Vis a Vis 3/3

El emputecimiento continúa y la venganza se consuma.

5. Sigue la fiesta

Quince días después, tras haber sobornado nuevamente a los funcionarios (¡bendita corrupción!), me encontraba en una habitación con una cama de matrimonio bastante cutre (y ruidosa, como después pudimos comprobar), una mesa pequeña, una silla y un pequeño armario. Más que una habitación de hotel cutre, parecía una pensión de putas barata (aunque limpia, eso sí). Pero, bueno, a mí ya me iba bien, de eso se trataba, ¿no?, de follarme a una furcia (aunque no fuese profesional…)

El caso es que si yo estaba encantado con el cambio de las dos sillas cutres por una habitación para un vis a vis matrimonial, qué decir de mi santa madre. Al llegar, vestida esta vez con unos ajustados legins y una camisa blanca bastante entallada, no pudo ocultar una expresión de entusiasmo, aunque, pronto ensombreció su rostro haciéndose la compungida. ¡Menuda pájara! Cómo si no supiese a lo que venía. En fin, ¿quién entiende a las tías?

Llegó con una bolsita de aceite de oliva guardada. De esas de aliñar ensaladas individuales. No sé qué cuento chino le debió contar al funcionario cuando le registraron el bolso y vieron, además del aceite, un tupper con la lechuga, el tomate y otras chorradas, además de dos platitos de plástico. Cómo para ir a hacer un pícnic, vamos. Pero, vamos, tampoco se trataba de nada ilegal, así que el funcionario hizo la vista gorda. Para eso le pagaba, por otra parte…

El caso es que me dio una buena alegría cuando me enseñó el aceite, justo después de sacarse del chocho la coca y tomar un par de rayitas para relajarnos, justo antes de empezar con el show.

Ya cuando le saqué el condón con la farlopa del coño, la encontré especialmente húmeda. Esta vez le hice chupar bien el condón, recién salido del coño, para que: " Veas bien a qué sabe el coño de una cerda. .." Ella obedeció sin rechistar  e iba empapando de flujos vaginales la silla de la pequeña habitación, ante mi atenta mirada. Estaba sentado en la cama, ya desnudo y con la polla en fase de crecimiento.

Ella, nada más entrar se había quedado en ropa interior. Una ropa muy sexi, en plan Victoria Secret, pero puesta en un cuerpo mucho más voluptuoso que el de aquellas modelos.

Días antes, hablando por teléfono, y, más que nada para hacerla rabiar, le había prometido que no me la iba a follar hasta que tuviese garantizada una corrida dentro. Me cabreó un poco cuando la vez anterior me dijo que no me corriese en el coño. Así y todo, me dijo enseguida que había hablado con el ginecólogo y que le había dicho que como premenopáusica era casi imposible que se quedase embarazada. Así que, como quien dice, tenía vía libre para dejar mis soldaditos en su interior. Las pocas dudas me las despejó al decirme que, si ocurría un accidente se encargaría de arreglarlo. En fin, hermanito descartado.

Al verla, casi en pelotas, el rabo se me había puesto tenso como la cuerda de un piano. Y tras sacar el aceite, con la promesa implícita que traía consigo, y husmear su empapado coño, decidí premiar su entusiasmo con un polvo.

Me desnudé y, sentado en la cama le indiqué:

-Venga, cerda, a cabalgar, te lo has ganado...

Ella, con entusiasmo, se acopló a mi rabo hasta los cojones y empezó un suave vaivén apretando el clítoris contra mi pubis. Con la cabeza entre sus tetazas, incrusté mi cara en ellas.

La pequeña cama no daba para muchas filigranas. Pero con eso teníamos que apañarnos la cerda y yo. Cuando no hay más remedio, uno se adapta.

La guarrilla debía venir con ganas, después de quince días de abstinencia y se corrió enseguida, así que decidí dejarla descansar de su galope y ponerla a comer rabo. Me coloque en el respaldo de la cama y  permanecí sentado mientras la guarra me iba comiendo la polla. Todavía no tenía mucha práctica y las arcadas eran constantes. Yo, en plan bastante cabroncete, contribuía a base de bien, empujando su cabeza hacia abajo, tratando de embutirle la polla hasta los huevos. Un reguero de babas iba resbalando sobre la colcha dejándola empapada. Ella no soltaba ni una queja, limitándose a seguir mis instrucciones y aguantar mis insultos estoicamente. Estaba en modo sumisa complaciente.

Con mi mano libre le iba metiendo los dedos en el ojete, primero uno, luego dos y hasta tres. Antes le había hecho abrirlo bien y le había echado dentro el contenido entero del sobrecito de aceite de oliva virgen extra que había traído. Era cuestión de aliñar le bien el ano antes de petárselo.

El ruido del chapoteo de los dedos, unido al de la garganta profunda de la cerda era una sinfonía lasciva que me endurecía la polla por momentos.

A ella, aparte de una pequeña molestia al principio, ahora no parecían importunarle lo más mínimo los visitantes de su puerta trasera. Está claro que había seguido mis consejos de ir preparando el ojete durante la semana. Estaba muy motivada.

En paralelo, y no sé cómo pudo hacerlo, consiguió llegar con la manita y empezó a frotarse el coño, recién depilado y chorreante, de manera tímida al principio y, después, con furia.

La mezcla de olor a culo y aceite me estaban poniendo tan cachondo que tuve que detener la mamada antes de tiempo para desvirgar analmente a la cerda.

