Venus de fuego (03)
La epopeya de Johnny con los potingues de Lily será algo que nunca olvidará.
VENUS DE FUEGO III
No era agradable sentirme fuera de control. La excitación estaba llegando al parosismo y fuera que realmente el miembro hubiera crecido tanto como imaginaba en mi delirio o simplemente que mi cuerpo ya no me perteneciera, hubiera pasado a ser propiedad de los potingues de Lily, el caso es que no acertaba con el agujero. Era una situación que nunca me había ocurrido. Me sentía raro, como si una metamorfosis kafkiana me hubiera transformado en un auténtico pura sangre, un semental con los ojos inyectados en sangre ante la visión del real culo de una yegua, relinchando como loco y echando espuma por el bofe. Lo único que me faltaba era dar coces y no creo que me faltara mucho. Necesitaba explotar dentro de la cueva de Venus o acabaría dándome cabezazos contra las paredes.
Quien no haya presenciado el apareamiento de un semental de pura sangre y una yegua o el de un toro de raza y una vaca de primera, no puede saber de qué estoy hablando. Miré aquel trozo de carne, hinchado, entre mis piernas y llegué a asustarme. No, no es una broma. Se había alargado hasta el límite que puede dar de sí un músculo, la piel estaba tirante, enrojecida, las venas azules sobresalían por todas partes, a punto de reventar. El glande aparecía hinchado, amoratado, tumefacto, a punto de reventar; con el pequeño agujerito tan agrandado como si me hubieran metido por él un trozo de cañería. Lo que más me preocupaba eran las venas, recorrían todo el miembro hasta las pelotas y estaban tan marcadas que en plena noche alguien las hubiera confundido con autopistas iluminadas con bombillas azules. Toda la sangre de mi cuerpo parecía haberse acumulado allí y puede que fuera cierto porque sentía la cabeza completamente vacía y un dolor indescriptible en mis partes que no anhelaban otra cosa que la cama de una jugosa vagina.
Venus parecía estar pasando por algo parecido, solo que en femenino, porque a la vista de que mi polla rebotaba una y otra vez contra sus muslos suaves, blancos, sudorosos, brillantes, como recién engrasados, o contra su triángulo púbico, como si de una diana peluda se tratara, tomó cartas en el asunto. Cogió con sus dos manos aquel enorme trozo de carne que tenía vida propia y no paró hasta encasquetárselo en su gran agujero que rezumaba jugos, líquidos y hormonas, como de una lúbrica fuente. La agudizada sensibilidad de mi miembro notó al pasar un bulto muy extraño. Solo después de pensar en ello unos segundos comprendí que debía tratarse del clítoris de la hembra, que se había hinchado como una babosa. Al rozarlo en la penetración Venus comenzó a chillar al ritmo del bolero de Ravel, primero como cogiendo carrerilla y luego lanzándose a una vertiginosa aceleración hasta llegar al paroxismo. Yo en cambio dejé de quejarme, porque mi angustiado littel Johnny se calmó mucho al aposentarse dentro de la gran vagina venusina.
Resulta curioso que el lugar, donde más a gusto se encuentra descansando la parte más preciada de nuestro body, nos dure habitualmente el tiempo de un suspiro. Es como si un gnomito ansioso entrara en el soñado palacio de cristal y en lugar de quedarse allí de por vida, saliera de estampida como perseguido por fuerzas siniestras. Por primera vez en mi vida de amante, y no sería la última, podía permitirme el lujo de permanecer en el palacio de cristal el tiempo que quisiera, porque nada sería capaz de desinflar a su huesped. Era una sensación muy agradable dejar al gran gusano reposando en la cueva, sintiendo la oleada de jugos rezumando de las paredes, intentando devorar su corpachón. ¡Uff!, desde luego era muy agradable. Me dejé caer hacia delante sobre la parte ventral del cuerpo de Venus, muy suavemente para no hacerla daño, hasta que mi pecho rozó sus pechos. Entonces no pude resistirme a la tentación de lamer sus pezones.
