Vida y milagros de santa Honorata, III

Traducción y edición de un relato inédito encontrado en un códice georgiano

Vida y milagros de santa Honorata: La paz de las damas

NOTA DEL EDITOR: Nos encontramos en esta ocasión ante un texto muy especial. De las diferentes copias que se conservan de esta obra, el presente relato solo está presente en una de ellas, en concreto un códice de origen georgiano conservado hoy en la Biblioteca Nacional de Austria. Este añadido georgiano parece que se compuso a finales del siglo XII, durante el reinado de Tamar de Georgia, y parece tratarse de una obra de propaganda regia, que recrea con notables licencias el ascenso al trono de la soberana georgiana.

Lo más destacado es la aparición de Honorata en el relato, que es completamente anacrónica, pero da muestras de la devoción que debía suscitar esta santa en el ámbito orienta, como para querer incluirla en esta obra de legitimación regia, con el fin de vincular el ascenso al trono de la soberana con las acciones de la santa.

El texto está escrito originalmente en georgiano y las diferencias estilísticas con el resto de relatos son notables, siendo este más extenso y también más literario.


Ocurrió que en el reino de Georgia que tras la muerte del buen rey Jorge, la negra sombra de la guerra apareció. Jorge había tenido un hermano mayor de nombre David, con quien se enfrentó en cruel contienda cuando aún eran jóvenes, todavía en vida del padre de ambos, el gran rey Demetrio. Pero Jorge venció, dando muerte a su hermano, y se convirtió en el sucesor de su padre, reinando veintiún largos años, trayendo paz y prosperidad al reino de Georgia y siendo amado por todos.

Pero algunos grandes y poderosos nobles pensaban que el rey Jorge no era lo suficientemente generoso con ellos y deseaban tener más cargos y dignidades de las que el soberano les daba. Entre estos grandes señores se encontraba condestable Ivane, de la casa de los Orbeli. Este Ivane junto con otros como él, no se atrevieron nunca a enfrentarse al rey Jorge en vida, porque sabían que era poderoso y muy amado por todos, pero encontraron su momento cuando el soberano murió, dejando como heredera una muchacha de aspecto frágil llamada Tamar.

Fue entonces cuando Ivane Orbeli y sus aliados recordaron el enfrentamiento que tuvo el rey Jorge en su juventud con su hermano David. Y este David, aunque murió hacía ya muchos años, poco antes de su muerte engendró un hijo de nombre Demna. Así que acudieron a este príncipe Demna, que era por entonces un joven de aspecto regio, y le susurraron y le convencieron de que él debería reinar en lugar de su prima Tamar, porque él era varón y además su padre había sido el hermano mayor del rey Jorge, y por tanto la corona de Georgia le correspondía. Y habiéndole dicho todo eso y sintiéndose con apoyo suficiente, se alzó en armas contra la joven heredera.

Demna tuvo muchos partidarios, porque los Orbeli eran poderosos y el príncipe tenía verdaderamente un aspecto de rey, con su alta talla y su cuerpo fuerte. Su pelo oscuro enmarcaba su cara como la melena de un león y su rostro era anguloso, con piel clara y sus ojos eran severos, lo que le daba una apariencia llena de fuerza y dignidad. El señor Orbeli le entregó en matrimonio a su hija Rusudán, que era la más bella mujer del reino, porque era alta, morena y de aspecto elegante y sensual, a diferencia de la heredera Tamar, que era una muchacha pequeña y lánguida. Muchos quedaron impresionados cuando vieron al joven príncipe Demna vestido con regia armadura, con la bella Rusudán a su lado y el ejército de los Orbeli tras él. Y juzgaron que sería mejor rey que la frágil Tamar, y que además tenía más derechos que ella, pues su padre había sido el primogénito de Demetrio el Grande, y por ello, se pusieron de su lado.

Sin embargo, Tamar también tuvo no pocos aliados, pues muchos fueron quienes amaron a su padre y no solo fueron leales a él durante toda su vida, sino que pretendían seguir siéndolo tras su muerte. Por ello tomaron partido por Tamar, a quien además juzgaban que, pese a su talle pequeño y delgado, y su palidez enfermiza, que parecía aún mayor en contraste con su oscuro cabello, ardía en sus ojos una fría determinación que les recordaba a la de su buen padre Jorge, y por ello decidieron apoyar a la muchacha, aunque para ello debieran dar su vida.

