Violado

Un veinteañero de cazadora bomber y zapatillas nike se ve asaltado por cuatro tipos. Le piden fuego para sus cigarillos. Pero el joven solitario no es fumador...

Me llamo Iván, y tengo 23 años. Salí del armario con 19, y desde entonces mi vida ha sido un peregrinar de relaciones ridículas y sin sentido. Ridículas, porque nunca sé cómo y porque las empecé, y sin sentido porque nunca encontré lo que siempre busqué. Ahora puedo afirmar que sé con exactitud lo que busco aunque hasta aquel día, jamás lo hubiera imaginado.

Por aquel tiempo salía con Ángel, mi pareja, llevábamos trece meses juntos; y a pesar de que yo le quería, no era feliz. Por aquel entonces no sabía el motivo, pero hoy no tengo lugar a dudas.

Ángel se desvivía por mí, luchaba por mí y  lo daba todo a mí. También era cierto que él, diez años mayor que yo jugaba a la perfección un papel de“novio protector” que  le venía ni que pintado a mi vivir púber. Ángel trabajaba diez, doce horas diarias, cosa que yo no hacía. Ángel tenía casa, cosa que yo no tenía. Ángel me daba amor, cosa que yo no podía. No es que no le amara...Por supuesto que le amaba, pero percibía que aunque él me tratará como a un rey, aunque me colmara de todos los caprichos imaginables, algo en mi interior clamaba descubrirse, peor aún nadie se había atrevido a indagar.

Cuando Ángel acariciaba, besaba,  o hacia el amor, era tan dulcemente aburrido, que acabé odiándole a los dos años de nuestra relación.

No podía reprimir el rencor inexplicable que sentía hacia todo lo bello y bueno que significara Ángel para el mundo. Pero tampoco podía reprimir el miedo a abandonarle. A verme de nuevo sin nadie con único deseo de amarme.

Egoísta como el que más, convertí mi relación en una cadena de intereses lanzada a una única dirección: la mía propia.  Me mantendría a su lado al menos hasta que terminara la carrera y encontrara un trabajo para emanciparme.

Cumplidos los tres años de relación, justo al día siguiente de nuestro hipotético “feliz aniversario” como novios, decidí echarle de mi vida. No más culpas. No más resentimientos sin sentido.  Le perdería. A él. Al que se complacía complaciéndome, al que se contentaba contentándome.

Hablé con Ángel por teléfono. Mi voz: seria, muy seria. Quedamos en casa, para cenar, a las diez o así.

De camino a nuestro piso desde la facultad había un cuarto de hora a pie. Frente a los escalones de la Universidad miré mi reloj de pulsera. Las diez menos cinco. Si aligeraba el paso quizás llegaría apunto para la sentencia de muerte que le espera a mi relación con Ángel.  Caminé por la calle. No había un alma.  La incesante lluvia y el viento helado marcaban la noche de ese 23 de enero y no esperaba tropezarme con demasiados transeúntes. Y mucho menos cuando el Real Madrid daba patadas al balón en los cientos de miles de televisores por encima de mi cabeza.  Los cuartos de final de la Champion League. Yo no sabía ni qué era eso y ni qué importancia ni trascendencia tendría aquel acontecimiento en el futuro inmediato de nuestro país.

Me detuve en seco. El escudo del Real Madrid desapareció de mi mente.

Sí. Me estaban siguiendo.

Desde hacía unos dos minutos creí que alguien seguía mis pasos. Miré hacia tras. No había nadie. Diez metros más adelante me decanté por un callejón que solía tomar casi siempre, pero por recomendación de Ángel acabé buscándome otras alternativas: “Cualquier día te van a atracar en ese callejón, o lo que es peor, te pueden dar una puñalada y dejarte seco” me decía. Pero  mis vaqueros y mi antigua cazadora bomer calados de agua hasta decir basta omitieron toda sugerencias a favor de mi seguridad.

