VIA VITAE (camino de vida)

Una abuela empieza a darle a su nieto las alegrías que nunca tuvo...

Me encontraba finalizando los estudios de Enseñanza General Básica en una institución privada, religiosa, en la provincia de Segovia, un internado a donde mis padres me habían llevado, para, según ellos, tener una formación sólida y disciplinada. No sé si realmente esa fue la causa fundamental o simplemente una manera de alejarme de un núcleo familiar deteriorado. O tal vez hubiera un poco de todo eso a la vez. Probablemente.

Sea como fuere el caso es que la experiencia vital en ese Centro, en donde llevaba, en aquel momento, casi tres años me había hecho madurar en muchos aspectos. No quedaba más remedio, por otro lado.

Era el año 1974.

Madrid, estando relativamente cerca del Colegio, quedaba excesivamente lejos.

Mis compañeros, por lo general, recibían visitas asiduamente de sus padres los fines de semana. Yo no. Llegué a asumir eso, no me representó ningún trauma. Las cosas, cuando se hacen costumbre, se ven con cotidianidad.

Volvía a casa, eso sí, por las vacaciones de Navidad y verano. En Semana Santa, no. A mis progenitores les parecía más mejor, que se dice ahora, que aprovechara esos días de  “recogimiento” para hacer algunos Ejercicios Espirituales en un algún Convento o establecimiento similar de la Congregación a la que pertenecía el Colegio en algún lugar apartado de la geografía castellana.

Pero que nadie se confunda, sin embargo. Ese acercamiento a la educación católica, apostólica y romana, no forjaron en mi, ni siquiera entonces, con una personalidad incipiente, a un ser abocado al credo. Era un chico de catorce años, como he dicho, despertando a la vida y sus placeres, con los conceptos idénticos (supongo) que cualquier otro chaval de mi edad que se moviera fuera de todo ese ambiente sobrecargado de incienso.

Por aquella época descubrí la masturbación. No, no fue con motivo de ninguna depravación dentro del círculo de represión sexual en el que me encontraba, sino como efecto natural. A veces mi sexo se endurecía sin motivo aparente, sobre todo por las noches, cuando estaba en la cama y el pabellón donde dormíamos unos veinte chavales se mantenía en silencio total, a cubierto del sueño. Entonces baja mi mano, hasta introducirla por dentro de mi calzoncillo. Y masajeaba mi sexo, sintiendo un efecto agradable hasta llegar a una especie de punto de inflexión en el que debía agitar con más ímpetu el frotamiento de mi polla, para alcanzar finalmente una especie de placer inusitado y desconocido, que me llevaba siempre a una fase de relajación completa.

Me sorprendió muchísimo la primera vez que, en el momento del climax, lancé un líquido blanco y algo espeso. Sabía que los hombres, cuando nos corremos, generamos esperma, pero fue algo que, por inesperado y placentero, todo hay que decirlo, me turbó gratamente, por decirlo de alguna manera. El gusto fue mayor. Y el ego definitivamente me hizo sentir “más hombre”, siendo, como era, un preadolescente encerrado, apartado, más bien, en un Colegio jesuita en Segovia.

(…)

Las clases de Historia siempre me habían interesado. Y sobre todo porque el Padre Carlos, que era quien nos las impartía, desarrollaba su enseñanza de una manera muy amena. Explicaba los distintos temas como si de un cuento se tratara, como si  fuera una novela, captando así la atención de la clase y, en especial, la mía. Me ensimismaba, sin casi tomar apuntes, grabando en mi mente, no obstante, la explicación, tomando como base para ello los chascarrillo que el profesor lanzaba, la escenificación, para mí era de mucha ayuda.

En una de esas clases se abrió la puerta del Aula y apareció la figura del Padre Clemen, toda una reliquia del Colegio, un jesuita mayor que a la sazón gestionaba la Secretaría del Centro.

