Vida y milagros de santa Honorata, II

Traducción y edición de una de las adiciones bajomedievales al texto original

Vida y milagros de santa Honorata: La Llanura de los Testículos

NOTA DEL EDITOR: Nos encontramos en este caso frente a un pasaje muy diferente del anterior. En este caso, no es parte del grueso de la obra original, compuesta en el siglo IX, sino que es una de las muchas adiciones posteriores, en este caso bastante tardía, pues dataría de finales del siglo XIV, en un contexto totalmente diferente. Esto se nota en la redacción del texto, que es algo más descriptiva y mucho menos escueta, como podremos comprobar. En este caso, el relato parece totalmente legendario, aunque es posible que la historia de la Llanura de los Testículos tenga algún tipo de base real, pues es algo que aparecería también en la historiografía otomana un siglo o siglo y medio después, aunque en ese caso ambientada en el contexto de las luchas entre los mongoles y los selyúcidas del Sultanato de Rum y, por supuesto, sin la presencia de Honorata o el resto de personajes.


Siendo emperador Constantino, hijo de Constante, ocurrió que una gran conmoción sacudió la frontera oriental del reino. El ejército imperial había asestado una derrota decisiva sobre los pueblos turcomanos que asolaban las estepas años antes, pero parecía que muchas de las tribus dispersas y derrotadas de aquellas gentes se habían unido como un haz de flechas y eran más fuertes y peligrosas que nunca. Varias provincias imperiales cayeron bajo su espada y la depredación fue tan grande que numerosas gentes huyeron hacia el oeste buscando protección.

Fue por ello que el buen emperador recurrió al santo batallón de san Baco, que había sido ya la élite del ejército imperial en tiempos de su padre y aun de su abuelo, pero que ahora había aumentado todavía más su prestigio. Y marcharon aquellos jóvenes invictos de camino hacia el oriente para combatir a aquella alianza de pueblos, siendo saludados como héroes por cada lugar que atravesaban en su camino. También el emperador mandó llamar a Honorata, para que fuera con ellos y les asegurase la victoria, pero encontrábase la santa muy lejos de la corte y para cuando quiso llegar, el batallón ya había partido sin ella, aunque decidió ir tras ellos.

Comandaba el batallón un joven llamado Narcesios. Ciertamente este batallón fue el más admirable de todos mientras existió, pues sus integrantes ingresaban en él siendo aún niños, de entre los hijos más sanos y fuertes de antiguos miembros. Se les educaba desde la más tierna infancia en el arte del combate, siendo capaces de sujetar una lanza desde que sabían tenerse en pie, como también se les inculcaba la fidelidad al emperador y a la fe cristiana. Abandonaban el batallón en el momento en que sus fuerzas comenzasen a flaquear, por lo que no había hombres mayores entre ellos, y eran todos jóvenes y fuertes de gran altura y bellas proporciones. Era tal su disciplina que apenas recibían heridas durante el combate y presumían de ello vistiendo armaduras ligeras y rasurando su piel, lo que permitía comprobar que sus cuerpos apenas habían sido nunca dañados por enemigo alguno.

El mencionado Narcesios había llegado a comandar el batallón a una edad más temprana que ninguno de sus predecesores, apenas superando los veinte años. Su mente era ágil y era un brillante estratega, era implacable en el combate y tenía una talla y una fuerza sin igual. Cuando las gentes veían acercarse al batallón de san Baco, camino del oriente, con aquel joven hercúleo tan rubio y hermoso al frente, sentían como si estuviesen viendo a los mismos ejércitos del cielo comandados por san Miguel Arcángel.

