Violada en las fiestas del pueblo 2 : Caperucita
Después de pasar una noche de la que no recuerda nada, mi madre vuelve al bosque a buscar una medalla que ha perdido, pero nos esperan nuevas sorpresas.
La luz del nuevo día entró por la ventana y me despertó en mi cama.
Estaba empalmado pero con unas ganas enormes de mear.
Escuché sin oír ningún ruido en toda la casa, así que me levanté y, sin calzarme para no hacer ruido, salí de mi dormitorio, cerrando la puerta, y fui al cuarto de baño que estaba en el pasillo.
Recordé la noche anterior, lo que la hicieron a mi madre y lo mucho que me gustó presenciarlo.
Meando, caí en la cuenta que la puerta de mi dormitorio no estaba cerrada con llave y ayer si, por lo que alguien, posiblemente la bruja de Merche, la desbloqueará en la noche, sin que yo me diera cuenta.
Me excite pensando que posiblemente la puerta del dormitorio donde durmiera mi madre también estuviera abierta, así que, una vez hube orinado, hacia allí me dirigí sin hacer ruido.
Efectivamente el picaporte giró despacio y, empujando con cuidado la puerta, la abrí lo suficiente para mirar dentro del dormitorio.
Allí estaba mi madre, tumbada en la cama, boca arriba, con las tetazas al aire y su diminuta alfombrilla de pelo cubriéndola su vulva, que tantas veces la habían violado la noche anterior.
Parecía que dormía, por lo que armándome de valor, entre en la habitación y, cerrando la puerta sin hacer ruido, me acerqué de puntillas a la cama.
Tenía la cara mirando hacia la ventana, con los ojos cerrados y su pecho subía y bajaba por la respiración de un sueño profundo.
Me quedé deslumbrado mirando su cuerpo desnudo.
Era la primera vez que lo veía así, tan cerca de mí, tan hermoso, tan blanco, tan indefenso a mis miradas, tan vulnerable a lo que cualquiera quisiera hacerla, a lo que yo quisiera hacerla.
Viéndola así, tan sensual, tan maravillosa, me pareció lo más lógico lo sucedido la pasada noche, que la hubieran desnudado completamente y que hubieran disfrutado de su cuerpo.
Sus enormes tetas descansaban sobre su tórax, pero sin perder su forma redonda, y me entraron unas ganas locas de poner mis manos encima, amasándolas, sobándolas, pero me contuve a duras penas.
Surgiendo de unas aureolas grandes y de color casi negro, surgían sus pezones, ahora retraídos, no como la noche anterior que parecían cerezas maduras a punto de explotar, sobre todo cuando la mujer las lamía con fruición.
Descendiendo mi mirada por su vientre plano, sin una pizca de grasa, bajo el ombligo perfecto, llegue a su vulva, hinchada y jugosa como un higo maduro, preparada otra vez para ser sobada y penetrada hasta la extenuación.
Entre la franja de pelo que cubría su vulva se podía ver la raja que separaba sus labios, y recordé como enormes pollas, tiesas, gruesas y duras, surcadas de venas abultadas y azules, desaparecían por la entrada de su vagina, para volver a aparecer nuevamente, como si fuera un milagro, para desaparecer a continuación, en un baile que se prolongaba durante varios minutos, con distintos dueños, hasta explotar, con gritos de placer, en un río de esperma que lo cubría todo, derramándose por los muslos, pechos y cara de mi madre.
La miré sus muslos, fuertes y torneados, así como sus piernas largas de finos tobillos finalizando en unos pies hermosos de largos dedos con uñas de color perla.
Sobresaltado, la miré a la cara, por si se había despertado sin que yo, en mi minucioso análisis, no lo hubiera detectado, pero dormía apaciblemente, por lo que volví a fijarme en sus formidables tetas, que atraían todos mis deseos, y, sin encontrar ninguna razón que lo evitara, me apoyé con cuidado en la cama, entre sentado y arrodillado, y reclinándome hacia adelante, acerqué mi boca a una de sus tetas, y la besé un pezón.
