Ver amanecer
Un paseo nocturno cambió mi vida... para toda la eternidad.
Como cada mañana alargué el brazo de forma cansina. Apagué el despertador y con él el molesto zumbido que me animaba a levantarme. Perezosamente me senté en la cama, buscando a tientas mis zapatillas y rascándome la cabeza. En cuanto mis ideas se despejaron, sonreí. Había vivido para ver un amanecer más.
El desayuno fue tan aburrido como siempre. La televisión no funcionaba y sin darme cuenta, acompasaba mi mandíbula con el tic-tac del reloj de mi cocina.
Abrí la persiana para encontrarme con el mundo real, que agazapado, me esperaba más allá de la seguridad de mis ventanas. La luz del sol parecía no llegar a mi cuarto, y la sentía apagada, mortecina, casi opaca. Me duché y me vestí sin prestar demasiada atención a lo que hacía, como un autómata, y el resto del día pasó sin que apenas me diera cuenta. Era ya de noche cuando me decidí a salir, y eché a andar sin motivo, mientras encendía un cigarrillo.
El viento silbaba entre los árboles que bordeaban la acera, y la mágica soledad del momento me hizo sonreír.
Caminaba sin rumbo, buscando un punto de referencia a donde dirigirme. Pero de pronto, sentí una mano que me tomaba del hombro con una dulzura y una firmeza incomprensibles. Me giré bruscamente pero allí no había nadie. Nada parecía haber rasgado la oscuridad para acercarse a mí. Y repitiendo en mi cabeza que todo habían sido imaginaciones, reanudé mi camino.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando volví a girarme y me encontré con aquella figura. Apenas fueron unas décimas de segundo, pero estaba seguro de haber visto una sombra moverse delante de mí.
El miedo empezó a recorrerme el cuerpo, agudizando mis sentidos. El cigarrillo aún humeaba entre mis dedos, como una luz esperanzadora en aquella perversa oscuridad.
No se oía nada, no se veía nada, pero se sentía su presencia en el aire. Había algo más allí conmigo, en aquella calle.
Apenas había dado dos pasos cuando un perfume invadió mis sentidos. Respiré profundamente y volví a girarme, preparado para volver a encontrarme con aquella sombra. Por un instante deseé que nadie me estuviera mirando, girando sobre mis talones, solo, en mitad de la noche. Solo, o al menos, eso quería creer.
Lo único que vieron mis ojos fue una mirada. Una mirada penetrante que bloqueó mi cabeza impidiéndome pensar con claridad. El instinto me gritó que corriese, pero mi cuerpo estaba hipnotizado por el poder del abismo que se abría ante mí, incitándome a dejarme arrastrar por él.
Un portazo me despertó, y me encontré en una cama. Estaba oscuro y apenas lograba recordar. El miedo aún estaba en mis venas, y con alivio, creí haber despertado de una pesadilla. Pero para mi sorpresa, ante mi se irguió una silueta, tan oscura como la mismísima noche, y entonces recordé.
Ni aquella era mi cama, ni estaba en mi cuarto. No sabía cuanto tiempo llevaba dormido, ni dónde me encontraba. En ese momento empecé a dudar, y no se si me aterrorizaba más la idea de haber sido secuestrado, o la de haber enloquecido completamente.
Aquellos ojos volvieron a mi mente, tan penetrantes como en el callejón, arrastrándome con ellos. Los tenía ante mí, fijos en los míos, observándome, mientras el pánico se adueñaba de mis actos. Traté de levantarme, pero mi cuerpo parecía aturdido. No respondía a mis órdenes, así que sólo pude tragar saliva y esperar.
Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de aquel cuarto, llegando a distinguir formas. Aquella mirada tenía cuerpo, el cuerpo más perfecto que jamás pude imaginar, el pecado hecho carne, la tentación al alcance de mis manos.
La joven que tenía ante mi, completamente desnuda, continuaba mirándome con aquella insistencia que me desesperaba, mientras mi cabeza asimilaba el mosaico de curvas que componían su cuerpo.
Un pelo azabache bañaba sus hombros como el agua que arrulla las piedras en los ríos. En la oscuridad se dibujaban sus caderas de una perfecta armonía, formando una silueta trazada con mágicas líneas.
Su afilada sonrisa, que me desasosegaba, estaba enmarcada en una cara sorprendentemente dulce e inocente.