El padre Clemen se acercó al padre Carlos y al oído casi le dijo algo. Ambos guiaron sus miradas hacia mi y el profesor me indicó que debía acompañar al anciano cura al despacho del Director.

Normalmente al despacho del Director, el Padre Melita, cuyo apodo nunca supe de donde podía proceder, a no ser que fuera por la marca de una cafetera que tenía en su despacho, junto a un ventanal amplísimo, y que siempre estaba llena, normalmente a ver al Director, como digo, se iba por algo que hubiera sucedido de carácter más o menos grave, pero es que yo no había hecho nada. No me había metido en líos en el Colegio y no solía hacerlo tampoco de manera habitual.

Ignoraba que es lo que podía querer “El Melita” de mi, y el trayecto al despacho, junto con el padre Clemen, que no habló conmigo en ningún momento, lo hice preocupadamente. Como era natural.

Tocó con los nudillos el anciano la puerta cerrada y la abrió, pidiendo previamente permiso para entrar. Yo me encontraba detrás de él, bastante nervioso.

Accedimos a la habitación-despacho, donde el Director se encontraba con mi tío Quite, lo cual me confundió hasta el máximo extremo. ¿Qué coño hacía en el Colegio mi tío Quite, si vivía en Barcelona, y además era elemento repudiado de la familia?

Cuando entramos, el padre Clemen se marchó cerrando la puerta y el silencio reinante terminó por minar las pocas resistencias de tranquilidad que podía tener yo en ese momento.

El Director, que esbozó una leve sonrisa de ánimo, supongo, me dijo que me sentara. Mi tío Quite se sentó en un butacón de piel verde oscura que había al lado del mío

  • Le hemos llamado, Martín, (empezó a hablar “El Melita” con voz afectada) porque ha sucedido algo que debe usted conocer, por eso está aquí su tío.

El Director siempre se dirigía al alumnado con tratamiento de usted, creo que para imponer una distancia, en forma de muro de trato, que además de todo, acongojaba, sobre todo a la chavalería adolescente.

  • Francisco, con independencia de que su tío le dará mayor detalle, quiero informarle que sus padres han tenido un accidente falleciendo los dos. Permítame que, en este momento, en nombre de la Institución que represento y en mi propio nombre, le de a usted nuestro más sentido pésame.

Escuchaba al “Melita” y entendía lo que me decía, pero no era capaz de asimilar. Miré a mi tío, al que apenas conocía, quien agachó primero la cabeza en un gesto de impotencia y después llevó su brazo hasta mi hombro, como para que sintiera cierta proximidad.

Me informaron que abandonaría el Colegio, yéndome con mi tio al pueblo de Badajoz donde vivía mi abuela, como primera medida y que luego ya se vería qué pasaría. Todo se había precipitado con el accidente y muerte de mis padres, los que me habían aparcado, “por mi bien”, en un Internado donde me sentía ciertamente cómodo y acoplado.

El caso es que salimos en el Seat 850 granate de mi tío Quite. Sería un viaje largo y cansino.

Mi tío fue explicándome algo del accidente, de la mala suerte que mis padres habían tenido, de lo que la vida cambia y se trastoca en unos minutos, o en segundos. Yo no respondía a nada. No lloraba. Solo miraba, desde el asiento del copiloto, la carretera y el horizonte. Tampoco me planteaba nada. A mi abuela, que vivía junto a mi tía Isa, apenas la recordaba. Pensándolo bien y ciertamente, no conocía casi a nadie de la familia, ni por parte de mi madre, que era donde iba, ni por parte de mi padre, en este último caso por la razón natural de que no tenía ni hermanos ni padres. Todo un despropósito mi situación y todo absolutamente novedoso lo que me esperaba y a donde iba.

Llegamos avanzada la tarde, cuando el sol empezaba a bajar por las colinas que rodeaban el pueblo, un pueblo muy pequeño, de casas blancas encaladas y calles estrechas.