Sin apartar mis labios, levanté mi mirada para ver si se había despertado, pero seguía como antes, por lo que aproveché para, tocando con la punta de mi lengua su pezón, saborear su carne, y ¡me encantó!
La punta dio paso a lametones, largos lametones en sus pezones y en sus tetas, que emocionado iba dando sin ningún reparo.
Una de mis manos se metió entre sus muslos, moviéndose mis dedos entre los labios de su vulva, hasta que localice algo abultado y blando, su clítoris, y empecé a juguetear con él, notando como poco a poco iba aumentando su tamaño y su dureza.
Aprecié como mi madre se retorcía, se retorcía de placer, y gemía con un ronroneo que me recordó a una gata en celo.
Sin de dejar de disfrutar del momento, volví a mirar a la cara de mi madre, pero se negaba a abrir los ojos, a despertarse, por lo que volví toda mi atención a darla placer.
¡Un auténtico grito de placer salió de su boca, inundando toda la habitación!
Al momento oí ruidos en la planta de abajo, pasos que subían apresuradamente por las escaleras, y, dejando a mi madre, me lancé a la ventana, saliendo disparado por ella, hasta casi caerme del tejadillo situado debajo, y precipitarme de cabeza al vacío.
En el momento que salía por la ventana, la puerta del dormitorio se abrió de golpe, y oí la voz de Merche chillando muy enfadada:
- ¡Será zorra, la muy puta! ¿No está soñando que se la follan otra vez y encima se corre del gusto?
Se oyó ahora la voz de Javi detrás de ella:
- ¡Déjame a mí ahora! ¡Si quiere más rabo, la zorrita, lo va a tener ahora mismo! ¡Se va a hartar de rabo!
Merche, frenando momentáneamente su ímpetu, le dijo:
- ¡Espera! ¡que bajo rápido a por una cámara de fotos!
No tuvo que esperar más que unos breves segundos, porque enseguida debió aparecer con la cámara.
Levanté con cuidado la cabeza para mirar por la ventana, y lo primero que vi fueron los glúteos fibrosos de Javi que estaba totalmente desnudo, casi de espaldas a la ventana y mirando hacia la cama donde yacía desnuda mi madre.
Su espalda estaba cubierta de un vello negro e hirsuto, como el de un lobo, y, en ese momento, me estremecí de miedo.
A su izquierda, Merche no paraba de hacer fotos de mi madre tumbada en la cama y, al menos, en apariencia totalmente dormida.
Se alejaba, se acercaba, buscaba detalles, y, si no hizo más de quince fotos en un momento, no hizo ninguna.
A una indicación suya, Javi se fue hacia mi madre y agarrándola por las caderas la desplazó hacia el borde de la cama.
En ese momento reparé en el cipote de Javi, tieso como un palo y del tamaño de un vaso de cubata, que emergía de una buena mata de pelo algo canosa con unos cojones peludos del tamaño de bolas de billar.
Esta vez el cipote estaba cubierto por un preservativo, y me recordó a un largo paraguas dentro de su funda, listo para ser desenfundado.
Sonreí por un momento al recordar la limpieza que Merche realizó la pasada noche de mi madre, y supuse que quería tomar las medidas necesarias para no volverlo a hacer, aunque fuera disminuyendo el placer de su pareja.
Javi la levantó las piernas, colocándoselas sobre su pecho, y procedió a restregar su cipote sobre la vulva de mi madre, sobre su perineo y hasta por su ano, una y otra vez, arriba y abajo, con insistencia, hasta que, en un momento determinado, el enorme pene fue poco a poco desapareciendo por la entrada a la vagina.
La sujetó por las caderas y puso una rodilla sobre la cama para proporcionarle un mayor impulso en sus embestidas.
La verga aparecía y desaparecía dentro de la abertura, una y otra vez, cada vez más rápido y con más energía, hasta que el hombre, rugiendo como un león, disminuyo en un instante sus ímpetus y se detuvo. ¡Se había corrido el muy hijo de puta dentro de mi madre!
Todo esto lo había fotografiado Merche, sin perder un solo detalle, gastando todo el carrete de fotos en el polvazo que la acababan de echar a mi madre.
