Violador a medianoche

Un violador penetra en un apartamento a medianoche, donde duerme, tan hermosa como indefensa su próxima víctima. Aunque puede que las cosas no transcurren como espera la enfermiza mente del sádico merodeador

– I –

La cerradura saltó con facilidad. Con su experiencia pocas eran las que se le resistían, pero ésta ni siquiera había supuesto un reto. Aguardó unos instantes a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Cruzo el corto pasillo, lanzando rápidas miradas al interior de las diferentes piezas para asegurarse de que no había invitados inesperados y se detuvo ante el dormitorio. A través de la puerta abierta pudo intuirla sobre la cama, durmiendo. Las sábanas se arremolinaban a su lado, seguramente apartadas por el calor nocturno, dejando al descubierto su cuerpo vestido sólo con una corta camiseta. Tumbada de lado, boca abajo, con las piernas entreabiertas, pudo disfrutar de las redondas formas del culo y, entre sombras, percibió los labios de la vagina. La sola imaginación del olor a sexo aceleró su excitación.

Se desprendió de su gabardina, mostrando una anatomía cuidadosamente trabajada en el gimnasio y perfectamente depilada, pubis incluido. Diversos piercings la adornaban, en los pezones, el ombligo, el frenillo, el escroto… Como única prenda lucía unos pantis con abertura entre las piernas, dejando al descubierto culo y genitales, y unas botas acharoladas, de caña alta y puntiagudo tacón.

Se agachó y recogió la braguita que descansaba enrollada e indolente sobre la alfombra, a los pies de la cama. Apenas dos mínimos triángulos de tela traslúcida unidos por una tira elástica. Disfrutó de su delicado tacto y la aproximó a su cara, inspirando profundamente para captar el olor que la impregnaba. A continuación se la puso, aunque la ajustada prenda apenas podía contener su fuerte erección.

Se aproximó a la cama y con sumo cuidado se subió a ella. Arrimó su rostro a la entrepierna de la mujer, un valle en penumbra, y captó el mismo aroma, más fuerte, que había saboreado en la braga. La proximidad de la jugosa hendidura le arrancó un suspiro.

Con suma delicadeza su lengua se posó sobre los labios, cerrados y relajados, lamiéndolos con deleite. La mujer emitió un leve ronroneo y reacomodó sus caderas, abriendo las piernas, como si inconscientemente quisiera facilitar el acceso a su sexo. Audaz, el intruso colocó sus manos sobre los glúteos y los separó, pudiendo introducir su lengua entre aquellos labios que comenzaban a despertar, abriéndose a las caricias del serpenteante y húmedo apéndice.

Lamió y jugueteó con la vagina, hasta lograr una abundante lubricación, síntoma de que su dormida víctima respondía excitada a sus caricias. Salió entonces de entre sus piernas y admiró el cuerpo que tan bien conocía, después de sus prolongadas vigilancias. Alta y estilizada, de anatomía atlética y rotunda, sus elegantes movimientos le conferían un aura de seguridad y cierto descaro; la corta cabellera rubia y su claro cutis, habitualmente sin maquillaje, le aportaban un aire de juvenil frescura. Allí tumbada culminaba las mejores fantasías del intruso, que infinidad de veces se la había imaginado desnuda; no pudo resistir el impulso de extraer su polla de la tirante braguita y masturbarse, aunque evitó correrse aún.

Aproximó su cara al rostro de la mujer y observó su boca entreabierta por la agitada respiración. Colocó entonces su pubis frente a ella y situó la punta de su goteante miembro entre los labios, introduciéndolo con cuidado en el interior de la boca. Emitió un gemido al sentir la cálida y blanda humedad de la cavidad, punzada su excitación por el leve contacto de los dientes. Se movió dentro con si estuviera follando un coño y la mujer, instintivamente, comenzó a chupársela.

¡Es fantástico!, pensó, deleitándose con el momento en el que eyacularía dentro de la boca. Pero supo que el juego estaba a punto de cambiar un instante antes de que ella abriera los ojos.