Cuando mi tío Quite dejó el coche en la puerta de la casa de mi abuela, y sacaba la maleta que llevaba con mi ropa, apareció en la puerta una mujer fuerte, no gorda, pero robusta, totalmente vestida de negro, con cara seria y ojos llorosos que se limitó a darme un par de besos, como por cumplido, y a preguntarme cómo estaba, pero con un tono que más sonaba a frase hecha que a otra cosa.

(…)

Mi tío Quite ni siquiera se quedó a cenar, salió de regreso a Barcelona al poco de nuestra llegada, una vez descargado mi equipaje. La relación madre-hijo, y por extensión con su hermana Isa, mi tía, no era nada buena, a todas luces.

Mi abuela cogió la maleta y me acompañó a la que sería mi habitación, a partir de ese momento, un espacio amplísimo, con una cama enorme, un armario, una mesa de escritorio, una silla, un par de mesillas de noche a los lados de la cama, y una ventana de madera a juego con el conjunto.

La abuela abrió la maleta y fue colocando algunas cosas en el armario enorme y otras prendas las tiraba al suelo, “para lavarlas”, dijo. Yo mientras observaba sin decir nada, sintiéndome completamente extraño, confundido, pero sin ninguna sensación de abatimiento por el acontecer que me había llevado hasta esa casa, tan desconocida.

Al poco llegó mi tía Isa, que si me saludó efusivamente, abrazándome, llorando y besándome en la cara de manera reiterada.

Isa era una mujer de 26 años, alta como su madre, con importantes tetas que llamaron mi atención, como su madre, guapa de cara, con unos ojos marrones muy expresivos, y vestía unas ropas que, siendo austeras y negras, me imagino por el luto del momento, dejaban imaginar que, tras ellas, había un cuerpo digno de admiración.

Isa ayudó a su madre a colocar la ropa en el ropero y cogió la que, tirada en el suelo, se lavaría por indicación de mi abuela.

Los tres volvimos abajo, al salón que colindaba con la cocina, donde yo me senté en un butacón de sin saber muy bien qué hacer, mientras las mujeres, en el hogar, terminaban de preparar la cena.

Nos sentamos a la mesa y salvo lo que me hablaba y preguntaba mi prima Isa, no hubo más conversación. Mi abuela, como he indicado, era adusta, seria, distante, incluso se podría decir que agria. Una mujer de pueblo que no mostraba sus sentimientos con facilidad. O al menos eso creía yo en ese momento, donde me encontraba desubicado y totalmente fuera de lugar.

Tras la cena, dije que me iría a acostar. Entendieron mis parientes que debía estar cansado. Y me despidieron con un “hasta mañana”. Sin más.

En mi nueva habitación me desnudé y estrené aquella impresionante cama. Estaba nervioso, intranquilo. Aún así decidí hacerme una paja, o quizá por eso mismo, no lo sé. El caso es que me bajé los pantalones del pijama casi hasta las rodillas y manipulé mi polla. No me costó mucho terminar y tuve una corrida copiosa, fuerte y en cantidad. No tuve la precaución de buscar un trapo para amortiguar los disparos de leche o para limpiarme y llené mi mano y tripa, incluso alguna gota llegó hasta mi cara. Intenté limpiarme como pude, que fue de aquella manera, y basicamente con el procedimiento de extender el líquido por mi piel, como si de una crema se tratara. Me quedé dormido.

(…)

Al día siguiente me desperté temprano. No sabía qué hacer si quedarme un rato más en la cama o levantarme. Tenía la polla empalmada, pero me propuse no tocarme después de lo de la noche anterior.

Bajé a la cocina, donde mi abuela me saludó con un “buenos días” seco y me preparó un desayuno copioso a base de embutido, café y un huevo frito. Todo un lujo, pero que a mí me pareció una barbaridad.

A modo de información le dije que saldría a conocer un poco el pueblo, a familiarizarme con el lugar. Ella seguía a sus cosas y no me dijo más que “tuviera cuidado, no fuera a perderme”.

