Visiones obscenas (3)

Cuatro parejas en una casa. Dos semanas por delante, en las que hay que ocupar el tiempo de algún modo. Pero tras la apariencia de amistad y camaradería afloran historias inconfesables, y comienzan a suceder otras nuevas.

III. LARA.

Palabra que no lo hice a propósito. De hecho, estaba segura de que Charlie, después de refunfuñar un rato, me acompañaría al pueblo cercano a comprar en una perfumería los cosméticos que habían quedado olvidados en el salón de casa, cuando trasladamos el equipaje a nuestro auto. Y no tenía la menor idea de que Jorge tenía que ir también.

Más aún: cuando me colgué del brazo de Jorge, lo hice únicamente por hacer rabiar a mi marido. Y Elena, su esposa, acabó de rematarlo con su idea de que fuera éste quien me llevara. Como veis, no tengo la culpa de que me empujaran entre unas cosas y otras a quedarme de nuevo a solas con él, después de tanto tiempo. (Buena autoexcusa, ¿no?)

Solo cuando me vi sentada a su lado, supe en el fondo que si él realizaba algún avance no podría resistirme, y conociéndole, estaba segura de que no dejaría pasar la ocasión. Y el roce del cuero de los asientos en mis muslos y mis nalgas tuvo su cuota parte de culpa en que finalmente sucediera.

Jorge es del tipo de personas (lo he visto en mujeres también, pero casi siempre en hombres) incapaz de mantener una conversación sin poner una mano sobre su interlocutor. No creo que sea con mala intención, porque lo hace también con los varones. Claro que la diferencia es que a ellos es en un hombro o en el antebrazo, mientras que con nosotras son normalmente las rodillas el destino de sus dedos.

Conociéndole, y teniendo en cuenta lo que había habido antes entre nosotros, lo único que me extrañó es que tardara tanto. Esperó hasta que su auto enfiló la carretera abierta, una vez abandonada la urbanización de la costa donde viven, lo que fue todo un logro tratándose de él. Pero enseguida sentí sus dedos explorar bajo mi falda, acariciando la cara interior de mis muslos.

–Jorge, no. Te lo digo en serio –advertí, mientras le apartaba la mano de allí.

–Llevaba deseándolo desde que llegasteis –respondió con la voz ronca.

–Te dije la última vez que nos vimos que lo nuestro se había terminado. Que no estaba bien que le hiciéramos eso a Charlie y a Elena, y que no habría otra ocasión.

–No fue eso lo que entendí –respondió él–. Más bien tuve la sensación que lo que te preocupaba verdaderamente es la posibilidad de que nos descubrieran.

Y sus dedos volvieron a introducirse bajo mi ropa.

Intenté apartarle de nuevo la mano, os prometo que lo hice. Pero lo que conseguí al tirar de ella fue que quedara sobre mi sexo.

–¿Lo ves? –exclamó él triunfalmente–. Estás mojada.

Y entonces, la sensación de su dedo pulgar acariciando mi vulva sobre la tela de la braguita, terminó con lo que me quedaba de resistencia. Si al menos los asientos de su auto no hubieran sido de piel

Casi todo el mundo tiene algún fetiche. A una de mis amigas le pone a mil tocar los tobillos de un hombre a través de los calcetines. Lo mío es la piel curtida. El simple tacto de mi bolso en la yema de los dedos, es para mí un afrodisiaco. Y no digamos ya en el trasero, como lo sentía cuando Jorge puso en marcha su todoterreno. De hecho, mi primera infidelidad con él ocurrió en el sofá de cuero de su casa. Si hubiera sido de paño es posible (solo posible) que me hubiera resistido, pero cuando mis corvas entraron en contacto con el asiento comencé a humedecerme, y lo demás vino por añadidura.

Amo a Charlie, estoy segura. Es atento y cariñoso, es el amigo y compañero con el que siempre se puede contar, buen marido e inmejorable amante (mejor que Jorge, ¡dónde va a parar!) y no querría causarle ningún dolor, no se lo merece. Pero después de los primeros dos años de matrimonio (ahora llevamos casi tres) comencé a sentir la necesidad de "algo" más.

