Verano caliente en Lisboa (8)
Nuno comienza una nueva vida en Lisboa, pero ahora su preocupación máxima será Diogo, que vive por y para su actividad política, ajeno a todo lo demás.
El cálido y húmedo verano lisboeta había quedado atrás y con él una gran parte de mi vida anterior. Y al tiempo que el otoño se adentraba en el calendario y en nuestras asombradas existencias, el caos vital que engullía a Portugal se fue haciendo más patente y amenazaba con paralizar el país hasta dejarlo irreconocible.
Mi abuela, con la que seguía en contacto pese a las advertencias de mi padre, me dijo un día muy seria en su piso de Avenida da Liberdade, todavía disgustada por la repentina ruptura con mi familia, algo que me dejó helado:
¡No sabes que disgusto tengo, Nuno! ¡os lo habéis propuesto y me vais a matar a disgustos entre todos!¡Primero lo de tu prima Gloria, que se casa por lo civil con un comunista!¡luego, lo tuyo con tu padre, que no hay quien lo entienda! ¡pero lo de estos comunistas ya es demasiado, van a acabar conmigo antes de que termine el año, y si no al tiempo!
¿pero que ha pasado, abuela?
-Pon la radio, anda. No muevas el dial, ya está programada.
Con el corazón en un puño encendí el viejo aparato, un ejemplar casi tan prehistórico como su enjoyada dueña, y pegué el oído al altavoz esperando escuchar alguna noticia estrella, como una sublevación militar, obrera, o las dos cosas a un tiempo. Sin embargo, lo único que escuché fue una aburrida perorata de tono seudomarxista, declamada con entusiasmo de pionera cubana por una voz femenina, tonante y sin matiz alguno que pudiera expresar la más mínima duda o desencanto.
¿Se puede saber que emisora escuchas ahora, abuela? No me extraña que estés majara últimamente. Esto es marxismo en estado puro, yaya.
¡Ya lo sé, no he nacido ayer!. Si te dijera la verdad, no lo ibas a creer
Inténtalo por lo menos.
¡Es Radio Renaixenca!
¿¡Cómo dices!?
Lo que oyes, hijo. Todavía no me he recuperado del soponcio. Por lo visto un grupo de esos pequeños de comunistas renegados ha ocupado la emisora y se dedica a lanzar su asquerosa propaganda a los cuatro vientos asustando a la gente decente y de bien como yo.
Y supongo que la policía no va a intervenir, claro
¿La policía?- su tono denotaba sarcasmo manifiesto- ¡ésos estarán ahora jugando a las cartas en cualquier garito! Yo creo que también se han vuelto comunistas, como tú y como todos en este país. ¡Esto es una ruina! ¡Ya no sé a quien dejar mi dinero, como no sea a las monjas del convento de Santa Clara!
Esto tiene que parar en algún momento, abuela, esto no puede continuar así
Dios te oiga ¡ay!¡si la Virgen quisiera hacer un milagro!. Pero yo ya he perdido la fe en esas cosas. Me da miedo hasta ir a la iglesia por si la queman estando dentro.
¡No digas tonterías, abuela, nadie ha quemado iglesias nunca en Portugal! Lo que sí han ardido son muchas sedes del Partido Comunista en el norte del país, como supongo que estarás informada.
¡Y pocas me parecen! ¡Todas tenían que arder!-y su mirada aquilina adquirió un tono demoníaco- ¡Pero con ellos dentro!
Abuela, tu siempre tan compasiva
Lo que se merece esa gentuza, ni más ni menos
Desde que regresé intempestivamente de España a finales de julio, había estado realizando trabajos eventuales como traductor de inglés y francés para editoriales y particulares. Con lo que ganaba, mas un pequeño préstamo a fondo perdido de mi abuela, que, en efecto, seguía idolatrándome pese a las funestas advertencias de mi padre, alquilé una pequeña buhardilla amueblada en el Chiado. Ahora que era libre por fin de influencias externas, pero más pobre que las ratas, aprendí el valor del dinero, como ganarlo, como gestionarlo, y, lo más importante de todo, como generar más a partir de lo recibido. Si mi padre pudiera verme, al menos estaría orgulloso de mí en ese sentido. Yo no puedo decir ya lo contrario.
