Virginidad en riesgo

Versión urbana de Caperucita Roja: Lorena en el barrio de San Andrés.

LORENA

Era la primera vez que caminaba por esas callejuelas angostas y torcidas de esa parte de la ciudad; vestía una blusa de seda aperlada y una falda arriba de la rodilla: su uniforme de secretaria. Tenía fama de ser uno de los barrios más peligrosos, refugio de diversas pandillas de criminales; roba coches, estafadores, secuestradores y narcotraficantes vivían y se reunían ahí, como una especie de gremio delictivo. Y si era imprudente transitarlo a plena luz del día, resultaba escalofriante y temerario hacerlo de noche. Pues bien, Lorena, secretaria de de uno de los bufetes jurídicos más prestigiosos de la ciudad, deambulaba por esos callejones, tratando de encontrar alguna avenida más transitada y así alquilar un taxi que la llevara a su domicilio. Miró su reloj de pulsera y éste marcaba las dos de la madrugada con veintisiete minutos; su corazón palpitaba acelerado y los ecos que producían sus tacones en ese silencio total eran tan sonoros que lograban quitarle el aliento y la mantenían alerta: se sentía como una paloma acorralada e indefensa. Hacía una semana que acababa de cumplir veintitrés años de edad; su cuerpo esbelto pero sinuoso se dibujaba entre las sombras de la noche; sus piernas largas y torneadas marcaban un paso cadencioso y refinado; sus cabellos negros y rizados ondeaban en el aire, agitados por un viento glacial que arrastraba alguna que otra bolsa de plástico, páginas de periódico y demás basurillas que se acumulan en la calle durante el día. El escote de su blusa de seda permitía contemplar su piel morena clara, cálida y elástica. Proveniente de una familia de clase media y trabajadora, a base de mucho esfuerzo había logrado aprender inglés y computación en una escuela particular situada a dos calles de su casa. Su padre, un hombre de carácter recio y estricto se había dado cuenta de la extraordinaria belleza que poseía y a causa de esto se empeñó en cuidarla al máximo con tanto celo y ahínco, que no le permitía a Lorena llegar a su casa después de la diez de la noche; el primer y último noviazgo que había tenido fue sumamente vigilado, tanto, que había terminado por ahuyentar a Miguel, el único hombre que se había jactado de ser su novio.

Después de dos años de haber sido contratada para trabajar como mecanógrafa en una de las firmas de abogados de más renombre en la región, había comprado su primer coche: un vehículo seminuevo que justamente esa noche, a causa de que le robaron la batería, se había quedado varado en la peor parte de la ciudad. El motivo por el cual había acudido a esa zona de la urbe era sumamente de carácter moral y ético; uno de los clientes de su jefe el Licenciado David Maciel, había olvidado una carpeta en el escritorio de la oficina, que contenía documentos de suma importancia. Su jefe, un hombre de cincuenta y cinco años de edad le encomendó la tarea de buscar al cliente olvidadizo para regresarle la carpeta, ya que éste volvería a Estados Unidos al día siguiente y uno de los documentos era precisamente la carta de residencia sin la cual no podría ingresar al país anglosajón.

  • Lorena. Hágame el favor de ir a esta dirección hoy mismo cuando salga del trabajo- le espetó su jefe, estirando su mano derecha, entregándole un trozo de hoja de papel en la cual estaba garabateado el nombre de la calle y el número domiciliar.

  • ¿Esta noche?- preguntó Lorena.

  • Así es. Mi cliente Agustín Linares olvidó estos papeles muy importantes y es preciso entregárselos hoy- añadió el Licenciado Maciel- tienes que dárselos personalmente. A nadie más.

Lorena se dio cuenta que la dirección estaba situada en el barrio bajo de San Andrés, como ya mencioné antes, cuartel y base de operaciones del crimen organizado. Sintió temor pero tenía que obedecer: el abogado Maciel era inflexible con sus mandatos e indicaciones. Cuando la contrató como secretaria, le bastó simplemente contemplar su hermosura y buen porte; durante la entrevista de trabajo que le hizo, aprovechó cualquier descuido de ella para mirarle los muslos sedosos, firmes como de bronce y carnosos que se pronunciaban debajo de la minifalda azul marino que decidió ponerse ese día.