Se lo había prometido y las promesas hay que cumplirlas. Tenía ganas de ver qué tal le sentaba el cóctel de semen y aceite. Seguro que sería un buen aliño para echarlo en una ensalada para el cornudo.

La agarré con fuerza de los pelos y la obligué a colocarse  con el culo en pompa en el centro de la cama. Allí, con la frente apoyada en la almohada, los dientes apretados y los ojos cerrados, aceptó estoicamente en su pringoso ojete la visita de mi polla que estaba a punto de caramelo. Podría ponerme cursi diciendo algo así como que mi doncella me entregó la flor de su ano, pero no estaba para zarandajas románticas, estaba babeando de placer con la tranca embutida en aquel agujero tan calentito, suave y estrecho.

Acuclillado sobre su culo, le introduje, no sin esfuerzo, el rabo hasta los huevos y esperé unos segundos a que se sintiese cómoda antes de empezar las emboladas.

Ella seguía masturbándose y gimiendo con los dientes apretados y solo pudo responder un entrecortado y tímido “ Sssí… ” a mi rotunda pregunta:

-¿Va bien, cerda…?

Tras escuchar su asentimiento empecé a taladrarla, primero despacio. Fui aumentando el ritmo a medida que notaba la leche de mis cojones apelotonándose y preparada para esparcirse por su cueva trasera.

Mi madre, aumentando la intensidad y la fuerza de su pajeo, murmuró:

-Un… un segundo, Andrés… Por favor, que estoy casi a punto…

Riendo para mis adentros, frené el ritmo y mantuve un vaivén suave, acompasado a los movimientos de su manita. Sudábamos como cerdos, y un reguero de gotas caía desde mi frente y mi barbilla sobre su cara, aplastada en la almohada.

En cuanto vi que empezaba las vibraciones de su orgasmo, la cogí con fuerza del cuello y aceleré el ritmo para tratar de correrme al mismo tiempo.

Nos corrimos como animaluchos, al mismo tiempo. Justo cuando me vaciaba me dediqué a insultarla con furia:

-¡Jooooder, hija de la gran puta…! ¡Que pedazo de corrida…! –al tiempo que gritaba, le lancé un espeso lapo en la jeta, entre el ojo y la nariz. -¡Toma cerdita, un extra…!

Ella intentó entreabrir el ojo, empapado de saliva y esbozó un amago de sonrisa. Todavía estaba floja por el tremendo orgasmo.

Me desplomé sobre ella, todavía con el rabo en su interior y dejé que, poco a poco, fuese perdiendo rigidez. ¡Se estaba tan calentito dentro…!

Nos quedamos unos minutos descansado y recuperando el resuello. Después, cuando tenía la polla algo más blanda, me separé de ella indicándole:

-Quédate así, mamá, boca abajo. No te muevas…

Me dirigí a su bolso y saqué uno de los platitos de plástico que había traído para poner la ensalada que servía de excusa para el aceite…

Lo coloqué en el suelo, junto a la cama y le dije:

-Venga, mamá, ponte aquí encima y a ver si vemos cuanta leche te sale del ojete.

Ella me miró sorprendida. Está claro que todavía no veía mis intenciones, por lo que se colocó acuclillada sobre el plato y, casi sin hacer esfuerzo, salió de su interior un espeso engrudo compuesto de restos de aceite, esperma y a saber qué más…

La mezcla, de un color blancuzco amarillento, ocupó una esquina del plato. Le indiqué con un gesto que se sentase en la cama y, recogiendo el plato, se lo acerqué.

-¡Venga, mamá, a hacer la gracia completa…! ¡Qué no se diga que no eres lo bastante puta…!

-Pero… pero, Andrés, ¿te has vuelto loco…? ¿cómo me voy a tomar esto? –ella pareció ofendida, aunque tampoco alejó el plato de su cara, donde yo lo había puesto y desde donde debía percibir el acre olor de la mezcla.

-Vengaaa, mamá, qué me da mucho morbo…-decidí optar por las súplicas en lugar de por la imposición. A veces funciona mejor. –Hazlo por mí…

Ella, supongo que sorprendida por el suave tono plañidero que adopté, me miró y, poniendo su mejor cara de asco (menuda falsa, viéndola ahora comerme el ojete, nadie lo diría…), acercó un dedito al plato y, tras mojarlo generosamente, se lo llevó a la boca y tras saborear el aliño, dijo:

-Bueno, Andrés, ya está, ya lo he probado…

-¿A que no está tan malo…?

-No, no… Pero ye está… No pretenderás que me lo coma todo…

-Si lo haces, nos podemos tomar un par de rayitas más… Para que te vayas contenta, vamos…

Increíblemente, la sugerencia funcionó y, tras murmurar un “ ¡Cómo eres, hijo! ”, prosiguió con el dedo rebañando el plato hasta que, tras pasar la lengua un par de veces por el fondo, lo dejó limpio como una patena.

¡Fenomenal, ya tenía una nueva receta para las ensaladas…!

Después del show culinario nos relajamos un rato acurrucados en la cama. Nos quedaban unos veinte minutillos para descansar, así que allí, abrazaditos como madre e hijo, tras atizarnos las rayitas prometidas, le pregunté a la jamona por el viejo:

-Oye, ¿y qué tal el cornudo…?

-Cómo siempre, trabajando mucho y con sus chorradas. No sabe nada de que vengo a verte. De hecho nunca te menciona…

-¿No pregunta por mí?