La mujer, embotada por el sueño, tardó unos instantes en comprender lo que estaba ocurriendo. Mudó su gesto de somnolencia en otro de sorpresa, para mostrar terror al intentar sacarse el pene de la boca.

El intruso trató de mantenerla dentro, disfrutando de la excitante situación, pero la mujer logró zafarse, limpiándose con la mano los restos de líquido seminal que escapaban de sus comisuras al tiempo que saltaba de la cama.

–Pero, ¿qué coño…?

La pregunta flotó en el aire, incontestada, cuando el intruso hizo aparecer en su mano una navaja que la mujer no acertó a adivinar dónde escondía. Su metálico chasquido al abrirse sonó en el silencio de la noche como una amenaza. Paralizada ante la hoja que brillaba al reflejar la tenue luz que se colaba entre las rendijas de la persiana, fijó la mirada en los ojos del hombre mientras éste aproximaba el arma a su garganta.

–Quietecita –le ordenó, empujándola hasta tumbarla de nuevo sobre la cama–.

Con la hoja rasgó la camiseta, dejándola completamente desnuda y, lentamente, paseó el filo a lo largo de la anatomía de su víctima, deslizándola desde el estilizado cuello hasta las perfectas tetas, torneadas con la forma de dos jugosas gotas temblorosas por la agitada respiración de su dueña. La punta acarició la suave y redondeada piel, circundando la aureola y jugueteando con el oscuro pezón, erecto por el miedo o quizá por la excitación aún no disipada tras el abrupto despertar.

La otra mano del intruso descendió hasta su propia entrepierna, para sujetar el palpitante y amoratado pene. Introdujo la rodilla entre los muslos de ella y le obligó a abrirlos, dejando al descubierto la rugosa grieta rodeada de una aureola de suave y rubio vello, aún mojada por los fluidos que había excretado durante su húmedo sueño.

–¡No…!

Él abortó la negativa de la mujer apretando la navaja contra su pecho. Hundió levemente la carne sin llegar a cortarla. Dirigió entonces su miembro hasta la entrada del coño, y empujó hasta que el fuste al completo desapareció dentro de la vagina. Sin apartar el arma comenzó a mover sus caderas, empujando contra el cuerpo inerme de ella, respirando profundamente y espetando obscenidades a través de una boca saturada de saliva, como si saboreara el más exquisito manjar.

–¡Oh, sí, puta! ¡Cómo me gusta! Eres una zorra y me gusta metértela. Voy a follarte toda la noche, voy a dejártela dentro y no me pienso correr hasta mañana, puta, puta, puta…

Concentrado en su propio placer el intruso no se percató de que la mano de la mujer se desplazaba lentamente, tomando posición. Antes de que pudiera reaccionar agarró el piercing que adornaba uno de sus pezones y lo arrancó de golpe. Él profirió un alarido y se aparto hacia atrás, mirando la sangre que manaba de su rasgada tetilla, apartando inconscientemente la navaja de la mujer.

Ésta aprovechó para golpearle en el pecho y apartarlo de sí. Se lanzó hacia la mesita y sacó del cajón un revolver, pero antes de poder encañonar a su agresor éste reaccionó golpeándole la mano, haciendo caer el arma al suelo.

-¡Puta de mierda! –La apretó la mano contra el cuello–. ¡Joder! ¡Mira lo que me has hecho, cabrona! ¡Te voy a reventar por esto!

Con fiereza le abofeteó el rostro y la obligó a tumbarse boca abajo sobre el colchón, con el culo en pompa sobre el borde de la cama. Sin miramientos colocó su polla –que no había declinado a causa del dolor, más bien al contrario– entre los glúteos de ella y empujó inmisericorde a sus gritos.

-¡No! ¡Hijoputa! ¡Eso no!

-¡Toma zorra! ¿Te gusta esto? ¿Te gusta que te la meta por el culo? ¡Te voy a partir en dos, guarra!

-¡Cerdo! ¡Violador de mierda! ¡Te juro que te la cortaré por esto!

-¿Ah, sí? Pues tendré que guardarla bien adentro.