Ella tenía los ojos muy abiertos, fijos ante sí, aunque no creo que fuera capaz de verme y por la boca semicerrada no dejaba de ulular el canto de sirena, presta a devorar hombres fornidos. A la primera lamida del pezón izquierdo sus ojos se desorbitaron aún más y la boca dejó escapar un gritó que horadó mis tímpanos. Di gracias a mi fortuna por haberme llevado a plne sierra madrileña, lejos de la apelotonada urbe donde las hormiguitas se refugian en casitas de papel. Porque de no ser así ya tendríamos a la policía, a los bomberos, al Samur y a un montón de curiosos aporreando la puerta. A la segunda lamida sus ojos se dilataron hasta casi salirse de sus órbitas, si eso era posible, quedando clavados en alguna parte de mi rostro que no pude situar con exactitud. Esta vez el grito no me pilló de sorpresa y eso me libró de un fatal desmayo. Fue como un S.O.S., sin inhibiciones, solo que en lugar de SOS, decía MAS...MAS...
Me negué a hacer caso de su orden, por si las moscas hacían un nido de avispas en su boca. Me dejé caer del todo sobre ella y busqué su boca, mordiendo con ansia sus labios con intención de tapar cualquier sonida que pudiera ser emitido entre sus dientes, como el siseo de una serpiente de cascabel. Encontré sus labios tan jugosos y absorventes como si le los hubiera untado de un potingue, rojo mermelada. Que yo recuerde entre los potingues de Lily no existía nada para aquellos labios. Sorbí y sorbí hasta recibir un furioso mordisco que a punto estuvo de arrancarme el labio inferios.
A estas alturas del coito necesitaba explotar a cualquier precio. Estaba tan excitado y enfurecido por la imposibilidad de llegar al orgasmo que cogí a Venus por las caderas y levantándome de la cama como pude me puse a pasear con ella por la habitación. El espectáculo hubiera sido un éxito de ventas si a Lily se le hubiera ocurrido grabarlo. Aquella mujer no era precisamente una modelo anoréxica. Todo en ella era rotundo y lo rotundo tiene su peso, no son globitos hinchados, precisamente. Creo que fue el deseo delirante que sentía el que me permitió actuar como un levantador de pesas a quien hubieran gastado la broma de ponerle pesas de goma en lugar de hierro. Daba un paso hacia delante y con las manos en sus caderas la subía hacia arriba y luego dejaba que fuera el peso de su cuerpo el que me clavara más a ella. Como esto no fuera suficiente la tumbé sobre el amplio y mullido sofá y montado sobre ella comencé a galopar como un poseso. Así estuve largo rato aguantando que ella chillara y llegara a un orgasmo y luego a otro, enlazados como un eslabón a otro.
Yo en cambio me agoté sin lograr mi objetivo. Estaba sudoroso, gruesas gotas de sudor caían de mi frente sobre el rostro de Venus que se agitaba de un lado a otro como si fuera incapaz de parar el tiovivo. Con tanto ajetreo y la gran hinchazón de su clítoris el placer recibido debía de haber sido algo apoteósico. Sus caderas continuaban moviéndose contra las mías que habían adoptado la postura de descanso. Por fín ella dejó de moverse y de chillar. Suspiró, jadeó buscando una respiración tranquila, sus ojos se cerraron y al abrirse de nuevo se clavaron en mi bajo vientre que no lograba despegarse del suyo. Mi polla parecía un tornillo enroscado en su tuerca. Intenté desasirme sin éxito.
