Visiones obscenas (2)

Cuatro parejas en una casa. Dos semanas por delante, en las que hay que ocupar el tiempo de algún modo. Pero tras la apariencia de amistad y camaradería afloran historias inconfesables, y comienzan a suceder otras nuevas.

II. ELENA

Cuando desperté, la luz del sol entraba a raudales por la ventana entreabierta, tamizada únicamente por los visillos, que hacía oscilar la ligera brisa matutina.

Me desperecé voluptuosamente, todavía invadida por las sensaciones de uno de los sueños más eróticos que recordaba. Intenté desesperadamente rememorar los detalles pero, como suele ocurrir casi siempre, apenas conseguí apresar algunos retazos aislados: estaba desnuda, y sentía una vergüenza infinita, porque a mi alrededor había varios hombres, no sabría decir cuántos, que clavaban en mí sus miradas ávidas. Pero al mismo tiempo, aquellos ojos brillantes que sentía como algo físico recorriendo mis pechos, mis caderas y mi pubis, me producían la conocida sensación de contracción en el vientre, y una humedad en mi… Recuerdo haberme sentido aún más abochornada ante la idea de que el flujo fuera visible en mis ingles, y que todas aquellas miradas pudieran advertir lo excitada que me encontraba. Luego… vagos retazos, como decía. Manos y bocas acariciando todo mi cuerpo, otras que separaban mis muslos, dejando expuesta mi intimidad a la vista de todos. Y el deseo. Unas ansias irreprimibles de sentir en mi interior la dureza de un miembro masculino… Luego no había nada más, por mucho que me esforzara en traer de vuelta a mi mente aquellas obscenas visiones.

Me incorporé en la cama. Jorge seguía durmiendo en lo que una vez había leído que llaman "posición mayestática": tumbado boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho, las piernas juntas y

Me tapé la boca, consiguiendo ahogar una exclamación. Yo ya sabía que la inmensa erección que elevaba la entrepierna del pantalón corto de su pijama no era necesariamente una expresión de deseo a aquellas horas de la mañana, pero esa visión era justo lo que necesitaba en el estado en que me encontraba. Por un momento pensé en despertarle, y hasta llegué a apoyar una mano sobre el vello poco espeso de su hombro desnudo, pero luego recordé la noche anterior, y la retiré rápidamente. Me había proporcionado tres orgasmos, y a estas alturas de nuestro matrimonio, sería raro que unas pocas horas después estuviera de nuevo preparado para calmar el ardor que sentía en ese momento.

Me despojé de la holgada camiseta masculina que había sido mi único atuendo durante aquella noche… Bueno, en realidad no me la había puesto hasta que se levantó el viento, mucho tiempo después de que Jorge se hubiera quedado dormido, exhausto después de su ardiente sesión de sexo no demasiado considerado conmigo, en la que yo apenas había alcanzado a experimentar un orgasmo. Y eso quizá también tenía algo que ver con mi especial "sensibilidad" esa mañana.

El espejo empañado me devolvió la borrosa imagen de mi desnudez al salir de la ducha. Limpié el vaho con la toalla, y me paré ante el cristal azogado, inspeccionando cuidadosamente todo mi cuerpo. Me sentía a gusto conmigo misma. A mis veintinueve años, seguía conservando la figura de mis dieciocho. Me volví de costado, observando que mis pechos seguían altos y firmes, con los pezones enhiestos en el centro de mis oscuras aréolas. Tanto a Jorge, como los otros hombres que había habido en mi vida, les había vuelto locos la longitud de mis pezones cuando, como en aquel momento, debido a la frialdad del agua, habían adquirido un tamaño no mucho menor que la primera falange de mi dedo meñique.

Rocé ligeramente con la palma de la mano uno de aquellos apéndices erectos, lo que me produjo una contracción que irradió hasta mi entrepierna. Retiré rápidamente la mano, y reanudé mi inspección.

