Viaje a ningún sitio

¿Un sueño o una realidad?

Viaje a ningún sitio

1 – La clave

¡Buenos días, don Antonio! – dijo la enfermera Claudia -. Vamos a lavarle y a ponerlo guapo y mientras le hacen la habitación le llevaré un poco a la terraza a desayunar.

Necesito escribir, señorita Claudia – le dije -; me han venido recuerdos y no quiero olvidarlos.

Cuando tome m su medicación – me contestó -, le traeré otra vez aquí. Ahí están sus papeles y sus cosas. Nadie ha tocado nada.

Gracias, gracias, señorita – le dije contento -; tengo que escribir algo importante.

Todo lo que usted escribe es importante, don Antonio – me dijo -, aunque he leído algunas cosas y son un poco… fuertes. Pero es una historia bonita.

Me sentó en la silla y me sacó a la terraza desde donde se veía el paisaje. Allí enfrente estaba el molino resurgiendo entre los árboles en lo alto del pequeño cerro. Me di cuenta de que tenía que hacer algo. Cuando volvió la señorita Claudia, le dije que quería hablar con el director del centro.

¿Otra vez, don Antonio? – me dijo como cansada de oír lo mismo -. No puede salir del centro, pero le prometo que le llevaré a ver al doctor.

¡Por favor, señorita! – le rogué -, esta vez es muy importante. He recordado cosas

¿Cosas?

Sí, sí – le dije -, he recordado cosas que había olvidado. ¡El bar! ¡Tengo que ir al bar!

Tranquilo, don Antonio – me acarició -, el doctor verá si es tan importante eso que ha recordado y dirá lo que se puede hacer.

Estuve escribiendo estos nuevos recuerdos hasta que vino Claudia a por mí.

¡Vamos a ver al doctor! – me dijo -, va a ver si son tan importantes esos recuerdos.

Recorrimos los largos pasillos de siempre con la tenue luz que despedían sus paredes hasta llegar al despacho. Dejó la silla ante la puerta y se marchó: «¡Las normas!, dijo».

Poco tiempo después se abrió la puerta y comenzó a moverse la silla hacia su mesa:

¡Buenos días, don Antonio! – me saludó como siempre que iba a verlo -. Así, que tenemos recuerdos nuevos

Sí, doctor – le dije -, pero esta vez son muy importantes.

Comience a narrarlos – me dijo - y ya iremos viendo la importancia.

Estaba casi dormido cuando me han venido. Necesito, si es posible, demostrarle que lo que le digo es cierto; aunque sea treinta años después ¡Qué más da! Usted comprenderá cosas y yo me sentiré mejor.

Cuente, cuente.

Sé cómo podemos ir a un lugar. Es una calle un poco perdida, pero ahora la recuerdo perfectamente. También recuerdo el lugar donde estaba la comisaría. No es tanto trastorno, doctor, se trata de dar una vuelta por los lugares que yo le diga y hacer unas preguntas.

Me miró desesperado, como siempre y se quedó pensativo.

Son muchos años,. Ddon Antonio – me dijo -, pero voy a concederle esto que me pide. No vuelva a pedirme más favores, ¿me oye?, este centro está lejos de los sitios que va usted recordando de vez en cuando. Tenemos que gastar mucho dinero y mucho tiempo. Ya lo sabe: le llevaremos a esos sitios, pero será la última vez. Si está conforme con esta condición, yo mismo le acompañaré.

¡Gracias, doctor! – le dije -: le prometo que no se arrepentirá. Tengo la clave.

2 – La primera visita

Recordaba las calles que recorría todas las semanas. Habían cambiado mucho, pero estaban allí. Después de muchas vueltas, le dije al conductor que parase. Era la calle que buscaba.

Aquí había antes una casa – les dije -. Modesta; pero el lugar donde está esa es igual en tamaño. Ahí vivía nuestro manager.

Miré atrás. El bar seguía existiendo, pero lo habían cambiado mucho. Le pedí al doctor que entrásemos allí. Necesitaba hacer algunas preguntas. Me miró un poco harto de tantas peticiones, pero bajó del coche y me tomó por el brazo enganchado en aquel brazalete oculto que iba dentro de ella.

La barra no había cambiado de sitio ni de forma. El rincón estaba allí. Me dirigí hacia él con la respiración alterada. Se acercó una señora muy amable y nos preguntó que si queríamos alguna cosa. El doctor respondió inmediatamente:

¡No, no! – le dijo -, déjelo. Sólo necesitamos ver unas cosas.