El empuje brutal del hombre hizo pensar a la mujer que acabaría empalada contra el somier. Creía que no sería capaz de soportar el intenso dolor sin perder el conocimiento, cuando oyó echar abajo la puerta del apartamento y el estrépito de un montón de gente invadiendo la habitación.

-¡Quieto cabrón! –Ordenó uno de los policías- ¡Apártate de ella y tira la navaja al suelo si no quieres que te friamos aquí mismo!

Indiferente a todo lo que le rodeaba, el intruso continuó embistiendo contra el culo de la mujer, hasta que los agentes lo apartaron por la fuerza, inmovilizándole y arrebatándole la navaja. Él entonces bramó cuando de su polla manó un inacabable chorro de esperma, como la explosión de un geiser de cálido fluido, que aterrizó sobre el rostro y las tetas de la mujer.

Cuando se detuvieron las contracciones de la eyaculación, todos los agentes que atestaban la habitación se quedaron mirando el desnudo cuerpo empapado por los viscosos chorretones.

–¡¿Se puede saber dónde coño estabais?! –Les gritó ella con furia- ¿A qué estabais esperando? ¿A que me degollara?

Un silencio incómodo flotó en el aire hasta que el capitán lo rompió.

–Verás, Susana… quiero decir, agente. Comprenda que no queríamos precipitarnos. Debíamos asegurarnos de que era nuestro sospechoso. Además, parecía estar usted… controlando la situación.

El intruso, sujeto y esposado, miró a Susana con un destello de victoriosa burla, de superioridad y desprecio.

Ella le devolvió la mirada con gesto impasible, como ajena a la actitud de sus compañeros y, sin previo aviso, avanzó un paso y lanzó una feroz patada contra la entrepierna del violador. Sintió en su pie como los genitales se aplastaban contra los huesos pélvicos y como el piercing que brillaba en el escroto se clavaba en éste. Sin emitir un solo sonido, congestionado, incapaz de respirar, el hombre se dobló sobre sí mismo y no cayó al suelo únicamente porque dos de los agentes le seguían sujetando.

Miró a su alrededor, sosteniendo la mirada a los demás policías hasta que, uno por uno, la fueron apartando.

–Ahora quiero darme una ducha y vestirme. Así que ya os estáis largando todos de aquí. ¡Y llevaos esa escoria!

Obedecieron sin mediar palabra, arrastrando fuera del apartamento al inconsciente agresor.

–Capullos incompetentes –murmuró mientras cerraba la puerta con un golpe–.

– II –

El metálico sonido de la cerradura al abrirse rompió el pesado silencio del interior de la celda, como si una imaginaria fractura hubiese rasgado el tiempo, paralizado dentro de aquellas cuatro paredes insonorizadas. El detenido miró hacia la puerta y vio recortarse contra el vano una figura familiar. Era la agente que le había detenido. Alta, esbelta, hermosa, la falda pegada a sus caderas y ligeramente por encima de las rodillas permitía admirar sus largas y preciosas piernas. La presión sobre los botones de la blusa sugería el poderío de unas tetas no muy grandes pero sí erguidas, firmes, rotundas. Sobre sus hombros se elevaba un largo cuello y sobre él una bella cabeza de corto cabello rubio y rasgos duros pero sin duda atractivos.

El hombre recordó la detención ocurrida la noche anterior. Aún le dolían las pelotas por la “caricia” de su captora. También recordaba su cuerpo desnudo, tenso y asustado, a su merced durante unos instantes que rememoraba con enfermizo deleite una y otra vez cada hora que permanecía allí encerrado. Notó una nueva erección.

Ella se situó de pie frente al preso, erguida, con las piernas ligeramente abiertas, un brazo en paralelo al cuerpo y el otro en jarras, sujetando la cadera, en estudiada postura que abría hacia un lado la chaqueta sastre para permitir ver en su cintura la placa, las esposas y la cartuchera.

–Detective Landera. Detective Susana Landera, ¿no es así? Un placer volver a verla.