(…)

El pueblo era un lugar pequeño, entre montañas, al que se accedía por una única carretera estrecha que había sido habilitada, en algunos tramos, con motivo de la construcción del Pantano que existía a la salida del pueblo, ingeniería que formaba parte del “Plan Badajoz”, que el gobierno de Franco había elaborado años atrás.

En el pueblo no vivirían más de 200 personas, pero sus alrededores y su paisaje era espectacular.

Conforme pasaron los días conocí a algunos de los paisanos, especialmente hice buenas migas con un señor mayor (luego me enteré que tenía 60 años) al que todo el mundo conocía y llamaba, incluída su mujer, Pirri.

Con Pirri coincidía en mis paseos, que cada vez eran más largos. Y como consecuencia de esos encuentros fuimos tomando confianza mutua. Yo lo veía como un adulto simpático, afable y que me enseñaba lugares peculiares de la zona.

Fruto de esa confianza entablábamos conversaciones diversas. A Pirri le hacía gracia mi manera de expresarme, que debía parecerle, por decirlo de alguna forma, cursi o distinta, cuando menos, para lo que se oía por allí. Pero era un buen hombre, como he dicho. Conocía mi historia y las razones que me habían llevado hasta Villarta, el pueblo. Creo que empatizó mucho conmigo.

  • No conocí a mi abuelo, Pirri…

  • Tampoco te perdiste mucho, zagal. Era un hombre serio y no tenía muchos amigos aquí, no era trigo limpio, que se dice…

  • No sé… mi abuela tampoco es muy simpática, que es más seria que el copón (dije más como queja que de otra manera)

Pirri se echó a reir y sólo me dijo que mi abuela era “buena gente”, que me cuidaría.

En ocasiones las conversaciones con Pirri se volvían muy picantes, haciendo él bromas o lanzando indirectas de carácter sexual

  • He tenido la gran suerte de dar con una mujer muy caliente, a la que le gusta dar y recibir placer. Es importante que el hombre y la mujer, Paco, den con su sinónimo en ese sentido

  • Supongo que si…

  • ¿Supones?, claro es que eres un crío

No me sentó nada bien que Pirri me llamara crío, me molestó. Yo no me sentía así. Y se dio cuenta

  • Irás cogiendo experiencia, no te preocupes

  • Ya tengo alguna

  • ¿Ah, sí?… de pajas supongo

Me subieron los colores, me ruboricé con su comentario. Y Pirri se echó a reir.

  • Que no pasa nada, chaval, que es normal. Todos nos hemos matado a pajas con tu edad y malo si no lo haces

La cuestión de mis pajas se desarrolló ampliamente. Le reconocí que casi todas las noches, y algunas mañanas antes de levantarme, me pelaba la polla buscando el gustito necesario que me calmaba, o me revitalizaba, en ocasiones, o provocaba yo mismo como forma de sentirme bien.

  • Te puedo preguntar en ¿qué piensas cuando te pajeas?

  • Pues en nada concreto, en estar con una chica y besarla o tocarle las tetas, no sé…

  • El morbo es importante, Paco

Yo corroboré su afirmación asintiendo con la cabeza. Y Pirri, después de dudar un poco, me dijo tartamudeando

  • ¿Te gustaría machacártela mientras me follo a la Ovidia?

Joder, claro que sí me gustaria, pero no sabía cómo decirselo sin dar muestras de emoción o ansiedad

  • Estaría muy bien. ¿Puedo?

  • A ver como lo arreglamos, si tú quieres y a mí me gusta que me vean follar con mi mujer, creo que tenemos el punto de partida necesario

(…)

Un día al llegar a casa, y al subir a mi dormitorio, observé un trapo blanco en de las mesillas.

