Verano caliente en Lisboa (9)
Portugal vive sus horas más críticas cuando un golpe de estado izquierdista y un rápido contragolpe desgarran al país. Nuno pasa horas de angustia preguntándose si Diogo saldrá con vida de este terrible escenario.
Aquella tarde regresé caminando a casa por el centro de Lisboa. Iba cavilando sobre los próximos pasos a tomar. No se me escapaba que la situación era crítica, tanto para el país como para mí. Después de mucho pensar me senté en un banco en la Placa do Comercio para encender un cigarrillo y observar a mi alrededor. Nadie diría, viendo el ir y venir constante de los lisboetas, con bolsas en la mano y la prisa típica de las grandes ciudades, que fuera a ocurrir un hecho extraordinario en sus vidas o en las del país en las próximas horas. Sin embargo, si se permanecía atento y con los ojos bien abiertos, podía detectarse un cansancio profundo con el clima general del país en cualquier conversación callejera, en la basura acumulada en las calles como si fuera un estercolero (el servicio de recogida era tan aleatorio en los últimos meses como todo lo demás), y hasta en algo tan consustancial al país como es ese intenso sentimiento mezcla de melancolía y fatalismo que llamamos "saudade", y que en España conocían también al parecer por su equivalente gallego, la "morriña". Pues bien, el nivel medio de "saudade" entre la población estaba por las nubes, y la mayor parte de la gente se había resignado a la anarquía en la que malvivíamos últimamente.
Sí, digo bien. Anarquía es la palabra que define a lo que le sucedía a Portugal en aquellos días. ¿Cómo explicarse si no que hasta el propio Gobierno se declarase en huelga por no tener los medios necesarios para hacer valer su autoridad moral?...aquello era de locos, y mientras observaba pasar aquellas últimas horas de revolución, me daba perfecta cuenta de que la suerte estaba echada. Los pensamientos se acumulaban en mi cabeza: ¿Para qué se había convocado elecciones en abril si luego el Gobierno militar iba a ningunear los resultados? ¿Porqué el Partido Socialista, ganador absoluto de esos comicios, transigió en que le escamotearan la posibilidad de gobernar? Si el poder estaba en la calle, como decían por aquel entonces los medios, ¿para qué necesitábamos un Parlamento? Si el Estado, que debía proteger a los ciudadanos, ya no contaba con recursos para hacer respetar su autoridad, entonces ¿para qué le necesitábamos ahora?.
Deprimido con la situación y sin medios eficaces para localizar a Diogo en una ciudad aislada y bloqueada por manifestantes en sus salidas principales, me fui a casa con el corazón en un puño. Abrí una botella de vino tinto y me serví un vaso. La noche fue cayendo sobre Lisboa en medio de todo tipo de rumores. Asomado al antepecho del salón con el vaso en la mano me di cuenta de que había llegado al límite de mi resistencia. Empecé a acariciar la idea de mandarlo todo a paseo, coger el primer a tren a Madrid, arrodillarme ante mi padre y doblar la cerviz, a cambio de una vida regalada y una herencia jugosa. No tenía sentido permanecer aquí, en un país irrisorio donde cada día se superaba el listón de la estupidez con un desafío más grande. Parecíamos competir por conseguir hacer la mayor burrada dando por seguro que no iba a tener consecuencias penales. Desolado y con ganas de llorar me tumbé en la cama pensando en Diogo, en lo que estaría haciendo ahora, al raso, alrededor de una hoguera tal vez, esperando instrucciones de sus cuadros políticos, tal vez tocando algún acorde de una canción de José Afonso a la guitarra, mientras sus compañeros de lucha canturreaban la letra, o, a lo peor, con un arma en la mano, cavando una trinchera, borracho de gloria.
