Visiones obscenas (1)

Cuatro parejas en una casa. Dos semanas por delante, en las que hay que ocupar el tiempo de algún modo. Pero tras la apariencia de amistad y camaradería afloran historias inconfesables, y comienzan a suceder otras nuevas.

I. CHARLIE

Lara dormía profundamente a mi lado, en posición fetal. A pesar de que no hacía ni una hora que se había debatido debajo de mí, entregada a lo que ella misma llama "un trenecito de orgasmos", y que por tanto mi deseo debería haber quedado saciado, la visión de su cuerpo desnudo abandonado en el sueño, me produjo una punzada de excitación.

La débil luz del alumbrado que penetraba por la ventana abierta, tamizada por las ramas de los frondosos árboles, no habría bastado seguramente para vencer la penumbra. Pero había luna llena, que producía en su cuerpo claridades en las partes que iluminaba directamente, como sus pechos y sus caderas, y dejaba en sombra la cavidad entre sus muslos, más abajo de su vientre, oscuridad que era para mí más incitante que la conocida visión de su sexo.

No podía dormir. La ligera brisa que había refrescado nuestros cuerpos sudorosos tras el acoplamiento carnal, había cesado hace rato. Era el calor seguramente, unido al hecho de que extrañaba la cama, lo que me impedía conciliar el sueño.

Me levanté en silencio, y busqué a tientas el pantalón corto que había sido mi única vestimenta durante aquel día, que finalmente encontré a los pies de la cama. Descalzo y sin encender ninguna luz, para no perturbar el sueño de las otras tres parejas, me dirigí a la cocina.

Me senté en el porche que se abría frente a la piscina, en uno de los sillones de mimbre, y di un largo trago de la botella de agua helada. El tejadillo impedía que la luz de la luna penetrara en aquel espacio, con lo que el lugar en que me encontraba estaba completamente a oscuras.

Dejé vagar mis pensamientos. La invitación de Jorge y Elena a pasar en su nueva casa la primera parte de nuestro mes de vacaciones, había constituido una agradable variación sobre nuestra habitual costumbre de la quincena de apartamento en la playa, siempre en el mismo lugar. No es que nos aburriéramos los dos solos, pero era como cambiar una rutina por otra, en la que lo único positivo era nuestra compañía durante todo el tiempo.

Además, la nueva casa de Jorge y Elena era una verdadera maravilla; le debían ir bien los negocios para poder permitirse una cosa así. Era enorme, situada en una urbanización que, a juzgar por la altura del arbolado, debía tener bastantes años, situada en primera línea de playa. Pero la vivienda en sí no parecía demasiado antigua, y el tenue olor a pintura fresca, y lo nuevo del mobiliario y las instalaciones sanitarias, daba fe de la reforma a que la habían sometido antes de trasladarse a vivir allí.

Por si la compañía de nuestros anfitriones, con los que manteníamos una estrecha amistad de años, no fuera suficientemente agradable, las otras dos parejas –Irina, "la diosa eslava", como la denominaba humorísticamente mi mujer– su esposo Andrés, y la cuarta pareja, compuesta por Julia y Román, eran gente muy agradable. Conocíamos a todos desde hacía algún tiempo, de las cenas mensuales que organizaban principalmente Jorge y Elena –aunque los demás también en algún momento habíamos hecho de anfitriones– y se había establecido entre los ocho una buena relación.

Realmente, las mujeres se veían entre ellas más que nosotros los varones. Era relativamente habitual que una u otra de las cuatro arrastrara a las demás a una tarde compras, una sesión de cine o, más sencillamente, a charlar por los codos durante horas en una cafetería.

Había solo para mí un punto de incomodidad, paliada por el hecho de que nada en la actitud de Román me hubiera indicado hasta hoy que estuviera al tanto de mi pequeño "affaire" con Julia, su mujer. Era algo que en más de una ocasión había estado a punto de contar a Lara, arrepintiéndome en el último momento. Porque, al fin y a la postre, se había tratado solo de sexo, sin involucrar para nada sentimientos –más allá de la amistad que nos profesábamos–, nadie había resultado dañado (sé que es cínico pensar así, pero una infidelidad solo causa dolor cuando se conoce) y confesárselo a ella habría supuesto posiblemente la ruptura de dos matrimonios, comenzando por el nuestro.