Una vez echado el polvo, desaparecieron con la misma celeridad con la que habían entrado, cerrando la puerta detrás de ellos. Les oí bajar las escaleras, comentando entre ellos.
No me atreví a volver a entrar en el dormitorio, no vaya a ser que volvieran, pero me juré a mí mismo que acabaría lo que había empezado. No sabía en aquel momento con exactitud como quería acabarlo, pero lo que si quería era tener una grandiosa corrida motivada por mi madre. ¡Y vaya si la tuve! ¡y más de una!
Volví a mi dormitorio y me eche en la cama, hasta que al final me quede dormido.
Cuando desperté eran casi las doce de la mañana, por lo que me vestí y salí de mi habitación.
La puerta del dormitorio de mi madre continuaba cerrado y estuve a punto de volver a abrir por segunda vez la puerta, cuando Merche me llamó desde abajo y comenzó a subir las escaleras, diciéndome, en un tono bastante imperativo, que bajara a desayunar.
Eso hice sin dudarlo, pero no sin dejar de echar un último vistazo a la deseada puerta.
Ya abajo, en la cocina, la anfitriona, bastante antipática, al menos me dio con un tono bastante agrio los buenos días, y me preguntó, sin interesarla lo más mínimo, si había dormido bien, indicándome a continuación lo que tenía para desayunar.
Me tomé un cola-cao y dos rebanadas de pan con mantequilla, y, si no tomé más, fue porque eso fue lo único que me ofreció. Lo vivido la pasada noche, lejos de quitarme el apetito, me había proporcionado un hambre feroz.
Después de desayunar, esperé un rato para ver si bajaba mi madre, pero Merche me dijo que estaría muy cansada ya que ayer se acostaron tarde y, recalcando las palabras, bebió demasiado, por lo que me dijo que saliera a jugar a la calle, que podía ir al río como hacían los niños de mi edad y seguro que allí encontraría alguno para jugar.
No me atrevía a dejar a mi madre a merced de esta arpía, que a saber qué es lo que ahora querría hacerla.
Mi imaginación desbordante la suponía asesinándola y escondiendo su cuerpo troceado en el bosque, pero, para no levantar sospechas, la dije, como un niño bueno e inocente, que iría a jugar al río y, dicho esto, salí a la calle, pero no me fui lejos, sino que me escondí en la parte de atrás de la casa, entre unas cajas, esperando que saliera mi madre.
Me desperté sobresaltado, acurrucado en mi escondite, cuando me pareció oír la voz de mi madre y me acerqué a la entrada a la casa.
Estaba en la cocina, hablando con Merche mientras tomaba algo para desayunar.
No me atreví a pasar a la cocina para que Merche no se diera cuenta que no me había ido al río, pero me quedé, cerca de la puerta, escuchando.
De pronto, mi madre dio un grito, que hizo que mi corazón brincara en mi pecho, casi saliéndose de mi cuerpo.
Lo primero que me vino a la cabeza era que la habían vuelto a arrancar su vestido, dejándola totalmente desnuda para volver a follársela, ahora en la cocina, pero lo que dijo a continuación me dejó más tranquilo.
¡Su medalla! ¡No tenía su medalla! ¡Y recordaba que anoche la llevaba puesta en el cuello!
Merche comentó irónicamente que no recordaba que la hubieran quitado precisamente su medalla.
Vi como mi madre salía atropelladamente de la cocina, sin darse ni cuenta que yo estaba muy cerca, y subió corriendo las escaleras.
Desde abajo pude ver como las piernas desnudas de mi madre zapateaban apresuradamente los escalones, bajo un vestido de un color rojo intenso con la falda muy corta, como a ella la gustaba llevar.
Me escondí por si salía también Merche, pero, lejos de hacerlo, la oí reírse en la cocina.
A los diez o quince minutos, volvió a bajar mi madre.
Estaba angustiada. Había buscado arriba y no lo había encontrado. ¡Era un regalo de mi padre al que tenía un especial cariño!
Merche expresó la posibilidad de que la hubiera perdido anoche en el bosque, no sería lo único que hubiera perdido, ya que bebió demasiado e hizo cosas que lo mejor era olvidar por el bien de su matrimonio.