Pregunté a mi abuela para que era el trapo que había en la mesilla, si debía hacer algo con él

  • Para que no pongas las sábanas llenas de manchas y te limpies

Los colores me subieron de súbito y no supe que más decir. Mi abuela se habia dado cuenta que me masturbaba y, en mi dejadez, debí de dejar más de un rodalón en las sábanas, prueba inequívoca de mi placer nocturno o matutino

  • Los hombres necesitáis desfogaros, lo comprendo, pero no se puede ir poniendo las sábanas como tú las dejas, con manchas de lefa por todos los sitios, así que haz el favor de utilizar el trapo que te he dejado y cuando esté usado lo tiras a la basuras y me lo dices para que te de otro

Sin saber por qué esa respuesta de mi abuela me puso cachondo, se me empinó la polla, y tuve una reacción, por impensada, extraña, que fue acercarme hasta ella y darle un beso en la mejilla, no sé si como gratitud o por no haberme echado la bronca del siglo, o por ambas cosas. Por primera vez vi esbozar una sonrisa a mi abuela, que me llamó, tras el beso, “zalamero”

Quizá también fuera un punto de inflexión en nuestra relación, puede, porque a partir de entonces creo que empezamos una intercomunicación mucho más cómplice o, por lo menos, distinta y mejor, más natural, en cualquier caso.

  • A saber que pensamientos tienes tú que te llevan a hacer esas cosas

Nuevo subidón de vergüenza por mi parte.

  • Controla las pajitas, Paco, que no es bueno hacerse tantas. ¿Cuándo te las haces, dime?

Consideré, sin motivo aparente, mentir a mi abuela, con el propósito de no darle demasiadas pistas

  • A veces en la siesta

  • ¿En la siesta?

  • Sí, abuela

  • Pues quitaremos ese hábito, no te volverás a acostar solo en la siesta

A la hora de la siesta mi abuela y yo estábamos solos en la casa, mi prima se iba a trabajar a eso de las 3 de la tarde.

Ahí quedó la cosa, sin más comentarios al respecto. Pero ese día, después de comer, cuando Isa se fue a su trabajo y mi abuela había recogido la cocina, apareció en la sala en donde yo estaba leyendo un libro, y me dijo con total naturalidad

  • Venga, Paco, ven conmigo a dormir la siesta

No dije nada. No repliqué. Cerré el libro y me levanté para acompañar a mi abuela a su dormitorio.

Al llegar allí ella se quitó la bata negra que llevaba. Lo hizo colocándose detrás de una puerta que abrió del armario. Aún así pude verla parcialmente en bragas y sujetador, también negros, y colocarse un camisón que le llegaba a los pies, de color celeste. Con el camisón puesto, se desprendió del sostén y cuando llegó a la cama, se podía apreciar claramente los pezones marcados en la tela.

Yo aún seguía vestido

  • ¿Te vas a acostar vestido?

Me desnudé deprisa y me metí en la cama, tapándome. Ella hizo lo mismo y se puso de lado, en sentido contrario a donde yo estaba. Yo también me ladeé y colocamos culo contra culo.

No podía dormir. A veces cambiaba de posición. Me movía.

  • ¿Qué te pasa, Paco?, duérmete

  • No puedo abuela

  • ¿No puedes?, ¿por qué?, ¿estás cachondo?, ¿echas de menos tu paja?

  • No lo sé…

No, no la echaba de menos, y no sé por qué dije eso, pero el caso es que ella se giró y apoyó el codo en la cama

  • ¿Qué te pasa?

  • Estoy nervioso

Mi abuela se quedó un momento como pensativa para finalmente decir “esto a nadie, ¿me oyes?, ¡a nadie!, o te capo”. Acto seguido metió su mano sobre el cobertor y la sábana y llego su mano a mi polla, que, en décimas de segundo, se había puesto más que morcillona.

Introdujo su mano por mi calzoncillo y llegó hasta mi rabo. Me dio la sensación que se sorprendió, no porque mi tamaño sea descomunal, sino por el estado y supongo que porque esperaba una pollita acorde con la edad y no debía ser tal.

Mi abuela me empezó a subir y bajar la piel, lentamente, pero a ritmo

  • ¿Te gusta así?