Jorge entonces subió la mano hasta la cinturilla de mi braguita, y tiró hacia abajo, intentando quitármela. Al hacerlo, perdió la concentración, y el auto dio un bandazo, invadiendo el carril contrario.

–¡Jorge, estate quieto! Nos vamos a matar –exclamé, verdaderamente asustada.

–Pues quítatelas tú misma –era una orden, proferida con voz suave.

No sabía qué me pasaba, o sí lo sabía. Recordando aquello, creo que lo estaba deseando. Alcé el trasero del asiento, me arremangué la minifalda, y mis braguitas quedaron enredadas en los tobillos. Las caricias de Jorge fueron ahora directamente sobre mi clítoris y, si hubiera quedado en mí algún resto de oposición, se habría terminado en aquel momento.

Charlie dijo una vez, refiriéndose a la infidelidad de una de mis amigas, que "la carne es débil". Bien, pues la mía en aquel momento era, no ya débil, sino que estaba casi licuada. Literalmente. Para entonces, la única duda es dónde y cuándo lo haríamos.

Hice deslizar mi trasero hacia delante y abrí bien las piernas, para facilitarle a él la tarea.

No es que Charlie no me satisfaga en la cama, ¡quiá! Me conoce a la perfección, sabe qué teclas pulsar para darme placer, y se toma todo el tiempo del mundo hasta que me consigue mi "trenecito de orgasmos" (la frase es mía) y lo hace casi todas las noches. ¿Qué me falta entonces?

Creo que lo que echo de menos es el juego de la seducción. Desear y sentirme deseada, y esto no tiene nada que ver con el amor; estoy hablando de puro instinto físico. Aceptar los avances del hombre hasta cierto límite, sabiendo que está en mi mano concederle o no lo que veo en sus ojos que pretende de mí, y llegado a este punto pararle los pies. No sé si lo explico bien.

Pero no, me estoy engañando a mí misma, y miento a quienes me escucháis. Eso fue hasta que me dejé llevar con Aurelio, un compañero de trabajo, una noche en que estaba especialmente sensible, después de una cena de Empresa que terminó más pronto de lo habitual. Durante varios días lo pasé muy mal; estaba llena de remordimientos, dudando si contárselo o no a Charlie (finalmente no lo hice, y no solo por no causarle dolor, que también y en primer lugar, sino porque sé que me habría perdonado, y eso sí que no habría podido resistirlo)

Después de aquella aventura de una noche, mientras me juraba a mí misma que nunca más volvería a repetirlo, pensé mucho en ello, y llegué a la desoladora conclusión de que lo que verdaderamente me falta es otra cosa. Charlie es la tranquilidad y la seguridad. Es el sexo suave y reposado, algo así como la comida casera: nutre y alimenta, y no puedes vivir sin ella. Pero siguiendo con el símil, de vez en cuando todos hemos sentido la necesidad de hacer un exceso. Por ejemplo, atiborrarnos de comida mexicana bien picante. Sabemos que después nos sentiremos mal, pero no podemos evitar comer más y más, aunque nos estén lagrimeando los ojos. No sé si habré expresado claramente lo que quiero decir.

Pues eso es lo que me pasó con Jorge. Fueron no más de siete u ocho encuentros muy espaciados en el tiempo, hasta que una tarde me encontré con una amiga, que conocía también a mi marido, ante la puerta del hotel donde estaba citada con él. Salí muy bien del paso y creo que no sospechó nada, pero la idea de que Charlie llegara a enterarse de mi aventura me aterrorizó, y corté con Jorge.

¿Qué veo en este hombre? No es muy delicado que digamos; casi podría decir que se comporta en la cama de forma desconsiderada. Es exactamente la antítesis de Charlie, y quizá por eso me dejé llevar una y otra vez, como con la comida especiada que decía.

