Verónica 2, esposa infiel violada por la tentación

A la bella y fiel esposa le toca contarle a su marido que fue lo que sucedió con su padrastro

Segundo capítulo de la serie Tatiana. Esta editado según publicación formal del sitio de relatos de Dantes. Espero lo disfruten.

VERÓNICA

CAPÍTULO 2

Mi historia acaba de empezar, ni siquiera les he contado aún cómo terminó esa noche, pero estoy seguro que ya se podrán imaginar la carga de culpa que invade mi conciencia. La diferencia de intensidad entre el limpio placer de gozar a mi mujer en la privacidad de nuestra cama, como cualquier matrimonio normal, y el insano goce que sentí al potenciar mi excitación con las sucias confesiones de Verónica, es simplemente abismal. Ustedes dirán que solo fue el gusto de probar algo nuevo, diferente a todo lo que estábamos acostumbrados en nuestra tradicional intimidad; y yo estaría totalmente de acuerdo… si no fuera por la inquietante necesidad de volver a probarlo; un deseo que, tanto mi preciosa cómplice como yo, nos vemos imposibilitados de reprimir. A estas alturas me siento un esclavo de su nueva personalidad. Si bien ambos estamos en libertad de imaginar y crear estas fantasías, mentiría si dijera que yo mantengo el ritmo del juego; es Verónica quién me vive sorprendiendo, manteniéndome en un mundo ajeno a la realidad, en el límite entre la ira de un hombre víctima de la infidelidad del amor de su vida y la potenciada lujuria de un títere carnal obsesionado por el macabro placer de su querida titiritera.

Verónica estuvo congelada unos segundos ahí en la puerta de la cocina. Traía la mochila de Tomás colgada al hombro y un par de peluches en sus manos. Las turbias sospechas que me invadían hicieron que la viera aún más hermosa enfundada en aquel ceñido vestido. Su maquillaje estaba corrido y sus ojos algo llorosos.

―Ay, hija. ¿Qué te pasó? ―preguntó su madre.

Yo no necesitaba escuchar ninguna respuesta. Estaba a punto de levantarme, subir al segundo piso y descargar mi rabia sobre el maldito de Ramón cuando Verónica me detuvo.

―No es nada, mamá. Entre a tu dormitorio a oscuras y me pegue que rodillazo en el mueble. Me sacó hasta lagrimas ―le explicó.

Mi suegra le recriminó lo distraída que era, se levantó y le dio un abrazo de consuelo. Ellas siempre habían sido muy unidas y querendonas. Me pregunté qué pensaría Gladys si supiera que yo casi había dejado que violaran a su tierna hija; si se enterara que había permitido a un pobre vago ver y tocar las partes más íntimas del cuerpo de mi propia esposa, mientras la mantenía casi asfixiada con mi verga, que rociando semen a desmadre se clavaba hasta lo más profundo de su garganta.

Tomás ya estaba mucho más tranquilo y casi dormitaba cuando lo deje en el auto. Verónica se despidió de su madre y nos fuimos. En el trayecto ella guardó silencio; yo tampoco quise decir nada, no quería despertar a mi hijo y menos con las palabras hirientes y llenas de enojo que estaba seguro no sería capaz de reprimir. Busqué su mirada durante todo el camino, esperando encontrar un atisbo de esperanza en aquel mar de malos presagios, pero ella me evitó, con la vista perdida en lo profundo de la noche.

Cuando llegamos a casa me pidió que me encargara de bajar a Tomás y salió del auto. A través del parabrisas vi como raudamente abría la puerta principal y se escabullía en la seguridad de nuestro hogar. Sentí una pesada culpa al comprender que lo experimentado por Verónica sin lugar a dudas sería mucho más duro de soportar para ella. En ese momento no sabía si su confesión, acerca de lo que había pasado en el restaurante, era cierta o un elaborado cuento para calentarme; lo único que sabía con certeza era que yo me había dejado llevar y permitido a un mugriento extraño tocar sus carnes, desnudas y acicaladas para nuestra noche especial. ¿Y si efectivamente la historia del restaurante era un juego?, eso me convertía en el imbécil más grande del mundo. De pronto me di cuenta del tremendo error que había cometido.

Entré a la casa con mi hijo en brazos. Caminé por el pasillo a su habitación y escuché el sonido de la regadera desde nuestro baño. Seguramente Verónica restregaba jabón en sus nalgas para limpiar hasta la última partícula de mugre que dejara el manoseo de aquel tipo. Lamenté el significado de aquella ducha: la noche de placer se había terminado. El portaliga de encaje que debía uniformar su cuerpo hasta el amanecer, en ese momento debía estar tirado junto a la tina, muy posiblemente sentenciado a la basura por su angustiada dueña.

Temí no tener el valor de mirarla a la cara, ni pensar en preguntarle por lo que había pasado en el dormitorio de su madre, donde había estado perdida por más de media hora con su padrastro, Ramón.

