Verano caliente en Lisboa (1)

Lisboa, verano de 1975. Portugal vive una situación política límite, y Nuno vuelve a su país desde España con un encargo de su padre huido. Al llegar, descubrirá que muchas cosas han cambiado, y su anterior amistad con el hijo del jardinero, Diogo, no será una excepción.

Nota del autor: el término portugués "verao quente" (verano caliente en español) no tiene ninguna connotación erótica y es usado frecuentemente en la prensa portuguesa para referirse a los acontecimientos políticos vividos en el turbulento verano de 1975, cuando el nuevo Portugal surgido de la revolución de abril del año anterior estaba inmerso en una situación de crisis política y económica, casi diría vital, y en un proceso muy complejo de explicar incluso para los que lo vivieron, que le llevó casi a las puertas de la guerra civil, pero del que finalmente salió fortalecido y con una nueva visión de sí mismo, más acorde a los tiempos. Del mismo modo, los dos protagonistas de este relato, que personifican la energía post-adolescente de aquel Portugal caótico pero ilusionado, también se buscan a sí mismos, y muestran todas las contradicciones de aquel periodo, mucho más evocador, a mi parecer, que la propia Transición española.

LISBOA; JULIO DE 1975

El paisaje desde Badajoz hasta la frontera portuguesa había resultado aburrido y monótono. El calor dentro de aquel Renault 12 rojo era agobiante y por la radio no dejaba de sonar la música de Camilo Sesto y Las Grecas. Me dirigía hacia Portugal, mi país, en unas supuestas vacaciones de dos semanas después del largo y tedioso curso de C.O.U. en un colegio religioso de Madrid. Según me acercaba a la frontera, el paisaje parecía animarse por arte de magia, y una vez conseguí entrar sin problemas (gracias a Dios aquellos guardias no sospecharon de quien era hijo) el paisaje humano se mostraba también mucho más animado. Mientras en España la gente parecía preocupada pero expectante ante el inminente desenlace de su longeva dictadura, con un Franco a las puertas de la muerte, en mi país las cosas habían llegado muy lejos en el último año, y la gente, el pueblo, como decían ahora los periódicos, se mostraba ilusionada y feliz ante el cambio, demasiado feliz según algunos, y con más fantasías que ilusiones según otros, como mi padre.

Me dirigía a Lisboa con una misión especial, como si fuera un aprendiz de espía. El año anterior ocurrió algo que cambió nuestras vidas para siempre. Aquel jueves de abril, al despertarme para ir al colegio, descubrí con sorpresa que mis padres estaban ya levantados y vestidos escuchando la radio, que sonaba a todo volumen en la cocina. Lo que se venía rumoreando en todas partes desde hacía meses había ocurrido. La dictadura había caido, los soldados ocupaban la ciudad, y la gente, sin miedo a la posible violencia de la situación, comenzaba a echarse a la calle a celebrar el final de 50 años de dictadura fascista y retrógrada. Pero en los ojos de mi padre percibí mas bien preocupación y miedo. ¿En que quedaría todo aquello? Su aprensión fue en aumento en los días siguientes, cuando la prensa y la televisión empezaron a hablar de "revolución", aquella dichosa palabra que a mi padre, famoso empresario lisboeta, le sonaba a invento demoníaco y al resto del país, al parecer, a música celestial. Mi padre había hecho una fortuna en los años 50 y 60 construyendo barrios enteros para gente humilde en las afueras de Lisboa y Oporto, y más tarde expandió el negocio y, al amparo de la enloquecida política colonial de Salazar, contribuyó a levantar enormes bloques de apartamentos en Luanda (Angola) y Lourenco Marques (Mozambique), por entonces colonias (provincias en el lenguaje oficial) portuguesas. Todo ello le supuso la consecución de una enorme fortuna personal, aparte de numerosos contactos políticos dentro del régimen, pero también abundantes envidias. Ahora intuía que sus enemigos le pasarían factura, y a no mucho tardar. De momento tomó algunas decisiones polémicas: aquel verano del 74 fuimos de vacaciones a Marbella, lugar del que habíamos oido hablar con admiración provinciana a los amigos de papá en alguna ocasión, pero en realidad todo era una hábil estratagema para resguardarse de los difíciles tiempos que se avecinaban, y que mi señor padre, que de tonto no tenía un pelo, oteaba ya en el horizonte. Al finalizar el verano, decidió que mi madre y yo nos quedáramos a vivir en Madrid, en casa de unos conocidos, mientras él elegía un piso céntrico donde poder vivir comódamente. Yo protesté con razón. No había ningún motivo racional para abandonar Portugal en aquel momento, le dije, y además a mis 17 años no quería perder las amistades de toda la vida, y en especial la de mi medio novia Celina, que se encontraba en Estoril en aquel momento. Todo me sonaba paranoico y absurdo, pero mi padre sabía lo que hacía y además pronunció una frase que me dejó helado y que resultó premonitoria.

Tienes razón, Nuno, todavía no ha pasado nada. Pero pasará, y mucho antes de lo que te imaginas. Conozco a mi país, y sé que esto no va a parar hasta que todo salte por los aires, como pasó aquí en el 36. Algun día me lo agradecerás, muchacho.

Pero nosotros no somos como los españoles, papá. Tú siempre has dicho que el portugués es pacífico y pasivo, y que nunca podríamos ganar ninguna guerra, mucho menos una guerra colonial. ¿Cómo íbamos a matarnos entre nosotros?

Los portugueses somos pacíficos, eso es verdad, pero también soñadores, hijo, y no hay nada más peligroso que un soñador despierto. Hazme caso, todo esto que hago es por vuestro bien, cuando pase el peligro, si Dios quiere, os llamaré de vuelta y todo volverá a ser como antes.