-No… para nada. Da la sensación de que nunca hubieras existido… Se siente decepcionado contigo.

-¡Menudo cabrón…! Se va a enterar cuando salga…

-Déjalo. ¡Qué más da! Además, qué vas a hacer… Pasa de él… Cuando salgas ya te ayudaré a instalarte. No tienes que volver a verlo…

-¡Claro, mamá, cuento contigo! Ya sé que tú nunca me dejarás en la estacada. ¡Pero al puto viejo cabrón…! ¡Ese maricón pichafloja se va a enterar de quién soy…!

-¡No hables así, Andrés…! A fin de cuentas es tú padre…

-No sé… Si tú lo dices será verdad… De todas formas, me vengaré… Tengo mucho tiempo para pensar y encontraré la forma…

-Bueno, tranquilo, ya veremos… De momento, céntrate en resistir aquí y, cuando salgas, ya veremos, ¿eh?

-Claro, mamá… ¿otra rayita…?

Dios mío, menudo colocón iba a pillar. Y la cerdita igual. Menos mal que hoy había venido en taxi. El viejo se había llevado el Mercedes a los juzgados.

Después de vestirnos, justo antes de salir, nos atizamos la rayita de despedida. Nos adecentamos como pudimos. Más ella que yo. En mi caso, con ponerme el cutre-chándal ya estaba listo. Mamá se limpió a base de kleenex y se colocó el vestido como buenamente pudo, sin poder ocultar algún manchurrón sospechoso. Pero ya empezaba a importarle poco lo que pudieran pensar los funcionarios. En casa, antes de que llegase el viejo ya se ducharía y se vestiría mejor.

Ya con la puerta abierta y ante la atenta mirada del funcionario, le iba a dar un besito de despedida. Aunque, a estas alturas y teniendo en cuenta la pasta que le había pagado al guardia por hacer la vista gorda, no me corté un pelo y le pegué un buen morreo a mi vieja. Un morreo que no tenía nada de familiar y sí algo bastante más lascivo. Ella, se sorprendió al principio (por la mirada del intruso, más que nada), pero, fue notar mi lengua buscando la suya y se entró al trapo como un buen Mihura. Total, era el recuerdo que se iba a llevar hasta de aquí a quince días. Y, según lo que yo le había dado a entender, a mí me esperaban dos semanas durísimas bregando con las mafias de las prisión, etc., etc. Así que, más le valía dejarme contento e ilusionado, ¿no?

¡Pobrecita, que inocente era! Si supiese que el principal mafioso era yo mismo y que vivía en la prisión a cuerpo de rey por la pasta que me soltaba y la constante provisión de coca que me hacía llegar…

6. La visita quincenal, una rutina de placer mutuo

Y, de ese modo, tal y cómo os he contado, fueron transcurriendo mis felices días en prisión. Al final, la cosa no fue ni de lejos tan dramática. Entre los atenuantes por buena conducta y los excelentes informes que obtenía de funcionarios sobornados, a los ocho meses me dieron la libertad condicional.

Unos ocho meses que se me pasaron volando, gestionando mi posición influyente en el módulo, poniéndome cachas en el gimnasio (el aburrimiento de la cárcel ayuda bastante a ponerse en forma) y recibiendo las agradables visitas de la cerda, a la que amaestré a mi gusto y preparé adecuadamente para mí ansiada venganza.

Bien mirado fueron como unas descansadas vacaciones, en las que, además de lo anterior, pude acumular una pequeña fortuna con los trapicheos distribuyendo la farlopa que me pasaba la vieja.

Cuando empecé a tener claro que iba a salir en libertad, decidí dar una vuelta de tuerca a la relación con mi madre a la que, aunque prácticamente comía en mi mano, podía emputecer un poquito más.

Como ya he contado, mi vieja tenía un buen par de melones. Pero, como todo en esta vida, también eran susceptibles de mejorar. La edad y el peso habían hecho mella en las tetazas y las tenía algo colgantes en cuanto se quitaba el sujetador. No era algo que estéticamente me preocupase demasiado y, de hecho, me daban bastante morbo cuando se la endiñaba por detrás y se balanceaban al compás de mis embolsadas, como badajos de campana.

Pero, a la hora de hacer una buena cubana (para dejar su jeta bien pringosa de crema...) las domingas de mi progenitora no eran lo suficientemente duras para apretar mi rabo. A pesar de los esfuerzos de la buena mujer con sus manitas apretando las ubres, mi polla eyaculaba más por la excitación de ver su carita hambrienta suplicando leche, que por la presión que una neumáticas tetazas bien siliconadas me habrían proporcionado.

Como factor añadido, estaba la vergüenza que pasaba la pobrecilla cada vez que se quitaba el sujetador y los melones se desparramaban por todas partes. Supongo que añoraba sus tiempos de jovencita en que las tetas estaban firmes y enhiestas, aunque sólo sirviesen para calentar al pobre cornudo de mi padre, injusto merecedor de semejante hembra.

Así que decidí, unilateralmente como siempre, que la puta se operase las tetas para que pasasen de ser grandes a ser enormes y, por supuesto, duras, fuertes y turgentes. La guarrilla puso alguna pega por el peso adicional, la espalda y tal y tal. La convencí con el sólido argumento del uso de sujetadores de calidad (y no mierdas de mercadillo) y un refuerzo de las clases de gimnasia y Pilates, a las que le había obligado a asistir desde que me la estaba follando. Para que se mantuviese en forma de cara a nuestras acrobacias sexuales, más que nada.