El batallón de san Baco instaló su campamento en la ciudad de Iconia, en el límite oriental del imperio. Allí se enteraron de la amenaza a la que se enfrentaban a partir de sus habitantes, pues llevaban años sufriendo las depredaciones de aquellas tribus bárbaras. Al parecer el caudillo que tantos problemas había causado en el pasado, aunque fue muerto en combate, dejó muchos hijos y todos y cada uno de ellos habían tratado con mayor o menor fortuna de hostigar la frontera imperial. Todos ellos fueron cayendo y al final solo quedó su hija, llamada Kaiqubad, que, aun siendo mujer, se puso al frente de la tribu de su padre y logró unir a otras tribus también. Juntó a un ejército mayor y más terrible que ninguno de sus predecesores, porque permitía combatir juntos a hombres y mujeres, lo que aumentó mucho su número, pero también su fiereza, porque muchas de las mujeres jóvenes de entre aquellas gentes habían perdido a sus padres o hermanos, como la propia Kaiqubad, en las guerras contra el imperio y estaban sedientas de sangre.

Narcesios y sus hombres rieron al escuchar aquello, porque nunca habían luchado contra mujeres y les parecía que hacerlas combatir era una idea propia de bárbaros ajenos a todo raciocinio. El propio Narcesios acababa de desposar a una bella joven de la corte llamada Teófano y comentó ante todos que jamás imaginaría a su esposa, tan frágil y de delicado talle, sosteniendo una espada. Los habitantes de aquella región, que habían visto a las hordas de Kaiqubad atacando, juzgaron insensatas aquellas risas y advirtieron a Narcesios de que no se tomara a la ligera la amenaza que representaban, pues verdaderamente daba pavor el solo contemplar a aquella joven brutal, que apenas parecía humana, sino más bien un demonio salido del infierno. Pero Narcesios no temió, pues había ya derrotado a muchos enemigos y había luchado cuerpo a cuerpo contra bárbaros que incluso le superaban en tamaño, por lo que una muchacha salvaje no sería una amenaza que el invicto batallón de san Baco no pudiera aplastar.

Santa Honorata acudió todo lo rápido que pudo hasta el campamento del batallón en Iconia, pero su fama se había extendido tanto que, al pasar por una ciudad cercana que había sufrido recientes ataques de aquellos bárbaros, sus habitantes le rogaron que rezase por las decenas de heridos que habían sobrevivido por poco, pues muchos de ellos no vivirían ya mucho y necesitaban la bendición de una mujer como ella para sanar o para reunirse en paz con el Señor. Era ella tan piadosa que no pudo negarse, pero siendo consciente de la situación, mandó mensajeros al campamento, que quedaba ya muy cerca, y rogó al comandante Narcesios que esperase su llegada para bendecir las espadas de aquellos bravos jóvenes.

Los mensajeros de la santa llegaron, pero había rumores de que se había visto a las hordas de Kaiqubad en una llanura que había en el sur y Narcesios decidió ponerse en marcha de inmediato para poner fin lo antes posible a aquella amenaza. Los mensajeros de santa Honorata le imploraron que esperase a su llegada, que estaría próxima, pero Narcesios, aunque agradecido por la buena voluntad de la santa, consideró que no era necesaria su bendición pues el batallón había permanecido siempre invicto ante amenazas peores, y que la santa haría mejor en ocuparse de aquellos que realmente la necesitasen. Y dicho esto, guio a su batallón hasta aquella llanura donde decían los informantes haber visto el campamento de Kaiqubad.

Narceios estaba convencido de que al estar las hordas salvajes acampando en una llanura, eso le daría ventaja a su batallón, pues él y sus hombres atacarían desde las montañas que rodeaban aquella llanura y atraparían a Kaiqubad en una trampa y al final de aquella jornada, él se llevaría encadenada a aquella tan temida joven como trofeo.

Subieron por las montañas y divisaron toda la llanura, que ciertamente era inmensa y estaba pelada de toda vegetación, por lo que era imposible que hubiera emboscadas, como también era imposible la huida para aquellos desafortunados salvajes que, en efecto, acampaban en pequeñas tiendas en el centro de la planicie. Narcesios se admiró al ver la enormidad de aquel campamento que, de no haber sido por las descomunales dimensiones de la llanura, no habría sido posible encontrar lugar donde situarlo. Se ajustó la ligera y reluciente armadura, desenvainó la espada y, dando la orden, cargó con todos sus hombres a lomos de sus caballos.