Doblé la esquina. El callejón estaba oscuro. Demasiado oscuro. La farola, su única farola daba aliento a una luz entrecortada a punto de morir. “Cien metros. Sólo son cien metros”, me dije.

Inicié el paso. Un chasquido tras de mí. Volví la cabeza. Varias sombras me vigilaban de cerca. Tres, quizás cuatro. Aligeré lo justo para no asustarme a mi mismo.

Conseguí avanzar veinte metros más. Sorteé basura, electrodomésticos abandonados y algún pellejo negro del que antes presumiera el gato.

Otro chasquido. No me dio tiempo a girar el cuello. Una fuerza repentina desde mi espalda me lanzó contra la pared de mi derecha.

Grité sin aire al golpearme el pecho contra el ladrillo viejo bajo una escalera contraincendios. Fuertes manos me dieron la vuelta agarrando mis hombros con recio impulso.

La luz intermitente de la farola me mostró la escena de lo que estaba apunto de ocurrirme. Cuatro hombres. Dos, con chandal y zapatillas deportivas, los restantes con cazadoras de cuero y vaqueros rasgados. Sus rostros ocultos por unas máscaras que emulaban a cualquier diablo de carnaval.

El más cercano a mí me agarró por el cuello metiéndome su sucio dedo en la boca.

— Vas a ser obediente ¿verdad? No queremos hacerte daño. Sólo quiero que nos des placer a mí y mis tres colegas.

— ¡Soltadme, joder! — zarandeé mis brazos consiguiendo que otro tipo me retorciera las muñecas con una sola de sus manos.

— Ingenuo...Vas a mamar bien. ¿pero podrás con cuatro pollas a la vez? Yo creo que eso es mucho para ti. Pero por probar...que no quede.

Un tercero  llevó a clavar mis rodillas en el suelo. Y entonces fue cuando el nombrado “Amo” de la banda se desbrochó los botones de su vaquero enfrentándome a su polla.

— Abre la boca. Y ni se te ocurra hacer ninguna tontería ¿me oyes?

Me sujetaron la cabeza dos de sus colegas, otro de ellos me abrió con brusquedad los labios. El “Amo” sin ningún tipo de cuidado coló su polla en mi boca, ya erecta y dispuesta a ser mamada. Temiendo por todo aquello que me hicieran esos salvajes comencé a chupar.

— Eso es... sabía que eras un buen mamón — dijo el primero sintiendo como mi lengua viajaba húmeda por su glande. Al jefe le siguió otro de sus amigos, éste más fornido  y con una polla que me costó tragar por su anchura. Un tercero se atrevió a metérmela en la boca al mismo tiempo que se la mamaba a su compañero. Me obligaron a tragarme dos pollas  a mismo tiempo y las arcadas surgieron al instante. No me daban apenas tiempo para respirar. Sus líquidos pre-seminales se unieron con mi saliva que brillaba en hileras mientras mis labios pasaban de chupar una polla para verse al segundo invadidos por otra. Mamé las cuatro pollas venidas a mí sin moverse apenas mi cabeza. Todas con erección contundente, arqueadas y dispuestas a no dejarme ni un segundo con la boca vacía.

El último en mamar, sin yo esperarlo, se corrió en mi boca. Aún no complacido empujó mi cabeza hasta la base de su rabo al tiempo que yo evitaba ahogarme con su corrida dentro de mi boca, sin poder escupir. Mientras, sentí como me quitaban los vaqueros, los calzoncillos y me humedecían el ano con alguna de sus asquerosas manos. La polla salió por fin de mi boca pero fue tarde, el semen ya viajaba a mi estómago.

En apenas dos segundos, vi el momento de escapar pero otro de los tíos me colocó a cuatro patas sobre el cemento. Sólo la mitad de mi cuerpo se hallaba abrigada, protegida a la caída de la lluvia. Mis piernas, mi culo a expensas de los cabrones que peleaban por ser el primero en follarme. Lo echaron a suertes. El ganador: el más rubio y alto. Así que poniéndose de rodillas y mostrando la tensión en su rabo me la metió con autentica gana. Esa polla a diferencia de las dos primeras era larga pero suficientemente ancha como para que gritara. En seguida la mano del “Amo” me tapó la boca.