No me permitía recordarlo muy a menudo, pero había algo en aquella cálida noche… Levanté la barrera que yo mismo había erigido, y reviví las sensaciones de mi encuentro con la bella Julia.

Todos los años me prometo solemnemente a mí mismo que no volverá a suceder. Abro una tarea en mi agenda electrónica "regalo de cumpleaños de Lara", programo una alarma para un mes antes de la fecha, y… Un día porque tengo una reunión, otro porque estoy de viaje de trabajo, otro porque… En realidad, el problema es que nunca se me ocurre qué comprarle. Aquel año no había sido una excepción. Faltaban dos días para que cumpliera 29 preciosas primaveras, estaba en unos grandes almacenes dando vueltas en torno a las estanterías, y seguía sin tener ninguna idea.

–¡Charlie! –gritó a mi espalda una conocida voz femenina.

Me volví. Julia agitaba una mano para llamar mi atención entre el gentío, cargada de bolsas. Me acerqué a ella sonriente, y presté mis mejillas a sus dos sonoros besos. De los de verdad, no un "mua, mua" con los labios en el aire.

–¡Vaya sorpresa, cielo!

–Sorpresa es encontrarte a ti en este sitio. Ya te he escuchado decir que te horrorizan.

De repente, se me ocurrió una idea.

–Oye, Julia es que… verás. Pasado mañana es el cumpleaños de Lara, y estaba buscando algo para ella. Igual tú puedes ayudarme

–¡Hombres! –rió la muchacha–. No me digas que no se te ocurre nada que pueda hacerle ilusión.

–Es que así, al pronto… Verás, todos los años termino en una joyería, y le gustan las pulseras y los pendientes, pero esta vez quería salirme un poco de lo habitual.

–Mmmmm, veamos –puso la mano en su mejilla, remedando al Pensador de Rodin. De repente, se le iluminó el rostro, y se colgó de mi brazo, tirando de mí hacia la salida.

–¿Dónde me llevas? –pregunté divertido.

–Te lo diré cuando lleguemos. Vamos a un sitio donde podrás adquirir los complementos necesarios. Aunque el resto será cosa tuya.

Me quedé mirándola con gesto de extrañeza.

–Si, hombre, verás. Es algo que le hará mucha ilusión, a mí al menos me la haría. Reservas una suite en un hotel de lujo. Le dices que la llevas al cine, y verás su cara cuando se dé cuenta de lo que le tienes preparado. Cena en la habitación a la única luz de dos velas, champagne francés, y después le entregas tu regalo. El resto… Bien, no tendré que dibujarte un mapa, supongo.

–A ver, Julia, me estás liando. ¿Pero el regalo no consiste en la noche de hotel, la cena?

Se paró en seco ante un establecimiento.

–Es aquí.

Corsetería Desiree. Entendí rápidamente lo de los complementos, y me dejé llevar por ella al interior. Para mi bochorno, nos atendió una dependienta jovencísima, de no más de dieciocho años.

–Buenas tardes. Quería que nos mostrara un conjunto de sujetador y tanga, más un picardías. Algo sexy e insinuante, no sé si me entiendes.

–Por supuesto, señora –aceptó la empleada.

Diez minutos después, yo estaba al borde del infarto. La condenada de Julia se ponía sobre la ropa cada prenda que le mostraba la chica "para que yo viera el efecto". Y el efecto eran dos en realidad: un sonrojo que hacía que me escociera el rostro, y una erección de campeonato. Porque no podía evitar que en mi mente se formaran imágenes de Julia vestida (es un decir) únicamente con aquellas cosas leves como tela de araña, y de un tamaño mínimo. Por fin pareció decidirse. Sujetador de menos de media copa, negro y semitransparente, y la mínima expresión de braguitas, apenas un triangulito que cubriría solo en parte el

–A mí me gusta este conjunto. ¿Qué te parece, Charlie?

Intenté tragar saliva, sin conseguirlo. Julia sujetaba con una mano sobre su pubis el simulacro de braguita, mientras la otra mano intentaba sostener sobre sus hermosos pechos la otra prenda.

–Este… bien, es bonito –conseguí balbucear al fin.

–¿La señora quiere probárselo para que su esposo vea cómo le queda? –preguntó solícita la dependienta.