Dado su estado de nervios, creo que mi madre lo único que entendió fue la palabra “bosque”, y salió muy deprisa de la casa, gritando muy nerviosa que allí se iba a buscar.
Desde la puerta por donde acababa de salir mi madre, reparé cómo se alejaba a paso ligero, levantándose, en cada saltito que daba, la faldita de su vestido, enseñando sus glúteos macizos, apenas cubiertos por un minúsculo tanga también de color rojo a juego con el vestido.
Iba a salir detrás de ella para ayudarla a buscar la medalla, cuando oí que Merche llamaba por teléfono desde la cocina.
Me acerqué lo suficiente para escucharla como chillaba ansiosa:
- ¡No te lo vas a creer! ¡No se ha ido la muy zorra moviendo su culito, ella solita al bosque! ¡Dice que ha perdido algo así como una medalla que la había regalado el cornudo de su maridito! ¡Y de sus bragas no ha dicho nada! ¡Debe ser normal para ella despertarse totalmente desnuda en una cama que no es la suya! ¡Y con el chocho chorreando, no precisamente de agua!
Algo debieron de comentarla al otro lado del teléfono, porque una risotada muy desagradable salió de su garganta, silenciando por momentos sus palabras, para luego continuar.
- ¡Pero si lleva, la muy zorra, un vestido rojo chillón que pide a gritos que se lo arranquen y se la follen! ¡Será zorra, la muy guarra! ¿Qué se cree que es?, ¿Caperucita Roja? ¡Pues va a encontrar más de un lobo feroz hambriento de chocho jugoso que se la coma!
Se quedó escuchando un rato, afirmando de vez en cuando, para decir a continuación:
- ¡Si, si, tíratela, por todos sus agujeros, que no falte ninguno! ¡Lo de la máscara me parece genial para la ocasión! ¡Y dale todo lo que se merece! ¡Que eso es precisamente lo que está buscando, no la medallita de los cojones, sino que la echen un montón de polvos bestiales!
Escuchó algo más, para finalizar diciendo:
- ¡No, no voy a ir, la tienes en exclusiva para ti, en cuerpo y alma, para que hagas con ella lo que a tu polla se le antoje! ¡Nadie te va a molestar!
Y colgó.
Me quedé perplejo por lo que acababa de oír, aunque iba en línea con lo de la noche anterior.
Pude apenas ocultarme, cuando salió Merche de la cocina, y se dirigió hacia la puerta por donde se había ido mi madre, pero ya había desaparecido camino del bosque donde querían volver a disfrutar de su cuerpo.
Se quedó trasteando cerca de donde yo permanecía escondido, lo que me mantuvo inmóvil hasta que, pasados unos minutos, subió por las escaleras y yo pude al fin salir de la casa.
No me fui directamente por donde se marchó mi madre, sino que tomé un camino que consideré más adecuado para que no me viera la arpía desde la casa, aunque eso significó dar un rodeo, entrar por otra parte del bosque y perder varios minutos.
No encontré a nadie dentro del bosque.
Todo parecía indicar, como bien había vaticinado Merche, que nadie podría evitar que mi madre fuera nuevamente violada.
Si la pasada noche tomé un camino de subida desde el pueblo hacia las hogueras, ahora el camino que tomaba, que ya nos lo había enseñado Merche el día anterior, me permitía observar desde arriba las explanadas donde ardieron las hogueras.
Lo primero que vi fue una mancha roja chillona, moviéndose abajo, en una de las explanadas, la más alejada del pueblo, donde anoche se la pasaron por la piedra.
Era imposible no ver su vestido rojo, que, ¡gracias a Dios!, todavía llevaba puesto.
Estaba sola caminando despacio en una parte despejada del bosque, próxima a los restos de una hoguera, buscando por el suelo, arrodillándose de vez en cuando, moviendo piedras y ramas.
No vi a nadie más, por lo que empecé a bajar lo más rápido que pude por la pendiente cubierta de pinos enormes que llegaba a donde ella estaba.
Todavía tenía la esperanza de evitar que fuera nuevamente violada.
