Viejo Verde

Como cada día, el viejo verde se sienta a ver pasar a las niñas salir de clase...

Con los dientes amarillos, de cigarro y carajillo, el viejo verde se sienta, como cada tarde, en el mismo banco del mismo parque. Lentamente dobla sus piernas y su pantalón toma contacto con la madera. El campanario de la Iglesia repica cinco veces. Él coge su bastón y espera con una sonrisa que muestra los huecos de varios dientes que le faltan.

A sus oídos, que extrañamente se han salvado de los estragos que el tiempo ha causado en su cuerpo, llega el cascabeleo de unas risas agudas. La mano que sujeta el bastón empieza a temblarle nerviosa, están a punto de llegar…Vuelve su cara arrugada hacia la izquierda y las ve caminar. Son cuatro jovencitas, con la falda del uniforme del instituto en extraña lucha con el viento que las menea.

El viejo clava sus ojos en las piernas de las niñas, y su verga caída empieza a endurecerse en el interior de sus pantalones. Las muchachas ríen, cuchichean, y vuelven a reír. La camisa del uniforme se hincha a la altura de los senos. Cuatro pares de tetas, cada cual en su punto de crecimiento. Los hay diminutos, que no son más que un leve empujón de la ropa, y malamente se diferencian del torso plano de un niño. Los hay que empiezan a creer, ya se notan bajo la blusa pero se perderían en la mano encallecida del viejo. Y luego, están los de esa muchacha que le vuelve loco. Grandes. Redondos. Perfectos. Y la camisa parece emperrada en hacérselos notar, más aún cuando la dueña de tan bellos atributos se desabrocha cada día los botones superiores para que los que miren puedan comprobar lo bien que se ha portado la naturaleza con ella, otorgándole un canalillo entre las tetas que levanta la polla de la mayoría de compañeros, profesores y, en definitiva, la de cualquier hombre que sea susceptible de amar a una mujer.

La verga del anciano ya imita en dureza al bastón con el que golpea rítmicamente el suelo, haciendo coincidir el choque con la tierra con los pasos de las muchachas que, lentamente y hablando distraídamente, se van acercando al abuelo, que no pierde detalle de esas tetas, impúdicas montañas de carne que atraen, que llaman, que hacen relamerse al hombre.

Y el anciano piensa, el anciano sueña sin separar sus ojos de las tiernas carnes de las crías… Se imagina a su muchachita tetona ofreciéndose ante él, desabotonándose la camisa, enseñándole su sujetador rosa, mientras lo mira a los ojos con gesto pícaro. Y su mente calenturienta trabaja pensándola de rodillas, introduciéndose en la boca su vieja y endurecida verga venosa. La imagina tumbada en una cama, y él desnudándola lentamente, recreándose con su faldita escolar y sus braguitas infantiles. Le da igual sospechar que la muchacha lleva excitantes tangas de hilo. Para él se pondría sus braguitas de niña, por que para él es aún una niña, una niña con unas tetas para sobar y morder. Para él se pondría sus braguitas, braguitas que él retiraría, ya humedecidas, para abalanzarse sobre su cuerpo.

Y la penetraría, y ella gemiría con su voz niña y aguda y pediría más. La besaría, sentiría su piel, suave, blanda, joven y caliente, temblar bajo su cuerpo, mientras los susurros de la muchacha llenarían su cabeza. Y los pechos de la joven, grandes y jugosos, botarían y rebotarían, adelante y atrás, imitando los embates del cuerpo ajado del viejo sobre las carnes tiernas y prietas de la muchachita, que se correría una, y otra, y otra vez, tantas como él quisiera, hasta que él explotase y la dejara inundada con su semen.

El rabo del abuelo ha respondido, como hacía tiempo que no respondía, a la perversa imaginación del anciano. Está duro, grande y erecto. Disimuladamente, el viejo mete su mano por la bragueta y palpa el grueso músculo. Reconoce bajo su tacto a aquél mástil duro y joven que tanto usó y que, ahora, parecía condenado a una depresión eterna.

Las muchachas se van marchando, y el viento se confabula con la perversión del abuelo que las ve alejarse y con un suplido, levanta las faldas momentáneamente. Ante los ojos del viejo se presentan cuatro jóvenes culos vestidos con braguitas blancas. Sus ojos captan cada rayo de sol que incide sobre las blancas telas. Su verga dura se encabrita aún más y su corazón tamborilea en el pecho.