Me desperté poco después del amanecer, todavía vestido y sintiéndome algo desorientado, tal vez por la falta de costumbre de beber alcohol. En realidad, lo que me despertó fue un murmullo creciente en la calle, un barullo de ciudadanos anónimos compartiendo un conocimiento secreto que se iba haciendo público según el sol iba ascendiendo por el horizonte. Desde mi balcón tan sólo me llegaban gritos aislados de gente que corría de un lado a otro, como si se fueran a refiugiar de un bombardeo inminente. "La radio dice " "Dicen que Otelo está detrás ". Alarmado por este nombre mágico, el mesías de la liberación obrera, corrí a encender la radio, donde empezaban a dar cuenta de lo que sería una larguísima jornada, repleta de incertidumbres y de contradicciones manifiestas. Aquel día era martes, 25 de Noviembre de 1975, un día que ningún portugués que lo viviera podrá olvidar jamás. Un día para la Historia, éste sí. El día en que se decidió el futuro del país a los dados. Para unos, el final de un sueño de igualdad y justicia para todos. Para otros, los estertores de una pesadilla caótica y el comienzo de un nuevo rumbo, más democrático y moderno. En medio de esta partida de naipes, el paciente pueblo portugués. Las primeras noticias hablaban de una sublevación de paracaidistas en la base aérea de Tancos, pero se desconocía aún si alguien más se había unido a esta peligrosa aventura. Tal y como se venía rumoreando, se trataba de un golpe de jóvenes oficiales, del ala más ultraizquierdista del Ejército. Era obvio que actuaban en connivencia con las columnas de civiles comunistas que bloqueaban los accesos a Lisboa, entre los que para mi desgracia se encontraba Diogo. Se suponía que el carismático Otelo Saraiva de Carvalho se pondría al frente de la sublevación, aunque era conocido por sus cambios de humor y frecuentes vacilaciones. Pedí a Dios que hoy tuviera uno de esos días de dudas existenciales, por el bien de mi país.
Conforme avanzaba la mañana, con el cenicero repleto de colillas humeantes y el teléfono en la mano (instalarlo fue mi mayor acierto, pues durante los dos últimos meses supuso en la práctica la única forma de contactar con el cada vez más inquieto Diogo) las noticias fueron siendo cada vez más contradictorias y alarmantes. Había movimientos de blindados, pero nadie sabía explicar si se dirigían a defender Lisboa de los sublevados o a tomarla por la fuerza. Llamé a mi abuela, que durante meses había hecho caso omiso de nuestras advertencias para que se trasladara temporalmente a Oporto (considerado territorio seguro por su conservadurismo en una hipotética guerra civil) o a España, pero su insolente respuesta, acorde a su fuerte personalidad, era siempre la misma:
- Se necesita mucho más que un grupo de capitanes comunistas para sacarme de mi casa por la fuerza. Yo de Lisboa sólo me voy con los pies por delante. En Oporto la gente es muy estirada, no me apetece ir, además, ya tengo el mueble bar bien repleto de botellas de vino, no necesito más. Y en España no se me ha perdido nada.
Su enfermera me informó de que la señora se había levantado pronto, quejándose de que le dolía la pierna por el dichoso reuma, señal de que iba a cambiar el tiempo, y, también, en su impecable lógica daliniana "porque cuando esos rojos maquinan algo para jodernos la vida a los buenos, a mí me empieza a doler la pierna". En esta ocasión no iba desencaminada. Le pedí que no la dejara acercarse a la radio y menos aún a la televisión, y que bajo ningún concepto la dejara salir a la calle, pero que si se ponía muy farruca, me llamara y yo le explicaría la situación, para que no se asustara tanto, ella, que tenía la tensión por las nubes.
La calle semidesierta seguía siendo un cúmulo de rumores. La gente se asomaba a las ventanas y balcones buscando por los cielos signos de aviones de combate, y las vecindonas entradas en años o en carnes o ambas cosas se comentaban la jugada una a otra de ventana a ventana e incluso de acera a acera. El rumor más extendido era que el Gobierno, asustado por la "pinza" que le habían montado los manifestantes, dejándoles atrapados a merced de los golpistas en la capital, era presa del pánico, y estaba organizando su evacuación aerea a Oporto, donde esperaban hallar un refugio seguro (como así ocurrió). Sin gobierno aparente y en medio de constantes cruces de informaciones sobre el número exacto y la distribución geográfica de unidades sublevadas, empezó a quedarme claro, a eso del mediodía, que era imposible que todos los insurrectos pertenecieran al mismo bando, pues de lo contrario todo habría terminado tan rápido como el 25 de Abril del año anterior. Es cierto que, según me comentaron desde casa de mi abuela, la RTP (Radiotelevisión Portuguesa) había sido ocupada por elementos militares de extrema izquierda, pero las emisoras de radio continuaban informando de forma independiente. La pelota estaba aún en el aire, si bien por un momento, muy pronto en la mañana, lo había dado todo por perdido, y me preguntaba si podría adaptarme a vivir en un régimen político como el que nos proponían los sublevados, más a la izquierda aún del ya de por si radical Partido Comunista.
