Victoria y sus amigas

Una historia de la cual me hubiera gustado ser protagonista.

Victoria y sus amigas

Mi amiga Victoria me mostró algunas fotos del lugar en el que vivía ahora.

La casa estaba en el medio de un parque muy bonito, algo aislada, pero cercana a un encantador pueblito como tantos otros de aquella zona de playas, en las que a lo largo de algunos kilómetros se alternaban lindísimos balnearios con muelles en los que atracaban pequeños barcos de pescadores.

Me llamó mucho la atención una de aquellas fotos, tomada en la playa, en las que aparecían ella y las cuatro amigas con las que compartía la vivienda.

Y no era para menos, ya que una de ellas tenía alrededor de su cuello un collar al parecer metálico, del que pendía una cadena que por su otro extremo estaba sujeta a un hierro clavado en la arena.

Le pregunté por el significado de esa escena.

Al comprobar mi azoramiento, esbozó una sonrisa y su respuesta me dejó aún más sorprendido.

--Es que se trata de Juan Carlos- Dijo con toda naturalidad, como si eso explicara algo.

Me fijé con más detenimiento en esa chica. Y recién entonces advertí que se trataba en realidad de un muchacho, aunque estaba vestido en forma similar al resto de las chicas que aparecían en la foto, con el corpiño de una bikini y atado a su cintura una especie de largo pareo de gasa o cosa así. Tenía su pelo recogido con un pañuelo en la nuca, y además se podía ver con toda claridad que llevaba las uñas de los pies pintadas de color rojo.

--Pero, ¿Y quien es Juan Carlos? ¿Y porqué está así vestido? ¿Tenés un amigo travesti? ¿Porqué la cadena?

--Bueno claro, Juan Carlos es amigo de nosotras. Y no, no es travesti, al menos no por su voluntad.

--¡Victoria!, ¿estás chiflada? ¿De qué se trata todo esto?

Y entonces, me contó la historia.

Cuando llegaron allí, Juan Carlos era el único habitante de la casa. Era su cuidador desde hacía tres o cuatro años y al venderse la propiedad, le habían encargado quedarse allí hasta que llegaran sus nuevas propietarias, unas jóvenes universitarias que pasarían allí un año sabático.

Victoria y sus tres amigas se instalaron en la casa y le pidieron a Juan Carlos que se quedara algunos días con ellas hasta que se habituaran al lugar, sobretodo luego de saber que el muchacho había quedado sin trabajo ni vivienda por la venta de la casa.

Él se mostró reconocido y fue una gran ayuda para ellas, porque además de ser un excelente cocinero se las ingeniaba muy bien con el mantenimiento y la limpieza de la propiedad.

Una de las amigas de Victoria, Rosalía, pareció tomarle al joven cierta animosidad sin motivo aparente alguno.

O tal vez se trató de un extraño motivo. Rosalía comenzó a bromear por el porte delicado de Juan Carlos. Y desde el primer momento sus bromas giraron alrededor de una serie de detalles, absolutamente ridículos para ser mostrados, como lo hizo Rosalía, como aspectos de una personalidad decididamente femenina.

Entonces, cuando él se ofreció a cocinar para ellas, Rosalía se llegó a poner verdaderamente pesada insistiendo en que debía usar algún delantal para estar en la cocina, además de guantes de látex para protegerse las manos.

Y no se detuvo allí, sino que al día siguiente vino cargada del pueblo con varios paquetes que con misterioso gesto guardó en su habitación.

--Y esa tarde se produjo un raro fenómeno con todas nosotras, -- continuó su relato Victoria.

Aburridas de antemano, tal vez ante una temporada que no prometía mayor excitación, nos dejamos convencer sin demasiadas vueltas por un plan que la afiebrada mente de Rosalía elaboró: Deberíamos dedicarnos con el mayor celo a doblegar la voluntad del hombre que estaba con nosotras y además utilizarlo para nuestra diversión a costa de la humillación que imaginamos para él.

Y esa misma noche pusimos manos a la obra.

Aún siendo nosotras cuatro, decidimos tomar alguna precaución por lo cual María deslizó en la bebida del muchacho un sedante lo bastante fuerte como para debilitar sus reacciones.

La comida transcurrió con normalidad, aunque Rosalía hizo sus alusiones de rutina a la presunta femineidad de Juan Carlos, que él se limitó a desechar con una sonrisa.

Casi con el último bocado, nuestra futura víctima mostró los primeros efectos del sedante y algo preocupado manifestó no sentirse bien.

Nosotras le sugerimos que se recostara un rato y nos dispusimos a acompañarlo porque era evidente su incapacidad para mantenerse solo en pie.

Pero en lugar de guiarlo hacia el sector de la casa que él habitaba, lo llevamos hacia nuestras propias habitaciones.

Rosalía tomó la voz cantante y nosotras seguimos el juego con entusiasmo.

Lo acostamos en una de las camas y lo desnudamos entre todas con excitada prisa.