Todos estos pensamientos no me distraían del placer que me estaban proporcionando las caricias de Jorge. Ensimismada en ambas cosas, y con los ojos cerrados, no había advertido que el todoterreno había abandonado la carretera, internándose en una pinada hasta que ya no pudo continuar. Sólo cuando se detuvo completamente, volví en mí. Y para entonces estaba ya más allá del bien y del mal.

Jorge abandonó sus frotecitos en mi clítoris, que me estaban volviendo literalmente loca, solo para asir el borde de la camiseta que vestía, y subírmela hasta el cuello. Luego una de sus manos reinició sus tocamientos… (iba a decir bajo la faldita, pero la tenía arrollada en la cintura) La otra se dedicó a estrujarme los pezones por turno. Y yo, como ida, le bajé la cremallera de la bragueta con dedos torpes, e introduje la mano por ella, encontrando su dureza, que extraje de allí.

Sé exactamente lo que le gusta, y no le defraudé: me incliné en dirección a su asiento, y así el tronco del pene, subiendo y bajando la mano sobre él. Luego acerqué la boca, y engullí todo lo que me cupo en ella. Sin abandonar mis recorridos con la mano, comencé a elevar y descender la cabeza sobre su miembro. De vez en cuando me paraba por unos segundos, solo para disfrutar de su gesto de frustración. Lamía el glande circularmente unas cuantas veces, y después volvía a introducírmelo.

Aquello duró, no sé, quizá unos pocos minutos, hasta que advertí que estaba a punto de eyacular. Me retiré, ya que de haberle llevado a la consumación, sé porque le conozco que aquello habría acabado allí, y yo necesitaba ya desesperadamente para entonces mi propia ración de placer.

Abrí la puerta del auto, y salí al exterior. La falda fue a parar al suelo, de manera que me la quité, junto con las braguitas que seguían enrolladas en mis pies. Tras un momento de duda, me quité también la camiseta. Estaba completamente desnuda al aire libre, pero la posibilidad de que alguien pudiera verme no me preocupaba lo más mínimo; antes al contrario añadía un punto de trasgresión que me resultaba muy excitante. Abrí entonces la puerta trasera, y me puse en cuatro sobre el asiento, apoyada en los codos y las rodillas. Sé que ver a una mujer en esa posición le encanta y, aunque antes de Jorge habría dicho que consideraba la postura algo humillante, la verdad es que ya me había acostumbrado, y había terminado por gustarme.

Unos segundos después me había asido por las ingles, y noté el roce de su glande en el umbral de mi vagina. Hubo de hacer dos o tres intentos porque resbalaba por mi extrema humedad sin llegar a penetrarme, pero finalmente sentí su barra de carne ardiente abrirse paso en mi conducto. Sus fuertes embestidas me obligaron a adelantar las manos, sujetándome para evitar que me derribara. Me haló del pelo, obligándome a alzar la cabeza. Pero todo esto era parte esperada en mis encuentros con él, y el ligero dolor que me causaba no hacía más que incrementar la fiebre que hacía arder mis entrañas.

Cuando de nuevo sus manos aferraron mis ingles, mientras el ritmo de sus arremetidas se hacía más y más urgente, estuve segura de que otra vez había llegado cerca del punto de no retorno. No sé cómo conseguí escabullirme, dándome la vuelta hasta quedar despatarrada con la espalda en el asiento. Me tomó de los tobillos y tiró de mis piernas en su dirección. Las elevé, apoyándolas en el techo, con las nalgas en el mismo borde del asiento. Entonces me tomó por debajo con las manos engarfiadas en mis glúteos, y me penetró de nuevo.

Me lo estaba haciendo desde fuera del auto, con la camisa puesta y los pantalones por las rodillas, aunque nada diferente de lo que había esperado, porque ya sé que en su concepto, lo que una mujer quiere verdaderamente es que la follen duro, sin pamplinas tales como contemplar el cuerpo desnudo de su compañero sexual, y eso era exactamente lo que estaba haciendo.