El detenido pronunció las palabras despacio, siseante, como si destilara veneno entre los dientes. Lo que más molestó a la policía fue su sonrisa. Sardónica, sádica, intencionadamente ofensiva, aunque no permitió que él lo notara, manteniendo su rostro inmutable.

–¡Quítate la ropa!

Lanzó la orden con incontestable autoridad, sin elevar la voz ni mostrar emoción alguna. El detenido hizo un gesto de sorpresa.

–Ya me has oído. Ponte en pie y desnúdate.

Él volvió a sonreír, evidenciando el placer que hallaba en aquella inesperada situación. Se levantó sin apartar la mirada de los ojos de Susana, comenzó a desvestirse, despacio, como si realizara un striptease. Pantalón, camiseta, calzoncillos… Cuando terminó se quedó frente a la detective, en pie, exhibiendo orgulloso su anatomía perfectamente labrada por años de ejercicio físico; un cuerpo fibroso y musculado, completamente depilado, del que habían desaparecido los numerosos piercings que lo adornaban en el momento de la detención, dejando como huella la herida en su pezón, de donde Susana había arrancado el plateado aro durante el forcejeo.

–Verás, escoria, te has caído con todo el equipo. Después de lo de anoche te tenemos bien pillado, pero nos facilitaría mucho el papeleo si confesaras el resto de tus violaciones. Ya sabes cómo somos los policías, nos gusta dejarlo todo bien cerrado, atado con un lacito y listo para entregar al fiscal. Así que agradeceríamos tu colaboración.

–¿Y si me niego?

–¡Huy! Pues sería una pena. Me harías trabajar más, lo cual me pondría de muy mal humor. Si no confiesas –se aproximó a su rostro, clavándole la mirada– será una noche muy larga para ti.

El la sostuvo y mantuvo silencio durante unos instantes que parecieron interminables, como si el tiempo hubiera adquirido la densidad del granito.

–Bien –dijo al fin–. Otra noche juntos. Después de lo que disfrutamos en nuestra primera cita, estoy deseándolo.

El movimiento de Susana fue tan rápido que el hombre no supo de dónde surgió la porra. En un momento estaba en la mano de ella y al siguiente impactaba contra su estómago. Se dobló, paralizado por el dolor, y ella le sujetó, cerró las esposas sobre su muñeca y lo encadenó a la barra de metal que había en la pared. La porra volvió a cortar el aire para golpear su cuerpo. En ambos costados y contra los muslos. Después la detective se apartó y se le quedó mirando. El detenido habló apenas resuello.

–¿Otra bromita? –Le retó Susana–.

–Sí… Esto te gusta, ¿verdad? Esto te pone cachonda…

Se giró él al responder y mostró su erección.

–¡Cerdo degenerado! Cuando acabe contigo no se te volverá a levantar.

Le agarró por el cabello y tiró de su cabeza hasta situársela a la altura de su pubis.

–Te gusta que tus víctimas te la chupen, ¿eh? Muy bien, pues ahora me la vas a comer tú a mí.

Se colocó la porra a la altura de su entrepierna, como si fuera un pene, y apretó la punta contra la boca del hombre.

–¡Ábrela! ¡Abre la boca y chúpamela o te parto los dientes con ella!

El detenido obedeció y lentamente abrió los labios, rodeando con ellos la punta de la negra y brillante superficie sin cambiar su mirada de obsceno desafío. Susana empujó el arma, introduciéndole la mayor parte en la boca.

–¡Vamos! No te andes con remilgos. ¡He dicho que te la comas, cabrón!

La improvisada polla alcanzó la garganta del violador, ahogándole, pero la mano de la detective impidió que apartara la cabeza, manteniéndole el duro tronco de goma dentro de la boca.

–¡Vamos, vamos! Tú puedes tragar esto y mucho más. En el fondo eres una dócil putilla.

Incapaz de liberarse, el detenido pareció aceptar el desafío, y comenzó a chupar la porra, deslizando el húmedo anillo de carne formado por sus labios a lo largo de la gomosa superficie. La felación empapó de saliva el falo hasta hacer brillar su cuerpo negro y alargado. El volumen del instrumento llenaba al completo la boca del detenido, quien, pese a encontrarse al borde del ahogo no cedió, chupando y lamiéndolo.