(Visión obscena de Julia y yo dentro de uno de los probadores. Julia se desnuda lentamente, y luego se coloca las dos prendas. Hace una pose de modelo, con las manos en las caderas y un pie ligeramente adelantado..)

–No, en realidad son para mí –murmuré como ido.

Tarde, me di cuenta de lo que acababa de decir. Bueno, en realidad solo lo advertí cuando Julia comenzó a reírse con ganas, al ver el gesto de estupor de la chica.

–No, quiero decir que son para mi esposa. Ejem, es que la señora solo es una amiga –expliqué atropelladamente sin necesidad.

Cuando nos vimos en la calle, a Julia aún le bailaba la risa en los ojos.

–No sabía yo de tus inclinaciones de travesti ¡jajajajajaja! –se burló–. Pues daría algo por verte vestido con lencería femenina.

–Hmmmm, ¿has traído auto? –pregunté, intentando cambiar de tema.

–No. Esperaba que un galante travesti me llevara a casa. Y echó hacia atrás la cabeza, dejando oír de nuevo su risa cristalina.

No sé cómo tuve aquella idea. Jamás me había atrevido antes a tomarme confianzas como aquellas, pero lo cierto es que, sin pensarlo, mi mano dio una suave y juguetona palmada en su trasero. Cuando pudo al fin contener la hilaridad, se limitó a mirarme fijamente con los ojos brillantes. Luego, se colgó nuevamente de mi brazo libre (yo transportaba las bolsas en la otra mano) y nos dirigimos al parking cercano.

Ya se había despedido de mí, con dos de sus sonoros besos. Había abierto la puerta del auto, y tenía las piernas fuera. Entonces, como si hubiera tenido una idea repentina, se volvió en mi dirección:

–Oye, igual te apetece subir un momento a casa y tomar una cerveza

Me estaba haciendo falta.

–Te lo agradezco, Julia. Al paso, además saludaré a tu marido.

(Profunda mirada cuyo significado no descubrí hasta más tarde)

Enseguida se me hizo evidente que Román no estaba en casa.

–¿….?

–Está de viaje, no vuelve hasta mañana.

–Oye Julia, no quisiera

No tuve más remedio que cortarme a media frase. La conversación tenía lugar a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, que daba directamente al salón. Si hubiera pensado en ello, habría supuesto que Julia había entrado, no sé, a cambiarse de calzado. Pero un espejo con marco dorado que decoraba la pared frontera me devolvió la imagen de la parte posterior de Julia. La fina camisa blanca ya no estaba, ni tampoco el sujetador, supuesto caso de que lo hubiera llevado aquella tarde. En el momento en que capté su reflejo, deslizaba la falda negra por sus caderas, que hacía oscilar para facilitarle la labor. Bajo la falda, una especie de pantaloncito negro, de no más de cinco centímetros de ancho, que se introducía entre sus firmes nalgas. Se inclinó hacia la cama, de la que tomó una bata liviana, que se echó sobre los hombros mientras comenzaba a volverse.

En menos de cinco segundos estaba yo sentado en uno de los sofás, tratando de aparentar que no me había movido de allí en todo el tiempo. Dejé que más de la mitad del dorado líquido espumoso refrescara mi garganta como de lija.

–¿Qué es lo que no quisieras? –preguntó sonriente, mientras caminaba en mi dirección anudando el cinturón de la prenda.

–Que alguien pudiera pensar lo que no es, estando tu marido ausente.

–¡Bah!, Román no es celoso. Además, tú eres un caballero, ¿no? –preguntó con voz intencionada–. Aunque… No te creía tan lanzado. ¡Me has acariciado el trasero en público!

De nuevo, como unos minutos antes, echó la cabeza hacia atrás y me obsequió con el cascabeleo de su risa.

Una idea se estaba formando en mi mente. Me estaba provocando manifiestamente. Me había invitado a subir a su casa, sin decirme que su marido estaba ausente hasta que ya estuvimos dentro. Y ahora… ¡Dioses! Estaba cruzando las piernas, haciendo caso omiso al hecho de que su bata cruzada se había abierto por la postura, permitiéndome contemplar la totalidad de sus bonitos muslos. Si aquello no era una clara invitación, es que yo había perdido completamente mi olfato con las mujeres.