La ruptura con mi padre y mi valentía al regresar a Portugal en un momento de su historia tan delicado no hicieron sino aumentar el amor incondicional que Diogo ya sentía hacia mí anteriormente. En nuestro nuevo nido de amor, hacíamos el amor salvajemente hasta la madrugada, y a veces incluso se quedaba a dormir toda la noche sin importarle si sus padres estaban o no preocupados por él. Conforme avanzaba el otoño, sin embargo, constaté un hecho que me pareció inquietante por su parte: había dejado prácticamente de asearse, llevaba el cabello cada vez más largo, no se cambiaba de ropa en días, y toda su obsesión consistía en repetir a quien quisiera escucharle lo cerca que estábamos del día D, de la anunciada revolución proletaria final.
Signos de esto último no faltaban en la calle. Las huelgas ya eran crónicas, el nuevo gobierno moderado que había sucedido al radical de Vasco Goncalves se veía con las manos atadas, y la desinhibición de los sectores más radicalizados de la revolución ya era alarmante. El nuevo gobierno hizo saltar por los aires el repetidor de Radio Renaixenca, para regocijo de mi beata abuela, en un gesto patético que confirmaba su incapacidad absoluta para expulsarles de la emisora. Por esos mismos días, el propio Parlamento fue cercado por miles de manifestantes exaltados, que, con la excusa de una reivindicación salarial, pretendían extorsionar la voluntad popular amedrentando a los representantes democráticamente elegidos en las elecciones democráticas del pasado 25 de Abril (que por cierto dieron una rotunda victoria al Partido Socialista, si bien el Gobierno Revolucionario se hizo el sueco una larga temporada). Y, por último, pero no menos importante, algo que sería portada de diarios en todo el mundo, el incendio provocado de la Embajada de España, un soberbio edificio renacentista, en protesta por los penúltimos fusilamientos de Franco, y donde la policía, una vez más, se abstuvo de intervenir, limitándose a contemplar de brazos cruzados la "furia revolucionaria" de aquellos exaltados que querían provocar la llegada del Apocalipsis obrero.
Cuando días después interrogué a Diogo sobre su presunta participación en estos hechos, después de estar desaparecido en combate durante 72 horas, para mi sorpresa, no lo negó, sino que, muy al contrario, se mostró orgulloso de su hazaña.
¡Tú mejor que nadie sabes que Franco es un hijo de puta y un asesino!. Además no puedo olvidar que el ladrón de tu padre está refugiado junto a ese viejo cabrón. Cuando tirábamos los muebles por la ventana para alimentar la hoguera soñaba despierto que eran los muebles de la casa de tu padre y que él no tardaría en caer también.
¡Estás enfermo, Diogo!
Enfermo de amor a la revolución y a la especie humana tal vez.
Vamos a dejarlo así
Perdóname, mi amor, - se acercó a mi cuello y me besó dulcemente, clavándome su barba de tres días en el pescuezo- es que estos días no sé lo que me pasa. Desde que ocupamos la fábrica y autogestionamos la empresa me siento distinto, con más control sobre los acontecimientos, mucho más vivo que antes, y ahora tengo claro que la revolución es inminente, que está a la vuelta de la esquina.
Lo malo es que yo también empiezo a creerlo
Y mis sospechas se confirmaron cuando el 22 de Noviembre la televisión mostró una imagen sorprendente, incluso para los estándares revolucionarios portugueses.
La jura de bandera del RALIS mostró a los sufridos espectadores televisivos a los soldados jurando bandera con el puño en alto y gritando consignas revolucionarias como si estuviéramos en la Cuba castrista. Un escalofrío súbito recorrió mi espalda y apagué la televisión de mi abuela, con quien me encontraba en ese momento, para evitarla un disgusto mayor.