Las nalgas conservaban su dureza y su forma. No eran tan… sexy como las dos semiesferas perfectas de Irina, pero yo sabía que le ganaba en algo: ni de lejos ella conseguía la oscilación de mis glúteos al caminar de la que no había sido consciente hasta que Jorge las grabó en vídeo una mañana de las vacaciones anteriores.

Una mano se posó en mi trasero, y enseguida sentí el beso de mi marido en la nuca, lo que me produjo otro escalofrío instantáneo.

–¡Es tardísimo! –casi gritó, mientras aliviaba su vejiga detrás de mí–. ¿Cómo no me has despertado antes? Recuerda que te había dicho que tengo que ir al Banco a ordenar unas transferencias

–No, si ahora resultará que la culpa de que duermas como los leños es mía… –protesté sin el menor enfado, mientras secaba mis cabellos ante el espejo, que había vuelto a empañarse.

Jorge estaba ya en el pequeño compartimiento de la ducha, enjabonándose rápidamente cuando salí de nuestro baño privado. Me puse una camiseta holgada (nada de sujetador, del que pensaba prescindir aquella mañana, aunque las otras mujeres decidieran no quitárselo como el día anterior) Busqué en los cajones un biquini limpio, tomando el primero que encontré. Ya había introducido una pierna en la braguita cuando recordé el espectáculo que nos había ofrecido Julia con su tanga rojo, que dejaba muy poquito –más bien casi nada– a la imaginación. Con una sonrisa maliciosa, sustituí la decente prenda de florecitas por otra, que era algo como dos triangulitos negros unidos por cintitas que se anudaban en las caderas. No me había atrevido nunca a ponérmelo para ir a la playa, me daba un corte tremendo, pero bueno… allí realmente estaba entre amigos.

«Y además, "ellos" que se fastidien mirando lo que no van a tocar, y "ellas" que rabien –pensé sonriendo interiormente»

Sentí en aquel momento que la mano de Jorge levantaba la camiseta por detrás hasta mi cintura.

–¡Fiuuuuu! –silbó por lo bajo–. ¿A quién has pensado seducir hoy?

–Mmmmm, estaba dudándolo ahora mismo. No sé si me pone más Andrés o Román. Aunque, bien mirado, Charlie está muy pero que muy bien –respondí con una sonrisa que quise que pareciera lúbrica.

En el porche cercano a la piscina, Andrés, Román, Charlie (observad que cito primero a los chicos) Lara y Julia, daban cuenta del desayuno, que alguno de ellos –imagino que más bien "ellas"– debía haber preparado. Charlie, siempre tan considerado, me sirvió el café, y me acercó la fuente de tostadas. Me extrañó que Lara estuviera vestida como para salir, en claro contraste con los biquinis o bañadores que constituían el atuendo de los demás.

–¿Tienes que ir a algún sitio? –pregunté a la mujer de Charlie.

–Olvidé en casa el neceser con mis pinturas de guerra.

–…y piensa que en el pueblo cercano va a encontrar las marcas que utiliza, ya ves. Ya le he dicho que el pueblo no es Madrid o Barcelona –terció su marido.

–A ti lo que te molesta es conducir, pero no te preocupes que no te voy a pedir que me acompañes. Me basto y me sobro yo solita.

–Casualmente Jorge tiene que hacer unas gestiones en el Banco. Podría llevarte –ofrecí.

Eso debió escocer a Charlie seguramente.

–¡Va!, mujer. Me pongo una camisa y unas zapatillas, y me voy contigo.

Por un momento pensé que estaban enfadados, pero no, porque ambos mantenían la sonrisa.

–¡Buenos díaaaaaaas! –saludó mi marido, que salía al porche en ese momento.

Lara se levantó, y se colgó del brazo de Jorge.

–No te necesito para nada –respondió ella, enseñando la lengua a Charlie–. Tengo ya acompañante.

–Como quieras –aceptó él–. Yo me sacrificaré y me quedaré en la piscina, mientras tú te diviertes en la perfumería.