(Visión obscena de Julia tendida sobre el sofá con la bata abierta, mostrándome su hermoso cuerpo únicamente cubierto por la braguita de encaje de cuya parte posterior ya había tenido un atisbo hacía unos segundos, mientras me tendía los brazos invitadores)

Sacudí la cabeza para ahuyentar la imagen mental.

–A cualquier cosa llamas caricia. Más bien fue un azotito cariñoso, que te merecías por burlarte de mí.

Se inclinó sobre la mesita de centro para servirse una copa. La bata se abrió completamente por la parte superior al hacerlo, permitiéndome contemplar más de la mitad de uno de sus senos, y la totalidad del otro, con su pezón erecto en el centro de una aréola oscura. Y mientras lo hacía, no dejaba de mirarme fijamente a los ojos, con una expresión irónica.

TENIA que haber advertido que mis ojos estaban prendidos en sus pechos desnudos. Pero es que además, una vez que volvió a recostarse en el respaldo, uno de ellos permanecía a la vista, y no hizo el más leve intento de cubrirse de nuevo, lo cual dejaba muy claro que tras su invitación había un propósito. Aún dudé unos instantes, pensando en Lara, que estaría a punto de llegar a nuestra casa en aquel momento. En Román, a muchos kilómetros de distancia de allí, ambos ignorantes de la escena. Pero mis dudas se disiparon como el humo. Julia descruzó las piernas, la bata se abrió completamente por la parte de abajo, y entre sus muslos ligeramente separados, me permitió contemplar la entrepierna de su leve prenda. Me puse en pie con la copa en la mano, sentándome después a su lado. No pegado a ella, pero muy cerca.

–En serio. ¿No te hice daño? –pregunté tratando de componer un gesto inocente, mientras deslizaba mi dedo índice por uno de sus brazos.

–Para nada. Solo me sorprendió tu atrevimiento.

Siguió con la vista clavada en mi dedo, que en aquel momento llegaba cerca de su codo, y luego posó de nuevo su mirada en la mía.

–Nunca antes te habías permitido tocarme, por eso me sorprendió más. No eres como el sobón de Jorge, que no sabe hablarte sin poner una mano en tu rodilla… No es que me desagrade, entiéndeme, no creo que lo haga con mala intención, pero en ti es de lo más inhabitual.

Tomé su barbilla con la mano, sin que hiciera el más leve gesto de retirarse. Sus labios húmedos se entreabrieron, y la punta de su lengüecita rosada los recorrió incitantemente. Entretanto, mi dedo había finalizado su recorrido, y con un estremecimiento de anticipación en el bajo vientre permití que la palma de esa mano descansara, no sobre su rodilla, como hacía el "sobón" de Jorge, sino sobre la suave piel de uno de sus muslos. Noté perfectamente que el vello impalpable que lo cubría se erizaba con el contacto.

–Después de haberlo hecho una vez, puede que me aficione a tocarte… –insinué, con la boca a menos de dos centímetros de la suya.

–Y puede en ese caso que yo le diga a alguien que el sobón de Charlie no sabe hablarme sin poner la mano en mi muslo… –su sonrisa y sus ojos brillantes desmentían el aparente reproche de sus palabras.

–O en tu boca –susurré, mientras reseguía con la yema de un dedo el contorno de sus labios.

Me incliné ligeramente, posando levemente los labios primero en el lóbulo de su oído, y después en el hueco tras el pabellón auricular. Julia cerró los ojos tras el primer beso, y jadeó ligeramente al sentir el segundo.

Mi dedo resiguió el contorno de su barbilla, descendió a la garganta, y trazó a continuación una línea por la parte superior de su pecho, introduciéndose después entre sus senos. El canto de mi mano rozó al hacerlo la sedosa suavidad de uno de sus pechos. Su camino descendente se vio interrumpido por el cinturón de la bata. Acaricié entonces con el dorso de la mano su terso estómago, cosquilleándole con el vello que lo tapiza.

Lentamente, muy despacio, acerqué mi boca a la suya, hasta que los labios estuvieron en contacto. Seguía con los ojos cerrados, y su aliento entrecortado sopló en el interior de mi boca entreabierta. Se entregó al beso, posando una mano sobre mi nuca.

El beso fue haciéndose pasional, convirtiéndose en una serie de indoloros mordiscos realizados solo con los labios. Las dos lenguas se unieron a la danza, encontrándose ora en el interior de mi boca, ora dentro de la suya.

