Viaje al placer perdido
Un joven universitario acude a su cita a ciegas con un maduro para cumplir su más ansiada fantasía: ser analmente desvirgado.
El autobús se detuvo con cierta brusquedad que apenas noté. Empezaba a estar un poco mareado, en un estado de irrealidad… ¿cómo se me había ocurrido hacer algo así?
Noté el bolsillo de mi chaqueta vibrando y extraje el móvil mientras me apeaba en el lugar indicado. Sentí un ligero escalofrío, pero no sabría decir si de anticipación o debido al frío: estaba nublándose y, aunque pese a haber viajado hasta aquel pueblo costero desde tan lejos, estaba junto al mar por primera vez desde que había empezado la universidad, no notaba humedad, ni un frío insoportable… pero tenía ganas de estar ya bajo las mantas.
Mordiéndome el labio, eché un vistazo alrededor y tras comprobar lo vacía que estaba la plaza, leí el sms: “qtal el viaje? Mas tranquila ya? Tengo ganas de verte”. El corazón me dio un vuelco y un nuevo escalofrío me recorrió la espalda, pero no pude evitar recordar la conversación por correo de las semanas anteriores y, a mi pesar, un cosquilleo nació en mis calzoncillos.
“Ya llegué. Yo tb tengo ganas. Bss” tecleé lo más rápido que pude y apreté el botón de enviar antes de tener tiempo a arrepentirme. Con un suspiro, volví a mirar a mi alrededor… esperaba no tener que aguardar mucho tiempo. Había pasado una noche horrible, aguantándome las ganas de pajearme releyendo los mensajes del messenger, dividido entre el deseo de descubrir alguna mentira o trampa y el de seguir adelante y ver en persona el sexo de las fotos; y ahora, de nuevo, tenía ganas de regresar.
Pero no había forma, el autobús no volvería hasta cinco horas más tarde. De modo que esperé.
Ni un alma cruzó la plaza, ni a pie ni en coche, y yo me sentí idiota, perdido, vulnerable y extraña, humillante y mortificadamente cachondo.
Un citröen blanco dio la vuelta a la rotonda y volví a notar un vuelco al corazón. “Por favor que no sea feo, ni enfermo, ni un psicópata” me repetí para mis adentros. Pero el vehículo dobló la esquina y desapareció. Una pequeña oleada de decepción me sacudió: ¿qué había esperado? Y, acto seguido, un nuevo pensamiento… ¿y si yo no le gustaba y no se presentaba? Al fin y al cabo, no había nadie más en la plaza, no le resultaría difícil deducir que era yo quien…
Un citröen blanco dobló la otra esquina y se detuvo, sin apagar el motor, ante la acera de la iglesia en la que me encontraba. Irónico lugar al que ir a recoger vírgenes. Tardé unos segundos en darme cuenta de que me esperaba a mí. Temblando como una vara verde, y con un repentino subidón de adrenalina y hormonas sexuales, avancé hacia él y me incliné. Tenía abierta la ventanilla del copiloto y él conducía, con aspecto tan nervioso como yo; no había mentido: era madurito, con poco pelo, una redonda pero musculosa barriga oculta bajo un polo azul marino de manga corta, que dejaba ver los peludos músculos de sus brazos al volante.
-¿Antonio? -pregunté estúpidamente. Él, nervioso, asintió rápidamente y me hizo un gesto de urgencia para que entrara. Sin perder por completo mi aprensión, abrí la puerta y me metí en el coche, deje mi mochila en el suelo y me puse el cinturón mientras él arrancaba.
-Bueno, por fin -comentó casi en un susurro. Noté que me miraba de reojo, y hasta un cierto deje de excitación en su voz, y de pronto tuve mucho calor. No pude evitar dejar de prestar atención al cinturón que me estaba asegurando para recorrerle el cuepo con la mirada, todo lo discretamente que pude. Tuve la sensación de que, pese a definirse “gordo” en sus correos, su profesión implicaba cargar cosas pesadas y eso, junto a la visión o, más bien expectación, de lo que sus vaqueros ocultaban, me excitó sobremanera.
-Sí… -dije, sin poder evitar una sonrisa.
-Bueno, ya te dije: si no te gusto, no hay problema, cada uno por su lado y no nos hemos visto… aunque tú sí me gustas -añadió con un nuevo tono en el que creí percibir cierta esperanza. Me mordí el labio inferior con una nuevo asalto de mis hormonas descontroladas, y el calor en mi entrepierna se volvió ligeramente incómodo mientras mis pezones se endurecían bajo mi camiseta. Por un segundo me arrepentí de llevar abrigo porque me habría gustado verle mirándomelos con deseo, pero entonces pensé que sería mejor que atendiera a la carretera.