Media hora después, estaba hojeando una revista al borde de la pileta, aún con la camiseta puesta. A pesar de mi decisión de la mañana, me daba un poco de corte exhibirme casi en pelotas ante los tres varones. Charlie se puso en pie.

–Me voy a dar un paseo por la playa. ¿Alguien me acompaña? –preguntó.

No hubo respuesta. De hecho es que Román, que estaba extendiendo protector solar por la espalda a su mujer, ni siquiera debió oírle. Julia, tendida al sol, hizo un gesto de negación con la mano. Y Adrián estaba en el interior de la casa, pegado al televisor, viendo una carrera de Fórmula I.

De repente, me tentó la idea.

–Espera, Charlie. Deja que me ponga unas playeras, y me voy contigo.

«Además de que me apetece, es que esta noche podré hacer rabiar a Jorge, diciéndole que hemos hecho un intercambio: él con Lara, y yo con Charlie, su marido»

Verdaderamente, aquella mañana estaba "sensible" en cierto sentido. Fue ocurrírseme la broma del intercambio de parejas, pensar en que Charlie y yo íbamos a estar a solas durante un tiempo, aunque fuera en la concurrida playa, y sentí la familiar punzada de deseo en el bajo vientre.

«No tienes ni la menor posibilidad –me dije–. Además, no te atreverías…»

Pero después miré la esbelta figura de Charlie, cuyos fuertes muslos tostados por el sol solo cubría en parte su pantalón corto, sus brazos tapizados de un fino vello rubio, sus anchas espaldas, su rostro que a los treinta y tantos aún conservaba una pícara apariencia juvenil, y no estuve tan segura de que, llegado el caso –en aquel momento impensable– no me dejara llevar por mis deseos, exacerbados aquella mañana.

–¿No tienes calor con eso puesto? –preguntó Charlie, que caminaba a mi lado con la camisa y el calzado en la mano.

–Bueno, es que debajo no hay demasiado

–Hay mucho y muy bonito –respondió galantemente, sin haber entendido al parecer la razón de mis palabras.

La verdad es que estaba sudando. Hacía rato que habíamos dejado atrás el tumulto de sombrillas, toallas y críos salpicando arena, y solamente nos cruzábamos de vez en cuando con algunos paseantes ocasionales. Me decidí, y me saqué la camiseta por la cabeza.

Entonces sí que la entendió. Su boca formó una "o", y me dio un repaso visual de arriba a abajo, deteniéndose un buen rato en mis pechos desnudos. Pensé que debería sentirme un tanto avergonzada por su escrutinio, pero la verdad es que hasta me gustó que sus ojazos verdes recorrieran mi cuerpo.

–A ver… Date la vuelta –pidió, tirando de una de mis manos.

Mi trasero prácticamente al aire quedó expuesto a sus miradas. De nuevo, pensé que lo "decente" es que me sintiera mal ante su mirada admirativa, pero lo único que experimenté fue una nueva punzada de deseo.

«Verdaderamente, te has levantado hoy con las hormonas revolucionadas –me dije a mí misma»

–Preciosa. Eres una mujer muy bonita –exclamó con la voz ronca.

–Pero menos que Irina, ¿no? Ayer era ella la que se llevaba todas las miradas.

–Irina… es algo exótico, con sus cabellos rubios, sus pómulos altos, y ese aire de diosa que se gasta. Pero está algo delgada para mi gusto, y me atraen más las mujeres como tú. Y en cuanto a lo de mirarla, te diré con toda sinceridad que no hay ni comparación entre sus estirados andares de modelo, y el balanceo de tus caderas al caminar.

Se había retrasado dos pasos detrás de mí, y sentí su mirada como dedos que recorrían mis glúteos. La coincidencia de sus palabras con mis pensamientos ante el espejo, me indicó que no se trataba de una simple galantería, sino que verdaderamente se había fijado en mí anteriormente.

–Supongo que si fuera Julia la que estuviera paseando a tu lado, le dirías lo mismo. ¿A que sí?

Me miró fijamente.