Nos separamos para tomar aliento, pero las miradas siguieron en contacto. Vi en la suya el deseo más exacerbado, y la promesa de su entrega. Mis labios acariciaron su cuello. Hice deslizar su bata hacia atrás, para tener paso franco a sus hombros y al hueco de su clavícula. Luego fue la hendidura entre sus senos el objeto de mis besos, y finalmente saboreé la dureza de sus pezones en mi lengua.

Julia se estremecía entre mis brazos. Comenzó a desabrochar los botones de mi camisa, hasta que sus manos pudieron acceder a mis costados. Se deslizaron hacia atrás hasta posarse en mis omóplatos. Terminó por quitarme la camisa no sin esfuerzo, dada mi postura, ya que yo estaba en aquel momento inclinado cubriendo sus muslos de leves besos.

Los dos nos dejamos llevar de la excitación que crecía en ambos. Yo desasí el nudo de su cinturón, contemplando por primera vez su cuerpo, en el que solo la braguita constituía la diferencia con la desnudez absoluta. Ella desabrochó con dedos torpes el cierre de mi cinturón, descorrió la cremallera, y tironeó de pantalón y slip hacia abajo, sin que mi postura le permitiera cumplir su objetivo.

Me puse en pie, sus manos completaron el trabajo, y mi erección quedó a la vista. Sin cesar en mis caricias, ahora dirigidas a la totalidad de su cuerpo, me las apañé para desprenderme de los zapatos, y a puntapiés conseguí desenredar mis tobillos del rebuño en que se había convertido el resto de mi ropa. Solo entonces llevé las manos a la cinturilla de sus braguitas, y las extraje por sus piernas.

Me detuve a admirar su sexo. Su pubis estaba adornado con un triángulo invertido de vello recortado, cuyo vértice inferior terminaba justo donde comenzaba la elevación del leve abultamiento que iba ensanchándose hasta el capuchón de piel que resguardaba su clítoris. Más abajo de dicho triángulo, lucía la piel suave completamente depilada.

Contemplé la línea cerrada de su sexo, interrumpida por la carnosidad de sus labios menores, de color algo más oscuro, que sobresalían de la rosada hendidura. Luego tomé sus dos manos con las mías, y me tendí sobre el respaldo del sofá, obligándola con suavidad a tumbarse sobre mí, en un íntimo contacto de nuestros cuerpos desnudos.

Julia había recibido pasivamente mis caricias hasta aquel momento, pero todo cambió a partir de entonces. Tomó mi rostro entre las manos, y me besó gimiendo entrecortadamente, hasta llegar al mismo umbral del dolor en mis labios apretados contra su boca entreabierta. Sus rodillas oprimieron mis muslos, y sentí sobre uno de ellos la húmeda turgencia de su vulva.

La urgencia de sus caricias desató en mí una especie de frenesí: estrujé sus nalgas entre mis dedos, mi mano se introdujo entre las dos firmes semiesferas hasta encontrar la suavidad de su sexo, y mis caricias fueron haciéndose más y más rápidas, al mismo ritmo que ella incrementaba sus cada vez más descontrolados movimientos sobre mi cuerpo.

Se detuvo un instante, pero solo para introducir una mano entre sus nalgas, tomar en ella mi pene, hasta que el glande quedó en contacto con el lubricado umbral de su vagina. Una contracción de mis caderas hizo que penetrara profundamente en su interior. Arqueó la espalda al sentirse llena, con su rostro convertido en la misma imagen del placer, para luego reiniciar sus espasmódicos movimientos, frotando la totalidad de su piel contra la mía.

Hubo un crescendo de gemidos en las bocas aún unidas. Sentí que mi ardor estaba a punto de entrar en erupción en el interior de la suave funda que oprimía mi masculinidad. Por un segundo quise retrasar la inminencia de mi clímax, pero no me dio opción. Su trasero inició un enloquecedor movimiento de subida y bajada a un ritmo cada vez más rápido, y su boca comenzó a emitir grititos exaltados, que expresaban mejor que su rostro el intenso goce que estaba experimentando. Me dejé llevar, con el placer invadiéndome en oleadas, hasta que Julia se dejó caer sobre mí, jadeante.