-No, tranquilo, eres mejor de lo que esperaba -balbuceé.
-¿Sí? -no parecía capaz de quitarme los ojos de encima y, por suerte, aquellas carreteras entre pueblos parecían serle muy conocidas, además de rectas y desiertas. Sonrió brevemente y prosiguió-. Bueno tengo que decirte algo -otro vuelco al corazón, le había preguntado como un millón de veces si no le importaría usar condón a pesar de garantizarnos mutuamente que estábamos limpios pero…-: estoy casado. Pero si no te parece mal, esto ya te digo: queda entre nosotros. Mi mujer no puede ni va a saber nada -concluyó en un tono casi amenazante.
Me sentí tonto. Pero también respiré aliviado, algo en lo más profundo de mi cabeza me dijo que si aquello era cierto (y lo era, a juzgar por la sortija de su mano, en la que antes no me había fijado) sería menos probable que fuera un mentiroso promiscuo portador de todo, al fin y al cabo, sería muy difícil para su “cómodo” matrimonio sobrevivir, si de pronto le contagiaba a ella algo raro, ¿no?
-Ah, bueno, ya me lo imaginaba -dije. Y era cierto: tanto secretismo sólo podía explicarse así, en el mejor de los casos (que parecía haberme tocado a mí). Durante un instante me sentí fatal, porque yo no soy de los que engañan y no me gusta ayudar, pero luego concluí que aquello, a fin de cuentas, era muy diferente: al fin y al cabo, los bisexuales son quienes lo tienen peor con la monogamia-. No pasa nada.
Él pareció relajarse un poco mientras ascendíamos una cuesta. Yo no podía dejar de imaginármelo desnudo y tuve que tirar de todo mi autocontrol para no ponerle en aquel momento una mano en el muslo e ir en busca de su entrepierna: no quería sobresaltarlo y tener un accidente.
-Pues… entonces creo que lo vamos a pasar muy bien -comentó. Yo sonreí. Joder, qué ganas tenía; y así se lo dije.
-¿Sí? -repuso él, casi embelesado. No pude dejar de fijarme en su pose, recostado en el asiento, conduciendo con la mano izquierda, mientras la derecha reposaba sobre su muslo, parecía mucho más joven; quizá hasta algo macarra. Hablaba casi en susurros pero entonces, como retomando nuestra conversación por messenger de la noche anterior, bajó la voz aún más- ¿Tienes ganas de polla?
-Muchas -le contesté sinceramente. Y él soltó una especie de suspiro acalorado y pisó el acelerador. A mis nervios se unió el vértigo y, aunque el trayecto fue algo más largo (o quizá se me hizo más largo) de lo que había esperado por sus escuetas explicaciones, finalmente aparcó tras un bloque de edificios a la entrada de un segundo pueblo.
-Sígueme tranquilo, aquí a nadie le importa lo que hagamos.
Salimos del coche, y él lo cerró con el mando antes de guiarme por la acera que bordeaba la construcción hasta la verja de un pequeño patio frontal. Comenzaba a llover cuando él, más nervioso que antes si cabe, abría el portal y me conducía hasta el apartamento.
Creo que ambos suspiramos con más calma cuando hubo cerrado la puerta principal. Dejó las llaves sobre una mesa que había bajo un espejo y sonrió:
-Bueno, ya estamos. Puedes dejar las cosas por ahí, no nos va a molestar nadie. Es de unos familiares, que sólo vienen en verano -me indicó. Se metió las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros y se humedeció los labios de una forma extrañamente sexy, haciendo un gesto hacia las dos puertas más próximas, abiertas para revelar sendos dormitorios con camas de matrimonio.
-¿Aquí mismo? -sugerí, dirigiéndome al primero y dejando mi mochila en una silla. Eché un vistazo a la habitación cuando él encendió la luz y me quité el abrigo mientras él iba al otro lado del apartamento. Regresó en pocos segundos, todavía con el mismo aspecto nervioso:
-Bueno…
-¿Y si nos quitamos la ropa? -a pesar de estar en invierno, tenía tanto calor que no lograba ser diplomático. A él no pareció sentarle mal: asintió y se quitó el polo mientras yo me libraba torpemente de mis zapatos. No pude evitar mirarlo de reojo: sin la prenda superior, su barriga, cubierta con la cantidad justa de pelo, le daba un aspecto aún más macho. No tenía ni pizca de pecho, a diferencia de mí; sus pezones, oscuros y bien marcados, eran tan varoniles como cada uno de los músculos que latían bajo aquella tersa piel que poco traslucía sus alrededor de cuarenta años.