Ya estaba prácticamente en la explanada, cuando distinguí un poco más abajo a mi madre, más bien el rojo de su vestido, que estaba sola a más de cien metros de donde yo estaba, con la vista fija en el suelo.
Me acerqué por la pendiente, entre los árboles, hacia donde estaba, pero cuando estaba a poco más de diez metros de ella, a punto de decirla algo, detrás de ella, vi a un hombre con la cabeza cubierta con una máscara peluda que podría ser de lobo, que se movía en silencio hacia ella.
Instintivamente me eché al suelo, detrás de un tronco de árbol caído, para que no me viera.
Después de unos segundos de duda, temiendo que me hubiera visto, me arrastré un poco siempre tapado por el tronco y, entre la maleza, vi como el hombre-lobo continuaba acercándose a mi madre,
Debió hacer algún ruido, porque mi madre se giró cuando estaba a poco menos de dos metros de ella.
Los dos se quedaron inmóviles, sorprendidos, sin decir nada y dudando qué sería lo siguiente que deberían hacer.
Entonces el hombre-lobo se dirigió a ella con voz zalamera:
- Buenos días, Caperucita.
Mi madre no dijo nada y el hombre-lobo continuó con el mismo tono.
- ¿Dónde vas, Caperucita, tan solita por el bosque con ese vestidito tan sensual?
Como mi madre todavía no hablaba, volvió a decirla:
- ¿No sabes, Caperucita, que puede haber hombres malos que, al verte tan provocativa, quieran disfrutar de tus más que evidentes encantos?
Mi madre balbuceando, logró articular con voz tímida y temblorosa:
- Voy en casa de mi abuelita, que está enferma.
Una risota bestial salió de la boca del hombre-lobo, que junto con la respuesta dada por mi madre, me dejó atónito y con piel de gallina. ¿En qué demonios estaría pensando para dar esa respuesta?
El hombre lobo la dijo ahora:
- ¿Y que la llevas, Caperucita? ¿No me dirás, Caperucita, que la llevas un tarro de miel, porque sin cestita y con un vestidito tan pequeñito, solamente puedes llevarlo debajo de tus braguitas, entre tus piernas, y, si es así, yo también quiero probar ese manjar tan dulce y sabroso?
La oí rectificar, también con voz temblorosa.
- Voy en casa que me están esperando para comer.
El hombre-lobo la respondió con un tono amenazador:
- ¿Me dejas, dulce Caperucita, probar tu miel?
Mi madre, ahora más suelta, pero con una voz tímida que reflejaba un miedo enorme, le dijo:
- No me haga daño, señor lobo, por favor, que seré buena y haré todo lo que usted desee.
- Pues en ese caso, dulce Caperucita, déjame ver donde guardas tus preciados manjares.
Y ante la pasividad de mi madre, la ordenó:
- ¡Desnúdate! O ¿prefieres que te desnude yo, dulce Caperucita?
En ese momento me fijé más en su vestido, ligero, sin mangas y con minifalda. Tan ligero y ajustado que casi era transparente, marcando la escasa ropa interior que llevaba debajo, así como sus sugerentes formas.
Reparé en el enorme escote que permitía una amplia panorámica de sus enormes y erguidos pechos, con el canalillo en medio, llegándose a ver su sostén también de un rojo intenso, y casi sus pezones.
Su minifalda era tan corta, que dejaba ver prácticamente toda la extensión de su pierna, permitiendo casi percibir la parte inferior de sus nalgas.
¿Dónde habría conseguido mi madre ese vestido tan, digamos, sugerente? ¿Era adecuado para salir a la calle o lo utilizaba para excitar a mi padre o a quien fuera para que se la follara?
Me pregunté si realmente mi madre había vuelto al bosque buscando una medallita, o si lo que buscaba era que se la volvieran a follar, poniendo siempre como excusa que la habían forzado a mantener relaciones sexuales.
Quizá el hombre-lobo tenía razón, e iba proporcionar a mi madre lo que deseaba.
Mi madre comenzó a desabrocharse los botones que tenía por delante, y cuando había acabado de hacerlo, cogió su falda y se la subió, quitándose el vestido por la cabeza.