El recuerdo de mi primera infidelidad había conseguido en mí una enorme erección, que palpitaba casi dolorosamente en el interior de mi pantalón corto.

Se había levantado de nuevo una leve brisa. Identifiqué al principio el suave roce a mi espalda con el sonido de una hoja arrastrada por el viento, hasta que de las sombras se materializó una figura femenina, que reconocí cuando su cuerpo, cubierto únicamente por el escueto biquini blanco que había sido su única vestimenta durante aquel día, fue iluminado por la luna mientras se alejaba de mi sombra protectora en dirección a la oscuridad de la pérgola contigua a la piscina.

La mujer caminaba con aire furtivo. En un momento dado, se volvió como si quisiera asegurarse de que nadie era testigo de su presencia sobre el cuidado césped. No me vio, o al menos no dio señales de ello, ni yo pude distinguir su expresión.

Aquello no me pareció ni medio normal. Alguien que, como yo, tuviera dificultades para conciliar el sueño, no se habría comportado de ese modo. Había sin duda un propósito en su actitud. Pero, ¿a dónde se dirigía la mujer subrepticiamente a las tantas de la madrugada?

No soy un entrometido, pero aquello llamó fuertemente mi atención. Irina había desaparecido en la profunda sombra de los árboles que rodeaban la pérgola. Me puse en pie, decidido a averiguar a qué se debía su extraña actitud, y dudé si seguir sus pasos; de hacerlo, quedaría tan expuesto a la vista como ella misma unos momentos antes. Por un momento tuve la mala sensación de que me estaba comportando como un voyeur, y estuve a punto de volverme a la cama. Pero pudo más en aquel momento la curiosidad. Me deslicé hacia la izquierda, donde el alto seto que rodeaba la piscina impedía el paso a la luz lunar, y caminé inclinado por la negrura de la franja como de dos metros de ancha que formaba.

Cuando penetré en la oscuridad más densa de los árboles, llegaron a mis oídos los susurros de una conversación, y ello espoleó aún más mi curiosidad. Mi pie descalzo se enredó entonces en algo. Me agaché, y al tacto descubrí las copas de un sujetador. Un par de metros más allá, distinguí algo blanco sobre las lajas de pizarra del caminito que conducía a la pérgola. Con un estremecimiento en los testículos, reconocí al acercarme la forma de una braguita. ¡Irina estaba desnuda, y acompañada además!

Podía ser Andrés, su marido, pero no me pegaba mucho. De ser él, la mujer no tenía por qué ocultarse. De hecho, si se tratara de que el matrimonio había decidido echar un polvo al aire libre, lo obvio habría sido que hubieran salido los dos juntos. No, allí había gato encerrado.

Unos pasos más adelante había una mata de boj con forma redondeada. Ya antes de ocultarme sigilosamente detrás de las ramas, distinguí un bulto de color más claro que la profunda negrura del entorno, arrimado a la baranda de madera que cerraba el extremo de la pérgola, aunque sin poder apreciar detalles; pero desde mi escondite ya era posible reconocer una figura masculina en pie, dándome la espalda.

El viento arreció, removiendo las ramas de los frondosos árboles, y produciendo como flashes cuando la pálida luz de la luna se abría camino entre las hojas hasta los dos cuerpos enlazados. Porque eran dos: Irina estaba sentada en un ángulo de la barandilla, con la espalda apoyada en uno de los pilares que sujetaba la estructura. Entre sus piernas en alto, muy abiertas, un hombre en pie se movía contrayendo y relajando los glúteos. Tan solo unos segundos después, escuché los primeros gemidos quedos de la mujer, que hacían coro con los profundos resoplidos del hombre.

Decir que estaba muy excitado es una obviedad; era la primera vez en mi vida que asistía a un espectáculo porno en vivo como aquel. Pero mi curiosidad tenía ahora un objetivo: seguía negándome a creer que era su marido quién estaba haciendo el amor con aquel cuerpo de diosa que me había producido en muchas ocasiones un vago sentimiento de deseo.

No hube de esperar mucho. El hombre murmuró entrecortadamente "Irina, mi amor", con la inconfundible voz de bajo de Román, el esposo de Julia.

Me retiré subrepticiamente, volviendo al interior de la casa por el mismo camino.

Otoño-invierno de 2006