Y por todas estas razones, la guerra que se desató entre los partidarios de Demna y los de Tamar fue sangrienta, pues las fuerzas de ambos estaban muy igualadas. Y desde su lejano trono en Constantinopla, el joven emperador Constantino siguió con preocupación el curso de la guerra, pues era Georgia un reino amigo y además era vital para mantener la paz en el este. Sin embargo, sabiamente aconsejado, el emperador se abstuvo de intervenir y esperó prudentemente a que hubiera un claro ganador, pues no era prudente apoyar al pretendiente perdedor y que se perdiera la relación de amistad con el reino de Georgia tras la victoria de su adversario. Finalmente, después de dos largos y sangrientos años de guerra, en los que el reino quedó devastado, muchas ciudades y monasterios fueron quemados y no hubo familia en Georgia que no perdiera a alguno de sus miembros, la fortuna se puso del lado de Tamar, hija del rey Jorge, quien con muchos esfuerzos logró imponerse sobre su rival y sitiarle en su fortaleza de Lorhe. Sin embargo, la fortaleza era inexpugnable, era grande y estaba bien abastecida de víveres y Demna tenía con él todavía a muchos hombres para defenderla, por lo que el asedio podía alargarse todavía meses o incluso otro largo año. Fue ante tales noticias cuando el emperador decidió enviar allí a Honorata, para que negociase una paz honorable, que pusiese fin de manera inmediata a la guerra, evitando más derramamiento de sangre en aquel reino y permitiendo que pronto volviera la estabilidad para mantener segura la frontera oriental.

Cuando la santa Honorata llegó hasta Lorhe, tuvo ante sí el inmenso campamento de Tamar, que se extendía todo en derredor de la gran fortaleza de Demna. No tardó en ser recibida con honores, pues el emperador ya había hecho saber que la enviaría. Y fue conducida ante Tamar, que le mostró gran respeto. Desde lo alto de la fortaleza, también Demna vio llegar a Honorata y se alegró mucho, pues sentía un gran respeto por aquella santa mujer y confiaba en que le ayudase a encontrar una salida, o al menos, para iniciar una negociación que le hiciese ganar tiempo. Demna se sentía confiado pues sabía que, aunque habían sido muchas las ciudades que había perdido, estaba seguro en la fortaleza. Y, además, justo antes de comenzar el asedio, su suegro y consejero, el poderoso Ivane Orbeli, había salido galopando del castillo con la promesa de reunir un nuevo ejército, con ayuda de reinos vecinos si era necesario, para romper el cerco y aplastar a las tropas de Tamar, que en aquel momento se acercaban. Demna tenía gran confianza en su suegro, pues le había sido fiel desde el principio, y además tenía en la fortaleza, junto a él, a su leal y amada esposa Rusudán, hija de Ivane, que le daba fuerzas. Cuando Honorata envió a la fortaleza un emisario pidiendo que bajase alguien para negociar, los hombres de Demna le aconsejaron que no bajase él mismo pues, aunque la santa no tendría malas intenciones, quizá las tropas de Tamar pudieran aprovechar para tenderle una trampa, por lo que era demasiado arriesgado. Así que Demna, juzgando sensatas aquellas palabras, envió bajar a su propia esposa Rusudán, pues era la persona en quien más ciegamente confiaba.