No, señora – le dije -, me gustaría hacerle unas preguntas, si no le causo muchas molestias.

Dígame, señor – me respondió -, no creo que unas preguntas sean muy molestas.

Hace años – le dije -, en este mismo lugar, había un bar modesto. Lo atendían un señor maduro y una joven muy amable.

Pues es el mismo bar, señor – me dijo -, aunque los tiempos pasan y se han cambiado muchas cosas, como ve. La joven que usted dice, debería ser yo. Cuando mi padre murió me hice cargo del negocio.

Me pareció que la cara del doctor cambiaba.

Ahora, señora – le dije -, si no le importa, quisiera saber si recuerda a un joven que siempre se sentaba en esa esquina. Se llamaba José.

Se quedó pensativa y miró varias veces hacia el rincón.

No – dijo sin seguridad -, ¿un joven que se llamaba José?

Hace muchos años, señora – le dije -. Era usted muy joven; tanto como él. Él era cabrero.

¡Hombre! – exclamó - ¡Pues claro! Le decían Jose y estaba casi todo el tiempo allí. Justo allí.

La cara del doctor se descompuso.

Ese chico acabó mal, señor – me dijo -; nadie sabe por qué hizo ciertas tonterías. Era muy buena persona; un guapo gitano.

El doctor tiró de mí.

¡De acuerdo! – me susurró - ¿Qué demuestra esto?

A usted no sé lo que le demuestra – le dije -; a mí me demuestra que yo estuve aquí hablando con Jose poco antes de todo lo que pasó. Usted ya sabe cuál es el sitio. Pero ahora vamos a buscar lo más importante.

3 – La segunda visita

Con mucha paciencia, volvimos al coche y callejeamos hasta la antigua comisaría. También entramos allí y pregunté por un antiguo inspector que se llamaba Manu.

No tan antiguo, señor – me dijo la policía -, pero yo no lo conocí en activo. Pregúntele a aquel hombre mayor. Él lo conocía muy bien.

Nos acercamos a aquel hombre y le pedí excusas para preguntarle unas cosas. El hombre se ofreció amablemente.

¿Recuerda usted a un inspector al que llamaban Manu? – le pregunté amablemente -; debe haberse jubilado hace poco

¡Pues claro que lo recuerdo! – me dijo -, era más joven que yo y aprendí mucho de él.

Y… ¿no sabría usted dónde podría encontrarlo? – le pregunté temeroso -. Era muy buen amigo mío.

¿Quién es usted? – me preguntó -; se supone que yo debería conocerle.

Soy Antonio Terreros - le dije -, pero todos me conocían como Tony.

¿Tony? – se extrañó - ¿Era usted ese amigo suyo que tocaba en una orquesta de las de entonces?

Sí, señor, ese soy yo – le dije -, pero sólo recuerdo a Manu en esta comisaría. No sé su domicilio.

¡Claro! – me dijo con naturalidad -, es que él estaba casi siempre aquí. Ahora está en su casa disfrutando de su jubilación.

La cara del doctor cambiaba de una expresión a otra.

¿Y sabe usted cómo puedo hacerle una visita? – pregunté tímidamente -; le haría mucha ilusión verme otra vez.

Perdone un momento, caballero – me dijo -, ya sabe usted cómo están las cosas

Se retiró un poco y llamó por teléfono. Cuando hablaba, me miró asustado y cortó la llamada sin dejar de mirarme. Se acercó a nosotros y me dijo que si podíamos hablar a solas.

Lo siento, señor – le dijo el doctor -, don Antonio y yo no podemos separarnos.

Aquel hombre mayor observó la mano del doctor en mi brazo y se dio cuenta de la situación. Le dio una palmadita en el hombro al doctor y le dijo:

¡Se equivoca usted, doctor! Este no es hombre de llevarse atado. Tome esta tarjeta (escribió algo) y llévelo a ver a Manu a esa dirección. Le hará muy bien… a usted. Tony no necesita vigilantes.

Pareció sentirse ofendido el doctor y tiró de mi brazalete: «¡Vamos!».

4 – La tercera visita

Aún recorrimos más calles, pero el doctor me miraba de vez en cuando sin decir nada. La situación era muy tensa. Por fin, llegamos a la dirección que le dio aquel señor mayor y llamamos a la puerta de la casa.

Soy Tony, señora – le dije a quien abrió - ¿Podría ver a Manu?

¡Pasen, señores! – dijo -; en el salón está.

Ya no había duda para el doctor. Mis nuevos recuerdos no eran ilusiones.