–Si quieres que me dedique a hacer comparaciones, te voy a decepcionar. Un caballero nunca debe hacer eso. Pero… bien, ya que me lo has preguntado, entre las tres (excluyo a Lara a propósito) tú eres la que más me gusta.

«¿Por qué se había ruborizado cuando yo mencioné el nombre de Julia? –me pregunté» Decidí explorar un poco aquella idea.

–Pues tengo la impresión de que con quién pareces tener más confianza es precisamente con Julia… –insinué.

«Como la grana. Se ha puesto encarnado hasta las orejas. Aquí hay "tomate"»

–No sé de dónde has sacado esa idea… –murmuró, evitando mirarme a los ojos.

–Fue una impresión nada más. Ayer os vi charlando en un aparte, y tuve la sensación de que… Quizá me equivoqué, perdona.

–¿Qué impresión te dio? –preguntó Charlie muy serio.

–No es nada específico, verás. Mi marido no sabe hablar con una mujer sin tener al menos una mano encima de su brazo o de su rodilla. No lo hace con malicia, él es así. A Andrés le he visto en alguna ocasión pasar el brazo por los hombros de alguna de nosotras. Román se arrima más de la cuenta para mi gusto mientras besa en las mejillas cuando te saluda, y siempre lo hace con un brazo tras la cintura de la chica. Tú sin embargo… Me he fijado en ello, y me llama la atención que parezcas evitar cuidadosamente tocar cualquier parte del cuerpo de una mujer, y que se te vea incómodo cuando alguna de las chicas, incluyéndome a mí, ponemos una mano en tu brazo o en tu hombro, cosa que es de lo más natural entre las cuatro parejas, y no tiene ninguna connotación… ya sabes.

–Reconozco que eso es como dices. Es una tontería, ya lo sé, pero me da un poco de reparo tocar siquiera sea inocentemente a la mujer de otro, por mucha confianza que tenga con ella, sobre todo cuando "el otro" está presente. Y me siento incómodo igualmente cuando soy yo el objeto de esos tocamientos, no puedo evitarlo.

Me miró de frente, por primera vez en unos minutos. Seguía con las mejillas ligeramente ruborizadas y el gesto serio, y sentí un impulso casi irrefrenable de morderle el hoyo de la barbilla, que contuve a duras penas.

–Lo que no sé es que tiene que ver todo esto con mi conversación de ayer con Julia.

–Charlie… Es que cuando os miré, tenías una mano en su mejilla, y ella había pasado un brazo alrededor de tu cintura. Fue solo un instante, enseguida la retiraste (aunque ella mantuvo la suya unos segundos) pero es algo tan desacostumbrado en ti, que me llamó muchísimo la atención.

–Tan evidente es… –murmuró como para sí mismo.

–Oye Charlie, lamento infinito haber sacado esta conversación. No tengo ningún derecho a meterme en la vida de nadie, los dos sois mayores de edad, y… Ya lo he olvidado, hablemos de otra cosa. Lo siento en el alma, de veras.

–No te preocupes Elena, realmente he sido yo el indiscreto –respondió él, mirándome francamente a los ojos–. Me habría bastado con negarlo. Pero hay algo que sí quiero que sepas: no tengo una aventura con Julia. Estuve con ella una única vez. Se dieron las circunstancias apropiadas y

«Pero, ¿por qué la idea de Charlie y Julia juntos me produce esta irracional sensación de celos? –me pregunté»

No tenía respuesta para ello, pero sí un medio de cambiar de conversación, evitando el incómodo silencio que se había hecho entre nosotros. Habíamos llegado a un afloramiento rocoso que se introducía en el mar unos metros. Remontarlo era imposible estando descalzos, o incluso con el ligero calzado que portábamos en la mano. Las peñas estaban húmedas y tenían un aspecto resbaladizo.

–Fin del paseo –exclamé en tono pesaroso.

–¿Qué hay al otro lado? –preguntó él.