En realidad, mis padres tenían razón. Vivir en Portugal en aquel momento era una decisión propia de un enajenado, y lo asumía, pero ya era tarde para echarme atrás. Me había matriculado en Derecho, pero en realidad solo pude atender las clases un par de días, porque entre huelgas de transporte, paros masivos de todos los sectores profesionales (¡hasta el propio Gobierno se declaró en huelga!, aunque en este caso más simbólica que real). Diogo iba y venía, vivía a salto de mata, entregado como estaba al servicio de la inmediata insurrección obrera que los augures anunciaban inmediata, y, cuando tenía un rato libre, pese a lo delgado y demacrado que estaba, hacíamos el amor como leones en mi buhardilla, me follaba el culo hasta reventar y luego se corría, con los ojos en trance como un visionario, sobre mi cara, y yo a veces pensaba:¿de donde sacaría la energía necesaria para empujar con tanta fuerza con ese cuerpo tan escuálido? (había perdido al menos 10 kilos desde el verano y su aspecto lustroso y saludable de antaño se había vuelto desastrado y raído). Pero no me importaba: seguía enamorado de él como el primer día, aunque su mente ahora estuviera ausente, a veces incluso mientras hacíamos el amor. Y si bien las amenazas de mi padre no se habían hecho realidad, demostrando que o bien no era tan malo como quería hacerme creer o bien que no tenía las agallas para hacerlo pues temía perderme para siempre, de todos modos, sin querer, le estaba perdiendo: la revolución me lo iba arrebatando por momentos.
El último día que pasamos juntos, antes de que Portugal contuviera la respiración, si no me falla la memoria, fue el viernes 21 de Noviembre, cuando salimos a celebrar (más él que yo, dicho sea de paso) la muerte de Franco en España. Estuvimos en un local de fados en Alfama, y Diogo, que habitualmente no bebía mucho, pero esa noche hizo una excepción, se echó a llorar como un bebé, mientras la fadista, una mujer de mediana edad con la voz sinuosa de las de su escuela, desgranaba en tono intimista las rimas de una versión muy personal del "Lágrima" de Amalia Rodrigues.
Al llegar a mi buhardilla, Diogo se desmoronó y empezó a llorar de nuevo y a lamentarse del poco tiempo que pasábamos juntos y de lo sacrificada que era la vida del revolucionario moderno. A los pocos minutos, se quedó dormido como un tronco, y yo senté a la cabecera de la cama, observando su calmado rostro, que ahora transmitía serenidad y paz. Pensé entonces que no le comprendía del todo, pero que merecía la pena vivir la vida a su lado. Quien sabe si con el tiempo cambiaría, y la política dejaría de ser una prioridad absoluta.
Sin embargo, de momento no iba a ser así, porque al día siguiente, muy temprano, me besó con una suavidad exquisita y se excusó diciendo que tenía que ir al trabajo. No era verdad, o, lo más probable, es que de camino a la fábrica, o al llegar allí, recibiera instrucciones de algún compañero de célula: debían bloquear los accesos a Lisboa por tiempo indefinido. La "señal" había llegado, y sólo puedo suponer el gesto de felicidad suprema de Diogo al recibir ese encargo soñado durante tanto tiempo. Por fin, él también sería actor principal en la Historia con mayúsculas, y no sólo comparsa como hasta ahora. Amigos, parientes, pareja, debían quedar atrás en este momento de gloria. Ya habría tiempo luego de festejar a lo grande el triunfo de la clase obrera sobre el capital.
Dos días después fui a ver a sus padres a mi antigua casa a preguntarles si sabían dónde se encontraba. La respuesta de Isabel, que me recibió en bata, y con grandes bolsas en los párpados de haber llorado mucho en los últimos días, fue deprimente:
Nosotros pensábamos que estaba con usted. El decía que para ganar tiempo dormía muchas noches en su casa, porque le pilla más cerca del trabajo. Pero por lo que hemos sabido, la fábrica está paralizada desde hace un par de meses.
¿Paralizada?
Sí, no produce nada desde que echaron a los dueños y un comité de obreros se hizo cargo de su gestión. Al parecer los propietarios se llevaron todo el dinero y no tienen medios para comprar las materias primas.
Entonces ¿para qué iba a la fábrica todos los días?
Eso quisiera saber yo -bajó la voz para que no le oyera su marido, que dormía la siesta en la habitación contigua pero se rumorea por ahí que están organizando "algo", ya me entiende.
No del todo
Sí, una sublevación de obreros. Dios no lo quiera, mi pobre niño, le rezo a Dios todas las noches para que le proteja. ¡Es tan inocente, es como un pajarito que está aprendiendo todavía a volar!.
En fin, veré lo que puedo hacer. Gracias, Belinha.
Que Dios le acompañe, hijo.
En aquel momento me di cuenta de que le iba a hacer falta toda la ayuda divina posible para salir con bien de aquella insólita aventura en la que se había embarcado alegremente. Pero si desde arriba no echaban una mano, probaría yo a intentarlo.
(Continuará)