Las altas y pesadas puertas de Lorhe se abrieron y de ellas salió la bella Rusudán que avanzó hasta el campamento, donde fue bien recibida y se sentó frente a Tamar, con Honorata entre ambas arbitrando el encuentro.  Honorata procedió a revelarle a Rusudán la información que acababa de darle Tamar, y es que los refuerzos que su padre prometió jamás llegarían. El motivo era que el astuto Ivane, viendo de manera anticipada que la situación estaba perdida, abandonó la fortaleza con ese pretexto, pero su verdadera intención era negociar por su cuenta con Tamar. Le fue mostrado a Rusudán el documento secreto firmado por Tamar y su padre, y en efecto la joven reconoció la letra y el sello de su progenitor. La guerra, por tanto, estaba perdida. Tamar le ofreció a Ivane el mismo puesto de consejero que hasta ese momento había tenido con Demna, a lo que él aceptó. Y fue más generosa aún, pues ofreció que cualquier hijo tenido por ella en el futuro se desposaría con cualquier hija tenida por Rusudán, o viceversa, con lo que las dos familias quedarían unidas y las siguientes generaciones de monarcas georgianos llevarían también la sangre de los Orbeli. Todo aquel pacto había querido Ivane que no se conociera, pues Rusudán seguía en Lorhe y no quería convertirla en rehén, pero lo cierto era que la familia Orbeli estaba ahora en el bando de Tamar y la joven hija del rey Jorge se ofreció también a extender su perdón sobre todos cuantos apoyaron a Demna, sin que hubiera ya más derramamientos de sangre, e incluso ofreciendo altos puestos en la corte a aquellos nobles con tal de que la reconociesen como reina. Honorata escuchó complacida todo aquello, considerando que la joven Tamar en efecto era justa y generosa, por lo que sería una gran reina. Sin embargo, la única condición que puso Tamar fue la cabeza de Demna.

Rusudán estaba sorprendida por todo lo que escuchó y por la revelación sobre su padre, pero también complacida pues en efecto era una oferta generosa y las demandas de los nobles que se sintieron despreciados durante el reinado de Jorge, con su padre Ivane a la cabeza, serían de sobra satisfechas. Sin embargo, le pareció injusto exigir la muerte de Demna, pues él no fue quien inició la revuelta, sino que fueron el condestable Ivane y el resto de nobles quienes le convencieron de ello. Sin su apoyo, Demna no representaría ninguna amenaza y más justo sería permitirle ingresar en algún monasterio donde llevase una vida apartada pero plácida, sin molestar en nada a la reina Tamar. Honorata consideró razonable aquel argumento y sintió también respeto por la bella Rusudán, pues además de inteligente demostraba tener un buen corazón y amar con sinceridad a su esposo.

Sin embargo, Tamar era inflexible. Razones tenía para ello, pues a fin de cuentas Demna era hijo del hermano mayor de su padre y la sombra de la ilegitimidad siempre pendería sobre ella y sobre su linaje mientras él viviera o incluso después, pues Demna podría engendrar más hijos y perpetuar una estirpe que pendería como una espada sobre la de Tamar, pudiendo ser aprovechada por cualquier enemigo del trono, como había hecho Ivane con Demna. Por ello, el príncipe debería ser ejecutado para asegurar el linaje de Tamar.

Aquel argumento tenía sentido, pero Rusudán insistió en que, si Demna tomaba los hábitos, no habría hijo que pudiera engendrar y si de algún modo lo hacía, sería considerado ilegítimo. Pero bien sabía Tamar que cuando se trataba de dañar el trono, siempre era posible hallar excusas y que los usurpadores bien podrían argumentar que Demna tomó los hábitos en contra su voluntad y que por tantos sus votos monásticos no eran válidos. Honorata vio que aquella disputa se alargaba y que las dos jóvenes cada vez estaban más tensas, lo cual la apenó, pues la oferta de perdón que había ofrecido Tamar era realmente generosa y realmente lo único que las dividía era el destino del joven Demna, por lo que trató de buscar una solución intermedia que satisficiera a ambas.

La sabia y santa Honorata propuso a Tamar que se respetase en todo momento la vida de Demna y se le permitiese ingresar en un monasterio donde pudiera llevar una existencia piadosa y plácida. Pero siendo consciente de los temores de la joven reina sobre que el príncipe pudiera tener descendencia, propuso a Rusudán que se privase de manera definitiva a su amado esposo de la virtud de procrear. Aquella propuesta sorprendió a la bella hija de los Orbeli, pero la juzgó sensata y justa, y en efecto era un término medio que satisfacía las demandas de ambas. Tamar estuvo de acuerdo con aquello, pues en efecto ponía fin a sus temores, ya que no solo garantizaría que jamás Demna engendraría vástagos, sino también que mientras viviera no reclamaría el trono, pues nadie tomaría en serio tal pretensión.