Obviamente, sabía que no tenía alternativa y acabó aceptando gustosa. Sarna con gusto, no pica, como suele decirse.

Acordamos que se operaría justo un mes antes de que saliese de la cárcel. Con lo que me salté el vis a vis de mi última quincena en prisión, para estrenar el regalo mi primer día de libertad.

Por lo tanto, la mañana en que salí de la cárcel iba cómo un auténtico verraco. Llevaba la polla morcillona desde el día anterior, sólo pensando en el polvazo que le iba a echar a la puerca en cuanto la pillase por banda.

El día en que salí, ya le había indicado cómo tenía que esperarme a la puerta del Centro. Obedientemente la jaca estaba en su puesto.

Se había saltado las estrictas instrucciones del cornudo, que, conocedor de mi salida por sus contactos en Instituciones Penitenciarias, estaba dispuesto a eliminar todo vínculo conmigo. El viejo ignoraba que, durante los últimos meses su entrañable esposa me había estado visitando cada quince días, haciendo de camello para mí y convirtiéndose en una furcia de campeonato y una adicta a la coca. El cabrón sólo suponía que ella, como madre abnegada, acudiría a recibir a su amado hijo a la salida de prisión y se lo había prohibido terminantemente.

Mamá, había perdido el poco respeto que conservaba por el maricón hacía ya tiempo, no sé si cuando se tragó mi rabo por primera vez o cuando le peté el ojete, pero por ahí, por ahí, andaría la cosa. Así que, mantuvo al cornudo en su ignorancia, le contó que iba de compras y le pidió las llaves del coche.

Así la vi, cuando crucé la barrera, apoyada en el Mercedes del viejo, y vestida con un veraniego vestido verde, bajo el que se marcaban sus recién operadas tetazas, sin sujetador, empitonadas, y, como luego comprobé, con una ropa interior que se limitaba a un mínimo tanga, bien incrustado entre su coño y su ano. Un escaso impedimento para mis zarpas.

La cerda, supongo que en un vano afán por pasar desapercibida, me esperaba, con ese conjunto levanta-rabos apoyada en el capó del coche, con el aspecto inconfundible de una puta buscando clientes.

Había seguido mis instrucciones al pie de la letra. Eso sí que lo tenía. Era una guarrilla la mar de obediente. Y, claro, fue un espectáculo bastante provocativo para la abundante fauna que poblaba el aparcamiento. A fin de cuentas, junto a la cárcel había un popular y frecuentado supermercado y bastantes amas de casa se quedaron patidifusas, mirando con profundo desprecio y, alguna incluso insultando (" ¡Lárgate de aquí, puta! ¿No ves que hay niños? "). Mi sufrida madre "disfrutaba", por así decirlo, tanto del chorreo de insultos, como de los piropos y soeces comentarios de los tíos (" ¡Te iba a meter el rabo por el culo hasta que te saliese la leche por las orejas...! ") Todo como una entrenada profesional: incapaz de replicar y agachando la avergonzada cabeza, que cubría con una Pamela, y tapados sus preciosos ojos con unas enormes gafas de sol. Pero, al mismo tiempo, para incrementar su humillación, iba notando como una mancha de humedad iba empapando su tanga y extendiéndose por sus muslos. El sentirse tan puta, la ponía muy cachonda.

Cuando nos encontramos cara a cara, perdió la poca vergüenza que le quedaba y se dejó sobar a base de bien mientras nos pegábamos un morreo de escándalo antes de entrar en el coche.

Escuchando los insultos de las amas de casa, no sé qué habrían llegado a decir de saber que, además, éramos madre e hijo. Le pedí las llaves a mamá y nos metimos en el coche.

Mi madre me contó que, sin decírselo al viejo, había decidido que me alojaría en un pequeño apartamento que teníamos en la playa y al que nos trasladábamos a veranear cuando era niño. Era un piso pequeño, de dos habitaciones, pero suficiente para acomodarme. Le respondí que me parecía perfecto, una base ideal para planificar la venganza contra el viejo que, más o menos, ya tenía en mente.

Mamá, que seguía sin creerse que fuese capaz de hacerle nada al cornudo (más que nada porque era perfecto e incorruptible o, al menos, esa era su imagen y encontrar un punto débil no parecía tarea fácil), me dejaba hablar cómo si fantasease y se limitaba a asentir pensando únicamente en el polvazo que íbamos a echar en breve. El coño le hacía pepsicola, por así decirlo.

El camino al apartamento lo conocía de memoria, pero ver su aspecto y sus nuevas tetazas, me puso el rabo como el pescuezo de un cantaor y me obligó a hacer una parada técnica en un descampado para que la cerda me hiciese una buena mamada y no llegar al pisito tan ansioso.

Una vez vaciados los huevos, paramos en un super a comprar algo para llenar la nevera. Básicamente cerveza y bastantes botellas de vino, ginebra para hacer gin tónics y whisky del bueno. Tenía intención de pillar una buena cogorza con la cerda que, adecuadamente, había traído una buena provisión de coca para celebrar nuestro reencuentro.

Aquella tarde fue apoteósica, y me repetiría bastante si me pusiese a describir todo el cúmulo de cerdadas que practicamos. Como ejemplo, os remito al capítulo uno, un modelo perfecto de cómo transcurrían los días.

Durante un mes, más o menos, nuestra rutina casi diaria, consistía en follar como cabrones durante toda la tarde. Mi madre se buscó la excusa perfecta en forma de nuevo empleo.