Al menos, tuvo la delicadeza de frotarme el clítoris con el dedo pulgar; sabe que me es muy difícil llegar al clímax sin esa estimulación.

Creo que he dicho antes lo del "trenecito". Es como una sucesión de pequeños orgasmos. El placer hace una pausa después de cada uno de ellos, y el siguiente es más fuerte que el anterior, y para cuando siento palpitar su pene proyectando su semen dentro de mí, ya ha pasado el último, que es mucho más intenso que los precedentes. Esto es lo que siento cuando hago el amor con Charlie. Con Jorge todo es distinto; comienza con una especie de cosquilleo, que no llega siquiera a la categoría de contracción. Todos mis sentidos se concentran en mi sexo, y entonces ocurre. Es como una explosión, como un castillo de fuegos artificiales que hace erupción en mis entrañas.

Eso fue exactamente lo que me ocurrió. Sentí que me faltaba el aire, y que de mi garganta brotaba un grito que me avergonzó, pero que no pude contener. Luego, quedé desmadejada sobre el fragante cuero como una muñeca rota. No veía ni sentía nada, más que las últimas arremetidas del hombre, que eyaculaba en mi interior.

Otra diferencia con mi marido: después de calmado su ardor, Charlie permanece abrazado a mí durante mucho tiempo, cubriéndome de besos y tiernas caricias. Pero en esa ocasión, cuando recobré la vista y el control de mi cuerpo, Jorge estaba subiéndose los pantalones fuera del auto.

Dije antes que no sé lo que veo en ese hombre. Pienso a veces que hay en mí, muy en el fondo, una vena de sumisión que repugna a mi conciencia de mujer libre e independiente, pero a la que no puedo sustraerme. El muy cabrón de Jorge la ha sabido ver, y se aprovecha de mi debilidad. Cuando termina de follarme le aborrezco, pero sé que bastará que se produzca otra ocasión, y volveré a entregarme a él.

Cuando volvimos del pueblo, después de realizadas mis compras y lo que quiera que hubiera estado haciendo Jorge en el Banco, arrojé de cualquier manera las bolsas sobre la cama, tomé un albornoz y una toalla y me dirigí a uno de los dos aseos del pasillo. Estaba en el estado "odio a Jorge", y sentía la necesidad desesperada de frotarme todo el cuerpo hasta eliminar cualquier vestigio de su contacto.

Al pasar frente a la ventana que daba a la piscina pude ver, aunque no me fijé en los detalles, que los demás estaban tumbados alrededor de la pileta. Solo uno nadaba en las aguas azules (creo que era Andrés, pero como digo no me fijé mucho)

Estaba casi terminando de lavarme cuando se descorrió la cortina, y el rostro de Jorge me sorprendió por el hueco. Otra vez me veo obligada a advertir que había dejado descorrido el pestillo sin intención. Ni por lo más remoto se me habría podido ocurrir que él me seguiría al baño, abriría la puerta sigilosamente, y

–Tócate el coño –me ordenó con la voz ronca–. Me gusta ver como lo haces.

–¿Estás loco? –casi chillé, hasta que advertí que podrían oírme–. Imagina que cualquiera entra y nos sorprende. ¡Haz el favor de salir inmediatamente de aquí!

Se volvió, echó el pestillo y descorrió completamente la cortina.

–Ahora nadie puede entrar

No sé cómo, otra vez me dejé envolver en su lujuriosa mirada. Como fuera de mí, llevé las dos manos a mi vulva, y comencé a acariciarme lentamente. Segundos después supe que ya no podría detenerme, y continué frotándome el clítoris con la punta de los dedos de una mano, mientras la otra estrujaba mis labios mayores. Estaba casi a punto; jadeaba sonoramente, y el placer, distinto del que obtengo con un pene en mi interior, iba subiendo y subiendo, haciéndome perder los últimos restos de pudor y cordura. En ese momento Jorge, sin importarle al parecer que el agua de la ducha empapara la manga de su camisa, introdujo dos dedos en mi vagina. Y por segunda vez en aquella mañana me invadió la sensación de un orgasmo intensísimo, que me hacía gemir totalmente fuera de control.