Agustín Linares era un comerciante soltero de 37 años radicado en Estados Unidos, propietario de varios negocios establecidos en el barrio de San Andrés: dos tiendas de abarrotes, una carnicería y un bazar de ropa y calzado americanos. Se crió en ese barrio hasta los dieciséis años de edad; tuvo una infancia precaria, llena de carencias. Perteneció a una pandilla de criminales adolescentes que se dedicaban al robo de estéreos y autopartes. Su padre falleció de cirrosis hepática por alcoholismo cuando el tenía ocho años de edad; desde ese momento su madre se dedicó a la prostitución y se volvió drogadicta hasta perder el buen juicio y sentido de la realidad, teniendo que ser recluida en un nosocomio para enfermos mentales en donde dos meses después de haber ingresado fue hallada muerta una mañana de mayo en su camastro: se había cortado las venas con un trozo de vidrio. Agustín tuvo que enfrentarse a su realidad muy joven; logro escaparse de varias casas de huérfanos y se refugió en la pandilla. A su corta edad, tenía ya la fama de ser violento y despiadado, fue precisamente por estas características que tuvo que huir del país al verse involucrado en una riña con navajas, resultando su contrincante herido de gravedad por una puñalada en las vértebras, confinándolo para siempre a una silla de ruedas. Después de varios intentos consiguió cruzar la frontera de Tijuana y se estableció en el este de Los Ángeles; decidió cambiar el rumbo de su vida y se dedicó a trabajar como obrero para una compañía constructora de casas. Se empeñó en ahorrar al máximo para cumplir su sueño: regresar a su barrio y establecer algunos negocios y así fundar una casa hogar para niños de la calle en donde podría enseñarles carpintería y otros oficios. De esta manera requirió de los servicios legales del Licenciado David Maciel; Agustín no escatimaba con los costos de los procesos jurídicos, por eso era un cliente predilecto.

Lorena llegó al barrio de San Andrés a las nueve de la noche con trece minutos. Al encontrar la calle Francisco Villa bajó la velocidad de su coche para hallar la dirección de una de las tiendas de abarrotes. Después de recorrer varias cuadras logró localizar el negocio. Se estacionó, tomó la carpeta e inmediatamente se dirigió a la caja registradora, atendida por una mujer morena y obesa que masticaba desparpajadamente un gran trozo de goma de mascar. Saludó y preguntó por Agustín Linares. La empleada no le devolvió el saludo.

  • El señor Agustín no está. Pero me dijo que no se tardaba. No se si gustas esperarlo- parloteó con descaro la empleada, mirando de arriba abajo, con envidia a la bella y delgada mujer de cabellos rizados que la interrogaba.

  • Si gracias. Voy a esperarlo- dijo Lorena con voz amable.

Regresó a su auto y se encerró poniendo los seguros de las cuatro puertas y subió los cristales de las ventanillas. Luego de quince minutos de espera, sintió la necesidad de orinar urgentemente. No tuvo más remedio que regresar a la tienda de abarrotes y pedirle permiso a la empleada para que le permitiera pasar al baño. Esta accedió de mala gana.

  • Pásale, al fondo en la trastienda está un baño, pero que sea rápido por que ya voy a cerrar- refunfuñó la empleada.

Justo en ese momento entraron a la tienda un par de mozalbetes, al parecer de diecisiete y dieciocho años. Ambos vestían pantalones bombachos y traían las cabezas rapadas, daban mal aspecto y parecían drogados: eran pandilleros. Inmediatamente los dos miraron con insolencia a Lorena, cuando ésta se dirigía al sanitario. Uno de ellos se fue detrás de ella haciendo ademanes y agarrándose el paquete; Lorena al escuchar las risas vulgares de ambos giró la cabeza para ver y el chaval se hizo el disimulado. Se encerró en el baño y se tardó a propósito con la esperanza de que al salir, ya no estuvieran ahí los delincuentes. En ese instante ocurrió una coincidencia desfavorable: varios clientes entraron a la tienda entre ellos una mujer vestida con ropas similares a Lorena; esto bastó para confundir a la empleada quien pensó que la mujer a la que había dado permiso de entrar al baño, se había marchado sin siquiera agradecerle. Cuando Lorena salió del pequeño sanitario se dio cuenta de que la habían dejado encerrada; todo estaba en penumbras. Caminó tentaleando con sus manos para no chocar con los estantes y se dirigió a la puerta corrediza de metal y la golpeó con fuerza mientras pedía ayuda. La calle estaba vacía y nadie pudo escucharla. En ese momento se dio cuenta de que había olvidado su teléfono celular en el coche y se sintió aterrada. Se cansó de estar de pie, así que se sentó en el suelo a esperar. No supo cuanto tiempo pasó. De pronto escuchó ruidos; era el velador que abría la puerta de metal intermedia de la cortina. Su instinto la obligó a permanecer quieta y callada. El velador entró tarareando una canción y le pasó rozando a Lorena quien aguantaba la respiración; por su aliento ella se dio cuenta de que venía ebrio. El hombre siguió de largo a la trastienda y fue en el momento que ella aprovechó para salir del establecimiento. El velador no se percató de nada.