No sé cómo, pero convenció al viejo de que estaba deprimida de no hacer nada y que necesitaba ponerse a trabajar. Al final, como licenciada en derecho, consiguió que el cornudo le diese algunos contactos de bufetes, que, por su falta de experiencia, la acabaron contratando como pasante a media jornada. A ella le daba igual, lo único que quería era una excusa para salir de casa, hacer el paripé en una oficina, y volver a casa por la noche tras pasar la tarde follando como una loca conmigo.

Al cornudo, cuando le preguntaba cómo es que llegaba tan tarde todos los días, si sólo trabajaba por las mañanas, ella le respondía que se había quedado a hacer un cursillo, o a ponerse al día u horas extras… Un largo etcétera de excusas que acabaron sonándole a cuerno quemado al pichafloja.

Cuando el viejo intentó indagar algo más o hacer  notar dudas o contradicciones en las versiones, a cuál más absurda de mi madre, se encontró con que había pinchado en hueso y ésta, no sólo no se ponía nerviosa o se sentía culpable de algún modo, sino que repetía la excusa que hubiese dado, por ridícula que fuese, con la mayor de las indiferencias. Todo ello fue sumiendo al pobre cabrito en el infierno de los celos.

Unos celos que se agudizaban cuando contemplaba el cuerpazo de su mujer, cubierto con vestidos que rozaban la pornografía, dirigiéndose a la ducha nada más llegar. Fue entonces cuando el pobre hombre se dio cuenta de que algo había cambiado en ella, no sólo físicamente, con el perceptible aumento de pechos, que el pobre inocente atribuyó al cambio vestuario o sujetadores, sino en su carácter, menos sumiso, más dado a la independencia y completamente ajeno a su presencia. No era exactamente que le hiciese el vacío, era algo más profundo. No reparaba en su presencia, no por mala intención, simplemente porque ya no le importaba.

Y más que se hubiese alterado el pobre cornudo si hubiese visto debajo de las ropas de su santa esposa. Unas veces sin haberse puesto el mínimo tanga y otras, en las que sí lo había hecho, con la pequeña prensa empapada por el semen que salía a borbotones de su coño y de su ojete tras haber tenido una dura sesión de rabo por parte de su macho. O sea, del presente servidor.

Mamá ya estaba madura para participar en la cruel venganza que tenía pensada, así que, tras un tiempo de dolce fare niente , decidí acelerar el asunto y, con la inestimable colaboración de mi cerdita, preparamos el último acto.

He de decir que mi adorada madre fue la que consiguió la última piedra de toque que nos iba a proporcionar un final feliz. Un día en que su confiado esposo se despistó, pudo acceder a una carpeta azul que guardaba en la caja fuerte de su despacho.

Era una caja fuerte en la que sólo solía guardar algo de dinero al contado, por si había un imprevisto, decía él. No sé realmente qué tipo de imprevisto doméstico podía haber que necesitase unos 100000 euros al contado, que era lo que guardaba el viejo. Un dinero del que seguro que Hacienda no sabía nada, pero que, comparado con los documentos de la carpeta que encontró mi madre, no era más que un pequeño pecado venial.

Mamá, aprovechando un día que el cornudo estaba hablando por teléfono en otra habitación, tuvo la sangre fría de fotografiar con el móvil los documentos antes de que volviese y cuando aquella misma tarde los analizamos en el pisito entre polvo y polvo, pudimos descubrir que se trataba de la fehaciente confirmación de que Don Anselmo el incorruptible, como era conocido mi augusto padre, era un auténtico fraude. Había recibido pasta a diestro y siniestro, blanqueado dinero de clientes bastantes dudosos y prevaricado en sentencias sobre fraudes inmobiliarios que le habían reportado pingües beneficios.

Si he de ser honesto, diré que todo aquel capital permanecía a buen recaudo para, en el futuro ser heredado por su esposa (yo, evidentemente, seguía sin existir). No es que el viejo fuese un avaricioso absoluto, un tío Gilito acumulador y roñoso. Vivía bien, pero con su sueldo de Juez, no tocaba el dinero negro que dormía feliz en una cuenta en Suiza…

En fin, el objetivo que le puse ahora a mi querida madre era obtener los documentos originales. En cuanto los consiguiese podría cerrar el plan. Ya no se iba a tratar sólo de la humillación del cornudo. Ahora también, lo iba a dejar en la puta calle. Y no lo enviaría a la cárcel para no descubrir el pastel y tener que devolver la pasta robada.

Costó un poco, pero, tan sólo dos semanas después, mamá me dio la buena noticia. El pobre viejo debía estar algo senil porque volvió a cometer el error de salir de casa dejando abierta la caja fuerte. Una llamada urgente del juzgado urdida por mi entrañable madre fue la culpable. Esta vez hubo tiempo de sustituir los originales por fotocopias y guardarlos a buen recaudo.

La suerte estaba echada.

7. El desenlace

El día de la sorpresa no quería contratiempos y aleccioné bien a la cerda acerca de cómo tenía que portarse.

Sabía que el cornudo, con lo metódico y disciplinado que era, no aparecería por casa hasta media tarde. Así que a media mañana llegué a la mansión de mis viejos para ir preparándolo todo.

En primer lugar me follé a la cerda un par de veces para no ir tan excitado cuando el cabrón se presentase en su dulce hogar. Sólo pensaba echarle un polvo a la puerca, pero la vi tan nerviosa y con tantos síntomas de ansiedad, que decidí regalarle una segunda ración de polla para tranquilizarla.

