Vergüenza y humillación

Una azotaina más que me dió mi madre, esta vez con la ayuda de mi abuela.

VERGÜENZA Y HUMILLACIÓN

Como os he contado ya, mi abuela tampoco era manca a la hora de sacudirme con la zapatilla, aprobando y secundando los métodos educativos y correctivos de mi madre. En breve os narraré alguna de las azotainas que me dio la madre de mi madre (de tal palo tal astilla), pero ahora os quiero contar de una en la que participó indirectamente.

Viví mi infancia y adolescencia en un barrio obrero, en un bloque de pisos con una particularidad, tenía un gran patio central, rodeado por todo el bloque, donde pasábamos horas jugando los chiquillos, con la ventaja para nuestras madres que nos podían ver o llamar desde las ventanas, y el inconveniente para nosotros de que así nos tenían bastante controlados. En aquella época en que los castigos corporales –y sobretodo los azotes en el culo- eran el pan nuestro de cada día, no era una escena nada extraña oír a una madre enojada llamando amenazadoramente por la ventana a alguno de sus hijos; e incluso verla bajar al patio, con sus típicas zapatillas de andar por casa y obligar a base de zapatillazos al hijo o hija a regresar a casa de inmediato.

Aquel día de primavera yo estaba jugando como de costumbre en el patio, con un grupito de niños de mi edad (yo tenía 10 por aquel entonces), todos varones, pero cerca había también otro grupito de niñas con el que ocasionalmente hacíamos también algún juego. Yo estaba concentrado en el juego –creo recordar que jugábamos a las canicas- y no pensaba en nada más. De repente oí la voz de mi abuela detrás de mí, pues ni siquiera la había visto llegar:

-Felipeeeee! ¿No te encargó tu madre el mandado?

-Uy sí, se me olvidó yaya, pero ahora mismo voy –repliqué con voz culpable-.

-¿A dónde crees que vas si ya son las 8 y han cerrado las tiendas? Anda, pasa pa’ casa que dice tu madre que te va a poner el culo guapo para que espabiles.

Me puse colorado y desee que me tragara la tierra. Todos mis amigos sabían que me zurraban en casa, pero una cosa era saberlo y otra que te lo dijera tan claramente tu abuela delante de todos…y todas, porqué las niñas se me quedaron mirando con una expresión mitad compasión, mitad burla. Recogí mis canicas y me dirigí cabizbajo a casa, agarrado del brazo por mi abuela, por si se me ocurría intentar escapar al inminente castigo.

Yo no dije nada por el camino, pero ya en el ascensor (vivíamos en un tercer piso) mi abuela me dijo:

-Eres de lo que no hay, pero de la paliza que te da hoy tu madre seguro que te espabila de una vez por todas. Ya puedes ir preparando el culo porque va a a ser de órdago.

En cuanto llegamos a casa mi madre –que había seguido la escena por la ventana-, me esperaba zapatilla en mano, en actitud más que amenazadora. Era una de sus zapatillas de invierno todavía, de tela gruesa parecida a la lana y suela semirígida de goma, recién compradas hacía apenas un mes, pero yo ya las había probado. Ella vestía blusa blanca, falda beige hasta la rodilla, medias marrones de costura y delantal blanco. Me sacudió algunos zapatillazos nada más entrar, al tiempo que me decía:

-Te voy a quitar el culo a azotes, desgraciao, que me tienes contenta. Cuando acabe contigo se van a poder asar castañas en tu culo!

Yo intentaba escapar instintivamente de la zapatilla, aún sabiendo que era inútil el esfuerzo, pero mi abuela me tenía bien cogido del brazo y no me soltaba. No contenta con eso, quiso ayudar aún más a mi madre, y ella misma me bajó de un tirón los pantalones cortos, unos shorts elásticos y por tanto sin cinturón que a mi madre le encantaban, pues decía que así tenía mi culo más a mano para pegarme; al mismo tiempo el blanco calzoncillo descendió también hasta las rodillas. Mi madre dejó de azotarme para sentarse en una de las sillas del comedor, se arremangó un poco la falda para que no le tirara y enseguida me encontré de bruces sobre sus piernas recubiertas de nylon, con las piernas y los brazos colgando a ambos lados, pues ella era una mujer alta para su época y yo no crecí mucho hasta la adolescencia. Apenas tuve tiempo de empezar a lloriquear y pedir perdón cuando el primer zapatillazo cayó sobre mis pequeñas pero redondeadas nalgas infantiles, haciéndome brincar y agarrarme a una de las patas de la silla, cosa que yo solía hacer cada vez que me propinaba una azotaina. Al primer azote no tardó en seguir el segundo, y al segundo varias docenas más, cada vez con más intensidad, pero de forma pausada, nalga derecha, nalga izquierda, y así sucesivamente, durante varios minutos que a mí me parecieron horas. Mi abuela no sólo presenció la escena a un metro de distancia, sentada en la silla de al lado, sino que animaba a mi madre para que me pegara más y más fuerte, que al fin y al cabo, como se decía en su tierra, el culo no padece y no se rompe ningún hueso.

Lloré, berreé y supliqué pidiendo perdón como siempre hacía, pero también como de costumbre no sirvió de nada, pues la tremenda paliza sólo cesó cuando mi madre consideró que el escarmiento había sido suficiente. Cuando por fin llegó el momento y pude abandonar el regazo materno, me quedé unos instantes en el suelo, frotándome con ganas el culo aún desnudo y llorando desconsoladamente.

-Ahora a tu cuarto castigado, a la cama y sin cenar-me dijo con voz severa mi madre.

No era frecuente que la azotaina fuera complementada con otro castigo como el dejarme sin cena, aunque sí solía mandarme un rato a la habitación un rato a reflexionar sobre mi mala conducta, pero esta vez estaba especialmente enojada, no tanto por la gravedad de la falta, sino porqué yo llevaba una temporada especialmente mala, llevándome una tunda semanal de promedio.

Así pues, yo mismo me reacomodé de mala manera la ropa y me fui a mi cuarto con los ojos bañados en lágrimas. Me puse el pijama y me acosté bocabajo en la cama, para evitar rozarme demasiado el trasero, que me ardía como si le hubieran puesto brasas, siendo que la imagen que me devolvía el espejo durante tal cambio de ropa se asemejaba enormemente a dos tomates en su punto álgido de maduración, tal era la rojez que la zapatilla materna había dejado en mi hasta hace poco blanca piel.

Al cabo de una media hora entró mi madre en la habitación, me dio un beso de buenas noches, un suave azote recordatorio y me regañó cariñosamente, diciéndome entre otras cosas aquello tan manido de que le dolía más pegarme a ella que a mí.

Por supuesto, al día siguiente en casa no se habló más del tema, sólo un comentario que le hizo mi madre a mi padre, contándole lo ocurrido el día anterior, pues él había estado de viaje. Una vez en el patio, de nuevo con mis amigos al final de las clases, éstos quisieron saber qué había ocurrido, mitad por curiosidad, mitad por compañerismo. No pude negar la obviedad de la zurra, pero si pretendía hacerme el valiente fingiendo que apenas me había dolido; valentía que, sin embargo, se esfumaba cada vez que intentaba apoyar mis posaderas en alguna superficie dura y las muecas de dolor desfiguraban mi cara. Pero eso fue algo breve, pues para la noche ya casi ni me dolía el trasero, aunque algún moretón tardó unos días en desaparecer totalmente.