— No se te ocurra gritar más ¿Qué quieres? ¿Aguarnos la fiesta? Dirás que no te lo estás pasando bien ¿eh?

— Sois unos hijos de puta. ¡¡Soltadme, por favor!!

— No, hasta que nos hallamos corrido todos en tu puto culo y en tu puta cara. ¿Me has entendido?

Así hicieron. Uno por uno pasaron por mi culo. No hartos. Acabé follado por boca y culo al mismo tiempo. En pareja de dos. Turnándose para ver quién llegaba más hondo  a clavármela hasta el paladar o hasta el final de mi recto. Mi cuerpo azotado por los empujes, quedó abandonado de toda resistencia. Me dejé violar. Simplemente, me dejé violar.

No puedo recordar cuanto tiempo estuvieron follándome los cuatro. Diez minutos, o tal vez un cuarto de hora.

Cansados por ver su víctima sin apenas fuerzas para seguir recibiendo, echaron todas sus corridas en mi cara. Una a una. La mano de alguno de ellos arrastró mi mandíbula hacía abajo abriéndose de ese modo mis labios. Los chorros de semen golpearon mi lengua y tuve que tragar a exigencias del “Amo”.

Mi cara se llenó de la lefa de todos y cada uno de ellos. Sus cuatro sabores, distintos se entremezclaban en mi lengua, agrios, otros más dulces. Para acabar con la denigración me obligaron entre dos a lamer los cojones de los otro dos restantes. Por la frente me golpeaban sus rabos babosos, cómodos, tras la agresión. A exigencias del “Amo” tuve también que meter mi lengua en su culo. Mientras tragara el sudor y sabor de su ano él, el “Amo” finalizó su acto con sendas palabras:

— Has sido buen chico. Buen chico. Pero has de serlo siempre y no decirle nada a nadie porque si lo cuentas, la próxima vez que te encontremos no serán nuestras pollas las que te follen sino nuestros machetes. Tú verás lo que haces...

Volví a casa, empapado, sucio, una hora más tarde. Mis cálculos no habían sido correctos. Los cuatro cabrones se habían divertido conmigo al menos 40 minutos largos.

La mandíbula me dolía horrores y la boca invadida del sabor de sus corridas yacía en sequedad.  Mi culo ardía de dolor. Había sufrido desgarro en el esfínter de eso estaba seguro. Dejé las llaves en la mesa del recibidor. Ángel no había llegado todavía.

Me metí en el baño. Silencioso. Me duché. Me cepillé los dientes frente al espejo sin atreverme a mirarme a la cara. Después, me acosté en la cama donde Ángel me demostrara y me hiciera tantas veces su amor.

Él vino pasada la media hora. Sobre las once y media de la noche. Oí como se deslizaba por su cuerpo la ropa que vistiera aquel día y se acostó abrazándome por la espalda.

Me dedicó unas palabras antes de que yo conciliara el sueño.

— ¿Es eso lo que quieres? ¿Lo he hecho? — me preguntó casi en susurro.

— Sí  — le contesté con las lágrimas fluyendo por mi sonrisa.

— Te quiero y quiero que seas feliz.

— Ahora soy feliz. No volveré a reprocharte nada.

— Dime, ¿pensaste en abandonarme?

— No, Nunca.

— Entonces lo repetiremos. Siempre que me lo pidas.

Ángel me besó en el cuello. La piel se erizó.

— Te quiero — Me acarició con su voz.

— Y yo, mi Amo.

Ángel apagó su lamparita de noche no sin antes contemplar las cuencas vacías que daban forma a los ojos de una máscara de cualquier diablo de carnaval.