Corrió hasta su auto. Cuando llegó a el, notó que le habían roto el cristal del conductor, robándole el estéreo y un pequeño bolso donde guardaba su dinero y su celular. Llena de miedo y con la mano temblorosa introdujo la llave de ignición e intentó encender el motor. Este no respondía. Se habían llevado la batería también. Revisó la guantera y los asientos traseros; por suerte no se llevaron la carpeta con los documentos del señor Agustín Linares. La tomó y salió del coche, giró su cabeza a ambas direcciones de la calle, las pocas luces del alumbrado público eran tenues. Parecía boca de lobo. Comenzó a caminar sin rumbo, añorando a cada paso encontrarse a alguna patrulla o un vehículo de alquiler; todo estaba quieto y callado. Al llegar a la primera cuadra, dobló a su derecha. La calle estaba desierta. Ya había recorrido un par de bloques más, cuando de pronto escuchó un carraspeo y el trote de alguien detrás de ella; giró su cabeza lentamente y pudo distinguir una silueta que avanzaba rápidamente hacia ella por la misma acera. Lorena aceleró el paso. De pronto la silueta silbó tres veces. Otro silbido contestó de la misma manera al otro extremo de la cuadra: la tenían acorralada. No supo que hacer y se paralizó de temor. Cuando los dos hombres llegaron a ella, trató de esquivarlos en vano; uno de ellos se abalanzó y la tomó por la espalda, tapándole la boca con la mano derecha, mientras que con la otra sostenía una navaja amenazante. La carpeta se le calló de las manos

-Mira nada mas lo que nos encontramos en la calle carnalito, es el mismo bomboncito que vimos en la tienda. Quietecita o te rebano tu carita linda- dijo con acento cantado el pandillero.

  • Pura carnita de calidad brothercito. Ahora si nos vamos a atascar; quien te manda a andar en la calle a estas horas mamacita- chilló el otro.

Lorena estaba petrificada. Quería moverse y luchar por su integridad pero su cuerpo no le respondía. Los dos comenzaron a tocarla bruscamente por encima de la ropa. Le apretaban sus senos y sus nalgas de potra fina; los músculos de su cuerpo temblaban con cada roce. La besaban con sus alientos nauseabundos, ella cerraba su boca con fuerza y de sus ojos brotaba un llanto silencioso y desesperado. Uno de ellos le despojó la blusa con fuerza, descosiendo los botones que rebotaban en el asfalto entre jadeos y forcejeos. El que la tenía tomada por la espalda le bajó el sostén sin quitárselo y ella pudo sentir su erección que se frotaba con frenesí por todo su culo. Sus pechos carnosos y espléndidos quedaron al descubierto y el otro empezó a chapárselos con fuerza mientras le acariciaba la entrepierna toscamente. Sentía sus dedos ansiosos tocándole su coño de doncella; ella apretaba sus piernas y luchaba inútilmente con sus manos: era como luchar con un pulpo. Cuando lograba quitarse una mano, otra ya estaba posada en alguna parte de su cuerpo. Sentía nauseas, coraje e impotencia. Los delincuentes reían y le decían palabras obscenas

  • Yo primero- dijo el que estaba frente a ella.

  • Ni madres pendejo. Yo voy primero; acuérdate del paro que te hice el otro día. Me debes ese favor cabrón- exclamó el otro.

-Ta’ bien güey. Pero apurate que ya me tiene bien caliente esta puta.

Lorena, envuelta en una especie de sopor, escuchaba la discusión de los vagos y le parecía que se trataba de una terrible pesadilla. El que ganó el primer turno se hincó y le levantó la falda. Le quitó el calzoncito de encajé y se lo guardó en la bolsa del pantalón < este me lo llevo de recuerdo>, hundió su cabeza entre sus piernas; < déjame lubricarte primero…mmm que rico hueles preciosa>. Comenzó a lamerle la vagina de arriba a bajo. Justo cuando estaba a punto de introducirle un dedo en su orificio íntegro, Lorena reaccionó y le asestó un rodillazo en la nariz, fracturándosela. El pandillero calló sobre su espalda, quejándose como un chiquillo; el rostro se le baño en sangre. < Ya me madreó esta piruja cabrón. Dale un putazo para que se está quieta…>. El otro obedeció y le propinó un puñetazo en la nuca a Lorena, dejándola casi inconsciente. Calló noqueada. En el momento que el delincuente golpeado se montó sobre su cuerpo, para saciar su lujuria, escuchó como entre sueños el ruido sordo de un motor de motocicleta. Cuando calculó que estaba cerca gritó, pidiendo auxilio. El motociclista se dio cuenta, detuvo su vehículo y se apeo para defenderla. Los dos pandilleros se le echaron encima. Lorena pudo ver de manera borrosa, como ese hombre golpeaba hábilmente a los vagos, dejándolos en el suelo adoloridos. Inmediatamente fue a socorrer a la mujer que ya se había sentado sobre el asfalto.