Dejé durmiendo a Tomás y volví por las demás cosas al auto, cerré todo como era mi costumbre antes de irme a dormir. Aún sentía el agua correr cuando me encaminé al gabinete donde guardábamos el alcohol, saqué un vaso y me serví varios tragos de whisky. Me armé de coraje y fui a nuestra habitación. Estaba decidido a pedirle perdón, le explicaría que me había dejado llevar más allá de la cuenta y le rogaría que me dijera que me continuaba amando como siempre. Ya no escuché la regadera, pensé que estaría envuelta en una toalla secándose junto a la cama pero no fue así, aún estaba encerrada en el baño.

―¿Estás bien? ―le pregunté pegado a la puerta.

―Sí, no pasa nada ―me respondió―. Acuéstate, ya voy.

Le hice caso, me saqué la ropa y me metí a la cama en slip y camiseta de dormir. Se me ocurrió que yo también necesitaba una ducha pero quería hablar con ella antes que se durmiera o se hiciera la dormida, así que descarté la idea. Pasaron algunos minutos que se me hicieron eternos, la incertidumbre acerca del estado anímico de mi adorada Verónica me tenían muy preocupado; ansiaba hablar con ella y decirle que el único responsable de lo que había pasado esa noche era yo, que ella no tenía que sentir ninguna culpa.

La habitación estaba en penumbras. Solo se distinguía el marco de luz de la puerta del baño y las cortinas iluminadas por la luz de fuera, la que no apagábamos hasta que nos disponíamos a dormir.

Por fin se abrió la puerta del baño y la esbelta y contorneada silueta de Verónica apareció a contraluz. El destello de la iluminación me cegó por un segundo hasta que ella cerró la puerta tras de sí. Cuando mis ojos volvieron a acostumbrarse a la oscuridad me quedé sorprendido al verla. Llevaba puesto el portaligas y las medias brillantes; también se había vuelto a poner sus tacos altos; y con sensuales movimientos, muy similares a los que usó para humillar a la chica del buzón, se encaminó al ventanal de nuestra habitación. Con ambas manos abrió las cortinas en un brusco movimiento, consiguiendo iluminar su cuerpo semidesnudo.

Verónica siempre fue muy recatada con nuestra intimidad. Nunca hacíamos el amor con las cortinas descorridas, ella temía que alguien pudiera vernos; el temor de ser observada por un voyerista no la dejaba desenvolverse con confianza y yo le encontraba toda la razón, pues estaba convencido que mi hermosa mujer era la fantasía erótica de varios vecinos. Por eso mi sorpresa de verla parada ahí en medio del umbral luminoso del ventanal, apenas vestida con ese juego de ligas, con sus pechos al aire y sin calzones. La sombra que sus pechos formaban sobre su piel era esplendida y el delicado brillo de sus escasos vellos púbicos era sublime.

Estuvo parada mirando hacia afuera unos segundos. Había apoyado sus manos en su cintura y cambiaba el apoyo de su cuerpo lentamente de una pierna a otra en una extraña combinación de modelaje y baile. Luego se dio vuelta, dejando que cualquier posible fisgón disfrutara de las exquisitas formas de su trasero. Recuerdo que en ese momento pensé que, si todos mis temores eran ciertos, ese suculento pedazo de culo ya había sido manoseado por otros cuatro hombres que no tenían ningún derecho a gozarlo.

De pronto Verónica volvió a caminar con ese felino y provocativo movimiento; rodeó la cama, se acostó a mi lado y se apoyó en sus codos para quedar mirándome con la cola en pompa apuntando al techo. No pude contenerme y fui a agarrarle el culo, pero me lo negó.

―No…, no merezco tus caricias ―me dijo al apartar sus caderas.

La habitación seguía apenas iluminada; todo eran sombras y el silencio apenas era alterado por los escasos sonidos de la noche, la atmosfera estaba cargada de misterio, convirtiendo el espacio en un perfecto y erótico confesionario.

―No digas eso, mi amor. Fue mi culpa, no debí dejar que ese hombre te tocara ―me desahogué al fin.

―No, Daniel ―susurró acongojada―. Eso apenas fue un pequeño castigo por haberme dejado penetrar por ese desgraciado mesero y el viejo verde de su jefe.

Me quedé pasmado, ¿aquello era un juego o simplemente la terrible verdad? El rostro de Verónica denotaba sufrimiento, sus ojos parecían apenados pero brillaban con ese ímpetu lujurioso que tanto conocía. Desvié la mirada de su tierno rostro y me quede observando como meneaba delicadamente su apetitosa cola. Sentí la presión de mi verga bajo la sabana y entendí que, sin importar a donde me condujera todo aquello, debía seguir adelante, convencido de que todo había sucedido en realidad. Dejé que la rabia potenciara mi calentura.

