Vida estropeada [Estela Plateada]
La soledad es la única acompañante que siempre nos espera. La locura, la única que acecha tras los infortunios. Cuando me encontré a la puta tras salir de la fábrica, no lo dudé: ni esa tarde estaría solo ni me llamarían loco.
―Borra esa maldita sonrisa de tu cara, joder, me pones enfermo.
Sin embargo, desafiándome, como la puta que era, siguió mostrando una sonrisa magnífica, de modelo profesional.
La conocí aquella misma tarde, al salir de la fábrica. Estaba de pie, con una pierna cruzada, apoyada en la esquina de un comercio que cerró hace unos meses y cuya reja metálica estaba cubierta de excrementos de paloma.
Me miró como solo una puta mira a un hombre. Con párpados entornados, calibrando el tamaño de mi billetera, imaginando el grado de perversión a realizar con tal de que quedase satisfecho, que sería alto, y esperando que abonase sus emolumentos al final con agrado.
Debo admitir que yo también la miré como solo un hombre mira a una puta. Con ojos bien abiertos, calculando el tamaño de sus tetas, sopesando la posibilidad de que estuviesen rellenas de plástico (odio la silicona; ni en las junturas de las ventanas la quiero). Coño bien condimentado pero limpio, piernas largas y suaves. Y, sobre todo, mala leche. De esa que se gastan las buenas prostitutas y que te obliga a clavarlas el rabo hasta el fondo del coño con la esperanza de extraer de su boca un gemido de dolor, una migaja de placer, un resquicio de complacencia, un mohín de picardía.
Todo eso lo vi en la puta que me miraba apoyada en la esquina del comercio abandonado.
Me la llevé a casa.
No a la casa que me gustaría llevarla, porque a esa ya no puedo ni pisar el felpudo de la entrada. No desde que una tarde aparecí con mi mejor amigo y nos follamos a la parienta a dos manos; a dos pollas mejor dicho. Hacía tiempo que estaba harto de ella y de sus hermanas bajitas y regordetas, novias monacales que desde pequeñas sabían que solo servirían para vestir santos y, por eso, las muy putas, no hacían otra cosa cada día que aparecer por mi casa a incordiar y darla palique a la parienta. Que si había perdido mi trabajo por tarugo, que si el lastre era yo, que si patatín, que si patatán. Luego estaba el tarado de mi hijo, un valiente soplapollas sin dos dedos de frente y menos ganas de hacer algo en la vida que un escupitajo mal tirado en el pavimento. De día, a cascársela tocaban, delante de la pantalla de un ordenador que costó un riñón y que no quería más que para videar pornografía y charlar con sus amigos canallas. Por la tarde, el crío iba a peor: broncas tocaban y a hostia limpia no dejaba mueble sin mella ni cristal sin astillar. Y por la noche... por la noche salía con la legión de condenados, una panda de nazis descerebrados y que disfrutaban de lo lindo pegando berridos en las callejas oscuras, repartiendo sopapos a cuanto infeliz cruzase una mirada con ellos. Más de una, más de dos y más de tres veces tuve que sacarlo de comisaría y, si por mí fuera, allí habríase podrido de no ser por que me acompañaba su madre y sus comparsas bajitas. Y aún así, aunque viviese con una parienta enganchada a las telenovelas y los concursos de presentadores maricones, aún teniendo al descerebrado de mi hijo cascándosela al otro lado de la pared, aún a pesar de las cuñadas incordiando, era mi casa, mi puta casa, esa que llevé veintiún años pagando religiosamente, sin escatimar ni un solo cuarto a cada letra que venía cada mes.
Esa casa se la quedó la parienta al divorciarnos, menudo escozor se llevó la pobre con tanta polla. No fue buen trato: yo me libraba del imbécil de mi hijo y, a cambio, ella le proporcionaba cobijo. Pero era una buena casa, es una buena casa. Lástima de trato.
El caso es que me llevé a la puta al cuartucho de alquiler de la pensión donde dormía. No tuve suerte y me encontré con la gendarme Aquilina a la entrada, la casera del condominio.
―¿Adónde vas con semejante jamelga, infeliz? ―rió la muy desocupada, levantando la vista del visillo que llevaba bien avanzado, de punto de cruz; no sabe hacer otra cosa en su garita de la entrada.