Un silbido de admiración salió de los labios del hombre-lobo, que comentó admirado:
- ¡No solamente llevas miel entre las piernas, querida niña, sino también un jugoso higo y un buen par de sabrosos melones!
Al quitarse el vestido, mi madre se quedó prácticamente desnuda, sino fuera por su diminuto tanga rojo chillón y su minúsculo sostén del mismo color.
¡Fue verla así, y automáticamente mi pene se irguió y se puso aún más tieso y duro!
Sus enormes tetazas rebosaban el sostén, estando uno de sus pezones saliendo por encima y el otro a punto de hacerlo.
Su tanga minúsculo la cubría a duras penas la vulva, aunque su tamaño era lo de menos, porque se transparentaba dejando ver la fina franja de pelo que cubría sus labios vaginales. Por detrás una tira estrecha, casi inexistente sujetaba su tanga, estando el resto entre sus glúteos macizos y respingones, sin una pizca de celulitis ni manchas, de un blanco inmaculado.
El hombre-lobo dudó si desnudarla totalmente para follársela o follársela así, ya que era imposible imaginar cual era la más excitante opción, así que pospuso la decisión a estar él también desnudo preparado para comerse a mi madre-Caperucita.
Se quitó rápidamente la camiseta que llevaba, enseñando un pecho también digno de un auténtico hombre-lobo por la cantidad de vello que lo cubría.
Se bajó el pantalón vaquero y se lo quitó, para quedarse solamente con un bóxer ajustado de color blanco que marcaba debajo su abultado paquete y un enorme cipote tieso y duro, así como el calzado deportivo que llevaba en sus pies.
Mi madre, mientras tanto, se quedó quieta, tapando sus senos con su recién quitado vestido, observando como su más que probable follador se preparara para entrar a eso, a follar. No sé si era la fascinación que sentían las víctimas instantes antes de ser sacrificadas, algo así como el silencio de los corderos en el matadero.
El hombre-lobo volvió a dirigirse a ella:
- ¡No tapes tus dulces encantos, mi querida niña, que bien merecen un buen repaso antes de que los devore!
Mi madre soltó su vestido y dejo que cayera al suelo, quedando a sus pies.
El hombre lobo en ese momento, se quitó la máscara, enseñando su cara que asemejaba a un lobo de dientes largos y afilados, dejándolo también caer al suelo.
¡Era Javi, el compañero de Merche, aunque parecía otro, más fiero, una bestia en celo que buscaba disfrutar de mi madre!
Sonriendo con una sonrisa feroz, estiró sus zarpas, asiéndola por los brazos y, tirando de ella, la pegó a su cuerpo.
Bajó sus garras a sus glúteos y, asiéndolos, la susurró al oído:
- Ya verás, mi querida niña, como disfrutas del banquete que voy a darme contigo.
Dicho esto, la lamió la oreja con una lengua enorme y sonrosada, para a continuación, besarla en la boca, mientras con sus zarpas la acercó aún más a él.
Estuvo así un buen rato, morreando furiosamente con ella, metiéndola su lengua en la boca y sobándola los glúteos, incluso debajo del tanga, entre sus nalgas, en sus agujeros.
Bajo su cara a sus pechos, y comenzó a restregarse por ellos, besándolos, chupándolos, lamiéndolos y mordiéndolos a su antojo, mientras mi madre comenzó a gemir de placer.
Las cintas del tanga de mi madre habían sido movidas a un lado, fuera de la raja de su culo, mientras una de las manos del hombre-lobo la sujetaban con fuerza por las nalgas y los dedos de la otra mano sobaban insistentemente la vulva desde detrás.
Mi madre no paraba de gemir, cada vez más alto, pero antes de que se corriera, el hombre-lobo sacó sus dedos de la vulva de mi madre, y poniendo sus manos sobre sus glúteos, la levantó del suelo.
Los músculos de los brazos del hombre-lobo se hincharon por el esfuerzo, surcados por un río de venas azules y abultadas.
Mi madre en ese momento se abrió de piernas, colocándolas en torno a la cintura del hombre-lobo, que se bajó el bóxer por delante, sacando su verga, enorme, tiesa, erguida, algo torcida hacia su izquierda y cruzada de hinchadas venas azules.
