Vicio telefónico
La fuerza de la costumbre
Andaba yo; como todas las noches de aquel tiempo pasado, que no por pasado fue mejor; cantando mis canciones en “Don Simón”, tomándome mis copas, y bromeando con mis amigos, el pianista y Ana.
Supongo que conocéis esos sitios. Allí todo el mundo quiere cantar, lo haga mejor o peor, y si no cantan te ‘acosan’ pidiéndote temas, algunos tan extraños como “Canción para una amapola solitaria en un jardín japonés”, que no se debe saber ni quien la compusiera.
Pero aquella noche de martes la gente andaba tranquila. Pocos querían coger el micrófono, por lo que mi trabajo era extra, y tampoco había peticiones. En estos casos, Ricardo se devana los sesos para hacer temas variados, a ver si alguno ‘engancha’ al personal y les anima a cantar o a darse unas vueltas por la pista de baile. Y naturalmente me lleva a mí “como puta por rastrojo” para recordar la letra de las canciones que se va sacando de la manga.
En una de estas ‘atacó’ los primeros compases de “María la portuguesa”, del fallecido; entonces todavía no; Carlos Cano. No había terminado yo de entonar aquello de “En las nuches de luna y clavel…” cuando un mujer saltó del sofá en el que estaba sentada, se apoyó en el piano, a menos de medio metro de mí, y me estuvo mirando, como embelesada, hasta que terminó la canción, en cuyo momento aplaudió como una loca, se abalanzó sobre mí, me abrazó y me dio sonoros besos en las mejillas.
-Perdona –Dijo al separarse-, es que adoro a Carlos Cano y sus canciones, y tú lo haces tan bien o mejor que él.
-Gracias –Repliqué-, pero faltan 50 minutos para la hora de las exageraciones.
-No, es verdad. ¿Podrías cantar alguna otra?
Ricardo, que está deseando que alguien le de ideas para no tener que pensar qué será lo próximo que tocará, apenas oyó a la mujer arrancó con “Habaneras de Cádiz”.
Siguieron cuatro o cinco temas más; que yo ni siquiera sabía si el músico tenía en su repertorio, ni él si yo me sabía la letra, pero como me dice siempre: “Lo que tú no te sepas, no está escrito aún”. Desde “La murga de los currelantes”, hasta “Alhacena de las monjas”, pasando por “A Paris”. La mujer daba saltos de alegría, nos invitaba a copas, a veces me hacía coro; aunque rechazó el micrófono de Ricardo cuando éste se lo ofreció; y era tanto su entusiasmo que logró congregar a diez o doce personas más alrededor del piano. Y como pasa siempre, al tratar unos de quitarles protagonismo a otros, ya empezaron a pedir otros temas y a querer cantar, lo que me dio un respiro a mí. En cuanto solté el micrófono, la mujer me ‘arrastró’ de la mano hasta el sofá en que había estado sentada, donde, por cierto, aún las esperaban un par de, supongo, amigas.
Me presentó a las otras dos mujeres con fría cortesía, y tras unos minutos de conversación intranscendente me dijo:
-Yo tengo en casa toda la discografía de Carlos Cano. ¿Te gustaría venir para escucharlo y deleitarnos juntos?
-Encantado –Respondí- Pero yo no puedo irme hasta que cierren, por si reclaman mis ‘servicios’.
-Yo te espero –Luego, dirigiéndose a las amigas-: Si vosotras os queréis marchar podéis hacerlo.
-Pero tú no tienes coche –Dijo una de ellas.
-No importa, ya me llevará él.
Yo tampoco tenía coche, y aunque lo hubiese tenido no lo usaría sabiendo que podía beber, pero no dije nada, porque para eso están los Taxis.
Las amigas se marcharon a eso de las dos y media, no sin antes susurrarle algunas cosas al oído a mi ‘admiradora’. Yo tuve que intervenir con el micrófono, a requerimientos de Ricardo, un par de veces más. Sobre las tres y media cerraron el local. Tras despedirme de todos hasta el día siguiente; bajo la mirada cómplice de Ricardo y Ana; mi acompañante y yo salimos a la calle para esperar un taxi, tarea muy sencilla en plena calle de Velázquez.
El taxi nos dejó en su casa, un barrio de las afueras de Madrid al que ya no sabría llegar de nuevo. Subimos a su casa, un segundo piso, y me llevó al salón diciendo:
-Siéntate un momento, me cambio de ropa y vengo. ¿Quieres tomar algo mientras?
-No, espero que vuelvas.
-No tardo nada.
“Nada” fueron cerca de diez minutos, pero la verdad es que la espera valió la pena.
Se había puesto un pijama con pantaloncito corto, de una tela traslúcida, que dejaba intuir la sombra de su vello púbico y la aureola de sus pezones. Sus cinco o seis kilitos por encima del ‘peso ideal’ la hacían gloriosamente tentadora.
-¿Qué te pongo de beber? –Preguntó.
-Un whisky con hielo, si tienes.
-Claro.
Sin moverse del salón; tenia un mueble bar de esos eléctricos que fabrican sus propios cubitos de hielo; sirvió las bebidas, para ella lo mismo que para mí, y vino a sentarse a mi lado.