Tras asegurarme de que el resto de mis familiares se encontraba bien (que listo y que visionario había sido el tío Joaquim al marcharse a España cuando aún estaba a tiempo) la imagen clara de Diogo en plena batalla se me apareció en la mente con toda claridad, envuelto en un charco de sangre o lanzando una granada, él, que no tenía ningún tipo de instrucción militar (¿o sí la tenía? ) ¿A dónde iba en realidad cuando decía que iba a trabajar si en realidad ya no había trabajo para nadie en esa ciudad de sombras en que se había convertido Lisboa? Por un momento comparé a Portugal, mi querido y doliente país, con un potro desbocado que hubiera perdido el rumbo y no supiera que camino tomar. El proceso de degradación del país durante los últimos 18 meses resultaba ahora fácil de explicar: como un hombre que hubiera sido brutalmente reprimido y acallado durante 50 años, el 25 de Abril el pueblo portugués estalló en una explosión de júbilo colectivo, que ya no pudo ser frenado con medidas coercitivas. Tras tantos lustros y décadas de sometimiento y arbitrariedad por parte de los poderosos los portugueses se tomaban ahora la revancha. Las energías liberadas entonces condujeron necesariamente a una espiral de excesos, así como un hombre hambriento come hasta empacharse sin hacer caso de los buenos consejos de mesura y moderación. Sí, lo de Portugal había sido una orgía mental, una epidemia de ideologías, de palabras huecas pero envolventes, de paraísos lejanos al alcance de la mano. Pero de todos los sueños se termina uno despertando, unas veces suavemente, otras, como ahora mismo, de forma brusca y descoordinada, sin avisarte y sin preparación previa.
El resto de la jornada fue una emocionante y peliculera descripción de movimientos de tropas, rendiciones pactadas, vergonzosas ausencias, vacilaciones determinantes. En resumen, por lo que saqué en conclusión de aquella histórica retransmisión, a la hora de la verdad, el Partido Comunista tiró la piedra y escondió la mano, cuando sus dirigentes, convencidos por la desigualdad de fuerzas enfrentadas de su previsible derrota, pidió a sus simpatizantes y afiliados que abandonaran las barricadas y volvieran a sus hogares, una medida por otra parte muy sensata que evitó con seguridad un baño de sangre. Al caer la noche se daba por segura la rendición de Tancos, y todos suspiramos aliviados.
Bueno, todos no porque ¿cómo se habría tomado Diogo la contraorden de retirarse sin luchar cuando estaban tan cerca de conseguir el paraíso obrero prometido, esa oportunidad que sólo se presenta (con suerte) una vez en la vida? El había apostado todo lo que era y sentía y pensaba por ese momento único, irrepetible, y, a la hora de la cosecha, ésta había sido magra. A decir verdad, es como si una granizada hubiera devastado las vides ya prestas para la recogida.
Empecé a tener claro que había concluido una época precisa de la historia portuguesa, y comenzaba otra, más calmada, ilusionante, llena de cambios democráticos, y con civiles más o menos ilustres como protagonistas, en vez de la ensalada de militares y extremistas que nos ofrecía la etapa anterior. Pero eso no me impedía sentir cierta aprensión y congoja por el destino de Diogo, y muchos que, como él, habían creído en el futuro inevitable de esa Revolución anunciada. Unos, muchos, la inmensa mayoría seguramente, se adaptaría, pero no Diogo, de eso estaba completamente seguro. El era demasiado joven e inexperto, y había ofrecido su vida entera en el altar de la causa proletaria sin posibilidad de vuelta atrás. ¿Qué sería de él ahora sin una causa a la que servir con determinación ciega? ¿Podría sobrevivir mientras presenciaba como se deshacían todos los grandes hitos del periodo inmediato, la Reforma Agraria, la nacionalización de la banca, el encarcelamiento de los oligarcas, la expropiación de sus bienes, las campañas de alfabetización campesina al estilo cubano, y tantas otras propuestas redentoras del pasado reciente?.
Diogo apareció en mi buhardilla al día siguiente, o tal vez deba decir que su espectro se me apareció de repente en el portal, pálido, ojeroso, demacrado, vencido, hundido por un peso sobrehumano, como si hubiera sido condenado a soportar el peso del mundo sobre sus hombros.
¡Nos han traicionado, hemos sido traicionados ! no cesaba de repetir lastimosamente mientras le bañaba, le secaba y le envolvía en mi albornoz para caer rendido en la cama y dormir casi 20 horas seguidas.
Avisé por teléfono a su familia de que se encontraba a salvo conmigo, y se lo tomaron como un milagro. No sé si el mismo milagro al que se refería mi abuela días después, eufórica, en una comida de celebración de lo que ella consideraba "el final del rojerío".
¿Ves como yo siempre acierto, Nuno? ¡Un milagro! ¡Un milagro de la Virgen ha sido esto! Ella solita ha barrido a los comunistas.
¿No crees que exageras, abuela? Los comunistas no han desaparecido ni tienen porque hacerlo, lo único que se les pide es que respeten las instituciones democráticas como todos los demás y se alejen de fantasías totalitarias.