Las dos jóvenes se pusieron en pie y se estrecharon en abrazo fraterno, pues pronto la guerra habría terminado y las dos vivirían en la corte, una como reina y la otra como la hija del más poderoso de sus consejeros. Y algún día los vástagos de ambas se casarían engendrarían a los futuros reyes de Georgia, con lo que sus linajes quedarían unidos para siempre. Ya solo quedaba hacer salir a Demna y poner fin a aquel conflicto fratricida.

El joven príncipe observó desde lo alto de su fortaleza aquel abrazo, y sintió alegría, pues sabía que la sabia Honorata lograría un acuerdo beneficioso para ambas partes y que su joven esposa sería hábil negociando y velaría por sus intereses. Esperanzado, se dispuso a recibir a su bella y amada Rusudán, que ya regresaba a la fortaleza.

Rusudán estrechó las manos de su esposo y le habló con gravedad. Le hizo saber de la traición de su padre Ivane, y la conmoción que Demna sintió al escuchar aquello fue grande, sabiendo que por mucho que lograran resistir, ya todo estaría perdido. Pero pronto tranquilizó a su esposo, diciéndole que gracias a la santa Honorata habían alcanzado una paz justa y generosa, que no habría represalias para nadie y que pronto todos estarían en sus casas sin segar más vidas. La noticia recorrió rápidamente la fortaleza y todos los hombres que servían a Demna se alegraron al escuchar aquello, pues todos deseaban ya que la guerra terminase y volver con sus familias. El ambiente se tornó festivo y el corazón de Demna se iluminó de esperanza y gratitud, y su bella esposa le animó a salir fuera para dar las gracias a Honorata y terminar de sellar la paz.

Cuando Demna estuvo fuera de Lorhe, acompañado de la bella Rusudán y escoltado por sus hombres, se inclinó ante Honorata y la besó el hábito. Fue entonces cuando, en presencia de la santa y de las dos jóvenes que negociaron la paz, le fue revelada al joven príncipe la parte que le atañía a él y que su esposa había callado prudentemente. Todos vieron cómo el rostro de Demna se contrajo por la sorpresa y la indignación. Sin siquiera creerlo, lo tomó como un insulto y amenazó con volver al interior de su fortaleza y reanudar las hostilidades. Fue su bella esposa quien intentó calmarle y hacerle entrar en razón, explicándole que sería la única forma de salvar su vida y poner fin a la guerra. El orgulloso príncipe se volvió hacia su esposa y le lanzó dolorosos insultos por lo que juzgaba un atrevimiento al defender aquella opción en público y ante sus enemigos, pero ni siquiera aquello hizo que flaquease el amor y la lealtad que la bella Rusudán sentía por su esposo, así como su deseo por salvar su vida.

Honorata intervino, pues juzgó que el joven príncipe estaba obrando mal. Le hizo saber que era de sangre real y que si en algún momento había aspirado a reinar, debía contar con el suficiente juicio y responsabilidad como para saber sacrificarse por su pueblo cuando era necesario, y que en aquel momento no estaba obrando como un digno cristiano, al anteponer su propio beneficio y sus bajos instintos por delante de una paz que salvaría miles de vidas y permitiría regresar a sus hogares, con sus familias, a los innumerables hombres de ambos ejércitos que contemplaban la escena. La propia guardia de Demna, al escuchar las sabias palabras de la santa, supo que tenía razón y todos ellos sintieron en su corazón el deseo de que su joven señor aceptara, pues la virilidad de un solo hombre es un precio bajo si sirve para salvar la vida de miles.

Demna no quiso escuchar ni una palabra más y, muy airado, anunció que aquella conversación había llegado a su fin y que regresaría a la fortaleza de inmediato. Tamar, que había escuchado todo aquello en silencio, se cansó de la situación y ordenó a sus hombres que lo detuviesen, pero antes siquiera de que los soldados de Tamar se acercasen a Demna, los guardias del príncipe desenvainaron sus espadas. El capitán de su guardia dio un paso al frente y habló con claridad a su joven señor y a todos cuantos estaban allí. Hizo saber que había jurado proteger la vida Demna, por lo que ni él ni sus hombres estaban dispuestos a romper su juramento. También dijo que le hubieran seguido hasta la muerte si hubiese sido necesario, pero aquella era guerra era inútil y la oferta de Tamar era generosa, de modo que ninguno de sus hombres le acompañaría hasta el interior del castillo, pero tampoco romperían su juramento de lealtad abandonándole a su suerte para que un ejército enemigo le hiciera daño, de modo que rogó a su señor que aceptase voluntariamente su destino.