-Antes de escuchar los discos –dijo-, creo que nos deberíamos presentar en condiciones, para conocernos un poco mejor. Así que voy a empezar yo. Mi nombre, es Eva y tengo 36 años. Estoy casada hace 11 años. Mi marido es viajante de comercio, por lo que se pasa largas temporadas fuera de casa, como ahora, que no regresará hasta dentro de una semana. Y como ya te he dicho soy una fan incondicional de Carlos cano.
A mi vez, yo le conté mi situación, tan someramente como lo había hecho ella.
-Bueno –Dijo-, vamos a escuchar a Carlos.
Se dirigió hacia la cadena de música y colocó unos CD’s en la bandeja del reproductor, lo puso en marcha y volvió a sentarse, esta vez más pegada a mí.
-Anda, cántame con él, bajito, para mí sola.
Malditas las ganas que tenía yo de cantar a ningún volumen, pero susurré la letra de la canción que sonaba por los altavoces.
Como para oírme mejor se abrazó a mí para poner su cara muy cerca de la mía. Al poco me estaba besando en las mejillas, en la oreja, en el cuello. Ante mi aparente pasividad me cogió la mano y la puso en uno de sus muslos, que me puse a acariciar cada vez más cerca del pantaloncito del pijama. Cuando mi mano traspasó la berrera de la tela, y la suya se dedicó a explorar en mi entrepierna, dijo:
-¿Nos vamos a la cama? Hay altavoces en el dormitorio y podremos escuchar la música más cómodos.
-Sí, por favor –Respondí- Ya me está molestando un poco la ropa.
Me cogió de la mano y me llevó al dormitorio. Cuando nos metimos en la cama, ambos desnudos, y empecé a tocarla, me dijo algo que me dejó, de momento, helado:
-Amor, perdona. ¿Puedo llamar por teléfono a mi marido?
-Por poder, claro que puedes –Contesté-, pero… ¿Es tan necesario en estos momentos?
-Necesario… Verás, voy a contarte algo. Ya sabes que mi marido está fuera de casa con excesiva frecuencia. Al principio nos gustaba, cuando estábamos separados, excitarnos por teléfono, masturbarnos cada uno hablando con el otro, pero yo descubrí un día que me volvía loca de placer el hecho de que las ‘fantasías’ que le contaba por teléfono fueran ‘reales’, aunque él no lo supiese. Me excita al máximo decirle que me está follando otro hombre, que él piense que se lo digo para excitarlo, pero que sea una realidad. Pero si no quieres, no le llamo.
Me quedé pensando. La verdad es que la idea no me disgustaba, es más me daba bastante morbo. Dije:
-Me atrae la perspectiva, pero… ¿Qué pasa si me oye en algún momento?
-Siempre le digo que tengo la radio puesta, y de hecho la pongo, eso justifica cualquier cosa que pueda oír. De todas formas, procura no ser muy escandaloso, ja, ja.
-Pues entonces, llámale.
Sacó una agenda del cajón de la mesilla de noche, buscó y marcó un número de ella y puso el manos libres en el teléfono. Yo pensé que puede que el hombre se cabreara por despertarle a aquellas horas. O, todavía más chusco, qué le estuviese haciendo lo mismo con alguna dama, en cuyo caso, o bien podía mandarla a esparragar, o partirnos todos el culo de risa creyendo que cada uno estaba engañando al ‘inocente’ del otro.
El timbre sonó cinco o seis veces hasta que descolgaron del otro lado.
-¿Sí? –Escuché una voz masculina al otro lado.
-¿Roberto? Soy Eva. ¿Cómo estás? Yo muy ‘caliente’.
-Pues me has despertado, pero sabes que me pones ‘a tono’ en un momento con tus historias. ¿Qué haces?
-Pues estoy en la cama con un amigo que he encontrado en un bar, me está tocando por todas partes, y tiene el pene que le revienta, y se lo quiero mamar.
Me di cuenta entonces de que, con frecuencia, la verdad es menos creíble que cualquier mentira, si quien la escucha no quiere creérsela.
-Sí, hazlo, mientras yo te paso el mío por los pezones –Sonó la voz del hombre en el terminal.
Me hizo gestos para que secundara con hechos lo que le estaba diciendo al marido, ni que decir tiene que la complací…
El juego duró más de dos horas. Los orgasmos fueron violentos, explosivos. Aún hubo otro cuando colgó el teléfono. Ella quedó como sin sentido, y yo un poco más allá del borde del agotamiento.
Cuando nos levantamos, a eso de las dos de la tarde, mientras tomábamos sendos cafés, tras darnos una ducha, me dijo:
-No sé si debo excusarme contigo, pero a mí es que esa situación me excita muchísimo y acrecienta mi placer.
-Nada de excusas, y reconozco que es tremendamente morboso el juego.
Me dijo que tenía que ir a su peluquería, a trabajar un rato. Me dio su teléfono y el del mencionado establecimiento, y me pidió el mío.
-De todas formas –Dijo- Si no me llamas voy a estar buscándote todas las noches en el piano-bar.
Salí a la calle, en medio de un lugar desconocido. Me costó media hora encontrar un taxi libre para que me llevase a mi casa.
Camino de la misma pensé, en plan humorístico, que ya comprendía por qué a las mujeres les gusta tanto hablar por telefono
FIN
© José Luis Bermejo (El Seneka).