–Más playa. En realidad, estas rocas forman como una especie de semicírculo, algo así como una minúscula cala con una franja pequeñísima de arena en el centro, pero no podemos subir. Solo podríamos llegar nadando.

–Y, ¿por qué no nadamos? Tengo calor, llevamos más de una hora a pleno sol –propuso Charlie, mientras apilaba su ropa en el suelo, sujetándola con una piedra para evitar que el aire se la llevara.

Le imité. Verdaderamente me apetecía el baño, pero había algo más: la idea de encontrarme a solas con Charlie, aislados en aquella especie de recinto cerrado entre las rocas, que ya conocía de mis paseos con Jorge, me estaba produciendo un cosquilleo en el vientre. La erección de mis pezones se mantenía, pero ahora además los notaba sensibles.

«Elena hija, estás salidita –me dije»

No sabía si temer o desear que Charlie me hiciera alguna proposición, a la que en el estado que me encontraba no estaba segura de poder resistir. Aunque no creía que Charlie… No, sobre todo después de la conversación que acabábamos de mantener.

Me tomó entonces de la mano, y corrió juguetonamente hacia las mansas olas, arrastrándome con él hasta que el agua nos llegó a la cintura. Me sentía muy bien. Le salpiqué como si hubiera vuelto a mis 15 años, y hasta me permití jugar a sumergirle, con las dos manos apoyadas en su cabeza, mientras me reía a carcajadas. Luego, nadamos despacio uno junto al otro, rodeando las peñas.

Estaba sentada en la arena húmeda, con las manos tras de mí sosteniendo mi torso. Era consciente de que en aquella postura, mis pechos quedaban erguidos, apuntando desafiantes hacia delante. Pero Charlie no me miraba. Estaba de pie a mi lado, con la vista perdida en la línea donde cielo y mar se confunden. Yo sí me permití darle un buen vistazo. Bajo el pantalón corto que había quedado del otro lado de las rocas, había aparecido un slip de color negro, como la mínima braguita que era toda mi vestimenta. Me obligué a apartar la vista del abultamiento de su parte delantera, y recorrí con la vista sus fuertes piernas, sus muslos musculosos hechos a correr, deporte que practicaba siempre que su trabajo se lo permitía. Más arriba, una cintura estrecha, sin un gramo de grasa. Los pectorales no estaban demasiado marcados, y… ¡Dioses! tenía las tetillas tan tiesas como mis pezones, aunque evidentemente mucho más pequeñas. Por segunda vez en aquella mañana, sentí el impulso de morder, pero ahora no en la barbilla, sino en los minúsculos botones oscuros. Aparté la vista rápidamente cuando él se volvió en mi dirección, para tomar después asiento a mi lado.

–¿Me permites una pregunta indiscreta? –inquirió, mirándome a los ojos.

–Claro.

–Me he fijado en que no tienes marcas blancas del bañador, ni en los pechos ni en el resto del cuerpo. ¿Cómo lo consigues?

–Hay un solárium, en realidad una pequeña terraza, en la planta superior de mi casa. Creí que os la habíamos enseñado… No es visible desde ninguna otra casa, y suelo tenderme desnuda al sol. Me gusta tener la piel dorada por igual.

Sus ojos estaban ahora prendidos en mis senos, y de nuevo una especie de calambre recorrió mi vientre. A pesar de la humedad del agua que empapaba el pequeño triángulo que cubría mi sexo, tenía una sensación de calor en mi entrepierna. Estoy describiendo mis sensaciones físicas, pero había otra que no lo era: un ansia que ponía un nudo en mi garganta, un deseo casi doloroso de que Charlie me estrechara entre sus brazos, cubriera de besos el lugar del que no se apartaban sus ojos, y después

El se bajó apenas la parte delantera del bañador, lo suficiente como para mostrar una franja de piel de color más claro, y el inicio de su vello púbico.

–Yo sin embargo sí estoy blanco debajo del slip. Lo utilizo de hecho en la playa para dejar al aire la mayor parte posible de mi cuerpo –devolvió a su lugar la cinturilla de su escueto bañador.