La diosa caminó hacia la cama en la que me encontraba, y al tumbarse junto a mí apenas pude notar que el colchón o las sábanas se movieran. Sus movimientos eran tan suaves y tan precisos como los de un gato.
Se colocó a mi lado y comenzó a susurrarme al oído. Palabras casi inaudibles que llenaron mi cabeza de sentimientos desconocidos. No podía ser verdad lo que me estaba ocurriendo, y el miedo casi me hace llorar como un niño.
Comenzó a acariciarme con la clara intención de excitarme, y apenas con el tacto de su piel lo consiguió. Sonriendo, y manteniendo aquella mirada que me atravesaba, se sentó a horcajadas sobre mí. Podía verla, en todo su joven esplendor; y sentirla húmeda y temblorosa mientras se introducía mi pene hasta lo más hondo de su cuerpo. Abría su boca cuanto más adentro la tenía, ofreciéndome una morbosa imagen de sus labios turgentes y sensuales.
En aquel momento, el mundo pareció perder todo el interés para mí, y sólo podía ver los labios de esa joven, su boca entreabierta, incitándome, excitándome, y haciéndome sentir agradecido por permitirme tenerla de esa forma.
Jamás encontraría una sensación comparable a aquella, a la diosa que me follaba entre trémulos gemidos de placer, iluminados por la luz de las velas que parecieron encenderse por arte de magia en la habitación.
Esa sensación no era de este mundo. Había algo más en la cama con nosotros, una fuerza casi sobrenatural que mi mente no alcanzaba a vislumbrar
Mis manos decidieron reaccionar, y se dispusieron a tocar aquel cuerpo, salido de mis más perversas fantasías. Acariciaron sus rodillas, para subir lentamente por sus piernas y tomarla de la cintura.
Ayudé a la diosa en su movimiento, arriba y abajo, adelante y atrás, mientras buscaba ese contacto íntimo que, imagino, la llevara al orgasmo. Mis brazos se estiraron permitiendo a mis dedos rozar sus pechos, que se movían rítmicamente, hipnotizándome. Pellizqué suavemente sus pezones, mientras me sorprendía el frío tacto de su piel. Sus senos se veían tan firmes, tan maravillosamente perfectos, que los apreté con temor. Sin embargo, a mi diosa no pareció molestarle sino todo lo contrario.
La ninfa aumentó el ritmo, sin dejar jamás de mirarme a los ojos. Mi excitación aumentaba con la suya, mientras ella frotaba su clítoris con mi vientre en una violenta y profunda última sacudida.
Se me nubló la vista. La diosa se había dejado caer sobre mí, besándome y mordiéndome el cuello con una pasión enceguecida. Podía sentir su aliento mientras me corría con ella aún sentada encima, a la vez que un calor abrasador me quemaba las entrañas.
Perdí la razón. No comprendía el mar de sensaciones que me inundaban, algunas totalmente desconocidas. Flotaba en un mundo cada vez más lejano, mecido por una ligereza extrema. Mi mente en blanco navegaba sin rumbo en un universo de infinito placer y agonía.
Al fin abrí los ojos. Ella seguía allí, tumbada a mi lado, con el pelo mojado y mirándome con más curiosidad que antes. Yo apenas podía moverme. Sentía la vida como algo lejano y totalmente ajeno a mi existencia.
Traté de sonreír, pero en mi interior comenzó una lucha. Algo trataba de controlarme, mientras otra fuerza, que notaba empujando detrás de mis ojos, luchaba por salir. Sentí un placer indescriptible, superior a todo lo conocido. Aquello que me estaba pasando iba más allá de los límites de lo conocido. Mi cabeza no podía comprender.
Cuando pude tranquilizarme, notaba la boca seca. La diosa continuaba a mi lado, ya vestida y preparada para salir. Me animaba a levantarme, y por fin, se dirigió a mi, permitiéndome escuchar su voz: "Sígueme, yo te enseñaré a aliviar tu Sed".
Y yo, tembloroso aún, guiado por un ansia desconocida, me levanté. Salí a la calle y me perdí con ella, guardando en la memoria la luz agonizante de mi último atardecer.
Ante todo quiero dar las gracias a la persona que me inspiró este relato. Su pasión por el tema le ha llevado a escribir cuentos maravillosos que debería animarse a compartir.
Un beso para él, y otro para todos los que me habéis leído.