El no había perdido totalmente la conciencia, pero su cuerpo no respondía a las débiles indicaciones de su mente, aunque si le bastaba para advertir y padecer nuestras acciones, lo cual contribuía a aumentar nuestra placentera diversión.

Iris trajo un recipiente con cera negra, y nos multiplicamos en el trabajo de depilación total, hasta dejar la piel de todo su cuerpo suave y tersa, aunque enrojecida por la despiadada acción de la cera caliente.

Debo decirte—señaló con cierta sorna Victoria, -- que nos provocaba mucha gracia el pene fláccido, llevado de un lado para otro por múltiples manos femeninas sin faltar una lamida al paso con que la lengua de alguna de las chicas probó modificar el calamitoso estado de esa verga inservible.

Cuando terminamos con la cera, lo sentamos en una silla, a la que tuvimos que atarlo con algunos pañuelos nuestros, porque de otro modo no había forma de sostenerlo.

A renglón seguido, Rosalía le recortó su cabello que llevaba largo, apenas para darle un aspecto decididamente femenino.

Le pusimos un par de aros, le delineamos las ahora despobladas cejas y lo maquillamos con esmero. No te das una idea –enfatizó Victoria—la obra de arte que hicimos. Es cierto que su cara se prestaba bastante porque era de líneas suaves y sus labios,-- te aseguro— carnosos, dignos de envidia, al menos de mi parte porque sabés que los tengo demasiado finos para mi gusto.

Le pusimos un corpiño, una tanga, portaligas y un par de medias negras, y así lo dejamos mientras lo contemplábamos desde la cama en la que nos habíamos recostado las cuatro para beber una copa y descansar un rato.

En un momento, alguna de nosotras hizo un comentario sobre ¡Uf!, el calor que estaba sintiendo. Fue el instante en que descubrimos que la visión de aquel hombre totalmente a nuestra merced, vestido con prendas íntimas de mujer, peinado y maquillado como cualquiera de nosotras, nos excitaba sobremanera.

Yo fui la primera en dejar la posición semisentada para acostarme, algo de lado para no perder la vista del pobre Juan Carlos, y obedeciendo a mis impulsos empecé a tocarme el sexo, al principio sobre la pollera, pero luego ya con total desparpajo, me la subí hasta la cintura y con mi dedo mayor desplazando hacia el costado la tanga, empecé a frotarme frenéticamente el clítoris en un incontenible acto masturbatorio. Alternaba ese movimiento con caricias y pellizcos a mis pezones terriblemente erectos.

Pero mi acto no era solitario. Iris se había reclinado sobre el pecho de María a la que había despojado del corpiño, y besaba y chupaba sus pezones en un gesto del que jamás habíamos tenido noticias que pudiera interesarle.

En cuanto a Rosalía, vaya a saber como ni de donde, había aparecido un tremendo consolador en sus manos con el cual jugueteaba mojándolo con su propia saliva e introduciéndolo lentamente en su vagina.

La mutua visión nos había exacerbado aún más si cabía y en unos minutos, éramos ya una mezcla de piernas, brazos, tetas en un indescriptible festín de sexo que ninguna habíamos imaginado una hora antes. Con mis labios pegados a los de Rosalía, penetrada por su consolador, Iris chupando de mis pezones descontrolada, te juro, tuve uno de los mejores orgasmos de mi corta vida.

Cuando descendimos a la tierra de nuevo, casi sin decirnos nada, supimos que definitivamente Juanita, (fué el nombre con que decidimos llamar al antiguo Juan Carlos), serviría además de cómo mucama, cocinera, asistenta y cuanta actividad se nos ocurriera endilgarle, en el rol principalísimo de juguete sexual.

Sabíamos que no era nuestro interés hacer de él una mujer. Para nada. Lo queríamos hombre, haciendo todo el tiempo de mujer. Lo queríamos con su verga intacta, pero abultando una falda. Lo deseábamos rebelde, protestando, rogando, pero frustrado, sujeto a una cadena, luchando con tacos altísimos, con los ridículos pasitos que le permitirían las ajustadas faldas que permanentemente luciría para nosotras.

Jamás le otorgaríamos el gusto de penetrarnos. Eso hubiera sido un triunfo para él. Pero nos arrogamos el derecho de extraer su semen cuantas veces quisiéramos, por los medios que se nos ocurrieran.

Y entonces comenzamos.

Juanita ya había recuperado en buena medida su lucidez, pero aún sus fuerzas eran mínimas. No nos costó nada llevarlo a la cama, en la que lo dejamos boca abajo, sujetando sus tobillos y muñecas siempre con los mismos pañuelos. Nos gustaba mucho más que utilizar una cuerda. Era un símbolo más de la subyugación femenina impuesta y además lucía encantador.

A una indicación de Rosalía, María untó un poquitín de vaselina en sus dedos y casi como en un juego, se dedicó lentamente a dilatar su ano.

¡Uf,! Te cuento que la escena era irresistible. Yo misma empecé nuevamente con mi dedo en la vagina, tanta era la calentura, cosa que no ocurría solamente conmigo, ya que las chicas, de una manera u otra, disfrutaban de idénticas sensaciones.