Aunque el campamento era enorme, Narcesios no dudaba de la ventaja que tenían, pues era posible que incluso los igualasen en número, pero eran solo salvajes sin adiestramiento alguno y al estar acampados, no tendrían ocasión de defenderse cuando todo el peso de la caballería cayera sobre ellos. Sin embargo, al llegar al campamento, aquellos cientos y cientos de hombres y mujeres los esperaban con lanzas, e hirieron y mataron a muchos caballos. El combate fue más feroz de lo que Narcesios esperaba, pero nada que sus hombres y él no pudieran contener. Aquellos salvajes eran realmente fieros y sus armas tenían unos filos terribles que hirieron a muchos de sus hombres, lo que sin duda debió comenzar a asustar a Nacesios. Pero después de un largo combate cuerpo a cuerpo, los salvajes comenzaron a replegarse, por lo que Nacesios ordenó seguirles a lo largo de la planicie antes de que pudieran llegar a las montañas. Sus hombres estaban cansados y él también, pero confiaba en que, a partir de entonces, aplastar a aquellos salvajes que huían sería como una simple cacería. Debió, sin embargo, extrañar a Narcesios ver menos mujeres de lo que esperaba entre aquella horda y no reconocer a ninguna como la joven y brutal Kaiqubad.

Cuando el batallón de san Baco parecía a punto de alcanzar lo que quedaba de la maltrecha horda, comenzaron a ver descender desde las montañas a más a y más jinetes salvajes, como si fuera un mar que se desborda. Mirase a donde mirase Narcersios, toda la llanura en cuyo centro él y sus hombres se encontraban estaba rodeada de hombres y sobre todo mujeres, feroces como bestias, y más abundantes que ningún ejército que Narcesios hubiera podido contemplar nunca. Aquella marea humana parecía no tener fin, descendiendo al valle desde todos ángulos, inundándolo por completo y rodeando al batallón, que en comparación parecía numéricamente ridículo.

Aunque Narcesios trató de combatir hasta el final, muchos de sus hombres cayeron y el resto se sintieron abatidos y atemorizados pues al no conocer la derrota, el terror y la desesperación se apoderaban de ellos al ver que ni con todos sus esfuerzos podrían vencer o si quiera escapar. Cerca de la mitad del batallón cayó en aquel combate desesperado y el resto de ellos, llenos de impotencia, no pudieron evitar ser hechos prisioneros, como el propio Narcesios.

Ante ellos tenían a la cruel líder de aquel mar de gentes. Puede que fuera incluso más joven que el propio Narcesios, pero su aspecto debía ser incluso más terrible de lo que hubieran podido imaginar, pues llevaba su rostro pintado de manera terrible y todo su cuerpo adornado con huesos de enemigos. Aquella brutal muchacha sabía de la importancia de aquel batallón y del enorme triunfo que supuso para ella y su pueblo derrotarlos de forma tan rotunda y humillante y capturar vivos a la mayoría de sus hombres incluyendo a su propio líder.

Y para demostrar su poder y asestar al imperio un golpe que no olvidase jamás, ordenó castrarlos a todos, tanto a los muertos como a los vivos. Y después levantó una tienda de campaña construida con la piel de sus escrotos. Cientos de hombres y mujeres se afanaron mutilando los cadáveres y sujetando a los prisioneros, algunos de los cuales eran extraordinariamente fuertes, pero el pueblo de Kaiqubad les superaba con mucho en número. Y al propio Narcesios se dice que fue necesario sujetarle entre al menos diez de aquellas gentes, hasta que lograron reducirle. Y Kaiqubad quiso que fuese una de sus mujeres de confianza quien privase a aquel joven de sus órganos procreadores, mientras ella observaba complacida. Y los gritos de cientos de hombres, aullando de dolor y desesperación, llenaron la llanura y se oyeron incluso en otros lugares. Y las muchachas más jóvenes del pueblo de Kaiqubad bailaron mientras oían los gritos como si fuesen música. Ya las mujeres de más edad secaron aquellas pieles y las cosieron entre sí y formaron una carpa tan enorme que pudo cobijar aquella noche a Kaiqubad y a gran parte de su tribu, mientras las demás tribus acampaban alrededor y se admiraban de lo que habían construido aquella tarde.