El viejo alza su vista al cielo, sacude la cabeza, mira cómo las crías desaparecen de su vista, piensa y se decide. Se levanta del banco y se va por donde había venido. Abre la puerta de la residencia de ancianos y saluda al recepcionista, que le devuelve el gesto condescendientemente. Camina hacia el salón, con paso ligero, apoyando el bastón sólo lo necesario. Se siente fuerte, rejuvenecido. "Cosa de las pastillitas" piensa.

Entra al salón. Los rostros envejecidos forman parte de un paisaje desolado por la edad. Las pupilas que aún sirven para algo se hallan clavadas en la televisión que retransmite el concurso de una cadena local de segunda fila. Todos los ancianos están quietos, como en un macabro entrenamiento para la muerte que los anda acechando. El viejo capta movimiento hacia el fondo del salón. Rosaura, la joven y rubia enfermera, con su blusa blanca, va repartiendo las pastillas a los mayores. Sigilosamente, se acerca a la rubia.

Rosaura no lo ve. Está de espaldas a él, diciéndole algo a otro anciano de mirada perdida por cuya cara se podría decir que no está en este mundo. La rubia se inclina sobre él para limpiarle la baba que se descuelga por la comisura de sus labios, y el viejo verde se recrea con el soberbio culo de la enfermera. Sus redondeces abultan la falda que lleva. Es entonces cuando el viejo verde se aprieta a la enfermera, con la verga dura pegándose a las nalgas respingonas de Rosaura.

La enfermera pega un respingo y se queda petrificada. Lentamente, echa la vista atrás y le sorprende descubrir el rostro arrugado de uno de los residentes con una sonrisa extraña.

  • ¡Don Genaro! ¿Qué hace?

El abuelo se aprieta más a la enfermera, que todavía no se ha girado y le susurra algo al oído.

  • Si quieres saber lo que es una buena polla, estaré en mi habitación.

Dicho esto, Genaro se marcha de nuevo por el mismo pasillo que acaba de atravesar y sube lentamente por las escaleras.

Genaro llega a su habitación y se tumba en la cama. Espera. Dos, tres minutos. Echa mano al cajón, abre el frasco de pastillas, se toma una y lo deposita sobre la mesa. Cuatro minutos, cuatro minutos y medio. Escucha abrirse la puerta. Rápidamente, Rosaura entra en la habitación, cierra la puerta y se queda apoyada en la misma.

  • Don Genaro. Quiero decirle que eso que ha hecho y dicho usted es una verdadera guarrada y no piense

  • Tú has venido aquí a follar ¿Verdad?- Le corta, hosco, el anciano.

El silencio nace, crece, se multiplica y se apropia de cada rincón de la habitación. Los ojos de Rosaura se clavan en los de Genaro. El semblante indignado de la enfermera tiembla, duda, se balancea y al final, desaparece, mientras sus dedos empiezan a desabotonarse la blanca blusa. En la cama, Genaro sonríe triunfante.

El sujetador de encaje empieza a salir a la luz, mientras el anciano, sin mover un músculo, la observa con la sonrisa amarilla casi tatuada entre sus labios. Con lentitud, y mirando al suelo, Rosaura se deshace del sujetador, y sus enormes pechos emergen, llenos y carnosos. Luego, se quita los zapatos y se atreve a mirar al anciano, aunque casi al momento aparta la vista, vergonzosa, aunque sigue desnudándose. La falda sigue el camino del sostén, y con ella las bragas negras de la enfermera, que desnuda, hace ademán de taparse los pechos y el sexo con brazos y manos.

  • Aparta las manos. Quiero ver el cuerpo de puta que tienes.- increpa Genaro. Rosaura obedece.

  • Así, buen cuerpo. ¡Eso sí que son unas tetas!- a la mente del anciano vuelve el canalillo de esa estudiante que ha visto no hace mucho, y su vieja verga endurecida empuja sus pantalones.

  • No… no sé por qué estoy haciendo esto… es un error

  • ¡Te callas!- La enfermera obedece automáticamente al grito de Genaro.- Ahora ven aquí y desnúdame, puta de mierda.

