Vestal de Apolo
Uriel es un bello joven que un día se arriesga a salir del templo de Apolo para ir al bosque...
El sol se asomaba sobre los montes de Grecia y sus rayos comenzaban a caldear la ciudad. Aún era temprano, pero Uriel hacía ya tiempo que estaba despierto, ni siquiera Orestes se había levantado aún, aunque debía estar a punto de hacerlo, se recordó a sí mismo, Si quiero que nadie me vea no puedo esperar más.
Uriel salió a las calles silenciosas y miró a ambos lados, si alguien le veía su plan se vendría abajo, sus ropas, la túnica blanca y la cinta roja le delataban, era un vestal de Apolo y su salida solo del templo le estaba terminantemente prohibido.
Se apresuró y dirigió sus pasos hacia el bosque. Estaba tan nervioso como emocionado.
Todo estaba tranquilo, los animales estaban despertando al día y Uriel se encontró cómodo y a salvo entre la espesa vegetación y los árboles altos. De pronto oyó un ruido a su espalda y se dio la vuelta inquieto, pero no vio nada, pensó que sería algún animal y se esforzó por mantenerse tranquilo, entonces volvió a escuchar algo, pero esta vez algo más lejos.
La curiosidad le sorprendió y le empujó a dirigirse al lugar desde donde procedía el ruido, ahora vio que también había movimiento. Silenciosamente se fue acercando, pensando que vería algún conejo. El animal resultó escurridizo, pero al final Uriel dio con él, aunque le sorprendió ver que no era un animal completamente, sino sólo en su mitad inferior: las patas eran propias de una cabra, pero el torso era el de un hombre. Recordó que Orestes le había hablado de aquellos seres: Sátiros, con patas de macho cabrío y cuernos en la cabeza.
Uriel lo observó maravillado, ocultándose tras unos matorrales para que la criatura no lo viese. Entonces apareció alguien más, una mujer que al verle echó a reír encantada. El muchacho se fijó en su gran belleza y enseguida comprendió que se trataba de una Ménade. Su cabello era largo y rojo, su piel blanca y sus ojos verdes.
El sátiro la abrazó por la espalda y la obligó a inclinarse, la muchacha rió con fuerza, pero pronto sus risas se convirtieron en quejidos. Uriel pensó que el hombre le estaba haciendo daño, y con mucho cuidado, se asomó y la vio inclinada, dándole la espalda a su agresor, que le había levantado el precioso vestido y embestía una y otra vez contra sus níveas nalgas, la mujer soltaba un grito con cada empujón que recibía.
Los cabellos de la chica caían hasta el suelo y se agitaban al ritmo que marcaba el hombre cabra, las manos de éste estaban fuertemente sujetas a las caderas de ella, que resistía como podía sin caerse con cada embate.
Uriel sintió entonces una extraña sensación en el vientre, era como un cálido cosquilleo que le hormigueaba bajando hasta su entrepierna. Casi sin darse cuenta, llevó su mano allí y notó que su miembro estaba poniéndose duro bajo la túnica, al tocarlo bajo la suave tela, una urgencia placentera le trepó hasta el ombligo.
El muchacho estaba fascinado con el acto que contemplaban sus ojos y con la sensación que poco a poco le envolvía.
Los movimientos del hombre cabra eran cada vez más violentos, los gemidos de ella se volvieron más agudos y apremiantes, al igual que el calor que se abría paso en el vientre del joven Uriel. Las musculosas nalgas del sátiro se contraían cada vez más frenéticas, casi sin darse cuenta, el muchacho metió una mano bajo su túnica y empezó a masturbarse furiosamente, mordiéndose el labio inferior para contener el torrente de sensaciones que le invadían.
Segundos después, la criatura mitad hombre mitad cabra, levantó la mirada al cielo y exhaló una mezcla de balido y grito humano. La mujer chilló y a continuación soltó unos cuantos gemidos muy seguidos, luego uno largo que se fue apagando poco a poco.
Entre convulsiones el hombre cabra sacó su miembro de ella aún hinchado y untado de un líquido lechoso que goteaba. Justo en ese momento, Uriel apretó su mano alrededor de su pene y sintió el clímax de su placer, explotó luchando por no gritar y el chorro de su semen le manchó la túnica y la mano.
Cuando se recuperó, vio que la chica se alejaba entre risas y el hombre cabra se giraba justo hacia donde él estaba. La criatura le guiñó un ojo y sonrió maliciosamente.
-La próxima vez que vengas, te conseguiré una ménade, es más divertido
Uriel se estremeció, se incorporó y huyó del sátiro tan rápido como sus piernas le permitieron en dirección al templo. Jamás olvidaría aquella escena en el bosque, donde se prometió no volver y donde, a pesar de ello, volvió muchas veces más.