A la mañana siguiente, cuando Honorata llegó hasta la llanura, acompañada de algunos fieles que la seguían, se encontró una escena que les helaría la sangre a todos y que se mantendría en la memoria de las gentes que habitaban la región durante generaciones y generaciones. El pueblo de Kaiqubad ya se había ido y se llevaron su carpa de la que tan orgullosos estaban, pero dejaron tras de sí un valle entero lleno de cadáveres desperdigados, en cuyo centro se alzaba orgullosa una sangrienta pirámide de testículos apilados, por lo que aquella llanura fue conocida en adelante como la Llanura de los Testículos.

Pero ni el cadáver de Narcesios estaba en el valle ni sus testículos estaban apilados en aquel inmundo montón, pues la cruel Kaiqubad le había reservado un destino peor. Aquella princesa guerrera obligó al joven Narcesios a comer sus propios testículos y se esforzó por todos los medios por mantenerle con vida para que fuera su esclavo.

Las noticias de aquellas infamias se extendieron por todo el imperio y causaron un gran horror. Pero Honorata supo lo que debía hacer y siguió a aquella horda salvaje hasta dar con ella. El pueblo de Kaiqubad quedó sorprendido del valor de aquella mujer que caminaba sola hacia ellos sin temer nada y no sufrió ningún daño porque sabían que no suponía ningún peligro. Pidió hablar con la joven líder y fue conducida hasta ella en el interior de aquella inmensa carpa de escrotos. Allí halló Honorata a la bestial joven, recostada junto a sus compañeras de armas y con Narcesios a sus pies, en situación tan lastimosa que más parecía una mascota que un siervo.

La joven Kaiqubad sintió curiosidad por aquella mujer, que era la primera persona que había conocido que no parecía temerla en absoluto. Honorata la habló con cordialidad y estuvieron toda la tarde juntas conversando y felicitó a la joven líder por su aplastante victoria, lo cual la complació e intrigó tanto, que invitó a Honorata a alojarse con ella durante el tiempo que así lo desease. Y durmió y comió Honorata en aquella tienda con aquellas gentes, y rio con sus bromas y bailó con sus cantares. Y Narcesios vio aquello con horror, pues por un momento su mente destrozada llegó a pensar que la santa venía a rescatarle, pero ella le trató siempre con desprecio, lo cual divirtió y complació mucho a Kaiqubad y sus gentes, que en pocas semanas vieron a Honorata como una más de su pueblo, aunque su aspecto fuese tan distinto. Y caminó con ellos y cabalgó, y les acompañó por montañas y desfiladeros y les ayudó a acampar y a desplegar la carpa de escrotos. Y después de largas conversaciones con Kaiqubad todas las noches, logró posiblemente la mayor hazaña de su vida. La brutal Kaiqubad quedó fascinada por todo lo que le contaba aquella santa mujer y aceptó ser bautizada.

La noticia llegó hasta Constantinopla y la celebración duró semanas. Desde allí fueron enviados sacerdotes, que llegaron tras una larga marcha hasta el lejano campamento de Kaiqubad, y en un río cercano administraron el santo sacramento a la joven y a todo el pueblo que acaudillaba, que la seguía ciegamente en todo lo que hacía. Una vez bautizada adoptó el nombre de Basilia y dejó de errar para siempre e instaló su capital en la Llanura de los Testículos, porque para su pueblo se había convertido aquel en un lugar santo, porque fue la mayor victoria que jamás consiguieron y porque gracias a ella conocieron a Honorata.