Mi nerviosismo desapareció de golpe, barrido por la anticipación y, para cuando me quité los slips blancos que me había puesto, mi erección realmente dolía y lo hizo especialmente con una sacudida al verlo retirarse sus vaqueros, sin ropa interior, de los que una polla de piel oscura y tamaño normal surgió erecta y sin circuncidar. De nuevo recordé su foto y sus correos, y la boca se me hizo agua.
Sonriendo sin poder evitarlo, fui hacia él y Antonio me abrazó tímidamente hasta que nuestras pollas se encontraron en su mutua y cálida excitación, y entonces bajó sus manos hasta mis nalgas, suspirando relajado:
-¿Qué? -dijo como comentando el tiempo. Pero yo ya no quería más charla. Titubeé un instante antes de acercarme y besarlo. Hacía muchos años que no había besado a un hombre y me sorprendió lo tibio que resultó; le pasé los brazos por encima de los hombros y me pegué a él antes de recibir con sorpresa su lengua en mi boca. Nos besamos con todo el hambre con el que las últimas semanas nos habían atormentado.
Sus fuertes manos continuaron palpando mis nalgas; no apretándolas, sino atrayéndolas hacia sí, pues también noté cómo sus propias caderas empujaban hacia delante con anhelo y su ardiente miembro, cada vez más duro, resbalaba junto al mío hacia mi vientre.
Rompí el beso para tomar aire y sonreí, feliz. No podía creer que volviera a hacerlo con un tío otra vez… ¿podría él… abrirme el culo como ninguno otro había hecho todavía? (Porque, en efecto, era entonces analmente virgen).
Antonio se aclaró la garganta y me hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cama. Yo le seguí, entrando por el otro extremo del lecho, y me acosté a su lado.
-¿Cómo te gusta? -me dijo, su mano paseando por mis muslos. Yo no pude contener más la mía, que bajó directamente hasta su grueso, duro, suave y caliente rabo, y comencé a pajearlo lenta y cuidadosamente, disfrutando del tacto de la piel de su sexo deslizándose sedosamente en mi agarre. A él pareció gustarle porque al instante suspiró adelantando las caderas, como invitándome a aumentar el ritmo. Volví a besarle fugazmente y entonces él rompió el beso y atacó mi descubierto pezón. Un gemido quedo salió de mis labios mientras su mano subía por mi torso hasta aferrar mi abultado y poco masculino pectoral y apretarlo, al tiempo que sus dientes mordisqueaban mi sonrosada aureola. Me hizo algo de daño y yo le correspondí apretando un poco más su rabo; entonces me soltó y no pude evitar que mi deseo abandonara mis labios:
-Quiero chupártela…
Ante aquello, él se retiró para dejarse caer sobre su espalda, sin dejar de mirarme como embelesado, y se agarró la polla, para ponérsela vertical. Sonriendo en mi nube, me coloqué entre sus piernas y acaricié con mi mano derecha aquella entrepierna de tan oscura piel en comparación con el resto de su cuerpo; nunca había visto nada semejante, pero me excitó indeciblemente. Su color, su forma, su tacto… eran increíblemente perfectos, reales. Habréis oído que los gordos apenas tienen huevos o que sus pollas son diminutas, pero la de Antonio no: sus dos testículos, bien abultados y torneados, colgaban en su sitio bajo un miembro grueso y suave, ni muy largo ni demasiado corto. Tampoco tenía una excesiva cantidad de pelo y me pregunté fugazmente si se lo habría depilado para la ocasión o si tan perfecta visión era obra de la “madurez” en su más frutal significado y también cómo era posible que entre tanta exquisita carne no dejara de pensar en fruta.
El caso es que apenas vacilé en poner en práctica lo que me moría por hacer desde hacía semanas; mi propia polla estaba tan firme que me dolía y la boca no dejaba de babearme. Así que, mientras pajeaba aquel rabo lentamente en mi mano, acerqué la cara y pegue suavemente la nariz a la oscura piel, disfruté del calor que despedía mientras ascendía por su entera longitud y, al fin, me la metí en la boca.
Joder, era mucho, muchísimo mejor de lo que recordaba.