Ella ayudó a retenerme entre sus muslos. Aproveché lo forzado de la situación para fijarme en su cuerpo, especialmente en la tupida pelambrera rubia de su bajo vientre. Me hipnotizaba. Ella a su vez continuó con la vista clavada en mi húmeda pelambrera. Su cuerpo daba la impresión de algo pleno, rotundo, bien alimentado, joven, lascivo, brillante. Sus grandes pechos se agitaban al compás de su respiración, ahora tranquila, aumentando mi estado hipnótico. Sus anchas caderas permitían la existencia de un gran valle que terminaba en el hinchado monte de Venus donde mi miembro continuaba clavado y bien clavado.
Era hermosa, era deseable, era mi posesión más preciada. ¿Pueden creerme si les digo que ya no la veía como una muñequita hinchable, sin seso, sin sentimientos, con muy poco que ofrecer a un hombre exquisito como yo?. Ahora era para mí una diosa y la amaba como a tal. Me estaba enamorando de ella, era dulce y era todo lo que deseaba en una mujer. Algo así solo puede producirlo el deseo sexual. Ni siquiera la hipnosis hubiera logrado algo parecido. La amaba y deseaba demostrárselo poseyendo cada célula de su cuerpo, que mi polla, como un cetro, tomara posesión de cada habitación de aquel palacio. Volvió a exasperarme el deseo.
Continué galopando, pero inutilmente porque los potingues que habían hinchado aquel trozo de carne no dejaban de hacer el efecto deseado. La agarré por las nalgas y de nuevo me puse a pasear con ella por la habitación. Necesitaba hacer que aquel trozo de carne volviera a su estado normal o me volvería loco. La coloqué sobre una pared y allí la penetré hasta el fondo una y otra vez. Era inutil. Caminé de nuevo haciendo que su cuerpo subiera y bajara sobre mis caderas. Noté su piel ardiendo, echando auténtico fuego. Sus nalgas me quemaban las manos. Yo notaba mi bajo vientre sudoroso, echando fuego. Tropecé con algo y ambos caimos sobre la alfombra. Ella debajo y yo sin haberme despegado. Abrí sus muslos y sujetándola por las nalgas la penetré una y otra vez hasta el fondo.
Y entonces se produjo la explosión... pero no la mía, sino otra vez fue ella la que alcanzó el éxtasis. Chilló, gritó, pataleó, se convulsionó, se incorporó sobre sus cuartos traseros y sus uñas se clavaron en mi espalda. Sus manos se deslizaron por mi espina dorsal dejando un gran reguero de sangre. Me atrajo hacia ella y con un portentoso movimiento de caderas me hizo rodar por el suelo. Venus quedó montada sobre mi, su boca abierta jadeaba como tras un maratón y sus dientes blancos, blanquísimos, afilados se lanzaron sobre mi. Me mordió una oreja, me mordió la boca, me mordió el pecho y yo grité como un loco. Empujé con todas mis fuerzas y logré desasirme de ella. Mi polla salió de su cueva como golpada con un martillo y quedó colgando en el aire, empapada pero tiesa como un ariete. Me dolía hasta la excitación que continuaba sintiendo. Necesitaba calmarla. Salí corriendo hacia el aseo y allí me puse bajo la ducha.
Di a tope el agua fria y enfoqué la alcachofa sobre mi bajo vientre. Apenas noté un ligero alivio. Entonces pensé en algo que sí tendría efecto. Corrí sin toalla y empapando el suelo desde el aseo hasta la cocina y allí saqué de la nevera todos los cubitos de hielo que encontré. Los puse dentro de una bolsa de plástico que apliqué a lo largo de mi dolorido pene. Noté un alivio instantáneo, pero el miembro no decreció ni un milímetro. Como pude me arrastré a la cama y allí me tumbe con la bolsa de hielo entre mis piernas. Venus me miraba con los ojos muy abiertos y no pudo contener más tiempo la risa. Explotó en una cascada de carcajadas que al pronto me puso de un humor de perros. Al cabo de unos segundos comprendí lo ridículo de la situación y yo mismo me puse a reír histéricamente al tiempo que apretaba aún más el hielo contra mis doloridos huevos.
Continuará.