Susana, mientras observaba, experimentó un cambio en su rostro. El rictus serio e implacable con que había entrado en la sala y que no ocultaba el asco que sentía en presencia del violador múltiple, dio paso a un evidente disfrute, a un placer que comenzaba a humedecer su coño y que, involuntariamente, afloró en su mirada.

El detenido se percató y la miró divertido y excitado, liberando por un instante su boca, casi sin voz por la saliva que saturaba su garganta, intentó una nueva provocación.

–Te estoy poniendo cachonda, ¿eh?

Susana volvió a endurecer la mirada, apartó la porra y golpeó con su pie el pecho del hombre, haciéndole caer hacia atrás. Pisó entonces sus genitales, aplastándole la polla contra el abdomen y clavando su agudo tacón en los testículos. Movió el pie, retorciendo la blanda carne escrotal y arrancando del hombre gemidos de dolor. Su polla, sin embargo, permaneció erecta, empapándose con el líquido preseminal que emergía de la uretra.

Pese a su gesto crispado, los ojos del preso se clavaron en la pierna de su torturadora, elevándose desde el elegante tobillo hasta la rodilla. La postura de Susana, con la pierna alzada presionando sobre los genitales, había elevado la falda permitiéndole ver cada vez más superficie del muslo, hasta que sólo un triángulo de sombra ocultó las ingles a su vista. Ello reforzó su excitación pese al agudo dolor que punzaba su polla y sus cojones.

Susana, por su parte, mostraba un placer creciente con la tortura. Notó como se elevaba la temperatura de su coño, y como comenzaba a mojar las bragas, incrementando su ansia con cada gemido de dolor del violador.

–¿Qué ocurre, machote? ¿No te gustan mis caricias? Creía que disfrutabas con el dolor. ¡Oh, claro! Los que a ti te excita es el dolor de los demás, ¿verdad? Maltratar a las mujeres que violas. ¿No disfrutas tanto siendo la víctima? Pues lo tienes muy fácil. Confiesa y pararé.

Pisó con más fuerza, estrujando a conciencia los huevos y la verga hasta que el detenido cayó rendido en el suelo, agarrándose la entrepierna con su mano libre. Su polla aún permanecía semierecta.

–¡Zorra! –Siseó, aún sin aliento por el dolor– Te meteré la polla hasta reventarte…

–Oh, no, no, no… Esa no es la respuesta que espero. Y me parece que tu polla no va a probar más agujeritos en lo que te queda de vida. ¿Sabes cómo tratan a los violadores en la cárcel? Van a ser tus agujeros lo que prueben otras pollas.

–¡Puta!

–Te empiezas a repetir.

La agarró por el cabello y con la porra le obligó a colocarse a cuatro patas, mirando hacia la pared. Sus nalgas entreabiertas dejaban ver la depilada bolsa testicular colgándole entre las piernas.

–Vamos a ir ensayando esta postura. En prisión la practicarás a menudo.

–¡Puta de mierd…!

No pudo terminar la frase. Con habilidosa precisión la punta de la porra alcanzó de un golpe el perineo, arrancándole un grito de dolor.

–¡Joder! ¡Eres una zorra! ¡Te juro que te…!

La segunda vez Susana no utilizó la porra. Sacudió su mano abierta contra las pelotas del violador, cortándole el aliento y las ganas de hablar.

–Tardas en aprender. Pero no importa, con insistencia todo se logra. Llegarás a prisión preparado para tu nuevo papel.

Se aproximó al hombre, con las piernas abiertas y se elevó la falda. El detenido olvidó su dolor para mirar con avidez cómo la tela ascendía sobre la suave piel de los muslos; pero cuando descubrió la entrepierna su mirada cambió de súbito. Sobre la braga la detective lucía un arnés sujeto a las caderas con correas, y de él colgaba un enorme consolador, largo, grueso, bulboso, trufado de puntiagudas protuberancias. Lo aproximó a la boca del hombre, hasta rozarle los labios

–¡No! –Intentó resistirse él–.