Suspirando de gusto sin quitármela de la boca, retiré la mano para apoyarme mejor en la cama y empecé a chupar con todas las ganas frustradas durante tantos meses. La saliva que inundaba mi boca resbaló por su miembro sin que yo pudiera evitarlo, pero a él no pareció importarle; saboreé su sexo como si nada me apeteciera más (y en verdad nada lo hacía), retirando la piel de su cabeza empujandola firmemente con mis labios y apartándola de su extremo con mi lengua. Una agradable calidez se unió al sabor a macho cuando le oí suspirar de gusto y su polla se tensó en mi boca y, antes de que me diera cuenta, la punta de ésta acariciaba el fondo de mi garganta. Noté que Antonio se tensaba debajo de mí, temblando de placer, y en un ademán reflejo su mano se alzó para sujetarme la cabeza.
Por un segundo temí atragantarme y dejé escapar mi premio; él se relajó y mientras yo recuperaba el aire, le pajeé suavemente y levanté la vista desde detrás de su rabo para observarlo, juguetón:
-¿Te gusta? -sonreí; no puedo evitarlo, creo es lo que pasa cuando me posee la ninfómana que llevo dentro, al menos, eso es lo que ahora me dicen mis “supuestos” amigos.
Antonio también lo hacía, asintió confirmándomelo en un susurro apenas audible. Tenía entonces la polla casi tan dura como la mía, y verlo así, con tanta excitación y en tal estado de placer por mi culpa, me produjo una nueva oleada de calor y me sentí febrilmente cachondo.
De modo que bajé mi boca y volví a meterme su polla, de nuevo disfrutando de su sabor y jugueteando con mi lengua sobre aquel capuchón que cubría su bien proporcionada cabeza, sin dejar de apretar los labios para retirársela con cada chupada que le daba. De vez en cuando volvía a introducírmela hasta la garganta porque sentía que aquello le producía un placer especial que le recorría todo el cuerpo y era entonces cuando dejaba escapar su gruñido, como si estuviera poniendo los ojos en blanco de puro gusto, y la polla se le ponía especialmente tensa, y eso a mí me ponía muy, muy caliente: no sólo hacía que la mía imitara la suya, sino que enviaba un indescriptible estremecimiento a mi culo que me encendía de expectación.
La primera vez que me sujetó la cabeza en medio de tal ocupación me atraganté un par de veces antes de que me liberara; la segunda vez que lo hice no me tocó, pero su polla vibró tanto que temí que se corriera de pronto y entonces la solté y comencé a besarle los huevos y a lamerle lentamente la parte inferior del rabo antes de volver a metérmelo en la boca.
Así podría haber pasado felizmente la tarde si él no me llega a pedir un cambio. Entonces me asaltó de nuevo la punzada de pánico, pero no encajaba demasiado con la excitación que me producía estar desnudo ante un macho semejante, los dos empalmados, y pronto lo descarté. Le hice un gesto hacia la mesilla en la que había dejado la caja de condones y me acomodé de espaldas.
Antonio se levantó de la cama para que me pusiera más al centro y comenzó a pajearse mientras yo me abría de piernas y me echaba un poco del lubricante de fresa que había estado usando en mis fantasías de meses previos para introducirme lo único que tenía a mano: mis dedos. Sabía que iba a dolerme, porque su polla era mucho más gruesa y larga que mis dedos, con los que ademaś no me llegaba todo lo que me hubiera gustado, así que eché lubricante de nuevo.
-Ya te llega -me dijo. Todavía pajeándose, sin dejar de mirarme, acariciándome la pierna que tenía más próxima. Sonreí un poco forzadamente en esa ocasión y le hice un gesto de asentimiento; él cogió un condón, se lo puso, y trepó de vuelta a la cama para colocarse entonces entre mis piernas.
Agarrando mis pantorrillas, se las echó al hombro y a continuación tiró de mis caderas para acercarme a él; su erecto y ardiente miembro viril resbaló por mi agujero sin entrar, mientras se echaba encima de mí y, apoderándose de mi boca una vez más con sus labios, silenció mi sorprendida protesta.
-Despacio -le supliqué a duras penas. Él asintió, mirándome a los ojos con aquella expresión de encendido embelesamiento que hasta entonces había mostrado y bajó su mano derecha para guiarse la polla hacia mi ano. Enfundada en el condón, y con la cantidad de lubricante que me había puesto, la sentí otear con una mezcla de aprensión y deseo. Pese a todo, una vez ubicada en posición, el inicio de su fuerza despertó un ardor en la zona que me hizo gritar brevemente; él se detuvo en seco, preocupado de haberme herido, pues la sensación había sido muy semejante a cuando había tratado de meterme aquél pepino…
Respiré hondo un par de veces, tratando de serenarme. “Tengo que poder”, me recordé, al fin y al cabo, lo había logrado con la hortaliza y (creo que necesito ayuda) necesitaba tener un macho dentro de mí. De modo que al cabo de unos segundos, le hice un gesto con la cabeza para que volviera a intentarlo.