Yo lo único que pido ahora es que todo se normalice cuanto antes y tu padre vuelva por fin a su país, y que le devuelvan todo lo que le han robado, que ha sido mucho, empezando por su propia casa.
Yo no apostaría porque vaya a volver tan pronto, pero sí que creo que con el tiempo recuperará todo o gran parte del patrimonio incautado. De momento me conformo con que en este país recuperemos un poco de sentido común, que nos hace mucha falta en estos momentos.
Eso, y que la gente de orden vuelva a tomar las riendas de este país e imponga disciplina.
No cambiarás nunca, abuela. Genio y figura.
Cuando regresé a casa aquella tarde me sorprendió que Diogo no respondiera a mi saludo. Le había dejado durmiendo, agotado, tras haber devorado media despensa la noche anterior. Su estado seguía siendo lamentable, no quería hablar de lo sucedido, y se lamentaba en voz baja sintiendo lástima de sí mismo:
Portugal ya no tiene remedio. Estamos otra vez donde empezamos, en manos del capital. El 25 de Abril ya no existe, Nuno. Es el fin.
No hizo falta buscar en el diminuto baño o en la cocina. Se había ido. Sin más. Sin despedidas burguesas, cursis, relamidas. No había necesidad de añadir sufrimiento al sufrimiento. Con un presentimiento atroz, salí disparado hacia mi antigua casa, donde una Isabel envuelta en lágrimas, abrazada por su marido, aparentemente más entero pero al que se veía tocado en lo profundo, me explicó lo que yo intuía con antelación.
Vino aquí hace un par de horas. No quiso comer ni se mostró afectuoso ni nada. El, que era tan mimoso conmigo. Solo dijo que tenía que marcharse una temporada. las lágrimas corrían sin tregua por su rostro, ahogando su natural elocuencia. Estaba abotargada, y cerró los ojos en un gesto de dolor insuperable - ¡Ay!¡Mi niño!¡Tan joven!¿Adonde irá?...
Su marido prosiguió en el punto donde ella había abandonado la narración, mostrándose sereno pero conmovido.
Yo creo que iba al puerto, porque allí estuvo trabajando de estibador el año pasado, pero lo dejó porque era muy duro físicamente, y luego le salió el trabajo en la cementera. Lo digo porque mencionó a un tal Bruno, que es también rojillo, y que trabajaba allí. Decía que él podría conseguirle un pasaje.
Gracias, Celso. Voy a echar un vistazo. No os preocupéis, estará bien. El sabe cuidar de sí mismo.
Gracias por preocuparse por Diogo, Señorito Nuno.
No es molestia, es una obligación. Al fin y al cabo es mi mejor amigo.
Claro, claro en la mirada del habitualmente sobrio Celso creí percibir un toque de ironía para eso están los amigos.
El puerto era un hervidero de cuerpos de distintas razas y edades, sexos y profesiones llegados de todos los rincones del mundo. En ese momento estaba descargando un buque repleto de colonos "retornados" de Angola, nuestra última gran colonia en obtener la independencia, hacía escasamente 20 días, en medio de una gran polémica y de enfrentamientos armados entre distintos bandos, que presagiaba una costosa y larga guerra civil. Los refugiados venían escapando de una muerte casi segura, y para ellos los males de la metrópoli no eran nada en comparación con el infierno que dejaban atrás.
Tras buscar durante un cuarto de hora por los distintos muelles localicé al tal Bruno, el cual me confirmó que Diogo había pasado por allí con una simple maleta, le había pedido que le ayudase a enrolarse como marinero o polizón en cualquier mercante, y, para mi mayor desesperación, lo había conseguido tras hablar con el capitán de un barco de pasajeros con rumbo a Angola, donde iba precisamente a recoger y traer de vuelta a Portugal otra partida de colonos portugueses.
¿Y sabes si se ha embarcado ya?
Claro. Es ese barco que va por ahí.
Señaló un borrón oscuro en el infinito, en dirección al océano, y a mí en ese momento se me cayó el alma a los pies y sentí que el cielo caía en picado sobre mi cabeza. Ni siquiera se había despedido. ¿Tanta prisa tenía por abandonar su país como un fugitivo? ¿Tan herida estaba su alma como para dejar su pasado atrás, quizá para siempre? Me alejé de allí tras darle las gracias, y caminé sin rumbo hasta encontrar un banco, quien sabe si el mismo del otro día, en la Placa do Comercio. Solo habían pasado unos días, pero todo había cambiado en Portugal, y en mi vida, de forma irreversible. Me tapé la cara con las manos y lloré amargamente, como si me hubiera sumergido en la letra de un fado cruel.
(Continuará)