Vielen Dank

En la guerra no sólo hay pólvora en el aire y odio en los corazones...

"… Casi dos meses después de firmar el armisticio, Austria decide proclamar la República. Se espera que en los próximos días Hungría haga lo mismo; dando fin, oficialmente, al Imperio Austro-Húngaro." Dobló el periódico y lo puso en sus piernas, quedándose observando al hermoso joven en la camilla.

Desde que supo que el joven pertenecía al Ejercito Imperial Austrohúngaro, y que había sido herido en la batalla del Piave; siempre buscaba el diario y le leía las noticias sobre su país, quien ganaba, donde perdían, cuantos morían, que decidían los líderes; en fin, cualquier cosa, con tal de estar a su lado y poder observar cada línea dibujada en su musculoso cuerpo, el brillo de la luz sobre sus dorados cabellos, e imaginando que había debajo de las sábanas. Al principio se decía a si mismo que lo hacía para ver alguna reacción, por si acaso alguna noticia le conmovía y ser el primero en verle, pero ya no le importaba por qué lo hacía, simplemente lo disfrutaba.

Cuando estaba ahí aprovechaba para cambiarle las vendas. Acariciaba con ternura su piel, masajeaba su cuerpo como si moldease un ángel, trataba sus heridas con la mayor delicadeza y siempre se aseguraba de que su soldado favorito se sintiese a gusto. Y es que el joven guerrero en medio de su estado aletargado no era indiferente a los mimos del enfermero, cada vez que este le tocaba le respondía con gemidos, gestos y ocasionalmente, erecciones. Es probable que a partir de la primera erección el italiano haya decidido visitar más frecuentemente a este herido en particular, pero realmente el ambiente no daba para fantasías ni momentos de lujuria, los quejidos de los demás heridos, los doctores haciendo visitas y uno que otro nuevo ingreso llamaban al enfermero nuevamente a la podrida realidad.

El austriaco siempre quedaba respirando aceleradamente luego de las caricias del amoroso italiano, claro indicador de que sí sentía, y mejor aún que lo que sentía le gustaba. Había sido herido cuando una granada enemiga estalló cerca de su trinchera, no se sabe de la suerte de sus demás compañeros, más el logró sobrevivir, sus heridas no eran severas, pero un golpe en la cabeza lo dejó en semi coma y en la oscuridad de la ceguera. Pensó que en la guerra encontraría la muerte, o si no, al menos se borrarían de su mente y de su corazón todos los rastros de aquel amor que le atormentaba. La brutalidad de las batallas casi lo lograba, sin embargo, este hombre que le hablaba de su país con acento mediterráneo y lo tocaba con la delicadeza de un amante, traía a su cuerpo nuevamente esa mezcla de miedo y placer que atraviesa nuestros nervios la primera vez que un hombre nos toca, poniéndonos la mente en blanco y los cinco sentidos en alerta.

Cada vez que aquellas manos posaban su calidez en su cuerpo se le volvía a cortar la respiración y se crispaba su piel, una ola fría le recorría por dentro y chocaba en sus entrañas con otra ola caliente formando el mismo remolino de emociones que casi le lleva a la muerte durante su adolescencia a orillas del Danubio, todas aquellas imágenes de placer imposible volvían a su cabeza opacando inclusive a la crudeza de las batallas. Quería hablar, preguntarle quién era, detener su mano, pero su cuerpo no le respondía. Solo le quedaba esperar por el siguiente día.

El italiano también esperaba que llegara la hora de visitar a aquel soldado enemigo; su día abandonaba el gris y se tornaba de colores desde el momento en que tomaba el diario en alemán y se dirigía a la camilla 12-B.

De tanto observarle, ya le conocía mejor que a sí mismo, al punto de pensar que el joven austriaco últimamente parecía atender a la lectura. Seguía igual de callado, igual de inmóvil, igual de bello; pero no respiraba igual, el gesto en su cara no era el mismo de los primeros días. Pensó que quizás la lectura y los masajes estaban surtiendo efecto en el soldado y ya estuviese empezando a reaccionar. Resolvió en agudizar la observación mientras leía. Nada sucedió.

Siguieron pasando los días y el austriaco no despertaba del largo sueño que le impusieron, sin embargo el italiano seguía percibiendo el mismo cambio de actitud cuando lo visitaba. Como respuesta, nuestro enfermero decidió alargar la sesión de masajes y las respuestas a sus caricias se hacían cada vez más frecuentes; los gemidos eran audibles, la temperatura de su cuerpo aumentaba, algunos de sus músculos se templaban, sus dedos poco a poco empezaron a moverse, y el italiano notó inclusive que se encorvaban como garras.

En las noches los recuerdos de sus visitas al herido subían la temperatura bajo las sábanas. El austriaco se aparecía en su mente con los ojos abiertos, diciéndole cuanto lo deseaba, y consumaban su pasión con fogosas caricias, sus manos ya no temían lastimarlo y se aferraban a sus carnes, recorría con lujuria cada músculo en su cuerpo y lo besaba como tratando de sacarle el alma por la boca o más bien intentando fundir su alma con la de aquel y volverse uno solo. En las noches, en su mente, el soldado estaba en todas las posiciones menos yaciendo inmóvil.