No sé qué habría hecho Jorge después de aquello. Puede que follarme otra vez desde atrás, doblada por la cintura y con las manos apoyadas en el borde de la bañera. Nunca lo sabré, porque en aquel momento llegaron a nosotros las voces de Julia y Román en el pasillo.

Sentí verdadero pavor ante la idea de que nos sorprendieran, aunque la puerta estaba bloqueada con el pestillo, y a Jorge pareció asustarle también. Esperó a que las alegres risas de nuestros amigos se hubieran alejado, abrió la puerta y miró a ambos lados. Luego se volvió en mi dirección desde el mismo umbral.

–No me gusta dejar nada a medias –susurró–. Te espero esta noche a las dos en el solárium. Aguardaremos a que Elena y Charlie estén dormidos, y nos encontraremos allí.

Y salió sin esperar mi consentimiento.

Quise decirle que no, pero me fallaron las fuerzas, y me quedé sentada en la bañera, sabiendo que lucharía contra el deseo insano que me provocaba aquel hombre

Pero acabaría acudiendo a la cita.

Cuando bajé a la piscina después de ponerme un biquini, Julia y Román estaban sentados en la pileta con los pies dentro del agua, y Jorge parado a su lado. Advertí que Julia había prescindido del sujetador, antes de darme cuenta de que los tres miraban al mismo punto. Cuando seguí su mirada, debí abrir la boca dos palmos: el objeto en el que tenían prendidos los ojos era el cuerpo desnudo de Irina, que tomaba el sol tendida en una hamaca, con los ojos cerrados, y ajena al parecer a que era el blanco de todas las miradas.

–¿ Y esto? –pregunté mientras me ponía en cuclillas detrás de ellos.

–Ya ves –Julia buscó a alguien con la vista, y luego pareció desistir–. Y su marido, que no sé dónde se ha metido, anda también con el pinganillo colgando.

–La cosa comenzó porque Julia se quitó el sujetador –terció Román–. A Irina le faltó tiempo para imitarla, y luego comenzaron a soltarnos todo un discurso sobre naturismo, y la sensación de andar desnudos. Julia le pinchó, y entre bromas y veras acabó quitándose las braguitas. Y su marido no tardó en unirse a la fiesta.

–Me moriría de vergüenza –afirmé, mientras recordaba la excitante sensación que experimenté cuando estaba desnuda en la pinada.

–Pues, no sé qué quieres que te diga –dijo Julia dubitativa–. Me está dando una envidia terrible, y me gustaría poder prescindir de mis inhibiciones y todo eso, y quedarme también en pelotas. Total, estamos entre amigos… ¿Qué dices, Román?

–Que ya eres mayorcita para tomar tus propias decisiones. Pero no esperes que me despelote yo también –respondió su marido.

–¡Mira, Román! –exclamó Jorge en voz baja.

Irina había elevado ligeramente las rodillas, con los muslos entreabiertos, y no quedaba ya porción de su cuerpo que no estuviera a la vista.

Puede que Julia hubiera terminado por desnudarse, y puede que no, me quedé sin saberlo, porque nos interrumpió la llegada de Charlie y Elena.

Yo ya conocía esa expresión arrobada, y el ligero rubor que mostraban las mejillas de ella. Y si hubiera albergado alguna duda, me habría bastado con observar la mirada huidiza de mi marido, que evitaba mirarme a los ojos.

Elena y Charlie acababan de hacer el amor, lo supe con absoluta certeza. Y ello me produjo una cierta sensación de alivio, algo así como si el hecho de que ellos también hubieran tenido una aventura, me absolviera de la mía con Jorge.

Pero al mismo tiempo, me invadieron unos celos irracionales.

Otoño-invierno de 2006