La puta que ya estaba hecha una adicta, me ofreció sustituir el segundo polvo por una rayita. Pero preferí reservar la coca para después y le hice conformarse con el chupito de leche condensada que tan generosamente le ofrecía su amado hijo. Resignada, disfrutó del polvo, se relajó y colaboró en la preparación del escenario del polvo de recibimiento (y despedida) con el que pretendíamos agasajar al cabrón de mi padre.

Montamos el teatrillo en el despacho del viejo, el primer lugar al que acudía al entrar en casa para dejar su maletín. Despejé su escritorio de gilipolleces, dejando sólo, bien visible, la carpeta azul con los documentos del chantaje.

Puse su valioso sillón de piel de cara a la puerta del despacho, para que fuese lo primero que viera al abrirse la misma. Y, obviamente, le indique a la cerda que, a partir de ya, la única prenda que podía lucir eran sus zapatos de tacón, por lo que se despojó de la pequeña camiseta de tirantes que llevaba.

Por mí parte, puse la calefacción a toda leche y también me desnudé, apalancándome en el preciado sillón de piel mirando porno en el ordenador del viejo para mantener la polla activa.

La cerda, a pesar de que lo teníamos todo planificado y casi ensayado, estaba bastante nerviosa. A fin de cuentas se iba a descubrir el pastel de su infidelidad y lo que hasta ese momento quedaba de su antigua vida se desmoronaría como un castillo de naipes.

Había tratado de tranquilizarla. Después de lo bien que se había estado portando conmigo tras mi caída en desgracia (con las visitas a la cárcel, proporcionándome farlopa, convirtiéndose en mí guarra), tampoco era cuestión de dejarla en la estacada. No pensaba hacerlo, por supuesto, a estas alturas contaba con ella en mis planes. Aunque mentiría si dijese que no me divertía verla insegura. Soy así de retorcido.

La verdad es que, en principio, y con el cinismo que me caracteriza, cuando empecé a follármela, sólo pensaba utilizarla. No era más que un objeto para mis fines, para vengarme del viejo. Y, también, cómo no, para sacarle pasta y relanzar mis trapicheos.

Pero claro, como suele decirse, el roce hace el cariño, y la guarrilla, aparte de estar bastante buenorra para su edad, mostró un poco disimulado entusiasmo por mi rabo y acabó convirtiéndose en la cerdita que más palote me ha puesto la polla en mi puta vida. Me daba un morbazo impresionante taladrarle el culo o correrme en su jeta, sabiendo que la cerda sumisa era mi madre y que el cabrón al que le estaba haciendo crecer la cornamenta no era otro que mi padre.

Y ahora allí estábamos los dos, esperando el gran momento.

Teniendo en cuenta lo tediosa y rutinaria que era la vida del cornudo, después de los dos polvetes de rigor, nos dio tiempo a descansar un rato y preparar a conciencia la performance.

El cálculo salió perfecto y a las cuatro y media oímos pararse el ascensor en el rellano. La cerda, que estaba, vestida como Dios la trajo al mundo, zapeando en el sofá del salón, apagó la tele y se dirigió al despacho.

Con las tetas meneándose como flanes gigantes se paró en el umbral y, observando la polla morcillona, dijo, nerviosa:

-¡Ya llega, está abriendo la puerta!

Yo, también en pelotas, estaba jugueteando con el móvil en el sillón de mi padre, estratégicamente colocado frente a la puerta. Solté el teléfono sobre la mesa, junto a la carpeta azul y respondí a la guarra:

-Pues, venga cerdita, ya sabes lo que tienes que hacer...

Mientras hablaba, me repantingué en el asiento, colocándome con las piernas levantadas y el ojete y los cojones bien expuestos. Era una postura bastante incómoda, pero imprescindible para el show con el que pensábamos deleitar al pichafloja.

Mamá, ni corta ni perezosa, no perdió el tiempo y, a contrarreloj, al oír cerrarse la puerta de la calle y los cansinos pasos de su esposo por el pasillo, colocó un cómodo cojín en el suelo, entre mis piernas, y se arrodilló frente a mi polla para, ni corta, ni perezosa, proceder a incrustar su cara bajo la misma.

Estaba o, mejor dicho, ambos estábamos motivadísimos. Ella escupió en mis huevos y tras chuparlos brevemente, introdujo su húmeda y esponjosa lengua en mi ojete para empezar una comida de culo de las que hacen época. Al mismo tiempo me agarró la polla con la manita y empezó a menearla con genuino entusiasmo.

En mi caso, fue notar el calorcillo de su boca en los huevos y, después, la cálida y suave lengua paseándose por mi ano, como Pedro por su casa, oyendo los pasos del cornudo cada vez más próximos, y el rabo se me puso tenso como la cuerda de un arco y duro como una barra de acero.

La puerta se abrió despacio.

El capullo no debía esperar nadie en casa y, ante la escena, se quedó paralizado en el umbral. Ver su descompuesta cara de asombro fue uno de los mejores momentos de mi vida. Estuve a punto de correrme de la impresión, si no llega a ser porque la buena de mamá, que notó la tensión de la polla, me la sujetó con fuerza por la base, para frenar la eyaculación. Lo mejor fue que, al mismo tiempo, me metió la lengua en el culo hasta las trancas, provocándome un sordo ronquido que sacó al viejo de la catarsis en que estaba.