–Aquí estamos solos y nadie nos ve. Podrías quitártelo para tomar el sol

«¡No he podido ser yo la que he dicho eso! –pensé avergonzada»

Pero sí lo había dicho, y Charlie me estaba mirando con gesto irónico.

–Bueno, a ti también te quedarán las marcas de las cintitas en las caderas –insinuó.

«¡No irá a quitárselo! –gemí interiormente»

Lo hizo. Efectivamente, su piel bajo la prenda de la que estaba sacando las piernas era de color algo más claro, aunque su tez morena no permitía que el contraste fuera excesivo. Pero yo no estaba mirando eso precisamente, sino el penacho de vello púbico que rodeaba sus testículos inflamados, y su pene en semierección, coronado por el glande de color rojizo, casi morado, que emergía de su prepucio retraído.

Como en sueños, desanudé los lazos en mis caderas, y retiré la mínima prenda. Me temblaba la barbilla al hacerlo, y sentía escalofríos que erizaban el vello casi invisible de mis brazos y mis muslos.

(Visión obscena de Charlie entre mis piernas, contemplando mi sexo en el que percibía latidos con el mismo ritmo de mi desbocado corazón)

–Creo que después de hablar contigo he comenzado a tratar de perder el rechazo instintivo a tocar y ser tocado… Tienes una piel muy suave, Elena –susurró, en un tono íntimo que me hizo derretir por dentro.

Su dedo índice estaba recorriendo mi hombro lentamente. Contuve a duras penas el deseo insensato de lanzarme sobre él. Y mi dedo, como dotado de vida propia, resiguió la dureza de uno de sus muslos.

Se inclinó en mi dirección, y su rostro quedó a centímetros del mío. Su dedo llegó al inicio de uno de mis senos, lo rodeó, y descendió por mi costado. Estuve a punto de chillarle que continuara, que deseaba sentir su contacto en mis pezones sensibilizados al máximo

Posó suavemente los labios en mi mejilla, y volví el rostro en su dirección. No lo hice conscientemente, pero nuestras bocas entraron en contacto durante un segundo. Me faltaba el aire, literalmente. Notaba mis pechos elevarse y bajar con mi acelerada respiración. No veía ni sentía nada que no fuera mi reflejo en sus ojos verdes, y el tacto de su muslo en la palma de mi mano, que en algún momento debía haber posado sobre él sin tener conciencia de ello.

El siguiente beso no fue casual. Charlie acercó muy despacio su boca a la mía entreabierta, y atrapó suavemente uno de mis labios entre los suyos. Me sentí morir cuando sus manos pasaron por debajo de mis brazos y se posaron en mi espalda, atrayéndome hacia él. Y ya no pensé. Todo mi cuerpo se convirtió en un diapasón que vibraba al ritmo de sus besos, que descendieron por mi garganta hasta ¡por fin! acariciar mis pezones. Después fue mi estómago el objeto de sus caricias, se entretuvo unos instantes en mi ombligo, en el que introdujo la lengua, y siguió su camino descendente hasta mi pubis.

Me sentía como flotando en una nube. Me tendí en la arena, obligándole a apretar su torso contra mis pechos. Liberó sus manos, que recorrieron mis costados, mientras sus labios llegaban ahora a mis ingles. No tuve ninguna sensación de pudor cuando separé los muslos, exponiendo mi vulva a sus miradas, ni me causó la más mínima vergüenza advertir que había tensado mi espalda sobre la arena, y estaba adelantando la pelvis en su dirección, deseando, casi implorando

Su boca cubrió la cúspide de mi sexo, y su lengua exploró bajo los pliegues superiores, hasta encontrar mi clítoris endurecido. Algo parecido a una corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo. Me sorprendí a mí misma acariciando todo su cuerpo convulsivamente, estrujando sus prietas nalgas, y mordiéndole solo con los labios los hombros y la espalda, únicas porciones de su cuerpo a las que tenía acceso.