  • Señorita ¿se encuentra bien?- le preguntó agitadamente.

Lorena no respondió. Se incorporó lentamente ayudada por su salvador.

  • Dígame. ¿Le han robado algo? Estamos a tiempo para recuperar lo que le hayan quitado. Ella siguió en silencio pues estaba aturdida y solamente pudo señalar con su dedo índice la carpeta que estaba tirada en el suelo. Él la recogió y guió con su mano a Lorena hasta su motocicleta, la ayudó a montarse y se fueron a gran velocidad. Ella se sentía humillada y usada; nunca la habían tocado de esa forma. Esperaba con ilusión entregarle la virginidad al hombre digno que se casara con ella. En el camino se aferró a él, abrazándolo por la espalda con fuerza mientras lloraba en silencio: sentía que en ese momento su única protección era ese hombre desconocido que había protegido su estado de doncella decente. Se aferró a él hasta con los dientes, pues literalmente le mordía, sin darse cuenta, la solapa de su chamarra de cuero. Él la sintió temblar como un corderito. Poco antes de llegar a una estación de gasolina en la primera avenida, se detuvo.

  • Por favor…no te detengas- balbuceó Lorena.

  • No tengas miedo. Dejamos a esos delincuentes muy lejos de aquí. Solo quiero que te cubras con mi chamarra.- dijo él, quitándosela.

Cuando llegaron a la gasolinera y la luz ilumino sus rostros la sorpresa de ambos fue total. Era Agustín Linares; aunque Lorena solo lo había visto un par de veces en el bufete jurídico, pudo reconocerlo. El también la reconoció. Ella descargó su furia contra él, le golpeó el pecho con ambas manos, pero él no reaccionó sino abrazándola.

  • Cálmese señorita Lorena. Ya pasó todo. Ya está a salvo- le dijo pausadamente.

Ella poco a poco se controló y se desahogó llorando en su pecho.

  • Perdóneme Agustín. Es que por traerle estos papeles que olvidó en la oficina casi me violan. Si no fuera por usted, tal vez hasta me hayan matado ese par de malhechores- gimoteó Lorena.

  • Entremos a la tienda Lorena. Será bueno que se tome un té para que se calme- añadió Agustín.

Lorena quiso un té de manzanilla, que el mismo Agustín le preparó, sin azúcar pues tenía la firme creencia que le podía hacer mal o volverla diabética por el susto. Se sentaron en una pequeña mesa con asientos fijos. Él revisó sus documentos y afortunadamente no faltaba ni uno solo. Lorena se calmó por completo y llamó a su casa desde el teléfono público de la tienda. Su padre estaba despierto esperándola vuelto loco por la preocupación. Ella no le dijo que habían tratado de violarla sino solamente que unos delincuentes le robaron sus pertenecías. < Claro papá. Ya voy para allá y no te preocupes, dile a mi madre que estoy completamente bien>. Se sentó para terminar su té amargo y mientras lo hizo, le contó todos los acontecimientos extraordinarios ocurridos a Agustín esa noche larga de pesadilla. El se ofreció a llevarla hasta su casa. Volvió a rodearlo con sus brazos fuertemente durante todo el camino. Una cuadra antes de llegar, ella le dijo que ahí la dejara, pues seguramente su padre debía estar esperándola en la calle. El se disculpó por lo que le sucedió esa noche y ella le agradeció a él por haberla defendido. . Ella asintió con la cabeza. El la vigiló hasta que vio que su padre la encontraba y la abrazaba tiernamente. Luego entraron a la casa. Después de explicarles a sus padres lo sucedido, los convenció que estaba bien. Después se metió a su habitación y se encerró en su cuarto de baño. Se duchó con agua caliente jabonando su cuerpo de diosa tropical. Se lavó los senos irritados y mordisqueados. Se pasó la esponja espumosa por su rajita aun virginal, pues quería borrar todo rastro de esos malvivientes, que habían ultrajado su cuerpo. Secó su piel bronceada y se puso la bata de dormir. Se recostó en su lecho y trató de no pensar en lo sucedido; pero en cambio pensó en Agustín. Un lazo muy fuerte la había unido a ese hombre de edad madura pero de cuerpo atlético. Sentía que una parte de ella le pertenecía ahora a él

Capítulo 1.