―Creí que todo era inventado ―le aseguré con una dura mirada.

―Daniel, ese maldito mesero me abrió las piernas y me la metió toda. Sentí su cosa dura dentro de mi cuerpo, mientras ese viejo me obligaba a chupársela ―confesó en voz baja, sacando su lengua como si relamiera el recuerdo.

―¡Puta! ―le dije en voz alta, rompiendo los susurros de su revelación―. ¿En qué estabas pensando?

―No lo sé. Ellos me deseaban y yo estaba ahí, sola…

―Pero yo no tardaría en volver, ¿por qué no me esperaste afuera? ―le reproché, desesperado.

―Lo siento, Daniel, lo siento, pero él me tomó de la mano y me llevó… lo siento, quería que me siguiera mirando así… con cara de pura calentura. No sabía, no quería que pasara nada más, te lo juró.

―¡Pero te culearon! ―le enrostré―. Y no solo eso, sino que también se la chupaste al maricón ese, ¿o no?

Verónica desvió la mirada en un arranque de vergüenza.

―Se la chupaste, ¿o no? ―insistí.

Volvió a mirarme; me di cuenta que sus dolidos ojos habían rebalsado una lagrima que corría por su mejilla.

―Sí, Daniel, es verdad que se la chupé ―me confesó―. Me puso su apestosa pichula en la cara y me la metí en la boca, la tenía pasada a mi propia zorra… Y te digo más…, me calentó tragarme la verga del extraño que me violó.

Me quedé concentrado en su expresión. Sus palabras estaban cargadas de indignación, en parte hacia mí por obligarla a hablar y en parte hacia ella por admitir que había sentido placer con aquella insana felación.

Ya no aguanté y volví a estirar mi mano para cazar su respingado culo. Esta vez no se apartó, señal incuestionable que pese a cualquier reproche necesitaba calmar sus insanos deseos.

Abordé toda su firme carne, amasando con dureza la portentosa nalga. La apreté fuerte, sin misericordia. Me sorprendió que no me reclamara, nunca me había dejado magrearla con esa intensidad, pero no dijo nada, solo soltó angustiados grititos de dolor cuando le apretaba con fuerza y la palmeaba con violencia. El delicioso sonido del palmazo sobre su culo, seguido del impactante y agudo quejido de dolor, me calentaron en una forma vil e irracional.

―¡Ayy! ―exclamaba después de un estruendoso cachetazo.

―¡Te lo mereces! ―le decía.

―¡Ayy!

―¡Por zorra!

―Debiste… dejarlo, Daniel ―dijo de pronto entre angustiados jadeos―, debiste dejarlo que me sacara del auto.

Entendí que se refería al vago que había dejado que la tocara. Dejé de golpearla y la miré para que continuara, quería saber que tenía que decir acerca de eso. Sus ojos irradiaban deseo y congoja al mismo tiempo.

―Debiste dejarlo que me llevara al asiento trasero… Debiste obligarme a lamerle sus hediondas bolas como castigo…

Le volví a pegar un tremendo palmazo en el cachete parado.

―¡Ay!... Debiste obligarme a pegarme a su mugriento cuerpo y recibir su apestosa lengua en mi boca… ¡Ay!... Debiste dejar que me hiciera suya frente a ti… ¡Ay!... Debiste obligarme a dejarlo meter su pico donde nunca te he dejado meterlo a ti.

Eso me dolió. Era verdad, Verónica nunca me había dejado metérsela por detrás. Tan reticente era que apenas le insinuaba algo, como el contacto de mis dedos contra su ano,  me apartaba en el acto, diciéndome que ella no era de esas mujeres.

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Iracundo y caliente como estaba, no dudé en llevar mis dedos al encuentro de sus nalgas y recorrí la excitante raja hasta que me encontré con su inexplorada cavidad anal. No me apartó, sino que paro ligeramente la cola invitándome a continuar. Definitivamente estaba irreconocible, no parecía mi mujer; Sin embargo, lejos de preocuparme, egoístamente me aproveché y sin importar el daño que le hiciera empecé a hacer presión para hundir mi dedo en su apretado ano.

―Quizá debí hacerlo, puta ―le dije satisfecho al oído―. Pero te aseguró que hoy te desvirgó el anito.

―Lo siento, Daniel ―me respondió―. Mi chiquitito ya no es virgen.

―¡¿Qué?! ―exclamé―. ¡Mentira! ―Le metí medio dedo en su ajustado orificio por mentirosa.

―¡Ayyyy!... Es verdad… es verdad… ¡Ayyy!

―¿Quién?... ¡¿Quién?!

―¡Ramón!, mi padrastro… Ramón, lo siento, Daniel―confesó entre sollozos, no sé si de dolor o vergüenza―. Fue él, Ramón me rompió el culo en la cama de mi madre.

CONTINUARÁ…