En ese momento más que un pene, lo que vi fue el rabo de un lobo salvaje con el que quería follarse a mi madre.
Apoyo a mi madre sobre un árbol, moviéndola aún más su tanga para dejar más expuesto su conejito y, tanteando con su enorme rabo entre las piernas de mi madre, atinó con la entrada a su vagina, metiéndolo poco a poco, hasta que desapareció dentro.
Comenzó a bombear cada vez más rápido, con más energía, jadeando cada vez que se la metía, mientras que mi madre comenzó nuevamente a gemir, abrazada al cuello del que se la estaba follando.
Los fibrosos glúteos del hombre-lobo se movían cada vez con mayor celeridad, pero no lograba consumar, así que la desmontó y, bajándola al suelo, la hizo que se girara, dándole la espalda, y la obligó a apoyarse en un tronco de árbol caído, con las piernas abiertas y con el culo en pompa.
Ahora tanteó con su rabo por detrás, volviéndola a penetrar.
Cabalgó sobre ella, como un lobo salvaje que fornica a una perra en celo, pero sujetándola por las caderas para follársela mejor.
Las tetazas de mi madre estaban ya fuera de su diminuto sostén, moviéndose caóticamente adelante y atrás por las embestidas a las que la estaba sometiendo.
Las nuevas embestidas, jadeos y gemidos siguieron durante unos minutos, hasta que el follador emitió un largo y potente aullido que debió llegar hasta el pueblo y me heló la sangre.
¡El hombre-lobo al fin se había corrido!
La desmontó y la dio un par de sonoros azotes en las nalgas, que fueron acompañados de grititos de mi madre, diciéndola a continuación:
- ¡Ya puedes irte a la casa de la abuelita, dulce Caperucita! ¡Ya he disfrutado de tu miel y de tus sabrosos melones!
Se puso su ropa, sin dejar de mirar el culo a mi madre y recogiendo su máscara, se marchó silbando alegremente por donde había venido, sin echar la vista atrás en ningún momento.
La canción que silbaba me resulta vagamente familiar, era algo así como “¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, feroz?”
Mi madre, mientras él se vestía, se incorporó y se apoyó en el árbol, dándole la espalda.
Una vez se hubo ido, se puso poco a poco en movimiento, girándose la pude ver mejor las tetas.
Sus tetazas, encima del pequeño sostén rojo, lucían espléndidas, aunque también de un rojo chillón por el magreo a las que habían estado sometidas.
Su diminuto tanga al estar movido, permitía ver el conejito que acaba de ser devorado por el lobo, y sus nalgas, también coloradas, brillaban después de tanto sobe y azote.
Mirando siempre hacia donde se había ido el hombre-lobo, se apoyó en el árbol, puso sus dedos sobre su vulva y comenzó a masturbarse violentamente. La volví nuevamente a oír como gemía fuertemente, así como el ruido que hacía al masturbarse.
Un fuerte chillido significó que había acabado de masturbarse, y después de unos segundos de calma, se limpió la mano con la que se había masturbado en la corteza del árbol.
Antes de ponerse el vestido, metió sus pechos dentro del sostén y colocó su tanga tapando sus agujeros violados.
Ya vestida se fue también por donde se había marchado el hombre-lobo, despacio, sin prisas, no se sabe muy bien si era para que se marchara su violador o para que llegara otro que ocupara su lugar follándola.
Desde luego, voluntarios no la faltaban.
Cuando mi madre despareció entre los árboles llegó mi turno.
Dejé que mi pantalón y mi calzoncillo cayeran a mis pies y me la menee de forma frenética.
En pocos segundos un chorro de esperma salió de mi pene salpicando el árbol donde se habían follado a mi madre.
Ya más relajado, también empecé a descender hacia el pueblo, no sin antes advertir que alguien se movía por encima de la pendiente donde yo estaba, a unos quince metros.
Era un guardabosque, aunque a mí me pareció un leñador, que me guiñaba un ojo, sonriendo de oreja a oreja, antes de subir alejándose de donde estaba.
¡Había presenciado todo, el muy cabrón!