El odioso día que tanto temía llegó con la primavera. Ya finalizada la guerra, los ejércitos volvían a sus países de origen y con ellos sus heridos y algunos prisioneros. Una mañana de primavera el enfermero se enteró del inminente regreso de los pacientes a sus tierras, incluyendo a su querido austriaco. El italiano sintió que su alma se rompía en pedazos y se desparramaba por el suelo como polvo. El resto del día realizó sus labores más callado de lo normal, estaba taciturno, lo había invadido esa patética nostalgia que se siente por las cosas que no pasaron. Le tomó mucho coraje, pero tomo una decisión: esa noche consumaba sus deseos.

Luciano, que era el nombre al que respondía el enfermero italiano, desde muy joven sintió atracción por otros varones; sin embargo, los convencionalismos y el fuerte machismo de la sociedad en que vivía le obligaron a reprimir sus instintos al igual que otros muchos de su época. Tras la entrada de Italia en la guerra, fue llamado a servir en el ejército; sin embargo, durante un desliz carnal con un compañero de armas fue descubierto por un superior. Debido a la enorme necesidad de personal no fueron aprisionados, pero los dieron de baja y los enviaron como enfermero y camillero, cada uno a ciudades distintas.

Estando ya en el hospital sirviendo como enfermero, Luciano agradeció su suerte al ver los cuerpos despedazados de los guerreros. Sin embargo, uno de estos heridos encendería nuevamente su libido y le haría conocer el amor. Ya sabemos de quién hablamos.

Pues bien, como dijimos antes, Luciano decidió que sería Dieter, como se llamaba el austriaco, con quién terminaría de explorar su sexualidad. Esa noche salió sigilosamente del cuarto común del personal sanitario y se dirigió a la sala de heridos.

Ya había estado de guardia en noches anteriores por lo que sabía que la sala donde descansaba su soldado no era visitada en las noches por no haber heridos de gravedad. Caminó por el pasillo y llegó a la cama de su amado. Se detuvo y lo observó yaciendo como siempre, sin embargo, repentinamente sintió que lo que hacía estaba mal; sería una especie de violación, y lastimaría al soldado física y moralmente.

Así estuvo un largo rato inmóvil frente a la cama, recordó que las heridas de Dieter habían mejorado bastante al igual que su percepción del mundo exterior. La tos seca de otro convaleciente lo llamó a la realidad, se animó a proseguir y resolvió que si notaba algún gesto negativo por parte del austriaco abandonaría la misión. Dieter no podía dormir esa noche, tenía el presentimiento de que algo sucedería, sus sentidos estaban más alerta de lo normal; por eso, antes de que Luciano realizara el primer movimiento, él sabía quien era el visitante, conocía su olor, la energía que irradiaba.

En italiano creyó ver a Dieter ladear su rostro hacia él, pensó que eran sus nervios, así que decidió actuar antes que lo traicionaran. Con sus manos frías sostuvo el cuello de Dieter, acercando sus labios a los de aquel, recreando el anhelado primer beso. Fue un beso cerrado y delicado, pero bastó para despachar el frío de su cuerpo, inmediatamente sintió como la sangre corría más deprisa por sus venas calentando todas sus extremidades, haciendo inclusive que alguna de ellas aumentase su tamaño.

Quiso ver los ojos de su amado, pero la venda seguía ocultando su mirada. No notó ninguna reacción en el austriaco, pero continuó con su labor. Ahí, en medio de aquella sala llena de cuerpos masculinos reposando, se despojó de sus ropas; su cuerpo era fibroso pero bien ejercitado, de carnes blancas y lampiñas que combinaban a la perfección con sus ojos grises. Sus brazos fuertes con las venas marcadas y piernas duras y largas se pelearían por la atención de cualquier observador, sin embargo, era su culo jugoso y abundante en carnes lo que nos haría delirar si pudiésemos observarlo mientras quitaba las sábanas que cubrían a otro ejemplar masculino digno de estatua griega.

Durante tanto tiempo aquellas sábanas le habían impedido observar la belleza del ario en toda su plenitud, también lampiño y de tez blanca, era más delgado que el hombre que estaba dispuesto a hacerle suyo. Luciano se las arregló para tumbarlo de lado, quedando Dieter de espaldas a él. Observó sus nalgas blancas y redondas y sintió como una especie de locura animal invadía su cuerpo. Sólo pensaba en adueñarse de ese cuerpo y abandonarse a disfrutar de los más exquisitos placeres junto a este. Su verga se encontraba ya hinchada el máximo de sus posibilidades, y en su cabeza cubierta por piel, empezaban a chorrear los primeros líquidos seminales.

El italiano se abandonó a sus instintos y se abalanzó sobre aquel cuerpo, no se percató de los ruidos de la camilla, ni pensó en que alguien pudiera escucharle; para el sólo existía esa camilla donde yacía el cuerpo más hermoso que hubiese visto antes.