Susana le agarró con fuerza la cabellera y le habló al oído.

–Te conviene hacerme caso, porque voy a meterte esto por el culo, y cuando más lubricada esté más los disfrutarás.

Reafirmó sus palabras balanceando la porra en la mano, al tiempo que lanzaba una mirada de reojo a los testículos del detenido. Éste cedió y se introdujo el falso pene en la boca. Entrenado previamente con la porra, no mostró mayor dificultad en realizarle una felación a aquel grueso fuste.

Cuando consideró que ya estaba bien lubricado, Susana extrajo el consolador, brillante por la saliva, se situó a la espalda del detenido y lo colocó entre sus glúteos. Él intentó apartarse, protestando, pero la detective agarró sus testículos y los estrujó. El violador emitió un sordo quejido y se quedó quieto.

–Si intentas resistirte será peor para ti y mejor para mí. ¿Quieres conservar tus pelotas? Porque a mí me encantaría arrancártelas, hijo de puta.

El violador dejó que el consolador comenzará a penetrarle el esfínter. Lanzó nuevos gemidos, pero no se movió hasta que el pubis de Susana pegó contra sus nalgas.

–¡Vaya! ¡Qué capacidad! Te la has tragado entera.

Comenzó entonces a follárselo, empujando, metiendo y sacando aquella enorme verga del culo del hombre. Los quejidos de éste, en principio de dolor, fueron convirtiéndose en gemidos de placer, y su polla alcanzó de nuevo una plena erección.

–Te gusta, ¿eh? Te encanta que te la metan. Que te follen por el culo. Eres toda una puta complaciente.

El gesto de placer de Susana delató que había apartado el motivo principal del interrogatorio –policial: la confesión; personal: humillar a su violador– para disfrutar plenamente con aquella sesión de tortura.

Sujetó con fuerza las caderas del detenido y embistió con más fuerza contra su culo. La falda, arremangada hasta la cintura, permitía ver sus glúteos –apenas cubiertos por la pequeña braga que, empapada de sudor, se adhería a la piel, introduciéndose por la raja– contrayéndose con cada empuje. Finalmente culminó en una desatada cabalgada que le arrancó un fuerte orgasmo, entre los gritos del hombre.

–¡Ah! ¡Basta! ¡Me estás destrozando!

Ella sólo se detuvo cuando apuró los últimos estertores de su intensa corrida, inspirando con fuerza para recuperar el resuello mientras el detenido se derrumbaba en el suelo. Su erección no había disminuido.

–¿Y bien? ¿Dispuesto a confesar?

Como única respuesta él le lanzó una mirada de desprecio. Susana, entonces, hizo un gesto hacia el espejo que cubría una de las paredes, dirigido a quien estuviera observando desde el lado transparente del amplio cristal.

– III –

Se abrió a continuación la puerta y entró una agente de policía, uniformada. Era una mujer alta, de fuerte complexión pero atractiva figura, sobre la cual se adhería como un guante el uniforme azul que no lograba disimular las rotundas curvas, en especial las protuberantes ondulaciones de sus poderosas tetas, cuya presión parecía a punto de rasgar la tela de la camisa. Su cabello castaño estaba fuertemente estirada hacia atrás y recogido en un moño, dejando al descubierto unas rasgos fuertes no exentos de atractivo. Uno podía imaginársela como una bella y poderosa atleta, quizás una levantadora de peso o una lanzadora de jabalina o de disco. En todo caso su presencia resultaba imponente, generando ambivalentes sentimientos de atracción y temor en el detenido.

Susana extrajo sin miramientos el consolador del ano del hombre y se sentó en el banco adosado a la pared, manteniendo su falda arremangada y el arnés con el falo a la vista.

–Muy bien. Repitamos el procedimiento. Veamos si eres tan duro como pretendes. Adelante, agente Larissa.