Todos vieron como la angustia aumentaba en el joven Demna al saberse tan solo, pero incluso entonces se mantuvo altivo, negándose a aceptar una suerte que consideraba digna de las bestias y los esclavos, y diciendo que antes preferiría darse muerte. Fue entonces cuando intervino Honorata, con gran dureza, reprendiendo al príncipe por expresar aquello en voz alta, pues era solo a Dios a quien le correspondía quitar la vida y aquello que él había dicho era un terrible pecado a ojos del Señor.

Honorata comprendió que no sería posible lograr que el orgulloso príncipe aceptara de buen grado, por lo que no quedaría más remedio que forzarle, para alcanzar la paz de una vez. Trató de buscar una solución, dirigiéndose al capitán de la guardia de Demna, que había demostrado ser un hombre justo y razonable. Entendía que su juramento le impediría mutilar a su joven señor o quedarse impasible mientras un enemigo lo hacía, lo cual imposibilitaba que fueran tanto los hombres de Demna como los de Tamar quienes llevasen a cabo la acción. Por eso se ofreció a hacerlo ella misma. Se dirigió al príncipe y trató de calmarlo, pues escuchaba a la santa con rostro de horror, y le hizo saber que no tenía nada que temer, pues ella ya lo había hecho otras veces. A todos les pareció bien la idea, pues ella había ido allí a ejercer arbitraje y era justo que fuese ella quien se encargase de llevar a cabo la acción que pondría fin al conflicto. Puesto que el príncipe seguía sin aceptar, fue necesario forzarle y Honorata decidió que fueran dos soldados del propio Demna quienes le sujetasen los brazos y dos soldados de Tamar quienes le sujetasen las piernas, de modo que ambos ejércitos compartiesen su parte de responsabilidad en aquello, y eso pareció complacer al capitán de la guardia, pues rebajaba su responsabilidad en tal acción y, a fin de cuentas, la vida del príncipe era respetada, que era lo que él había jurado proteger.

De este modo tendieron al joven en el suelo entre los cuatro hombres que, aunque portaban escudos distintos, ahora estaban juntos con un mismo propósito. Y mientras otros dos hombres, uno de Demna y otro de Tamar, procedieron a arrancar las ropas del príncipe, que pronto yació desnudo, gritando con todas sus fuerzas impotentes amenazas, tensando los músculos de sus brazos, pero sin poder moverlos ni un poco, pues sus hombres los sujetaban con gran fuerza, pensando solo que gracias a aquello lograría volver a abrazar a sus mujeres. Y mientras, los dos hombres de Tamar se esforzaban cada uno en sujetar una pierna, tratando de mantenerlas lo más separadas posible, con justamente el mismo pensamiento en sus mentes y la misma esperanza en sus corazones.

Honorata se arrodilló frente al joven príncipe, agarró con firmeza su saco, totalmente expuesto ante ella, como si esperase con deseo ser vaciado para traer la paz, y comenzó a cortar para extraer su contenido. Los gritos de júbilo se extendieron por todo el campamento. Soldados de ambos ejércitos se abrazaban y ofrecían bebida de sus odres unos a otros. Las dos jóvenes se estrecharon también en un largo y fraterno abrazo, sonriendo con ilusión por el futuro de paz y prosperidad que las esperaba juntas. Y las risas y los gritos de alegría fueron tantos y tan altos que apagaron por completo los aullidos de Demna, a quien ya nadie hacía caso.

Y así fue como dio comienzo el reinado de la gran reina Tamar. Y cuantos juzgaron frágil y poco capaz a aquella muchacha, pronto se admiraron de su genio, su determinación, su valor y su firmeza, encontrándola digna sucesora de su padre Jorge, quien se siente feliz a la derecha de Dios contemplando las obras de su hija en la bendita tierra de que de él heredó.