Se acostó ladeado por detrás de Dieter y besó el hombro del austriaco con insólita pasión. Cruzó su brazo izquierdo por debajo del cuello del ario y con su mano izquierda sostuvo la del rubio. Mientras, su mano derecha recorría las piernas de Dieter y subía por el cuerpo de este hasta detenerse en la cintura de éste. Su verga estaba desesperada por entrar a las carnes del soldado, así que se dispuso a satisfacer sus exigencias.

Con su mano derecha levantó la pierna diestra del austriaco tratando y haciendo un espectacular movimiento de caderas que más bien parecía un baile latino, inició el ingreso de su miembro en el ano del herido. El placer era insuperable, y la imagen soberbia: un hombre poseyendo a otro en medio de la noche rodeados de otros cuerpos varoniles deseando estar en la misma actividad de los amantes a quienes observaban incrédulos.

Luciano no se percató de ellos, ni se dio cuenta de la erección de Dieter, ni del sudor, ni de los gestos de dolor o placer en su boca, ni de cómo apretaba su mano con firmeza; se concentró en entrar y salir del culo del austriaco primero lentamente y con delicadeza, después con una furia y rapidez envidiables. El italiano golpeaba sus caderas contra el culo del ario como intentando llegar a su alma de una estocada, su piel estaba roja y caliente y el sudor recorría todo su cuerpo. Luciano ardía en sexo febril y su cara delataba el inmenso placer que sentía en ese momento.

Pronto sintió como se corría dentro del guerrero, como su semen caliente ya no caía en su mano, sino se derramaba dentro de aquel cuerpo que tanto había deseado. Todavía empujando su miembro en el culo del Dieter, lanzó un gemido que marcaba la llegada de su primer orgasmo con un hombre. La frecuencia y velocidad de sus estampidas empezaron a disminuir al tiempo que se hacía consciente de su respiración, y de las miradas de los demás habitantes de la habitación. Al darse cuenta, Luciano se sintió perdido. Quiso salir corriendo, pero de todos modos ya le habían visto; se levantó rápidamente y se apresuró en vestirse.

Al levantarse, los demás soldados se acostaron rápidamente haciéndose los dormidos. El italiano sintió un extraño alivio, la actitud de los espectadores le dio más calma, y decidió despedirse de su amante. Volvió a colocar el cuerpo del ario boca arriba y se despidió besando sus labios. Sin embargo, un inesperado movimiento del austriaco lo sorprendió: había respondido a su beso abriendo levemente su boca.

El frío invadió nuevamente su cuerpo a causa de la sorpresa, se quedó inmóvil observando al rubio. Su expresión se transformó de asombro en pánico cuando escuchó salir de la boca de aquel unas palabras en su idioma que no alcanzó a entender. Ahora sí salió corriendo alarmado y asustado de la sala. En el rostro de Dieter se dibujó una sonrisa y ahora descansaba bañado por el resplandor de la luna.

Como es de esperarse, el enfermero no pudo dormir el resto de la noche. Le invadían sentimientos de arrepentimiento y auto desprecio, se acordaba de los demás soldados y entraba la vergüenza en acción, y siempre las benditas palabras en alemán que no alcanzaba a descifrar. Era como si se le hubiese olvidado el idioma de repente.

La mañana llegó sin que el italiano pudiese cerrar los ojos un minuto. Tenía terror de salir de su habitación pero si se quedaba dentro podía ser peor. El hospital estaba alterado por la partida de los heridos, por lo que el personal se encontraba bastante atareado. Luciano se dispuso a distraerse haciendo su trabajo y evitó a toda costa ir a la sala de Dieter, pero los doctores decidieron que lo mejor era que se trasladase a los de mayor gravedad más adelante, obligando al enfermero a ir al lugar donde descubrió los placeres del amor.

Al entrar a la sala sintió que un millón de agujas punzaban su piel, pero no eran agujas sino las miradas cómplices de los soldados que gracias a la luna llena pudieron espiar la lujuria desatada del italiano. Inconscientemente se fue directo a la camilla de Dieter; el austriaco lo sintió llegar y el italiano se dio cuenta por la leve sonrisa que esbozó su adorado guerrero.

<> musitó Dieter en su lengua con gran esfuerzo. El italiano no sabía como reaccionar. Simplemente tomó su mano con fuerza y le respondió: Luciano.

<> al italiano le causo gracia como aquel hombre pronunció su nombre, pero lo que realmente sentía Luciano era una alegría profunda y una sensación de bienestar como nunca antes. El miedo se había disipado, y aunque la distancia los separara, se sentía atado a este hombre por el sentimiento de los sentimientos: el amor.

P.D.: Desde hace un tiempo soy un asiduo lector de los relatos publicados en esta página; sentí que era hora de compartir un poco más allá de simplemente leer y votar. Este es el primer relato que publico así que porfa no seas muy cruel con tus valoraciones OK? ;) Bye!