La policía agarró al violador por el cuello con una mano que parecía de acero, le levantó como un muñeco, situándole sobre las caderas de Susana. Ésta sujetó el consolador contra el ano del hombre, penetrándole cuando su compañera le hizo descender. La dilatación que mantenía su esfínter por la anterior sodomización hizo que el dildo entrara con facilidad. El detenido gimió y su pene se movió espasmódicamente a causa de la fuerte presión de la sangre en su interior.

–¡Vaya! – Exclamó Larissa– Es todo un hombrecito, ¿eh? Así que te gusta violar mujeres. Meterles tu polla y disfrutar mientras ellas sufren.

Mientras hablaba abrió la bolsa de deporte con el emblema de la policía que llevaba en la mano al entrar, buscó en su interior y extrajo una vara metálica acabada en uno de sus extremos en doble punta, como un pequeño bidente. Lo activó y el aire zumbó con un chasquido eléctrico.

–Si disfrutas con el dolor –continuó–, esto te va a encantar, cerdo.

Aproximó el extremo del bastón a uno de los pezones y el hombre dio un respingo por la descarga, clavándose más profundamente el consolador.

–¡Ah! ¡Putas! Soltadme y os daré lo que merecéis.

–¿Sí? ¿En serio? ¿Qué nos vas a dar?

Una nueva descarga y su cuerpo volvió a convulsionarse.

–Venga, vamos. Pórtate como un hombre. ¡No seas nenaza!

Larissa bajó el bastón y lo situó junto al pene erecto. Ésta vez le arrancó un alarido.

–¿Qué ocurre? ¿No te gusta mi caricia en tu polla?

Descargó varias sacudidas contra el miembro y los testículos, hasta que el pene quedó tumbado y flácido sobre su ingle. Mientras, Susana no había cesado de perforarle el culo, excitada por la tortura de la otra agente.

Larissa guardó el bastón y sacó de su cinturón la porra. Se aproximó al violador y la situó frente al ano penetrado por el consolador.

–Ahora sí, comprobaremos lo hombre que eres.

Sin atender a las súplicas del hombre presionó contra el anillo de carne y empujó. En un principió pareció que no iba a entrar, saturado como estaba por el enorme falo, pero finalmente el esfínter cedió, logrando acoger en su interior ambas vergas sintéticas.

–¡Joder! – Exclamó Larissa– Lo ha conseguido. ¡Le han entrado las dos pollas!

–Sí –replicó Susana–. Este cerdo va a ser muy popular entre rejas. Disfruta, bonito, porque te van a salir muchos novios.

Las dos mujeres se lo follaron a conciencia, mientras que él no dejó de gemir, tanto por el dolor como por placer, pues su polla volvió a recuperar dureza hasta alcanzar una nueva erección. Finalmente su cuerpo se tensó y ante las acometidas de las dos policías se corrió, con una fuerte eyaculación que empapó su polla y su pubis.

–Mírale –dijo Larissa–. Es toda una puta.

–De acuerdo… –dijo él con un hilo de voz–. No puedo más. Os diré lo que queráis…

Las dos mujeres salieron de él y dejaron que su cuerpo se derrumbara en el suelo. Susana se desprendió del arnés y Larissa dejó la porra. Se colocaron de pie sobre el hombre, con las piernas, cada una, a ambos lados de su cabeza, enfrentadas. Susana levantó su falda, soltó el arnés dejándolo caer sobre el suelo y se quitó las bragas. Larissa se abrió la bragueta, bajó el pantalón y la braga. Desde el suelo el violador pudo ver sus coños dilatados, abiertos y húmedos, recibiendo con ansia los dedos que les masturbaban, y pensó que aquella podría ser la última vez que disfrutara de un espectáculo así por mucho tiempo. Excitadas como estaban, ambas mujeres no tardaron en alcanzar el orgasmo, casi al unísono, entrelazando el eco de sus respectivos gemidos. Sendos chorros de líquido vaginal emergieron de sus rajas, empapando el rostro del hombre.

–¡Enhorabuena! –Dijo sarcástica Susana– Por primera vez en tu vida podrás decir que has logrado que una mujer se corra.