Pero nada volvió a ser igual. Poco después, como si se cumpliera un augurio fatídico, el gobierno revolucionario expropió las empresas de mi padre, y antes de Navidad tuvo que huir con lo puesto y se presentó en Madrid aturdido y agotado tras huir del país en el maletero del coche de un amigo hasta la frontera española. Al parecer, corrían rumores por Lisboa de que iban a detener a algunos conocidos capitalistas, y mi padre recibió un recado del hijo de un militar. El mensaje era muy simple y conciso:"Van a por ti". Mi padre no se lo pensó dos veces y salió en estampida. Al día siguiente, los periódicos portugueses publicaban las fotos de los "reaccionarios" detenidos, mientras mi padre se reía de ellos en su interior, tumbado plácidamente en el sofá del salón de nuestra nueva casa, situada en pleno Paseo de la Castellana.

Cuando llegué a nuestro barrio de Campo Grande, en Lisboa, pude percibir algo que me llamó la atención. Al principio no sabía bien que era, hasta que pude darme cuenta de que algo había cambiado totalmente durante el año escaso que llevaba fuera. La gente parecía distinta, y de hecho lo era. En lugar de los burgueses peripuestos y con pretensiones que yo conocía desde niño, ahora se veía desfilar por las calles una masa humana llegada de los rincones más lejanos del planeta. Había negros que hablaban en portugués criollo y en sus lenguas africanas, portugueses de clase baja llegados de quien sabe donde, gente que parecía trasplantada directamente del otro lado del río, de los barrios humildes de la ciudad. Pero mi capacidad de sorpresa no había hecho más que empezar: no me sorprendí cuando vi manifestaciones ruidosas levantando el puño por el centro de Lisboa, y hasta en la Avenida da Liberdade cortando el tráfico, era algo que me esperaba encontrar, o aquellas ruidosas parejas besándose sin recato en plena calle, algo que hubiera llevado a la tumba por segunda vez al beato Salazar de haberlo presenciado, pero cuando aparqué frente a las puertas de la mansión familiar y contemplé estupefacto aquellas sábanas colgadas en el balcón principal de la casa, como si estuvieramos en el Trastévere romano o en un barrio céntrico napolitano, no tuve fuerzas para continuar. Paré el motor, saqué un Ducados y estuve decidiendo durante unos minutos el siguiente paso a seguir. Al final, tomé la decisión correcta. Aquella era mi casa después de todo, aunque intuía que el recibimiento no iba a ser muy cariñoso.

Llamé a la puerta de aquella vieja casa de tres plantas y esperé. Volví a llamar y por fin se abrió ante mí el portalón muy lentamente, crujiendo como si entrara al cubil de Drácula. Por fin en casa, y por fin una cara conocida, y amistosa, para variar: Belinha, nuestra querida cocinera y ama de llaves.

-¡Señorito Nuno, que la Virgen de Fátima le proteja! ¿Qué está haciendo por aquí?

Pase, por Dios. ¿No sabe que es muy peligroso ir por ahí a estas horas, con la que está cayendo en Portugal?

  • No creo que sea para tanto, Isabel. Y tutéame, que las cosas están cambiando y quien sabe si algún día no acabaré siendo yo el criado y tú la señora de la casa –le contesté sonriendo para quitarle tensión al asunto.

Una voz familiar resonó desde el fondo del pasillo, con una cierta sorna incorporada.

Vaya, vaya… ¿a quien tenemos el gusto de recibir esta noche? Pero si es el señorito Nuno, el hijo de un reputado fascista prófugo. Muy interesante.

Era Diogo, el hijo de 18 años de Celso, el jardinero, y la propia Belinha. Como compañeros de juegos durante todos estos años habíamos desarrollado una amistad interclasista a prueba de bomba. O eso pensaba yo. El mismo 25 de Abril recuerdo haber bajado juntos al Chiado a ver el ambiente popular y a buscar a Joao, el hermano capitán de Diogo, que tuvo un papel significativo en la sublevación. Mi padre me echó la bronca luego por inconsciente, pero fue uno de los momentos más felices de mi vida, y la primera vez que me sentí en comunión con mis semejantes, en medio de aquella multitud entusiasta en el Terreiro do Paco. Pero ahora todo parecía haber cambiado. Creí estar ante un desconocido. Su propio físico resultaba diferente. Ahora parecía más alto y más fuerte, y llevaba el pelo más largo, aquel pelo negro azabache ondulado tan brillante que le hacía parecer gitano, y la sombra de una incipiente barba se dibujaba en su rostro. Había dejado atrás un niño, y ahora me recibía un adulto. Y con las ideas muy claras

Mira, Nuno, vamos a ser claros. Las cosas han cambiado mucho últimamente en Portugal. No sé que has venido a buscar, pero aquí no vas a encontrarlo. Tu Celina se ha marchado, se la han llevado a estudiar a Suiza. Claudio y Raúl están en Londres, y Mario y Diniz en Oporto, en territorio seguro, según ellos.

Lo sabía, pero gracias de todos modos. ¿Cómo estás, Diogo?

Muy bien, gracias a la Revolución, ahora soy un hombre libre.

Siempre lo has sido en esta casa, que yo recuerde.

No discutáis, por favor – terció su madre.

¡Este niñato tiene que descubrir algunas cosas antes de que se vuelva a su querida España!. Y la primera de todas es que a partir de ahora en este país liberado manda el pueblo. ¡Y en esta santa casa, el pueblo soy yo! – gritó Diogo.

Sus ojos estaban encendidos de rabia. Pero había algo de razón en lo que decía y que no tardé en descubrir. En mi cuerpo y en mi corazón, al menos, aquel morenazo malencarado y huraño iba a mandar mucho a partir de entonces.

(Continuará)