuera de mis casillas. El me empujó suavemente hasta dejarme tendida boca arriba, aún con su pene entre mis dedos.

Se subió sobre mí, descansando su peso sobre las manos, y su glande quedó en contacto con mi vello. Entonces elevé el pubis, y lo guié hasta que quedó en la entrada de mi vagina. Contrajo las caderas, y sentí como me iba llenando poco a poco, a un ritmo enloquecedoramente lento, hasta que por fin sus testículos quedaron en contacto con mi ano.

No podía esperar, estaba demasiado caliente, y yo misma inicié un movimiento de vaivén de mi pelvis que extraía en parte su dureza para luego insertármela de nuevo profundamente.

Entonces incorporó el torso, y se arrodilló entre mis piernas, sin que en ningún momento dejara de estar dentro de mí. Me tomó por las nalgas, y elevó mi trasero hasta que quedó a la altura adecuada, para luego iniciar un rápido bombeo.

Sentí de nuevo el orgasmo crecer en mi interior, incontrolable. Mordí la almohada para ahogar los chillidos que pugnaban por salir de mi garganta, y me corrí de nuevo. Cada convulsión me parecía que sería la última, porque no imaginaba que después de ella pudiera venir otra, pero seguía una aún más profunda. Ignoro cuanto tiempo duró aquello. En un momento dado, advertí las pulsiones de su pene eyaculando en mi interior, siguió una contracción intensísima, y después me derrumbé exhausta sobre la cama.

Segundos después, noté mi sabor en su boca cuando me besó de nuevo.

–Creo que no debemos tentar a la suerte –susurró en mi oído–. Es mejor que me vaya ahora, aunque te prevengo que esta no será la última vez, si tú estás de acuerdo.

Le estreché contra mi cuerpo y le besé apasionadamente.

–Cuando quieras

Acababa de volver del aseo, y de arrojar al cesto destinado al efecto la camiseta que afortunadamente había puesto bajo mis glúteos cuando comencé a masturbarme. Me había cambiado también de ropa, aunque la prenda superior era de distinto color, y las braguitas blancas y no rosas. Puede que Román lo advirtiera a su vuelta, puede que incluso percibiera el olor a sexo en la habitación, pero no podía evitarlo, y además

Cerré la mano y extendí el dedo medio.

–¡Que te den!...

Me quedé dormida casi de inmediato.

Otoño-invierno de 2006