Basilia selló un pacto con el emperador, pues Honorata le dijo que ahora ambos eran soberanos cristianos y que Cristo deseaba que todo su pueblo se amase. Y el emperador la reconoció como reina y fue su deseo mantener una relación cordial de ahora en adelante con ella y con su pueblo. El emperador envió ricos regalos y permitió a las ciudades orientales del imperio comerciar con aquellas gentes, por lo que rápidamente se enriquecieron y prosperaron, y en la Llanura de los Testículos pronto se levantó una hermosa ciudad a la que se llamó Yumurtga, que en su lengua significa testículos. Basilia y su pueblo estuvieron agradecidos con el emperador y decidieron reconocerle como su señor, por lo que el desde entonces conocido como reino Yumurtga se convirtió en un reino vasallo del imperio. Y la reina Basilia decidió juntar a muchas de las mujeres de su pueblo para que bordasen una enorme cruz sobre la carpa de escrotos y la mandaron como regalo a Constantinopla, que fue recibida con gran entusiasmo, porque lo que en su día fue un símbolo de derrota, ahora era un símbolo de la victoria de la Cruz sobre todos los pueblos de orbe, por muy salvajes que parezcan, demostrando que Dios todo lo puede. Y por ello, la carpa de escrotos fue extendida y colgada en lo alto de la bóveda de la catedral de Santa Sofía y el emperador Constantino y su esposa Valeria rezaron piadosamente bajo ella.

Antes de partir de nuevo para continuar con sus santas obras, Honorata permaneció un largo tiempo en la ciudad de Yumurtga junto a la reina Basilia, que ya había limpiado su rostro de pinturas salvajes y se había despojado de los huesos que adornaban su cuerpo, y ahora lucía ricos vestidos de seda adornados con perlas. Sin embargo, todavía mantenía al Narcesios como esclavo y lo sentaba a los pies del rico trono que había construido con las riquezas que fluían hasta sus tierras desde el imperio. A él le trataba como su más valiosa propiedad, le hacía lavar todos los días y lo exhibía completamente desnudo, para que todos vieran la suerte que había corrido, pero adornado con anillos, brazaletes, collares preciosos, maquillado como una ramera y atado a su trono por el cuello con una fina cadena de oro puro. Honorata trató de convencerla de que lo liberase, porque había recibido desde Constantinopla numerosas cartas de la joven esposa de Narcesios, suplicando por el fin del cautiverio de su esposo. Sin embargo, la soberana se mantuvo inflexible, porque quería seguir manteniéndolo como recuerdo de aquella batalla que ahora pensaba que había sido el camino que Dios eligió para acercarla a la fe y porque aún seguía estando orgullosa de aquel triunfo. Honorata no insistió en ello porque, aunque la caridad cristiana obligaba a liberarlo, no era algo urgente, pues aquel hombre ya no podría desempeñar sus obligaciones como esposo ni volver a servir como militar y, a fin de cuentas, su cautiverio no era miserable y vivía rodeado de más lujos que muchos pobres necesitados.

La bella Teófano también suplicó llorando al emperador por la vuelta de su esposo, que tanto había sufrido ya. Aunque el emperador la recibió cortésmente, no mostró ningún interés por traer de vuelta al causante de la peor derrota militar que el imperio recordase. Además, en aquel momento consideraba mucho más importante mantener una relación cordial con Yumurtga, que serviría como escudo para proteger la frontera este del imperio. Por todo ello, no movió un dedo por complacer a la sufriente esposa, a quien no quedaba más consuelo que ir a Santa Sofía a rezar por su esposo y alzar la vista hasta la inmensa carpa que colgaba bajo la bóveda, buscando entre aquel mosaico de pieles velludas la tesela más rubia porque aquello sería lo único que volvería a tener cerca de su amado esposo.

Y desde su rico salón del trono, la reina Basilia recibía a los embajadores imperiales que iban y venían, fortaleciendo los lazos del imperio con el reino de Yumurtga. Y todos veían a aquella joven de cabellos largos y oscuros, sentada majestuosamente entre perlas y rubíes, con Honorata a su lado dándole sabios consejos y el desdichado Narcesios humillado a sus pies. Y aquello era un símbolo de que allí donde la espada y la fuerza de los hombres fracasa, que no son sino cosas temporales, la palabra de Dios y de sus santos siempre triunfa.