Antonio me besó de nuevo y repitió la operación; pero, aquella vez, forcé hacia fuera al tiempo que él empujaba y, en un segundo, su rígida, caliente y tersa polla se deslizaba suave y húmedamente dentro de mí. Alucinando ante aquella desconocida sensación, me relajé de golpe; él se detuvo en seco, temblando ligeramente, y me miró de forma inquisitiva.
-Me encanta -logré susurrar en un gemido, y sonreí, creo que colorado. Y entonces él entró por completo y de golpe, y algo activó dentro de mí que me hizo proferir un suspiro gritado mientras fuertes oleadas de placer recorrían mi cuerpo, que ya no me parecía torpe e inadecuadamente masculino. Todo mi vello se puso de punta cuando, con aquella mole de semental dominándome desde arriba, me sentí más hembra de lo que me había sentido jamás en mis fantasías. Y me encantó.
Mi respiración se agitó entre gemidos durante aquel instante en que la polla de Antonio rozaba mi secreto panel de mandos y, supongo, él percibió que mi deleite no era fingido, pues cuando las descargas de puro goce estremecieron mi conducto en torno a su rabo, Antonio suspiró de gusto y volvió a inclinarse sobre mí para devorar mi boca.
Entonces comenzó su rítmico embestir. Afuera, adentro; la retiraba más o menos lentamente, pero pronto la reintroducía de golpe y en toda su extensión y aquellas eléctricas oleadas de placer no me abandonaban ni me daban tregua y sentí que ya no podía controlar mi cuerpo. Mi agujero se contraía sin cesar en torno al rabo que por él entraba y salía, ya sin dolor alguno, y también mi propia polla palpitaba sin cesar atrapada entre nuestros vientes, escondida entre mis piernas en aquella posición algo incómoda. No habría sabido decir si me dolía tanto o más que mis pétreos pezones.
De pronto, tras un buen rato, Antonio se detuvo.
-¿Qué pasa? -pregunté jadeando, perplejo.
-Me corro -anunció, tras vacilar un instante. Sonreí sin poder evitarlo: abandonado a mis propias ondas de celestial goce, había perdido de vista el pulsar de su rabo dentro de mí. Exhalé más excitado que nunca hasta entonces, y exasperado también, porque no quería que parara. Pero entonces me pregunté cómo sería… recordé que tenía puesto el condón, lo notaba en torno a mi ano, y le di permiso.
Antonio reanudó su movimiento de caderas, todo su cuerpo empezó a vibrar como alcanzado por un rayo y a continuación noté dos, tres, cuatro golpes como con retroceso dentro de mí. Y supe que los trallazos de semen que me habrían preñado a base de bien habían golpeado contra el látex, llenando el preservativo. Todavía empujando hacia mi interior pese a estar completamente enterrado en mí, recorrí su espalda con mis manos, abrazándolo, igual que él me abrazaba a mí, y le besé el cuello y el oído mientras él suspiraba junto al mío.
Entonces salió de mí, se quitó el condón, lo ató y lo dejó a un lado.
-Joder -comentó, sonriendo-… ahora faltas tú.
-No me importa no correrme -le aseguré, encogiéndome de hombros y con una sonrisa, y también era cierto. Había pasado el mejor rato en muchos meses y no podía esperar a repetirlo; por otro lado, habitualmente era difícil que sólo por correrme se me bajara o desapareciera mi apetito pero… ¿y si al enfriarme un poco volvían mis dudas? No sabía qué hora era pero tenía al menos hasta las siete y media y él me había prometido llevarme si perdía el bus, cosa que para entonces no dudaba demasiado- ¿Repetimos? -le dije, riendo.
Él sonrió y suspiró, acariciándome las ingles mientras descendía su cara para besarme el pezón.
-Córrete -me pidió.
-¿Chupas? -le pregunté. También tenía curiosidad por aquello, nunca me lo habían hecho. Él negó con la cabeza, tocándose su polla de nuevo, y yo hice pucheros mientras empezaba a pajearme.
Por suerte, siempre he tardado mucho en acabar y, antes de lograrlo, Antonio volvía a estar encendido.
-Voy a tener que…
-Casi mejor -le respondí con media sonrisa-, pero esta vez a cuatro patas -le dije, colocándome para enseñarle el culo que acababa de abrir y agitándolo juguetón; si no hubiera estado tan cachondo, me habría sentido ridículo pero en aquel instante tenía ganas de probar una postura en que fuera libre de moverme para... Él rió y se incorporó para coger otro condón.
Aquella tarde acabamos la caja; y yo no necesité ponerme ninguno.