Rosaura obedece displicente. No sabe, no entiende… una parte de su mente quiere huir, escapar, darle al cuerpo la orden de vestirse y salir de la habitación para no volver más. Pero la otra parte se encuentra casi hipnotizada por los negrísimos ojos del anciano, y es la que obedece cada orden, por muy intempestivo que sea el modo de darla. Una pequeña lágrima titila en su ojo al darse cuenta de lo que la excita ser humillada por ese anciano.

  • Quítame los pantalones.- la voz cascada de Genaro resuena hasta en lo más profundo de la mente de Rosaura.

La enfermera se acerca y con las manos temblando, no sabe si de miedo o de nervios, empieza a desabrochar el cinturón del anciano, para después pasar a los pantalones, que se hinchan violentamente a la altura de la entrepierna. Rosaura abre la bragueta y la erección que empuja los calzoncillos es suficiente para hacerla relamerse.

  • Antes de coger tu caramelo quítame el resto de la ropa.- Ríe el viejo.

Rosaura se acelera para quitarle los zapatos y la camisa. Los zapatos golpean el suelo, y quedan como dos manchas de negro sobre el embaldosado ocre, hasta que el pantalón cae encima de ellos y los cubre. Calcetines, camisa y camiseta corren la misma suerte y, en un momento, Genaro está desnudo. Su polla se levanta como un pino, dura y soberbia, sobre un matorral de pelo blanco.

  • Chúpamela, guarra.- ordena el viejo verde, y Rosaura acata la orden y, tras subirse de nuevo a la cama, se pone a cuatro patas e introduce en su boca el viejo falo de don Genaro.

Rosaura se esmera. No comprende de dónde han salido esas ansias de chupar, de succionar, de lamer cada centímetro de la ajada verga del viejo. Sus dedos acarician los testículos, ridículas bolsas de piel cubiertas por una pelusa blanca.

Genaro cierra los ojos y se deja llevar por el placer. La lengua de Rosaura hace travesuras en la punta de su cipote, sus manos juegan con sus pelotas. Se siente en el cielo.

  • Ahora te voy a follar.- murmura el anciano.

Él se levanta mientras ella lo observa caminar. Se coloca boca arriba y abre las piernas, deseosa de recibir, en su sexo húmedo, al duro y anciano invasor.

  • De eso nada.- dice Genaro.- A cuatro patas, perra. Te voy a follar como la perra que eres.

Rosaura no dice nada. Simplemente se da la vuelta y se coloca tal y como él le ha dicho. Alza su culo, y su sexo, brillante de flujo, arde de ganas de abrirse a la tranca del viejo. Dicho y hecho, Genaro se arrodilla tras ella y mete lentamente su polla en el chocho de la enfermera, que gime al sentirse penetrada.

Sin ninguna prisa, el hombre empieza el metesaca agarrando de las caderas a Rosaura. Cada lenta arremetida de su cuerpo enjuto contra las voluptuosas nalgas de la joven es respondido con un gritito ahogado de la garganta de Rosaura.

No pasa mucho tiempo hasta que Rosaura se corre por primera vez, convulsionándose hasta que los brazos le fallan y su cabeza cae hasta morder la almohada, donde apaga sus gritos de placer. Los dos cuerpos sudados siguen enfrascados en la lúbrica danza, envueltos en gemidos de Rosaura y jadeos de Genaro, cuya verga penetra una y otra vez a la joven cuyo sexo se ha convertido ya en un surtidor que moja sus piernas y, por supuesto, la polla de don Genaro.

Los gemidos se suceden, el escándalo en la habitación se hace notar. Las embestidas de Genaro chapotean en el sexo anegado de Rosaura. De vez en cuando, el viejo le azota las nalgas, que ya se cubren de un tono rojizo que excita al anciano, que tiene una vista espectacular del culamen de la enfermera.

Genaro, con el ímpetu de un mozo, acelera sus embestidas, avisando de la cercanía del orgasmo. Con un postrero empellón, y un gemido silencioso, el viejo se corre en el coño de la mujer que, al sentir el caliente líquido inundarle la vagina, no puede evitar que otro orgasmo la recorra, de pies a cabeza. Rosaura se corre con un grito animal, y su vista va a clavarse en el frasco de pastillas que reposa sobre la mesita. En él, unas cuantas pastillas azules se esconden tras la etiqueta donde reza:

"VIAGRA"

Dientes amarillos, pelo blanco y pastillita azul… Viejo verde.