La corriente eléctrica tomó en ese momento la forma de una contracción en mi vulva, y el orgasmo me invadió. Creo que reía y sollozaba al mismo tiempo, mientras los espasmos se sucedían cada vez más intensos, hasta alcanzar el clímax.

Me abandonaron las fuerzas, y quedé desmadejada sobre la húmeda arena. Charlie continuaba acariciando con la lengua el interior de mi vulva, y entonces sucedió. He oído hablar muchas veces de mujeres que encadenan un orgasmo con otro, pero a mí nunca me había ocurrido… hasta ese momento. Un nuevo crescendo de pequeñas descargas de placer recorrió todo mi vientre, y me encontré chillando y gimiendo entre sus brazos, y pidiéndole entrecortadamente que continuara con sus caricias.

Cuando aquello acabó, tuve de nuevo una experiencia para mí desconocida: después de dos orgasmos, no sentí el conocido desmadejamiento que normalmente acompañaba a la culminación; seguía tensa e insatisfecha. Creo recordar que entonces le supliqué que me hiciera suya, y le dije que quería sentirle muy dentro de mí, aunque rememoro aquello como un sueño, y no puedo estar segura de nada que no sea el inmenso placer que estaba sintiendo.

Cuando él se incorporó, y guió su pene con una mano hasta entrar en contacto con el umbral de mi vagina, un nuevo estremecimiento me recorrió toda entera. Me aferré a sus caderas como posesa, y tiré de él en mi dirección. Su hombría era como un hierro al rojo que dilataba mi conducto, penetrando a un ritmo insoportablemente lento para el ardor que me consumía como una pavesa.

Me sentí llena de él. No podía estarme quieta, y mi pelvis se elevaba y descendía, sin que yo fuera capaz de controlar las contorsiones de todo mi cuerpo bajo el dulce peso del suyo. En esta ocasión, fue todo diferente. Hubo un momento en que cada una de sus embestidas daba lugar a una contracción en mis entrañas, que desaparecía cuando su pene se retiraba casi completamente. Y cada vez era más y más fuerte. Y en cada ocasión las paredes de mi vagina apresaban su miembro, que no quería que abandonara nunca mi interior. Y entonces fui consciente de las pulsiones de su pene dentro de mí, y de la ardiente semilla proyectada en mis entrañas, y ahora no fueron una serie de contracciones, sino una conmoción que me invadió por completo, que no iba ascendiendo, sino que se mantuvo en la meseta durante mucho tiempo. Y mis gritos exaltados se unieron a sus sonoros jadeos, hasta que, ahora sí, las fuerzas me abandonaron, y me derrumbé sobre la arena.

Cuando conseguí recobrar el uso de mis sentidos, Charlie estaba acariciando tiernamente mis mejillas, y depositando de vez en cuando en mis labios unos besos suaves y livianos. Me sentí plena y satisfecha por primera vez en mucho tiempo, y correspondí a sus caricias, haciendo deslizar mis dedos lentamente por toda su piel.

Deseé insensatamente que el tiempo se detuviera, y sentir por siempre su contacto, seguir percibiendo su limpio olor masculino, y la sensación de su vello enredado entre mis dedos. Pero poco a poco fui tomando conciencia de la situación. Teníamos que volver a mi casa. No sabía cuánto tiempo había durado aquel increíble acto de

«De amor, Elena. Ha sucedido lo impensable, y estás enamorada de Charlie –pensé con un estremecimiento»

No quise detenerme a analizar aquello. Le dije que debíamos emprender el regreso, y volví a colocar sobre mi cuerpo la braguita rebozada de arena.

Cuando de nuevo nos introdujimos en el agua tomados de la mano, gruesas lágrimas recorrían mis mejillas. Eran a un tiempo de alegría por haber conocido el amor de Charlie, sentimiento al que acompañaba la tristeza del regreso a mi realidad cotidiana, y la conciencia de que probablemente no volvería a experimentar sus besos ni sus caricias.

Otoño-invierno de 2006