No me extraña que se hubiera quedado paralizado. Imaginaos el cuadro. Entrar en su despacho y encontrarse al " delincuente " de su hijo, al que creía fuera de su vida, sentado, por así decirlo, en su preciado y carísimo sillón de piel mientras una especie de puta le come el culo con ansia viva agarrada a su rabo. Estoy seguro de que todavía no había reconocido a su esposa, debía hacer años que no la veía en pelotas y con el cambio de look al que la había sometido…

El cabrón veía estupefacto los movimientos nerviosos de la cabeza de la puta y como con mi mano guiaba su tarro, sujetando con fuerza su media melena rubia (recién teñida). La catatónica mirada del muy gilipollas no pudó por menos que detenerse en una especie de zafiro, parte de un plug anal que salía de su ojete, todavía algo dilatado desde el último polvo y, bajo el mismo, un chochito que se intuye delicioso, perfectamente depilado. Para rematar el asunto está el hortera toro de Osborne tatuado en el culo, que nada tiene que envidiar al de Belén Esteban. Un toque cutre y hortera que me encanta, pues da la justa medida de la sumisión de una mujer tan fina y educada como mamá, obligada a aceptar ese tipo de ridículas imposiciones por poder ser follada en condiciones…

El silencio sepulcral solo se interrumpía por mis rugidos de placer y el baboso gorgoteo de la cerda lamiendo. Para dar una última dimensión al espectáculo, tenemos el olor. Un olor a sexo y variados fluidos corporales capaz de levantar la picha a un muerto

Parado, con la boca abierta, el cornudo permaneció unos segundos mudo, hipnotizado, sin saber dónde colocar su desenfocada mirada que vagaba del apetecible y carnoso culo de la guarra, a la que fue incapaz de reconocer, a mi sarcástica y cruel sonrisa. Y, entre ambas imágenes, la dócil melena de la cerda que, sujeta férreamente por mi zarpa, se movía de arriba a abajo, mientras su ávida lengua chapoteaba hambrienta desde el ojete hasta mis huevos.

El atónito cabrón no pudo por menos que soltar sus pertenencias, el maletín, los periódicos... que cayeron con estrépito al suelo, sacándonos a todos del impasse en el que estábamos.

-¡Pero, pero...! ¿Qué coño es esto? ¿Qué diablos estás haciendo? ¡Pedazo de gilipollas...! – La voz del viejo, que empezó trémula, fue subiendo de tono, hasta convertirse en un grito.

Intentó infundir autoridad, lo que a mí me resbaló bastante. No así a la puerca que, asustada, por un instante detuvo su delicado trabajo de lengüeteo y se dispuso a incorporarse sumisa, al oír la tronante voz del cornudo que todavía tenía bastante ascendente sobre ella.

Una colleja y un somero e imperativo: “ ¡Tú a lo tuyo, joder! ", bastaron para que su manita volviera a agarrarse con fuerza al bastón de mi polla y su boca engullese uno de mis huevos. ¡Si es que, la que nace puta...!

El viejo, viendo mi burlona sonrisa y el poco caso que, tanto la puta (que seguía sin reconcer) como yo, hacíamos de sus amenazas se fue poniendo rojo y subiendo el tono de voz:

-¡Escúchame bien, Andrés, haz el puto favor de coger a esa guarr... a esa señora, y sal de esta casa inmediatamente! No sé cómo diablos has entrado, ni dónde está tú madre... ¡Pero lárgate antes de que venga...! ¡En esta casa no hay sitio para delincuentes...! ¡Tú ya no eres mi hijo!

Mientras el cornudo rebuznaba yo me limitaba a jadear y alentar a la cerda con cariñosas palmaditas. Ella, ajena ya a las palabras de su marido, al que percibía como un molesto ruido de fondo, continuaba a lo suyo, con la lengua y los labios haciendo un trabajo de artesanía, su mano derecha pajeándome y la izquierda buscando desesperadamente su clítoris, a pesar de la incómoda postura, para calmar su calentura.

Para rematar la faena había previsto volver a taladrar el culo de mi madre, a ser posible con el cornudo como espectador de lujo. Solo esperaba una señal para cambiar de postura y está llegó en forma de amenaza, cuando, tras más de cinco minutos de diatribas estériles, el viejo dijo:

-¡Andrés, si no te vas inmediatamente, avisaré a la policía...!

-¿Ah, sí...? -respondí risueño- Casi mejor espera un poco... ¡Que ahora viene lo mejor!

Mientras hablaba, estiré del pelo a mamá y le indiqué: " Venga, cerda, ponte mirando a Cuenca... " Ella ya sabía lo que quería decir.

Mamá se giró. Tenía la cabeza gacha y parecía algo avergonzada, pero estaba bien aleccionada y psicológicamente preparada para lo que iba a pasar.

Su aspecto era imponente y ciertamente cerdo, por decirlo con palabras suaves. La cara sudorosa y húmeda, después de permanecer tanto rato incrustada entre mis piernas. El pelo del flequillo sobre la frente, empapado y pegado a la piel. La boca abierta, jadeante. Los labios hinchados. La mirada esquiva, evitando a su marido. Se incorporó con dificultad, después de tanto rato arrodillada, aunque ahora la postura iba a ser la misma, pero en sentido contrario.