Cuando Juanita empezó con sus puteadas e imprecaciones, Iris optó por quitarse la tanga y metérsela dentro de su boca, asegurándola luego con otro pañuelo que ató en su nuca.

María, roja de placer, transpirando, por momentos retorciendo su cuerpo, estaba ahora introduciendo casi totalmente su mano en el amo de Juanita, hasta que por fin, Rosalía la hizo apartar y en medio de nuestras exclamaciones de alegría y excitación, le introdujo el gigantesco consolador que llegó íntegro hasta el tope sin mayor dificultad.

Luego con unas correas suaves, pero muy seguras, lo sujetó y cerró en un par de argollitas un pequeño candado, que le impediría a Juanita todo intento de quitárselo.

Ese día dimos por terminada allí la sesión, y nos fuimos al living a descansar y por supuesto comentar los sucesos del día.

Extendidas, relajadas en los cómodos sillones, aún semidesnudas, nos multiplicamos superponiendo muchas veces nuestras voces, describiendo los juegos o situaciones que se nos iban ocurriendo, de las que haríamos protagonista a Juanita.

Ante el relato de Victoria, debo admitir que yo mismo estaba ahora sorprendentemente excitado.

La urgí para que continuara, pero ella, que advertía mi estado, siempre con su pícara sonrisa, me incitó:

--¿No te gustaría venir a comprobarlo por vos mismo?

--¡Ni loco—Me apresuré a exclamar.

--¿Tendrías miedo de nosotras?

--¿Miedo? ¡No, para nada! Solo que no me gustan las orgías de esa naturaleza. Mi filosofía es siempre de a dos, y con una mujer.

--Te aseguro que en la actualidad, Juanita te daría una gran sorpresa.

--No, no, gracias, pero contame, ¿Cómo siguió?

Bueno. Quiero decirte que nos sorprendió a nosotras mismas el efecto que se produjo en la psiquis de Juanita por la acción del consolador. No sé, tal vez la dependencia que le creó de nosotras, que éramos las encargadas de aliviarlo un par de veces al día, quitándoselo y permitiéndole hacer sus necesidades, colocándolo luego nuevamente, lo convirtieron antes de lo que suponíamos en una perrita obediente que se esforzaba continuamente por nuestra satisfacción.

Al poco tiempo, se vestía y arreglaba por si misma, cuidando siempre de estar atenta a nuestros menores deseos y multiplicándose para servirnos a las cuatro al mismo tiempo.

Al principio nos causaban mucha gracia sus esfuerzos para caminar atenta al mismo tiempo a lo estrecho de sus faldas y a los tacos que le imponíamos, pero lentamente fue adquiriendo una soltura que nos sorprendió.

Era una joven en la plenitud de sus energías y sus erecciones eran frecuentes.

A veces la castigábamos por ello, pero en ocasiones, por ejemplo cuando estaba a solas con alguna de nosotras, teníamos tempestuosas sesiones de sexo. Yo, por caso, compré un arnés con una pija de veinte centímetros, y luego de dejarlo exhausto obligándolo a masturbarse para regalarme su leche unas veces en mis tetas, otras en mi cara, en mi boca o haciendo que la bebiera de mi mano, lo penetraba hasta sentir mi clítoris a punto de explotar por el placer causado por ese maravilloso acto.

Ya no usaba en forma permanente el consolador, no hacía falta. Sabía caminar ante nosotras como le enseñamos y exigimos, moviendo acompasadamente sus caderas, siempre incitante, siempre provocativa.

Le hicimos algunas aplicaciones de hormonas, suficientes para desarrollar un poco sus pezones que habían adquirido una llamativa sensibilidad, al punto de bastarle en el caso de Rosalía que era quien lo hacía con más frecuencia, con jugar un rato con ellos, para hacerlo eyacular inconteniblemente.

Le compramos o le mandamos confeccionar toda la ropa que se nos ocurrió, de manera que según nuestras elecciones de cada noche, siempre teníamos un personaje diferente.

Vestidos de fiesta, de colegiala, de dama gótica, en fin, lo que se te ocurra. Imaginate, que todo eso duró un año….

--Pero, ¿Terminó ya?

--¡Noooo! ¿Cómo se te ocurre? Sigue allí, en la casa de la playa. Nos espera, siempre ansiosa. Claro está, ya no vamos juntas. Pero cada una de nosotras, cuando tiene ganas, sabe que puede visitar la casa y que allí la encontraremos. Incluso yo, suelo invitar a algunas amigas que aprenden a gozar de nuestra Juanita.

Tanto ha cambiado, que en algunas ocasiones ha insinuado la idea de que le gustaría ser totalmente mujer. Ninguna de nosotras responde a eso. Juan Carlos no comprende que justamente la esencia de nuestra diversión con él, consiste en mantenerlo así, en penetrarlo y comprobar como se endurece su pija, en hacerlo pajear para nosotras, en fin, en recordarle siempre que el es y será Juan Carlos, haciendo para nosotras de Juanita cuantas veces se nos ocurra.