―Adonde usted ya sabe, vieja ociosa. Usted a la suyo, yo a lo mío, ella también a lo mío y todos felices en la viña del señor.
Se me levantó, toda alborotada. No la sienta bien que la traten de vieja, por más que eso sea.
―Bromas las justas, baboso. Aquí no quiero cochinadas. Vete a otra parte con semejante putón y haced lo que bien os venga. Pero aquí no, aquí no. Aquí no.
Repitió tres veces que no, que no me la podía subir a mi cuartucho.
―¿Y dónde me la follo?
―Se me ocurre que... en el vertedero ―rió con la ocurrencia―. Nadie logrará distinguiros del resto de mierda.
Se nos plantó en medio de la escalera, alzando la voz en grito cuando hice caso omiso de sus palabras.
―Te digo que no subes, payaso. Iros de aquí antes de que me lo piense mejor y alquile tu cuarto a otro con más sentido común.
―Aparta, vieja.
Allí quedó. Del empujón que la di, cayó de culo y tendida en el suelo del portal permaneció.
De modo que me subí a la puta. Cerré la puerta, tranqué y abrí las ventanas.
Me miró el desorden en la cama deshecha, en la ropa amontonada por los rincones, en la hojarasca putrefacta arrastrada por mis botas embarradas. Los desconchones del techo no tenían mejor pinta y las paredes llevaban escritas las locuras de los que me precedieron.
Quiso entrar al cuarto de baño y ahí sí que me negué en rotundo.
―No quieras ver algo realmente sucio, muñeca ―advertí y, como aviso, deslicé varios argumentos:―. Estos últimos días he comido rápido, mal y me ha sentado peor.
Se me quedó plantada en medio del cuartucho, mirando a su alrededor y agarrándose un brazo. Me pareció que temblaba de miedo o excitación, que son sensaciones similares.
―Mejor nos quedamos en pelotas. Rompamos el hielo que pareces muy tensa.
Me saqué el peto y los pantalones para luego desembarazarme de unos calzoncillos que tiré rápido al rincón de la ropa sucia por miedo a que se me espantase.
―De las mejores que has visto, no mientas ―clamé ufano, agarrándome el cimborrio hinchado y sacudiéndomelo con brío.
La puta seguía inmóvil, quizá acomplejada, quizá sorprendida, quizá intimidada.
―Bueno, al lío ―resolví impaciente al ver que ella no reaccionaba.
La desvestí sin recato alguno. Su ropa perfumada, la poca que llevaba, cayó al suelo.
Era preciosa, sin duda alguna. Desnudas, las mujeres pierden mucho: piernas de palillo, culos aplanados o tetas invisibles. La puta que tenía delante era la excepción.
Apresé las tetas bien formadas y me sorprendió su tacto firme y consistente. No más de veinte primaveras tendría la chiquilla que ahora temblaba bajo mis dedos.
―Veamos qué escondes entre esos muslos, niña ―musité ronco tras tumbarla sobre el pedazo de cama sin orines.
No me abrió las piernas, negándome el acceso a su lindo coño.
―No me jodas, puta, no me hagas esto. Abre las jodidas patas, zorra.
La delicadeza se esfumó de mis aspavientos cuando comprobé que no iba a ceder.
Amarré una pierna e hice palanca con el brazo para separar la otra.
El ruido de un desgarro me congeló por completo.
Me levanté de la cama y me quedé mirando alelado la pierna desgajada.
El maniquí me miraba con sonrisa dulce, con sonrisa funesta, con sonrisa pintada al acrílico.
―Borra esa maldita sonrisa de tu cara, joder, me pones enfermo.
Pero siguió desafiándome.
Y eso me gustaba. Porque se notaba que el maniquí había sido fabricado a imagen y semejanza de una puta orgullosa, un puta con aires de mujer con pantalones.
―Si no quieres follar, vamos a hacer algo juntos, ¿no?
Su silencio me sonó a confirmación.
―¿Tienes hambre? Creo que tengo un lata de atún por ahí tirada. Vamos a rebañarla.
Por lo menos pasé la tarde acompañado, que es más de lo que muchos pueden decir.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".