Con las tetas firmes y bamboleándose, se colocó rápidamente en posición, con el culo en pompa y la cabeza gacha, con las manos hacia atrás abriendo las nalgas para facilitarme el trabajo. Tal y como le había enseñado que tenía que hacer para complacer a su macho. Con suavidad saqué el plug del ojete que, de ese modo se había mantenido perfectamente listo para la penetración. Después, se lo acerqué a la boca. Ella, obediente, se lo puso como un chupete y procedió a saborearlo.

La escena, que sólo duró unos segundos, fue presenciada por mi boquiabierto padre que se tuvo que sujetar al quicio de la puerta para no caerse. Acababa de reconocer a la puta. ¡Tocado!

-¡Sorpresaaa...!-dije yo cachondeándome.

Cambié de posición,  bajé del sillón, y me coloqué medio acuclillado. Tras colocar la tranca enfilando el ojete de la cerda, empecé a penetrarla. En cuanto metí el capullo, di un arreón y se la clavé de golpe, a lo bestia, al tiempo que la agarraba con fuerza de las caderas. Ella, dio un gritito sorprendida y el plug-chupete se cayó al suelo. Después, apretó los dientes con fuerza y cerró los ojos agachando la cabeza, empezando a jadear. No se atrevía a mirar al cornudo. Poner los cuernos discretamente es una cosa, pero ser sodomizada por tú hijo, delante de la jeta del cornudo requiere muchas tablas. Y la puta de mi madre todavía era una novata como guarra. “ ¡Todo se andará! ”, pensé.

El ojete de mamá, más que acostumbrado a mi gruesa polla, era un lugar calentito y hospitalario, pero recibirla así de golpe, y en una circunstancia tan excepcional, resultó bastante complicado para la cerda. Aguantó el embate con dignidad y sin quejarse, aunque ya sabía que no servía de nada, claro. Así que para suavizar el trance, aprovechó la mano que no tenía apoyada en el suelo para pajearse y, en segundos, empezó a gemir con intensidad.

Mi padre contempló boquiabierto la humillante escena. Y yo me concentré en arrear emboladas con fuerza a la puerca, que las soportaba entregada al placer y ronroneando cada vez más fuerte. Hasta que sus jadeos, que acompasaban la paja que se estaba haciendo, indicaron un orgasmo bastante estrepitoso e inesperado. No esperaba que fuese capaz de superar la traumática situación y se dejase llevar por el placer. En eso supero mis más lascivas  expectativas.

En el instante cumbre de placer, abrió los ojos y con la boca babeante entreabierta de gozo, esbozó una sonrisa, mirando fijamente a su esposo antes de dejar la vista en blanco y dejar caer su cabeza de nuevo, sometida al traqueteo de mi polla.

Mi padre tras descubrir la voluntad de su sometida esposa, perdió la poca dignidad que le quedaba e inició un balbuceo incoherente que parecía la búsqueda de una explicación.

Si dejar de follar agresivamente a mi madre, para demostrar quién era el nuevo amo, detuve en seco las incipientes preguntas de mi padre y comencé a hablar:

-Escúchame bien, cabrón, porque no te lo voy a repetir. A partir de ahora, aquí no eres nada. Menos que nada. En la mesa del comedor encontrarás los papeles del divorcio y la cesión de todos los bienes a tú esposa y a tú hijo. Y no te quejes porque todavía has tenido la suerte de conservar el piso de la playa gracias a la cerda ésta -di una fuerte palmada en la grupa de mamá-que es una blanda sentimental... Y que no se te ocurra replicar... Encima de la mesa está la carpeta azul con la copia de los documentos que prueban tu prevaricación sistemática hacía tus amigos del partido. Los originales los tenemos a buen recaudo. Así que ya sabes. Nada de dudas y que no se te ocurra regatear con la pensión que tienes que pasar a mamá, porque podrías acabar en chirona en un plis plas...-mientras hablaba, iba acelerando mis emboladas, que mamá resistía apretando los dientes y volviendo a masturbarse- Cuando termine de follarme a la guarra ésta, te dejaremos un par de horas para que recojas tus mierdas y prepares las maletas, mientras nos vamos a tomar algo y pillar un poco de farlopa. Cuando volvamos, procura no estar aquí, si no quieres que te tire escaleras abajo. ¡Ah, y lárgate en metro o en taxi! Ni se te ocurra coger el Mercedes. Acaba de cambiar de dueño.

Mi padre escuchó todo el mitin sin parpadear. No sé hasta qué punto asimiló lo que estaba pasando o lo vivía como una pesadilla. Interrumpí sus ensoñaciones por última vez cuando noté que mis huevos estaban preparados para vaciar su carga.

-Y ahora haz lo que te parezca, si quieres irte mientras terminamos para no vernos, vete. Y si quieres quedarte viendo como me corro en el culo de la puta de tu mujer lo contemplas, a ver si aprendes algo...

El viejo  retrocedió un par de pasos sin poder apartar la mirada. Ni siquiera recogió sus cosas. Cabizbajo, salió de la habitación. Justo entonces tuve el mejor orgasmo de mi vida y, entre espasmos de placer, derrame chorro tras chorro de espeso y caliente esperma en el culo de la puta de mi madre. Ella los recibió gruñendo y acelerando los movimientos de su manita en busca de un nuevo orgasmo que le llegó con mi rabo todavía duro en su culo y mi cuerpo desplomado sobre ella.

Con mi boca chupeteando su cuello le susurré al oído:

-¡Qué, cerda...! ¿Has visto quién manda...?

-Claro, mi amor... ¡Tú polla!

La carcajada de ambos resonó por toda la casa. Y así, entre risas, acaba está historia.

FIN