  • Mucho

Ella seguía con el dale que te pego, y la longitud ya era considerable y a pleno rendimiento

  • A partir de ahora cuando necesites paja, aguanta y espérate a la siesta

  • Sí abuela

  • ¿Me lo prometes?

En ese momento empezaba a notar el gusto de la masturbación y, de manera no consciente, me salió un comentario

  • Cómo me gustaría…

Mi abuela sin dejar de pajearme, pero con una voz distinta a la suya, más cálida y un poquito temblorosa, dijo:

  • ¿Qué te gustaria, mi niño?, dime…

  • Besar, tocar...y...y...y….

  • Paco, que yo también me caliento, que yo también necesito cosas, que yo también me pajeo...joder, ¿qué estoy diciendo?

Ese fue el pistoletazo. Me giré hacia mi abuela y, sin pensármelo, me lancé a su boca y metí mi lengua. Ella aceptó el muerdo con un gemido y mi mano se fue a su teta, notando sobre la tela del camisón, el pezón como un garbanzo y durísimo. Lo retorcí, no se me ocurrió otra cosa.

Mi abuela volvió a gemir y, tras el segundo o tercer morreo, mi boca bajo hasta el pezón, aún tapado por el camisión, y mordí sin clavar los dientes

  • No me hagas eso, Paco, por Dios, no me hagas eso

Pero yo seguía a lo mío

Mi abuela había dejado de pajearme y su mano, que antes tocaba mi polla, me acariciaba el pelo

  • Joder, joder… que estoy muy necesitada...Dios mio, Paco, ¿sabrías hacerme un dedo?

Mi mano se fue a su entrepierna. No sé en qué momento la abuela se había subido el camisón. Sus bragas estaban empapadas y yo tocaba su coño por encima de ella. Notaba sus pelitos y su raja

  • Méteme los dedos, haz que me corra, por favor, por favoooorrr… mira como me tienes, mi niño, que me tienes muy puta y mi coño está hambriento

Metí mi mano, su rajita estaba abierta y pringosa de flujos.

Cuando subí a besarla, se había dejado las tetas al aire. Impresionantes. Los pezones eran avellanas y estaban durísimos.

Mientras nos morreábamos llevó su mano al chocho y me sacó los dedos, los subió hasta hacer tocarle un botón duro y grande, que era su clítoris. Ella gemía, se retorcía, decía cosas incoherentes o que yo no era capaz de llegar a entender. De repente se tensó

  • Vas a hacer que me corra, mi niño, le estás dando mucho gustito a la yaya, que me tienes muy salida y muy perra...sigue...sigue...sigueeeee...que me voy a correr, Paco, me voy a correr, jodeeeeerrrrrr...me corrooooooooooo….

Se corrió intensamente, echando un liquidito que pensé entonces que era pis. La abuela se quedó un rato como en trance. Pero, cuando volvió en sí, me dijo con un rictus distinto al que yo conocía hasta ese momento

  • Quiero darte gusto y sacarte la leche, te lo has ganado con creces

Echo para atrás colcha y sábana, hacia los pies, y aproximó su cara a mi polla, para metérsela en la boca, Me mataba de gusto con su mamada. Tocaba mis huevos y también pasó un dedo por mi culo, lo que me mataba de gusto

  • Hoy no quiero que termines en mi boca, quiero ver como te sale la lefa...quiero verla salir, avísame

Mientras me la mamaba me pajeaba, hasta que ya no puede aguantar más y avisé que me iba a correr. Ella dejó de chupar y aumentó el ritmo de la mano. Yo exploté

  • Así, así, mi niño...menudos lefazos...así, así, suéltala toda, toda, todaaaaaa…

Llené su mano de leche. Y ella se la llevó a la boca. Se la tragó.

  • Dame un beso, mi niño, quiero que te acostumbres a tu sabor. Las siestas van a ser otra  cosa. Menos follar, lo que quieras...