Se levantó aquel hombre que en otro tiempo era bello y fuerte y volvió la cabeza.

¡Tony, Tony! – exclamó acercándose a mí - ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué me dejaste?

Tranquilo Manu – le dije -, mira el brazalete que traigo puesto.

¡Pero bueno! – gritó - ¿Qué es esto? ¡Quítele usted en mi casa ese artilugio a Tony! ¡Esto es una ofensa! Trae usted amarrado a un hombre del que podría aprender mucho.

Por fin, habló el doctor desenganchando el brazalete.

Necesito que me confirme usted algunas cosas – le dijo -; no le daremos mucho la lata.

Manu me miraba sonriente.

Sentaos, sentaos – nos dijo -, os pediré algo de tomar.

Señor comisario – le dijo el doctor -, su amigo… Tony, intentó matar a más de diez personas y ha intentado quitarse la vida cinco veces.

¡Dios mío! – exclamó Manu -, algo oí de lo que ocurrió, pero cuando intenté seguirle la pista había desaparecido.

Lo ocurrido le trastornó, señor – dijo el doctor -, lleva años preguntando por un inexistente Alex. Se le internó en un centro de salud mental. Era peligroso. Luego, al no recuperarse, fue enviado al nuevo centro psico-penitenciario de Matacabras.

¿Qué? – volvió a gritar Manu - ¿Querían ustedes matar a este hombre?

Estaba muy enfermo – se excusó el doctor -; yo no di esas órdenes.

Supongo que estará usted bien informado de su expediente – le dijo Manu con tranquilidad -, porque voy a darle datos para que lo rectifique.

¿Rectificarlo? – preguntó el doctor asustado -. No puedo hacer eso.

Sí puede – le amenazó Manu -; tanto como puede oír lo que le voy a narrar. Sin moverse de ese asiento hasta que todo quede claro o llamaré a la policía.

El doctor se quedó mudo y Manu, tomándome la mano, comenzó a hablar:

¡Mi guapísimo y amado Tony! – habló luego al doctor -. Una de esas personas que uno no encuentra tan fácilmente en su vida. Sé algo de lo que pasó aquella madrugada de un lunes cuando salían de tocar de un pueblo. Habían estado tocando y follando sin parar y… el cuerpo tiene un límite; pero nada de alcohol. Daniel - ¡Oh Daniel! – era bello y amable. Eran la pareja perfecta, doctor. El resto de los cadáveres encontrados en la furgoneta – corríjame si me equivoco – eran cuatro. No recuerdo sus nombres, pero sé bien que eran los otros tres componentes de la orquesta y un joven del pueblo, Andrés, a quien Tony le iba a hacer el favor de llevarlo a la ciudad. Lo consultó conmigo. Pero lo único que a ustedes le interesó para decir que Tony estaba loco era que insistía en que había un pasajero más ¿no?: un chico precioso llamado Alex. El hermano pequeño de Tony. Se subió antes en la furgoneta y se echó en la litera de atrás. Su cadáver no apareció y Tony insistía en que se buscase a su hermano. No, doctor, no. Tony no estaba ni está perturbado. Su hermano iba allí, pero nadie supo nunca a dónde fue a parar su cadáver… si murió.

¿Intenta hacerme creer que ese pequeño hermano de don Anto…. de Tony, existió?

¡No!

Se levantó Manu y tomó un archivador de los estantes. Buscó dentro de él y le entregó al doctor los documentos que certificaban la existencia de Alejandro Terreros, foto incluida.

Yo mismo los recopilé por ser Tony huérfano – dijo casi llorando -. Yo quería a ese niño tanto como su propio hermano.

El médico se levantó del asiento confuso. Le miró Manu con ira:

Entrégueme – le dijo enojado - el certificado de defunción de esa criatura y dejaré de seguir narrando esto.

Señor – le dijo el doctor visiblemente asustado -, ni existe ese certificado, ni se encontró su cadáver. Sólo sé esto por el expediente; por su historia médica.

¡Alex está vivo! – les dije pausadamente -; puedo verlo correr desnudo por la pradera del molino. No lo derribaron por algún motivo y el psiquiátrico se construyó sobre la aldea. Desde allí, desde los ventanales, lo veo a diario. Sale feliz y desnudo y corre hacia la vereda de hierba que baja al río. Sólo pido que me dejen ir a abrazarlo. ¡Es mi hermano!

Su hermano, don Antonio – le dijo el doctor enojado -, no puede ser un niño de trece años. ¡Han pasado treinta años desde el accidente!

Y sin embargo… está allí.