Venus a la Deriva [Lucrecia] (38).

Travesuras en el Convento.

Capítulo 38

Travesuras en el Convento.

Me reuní en la cafetería de la universidad con Lara, se sintió raro salir de mi cuarto, caminar unos pasos y estar en la universidad. Durante el desayuno nos acompañó Daniela, nuestra amiga. Me alegré al verla, porque llevaba varios días sin charlar con ella. Incluso llegué a pensar que a la chica le molestaba que yo fuera lesbiana, y que me estaba evitando por eso. Pero en realidad era yo la que se estaba distanciando un poco, y eso quizás se deba a todos los problemas que tuve en los últimos días.

Mientras nos tomamos un café con leche, Daniela no paró de hablar de su novio y de lo feliz que estaba con él. Aunque solo nos contó sobre sus salidas más “inocentes”, como una noche en el cine, o una cena en algún restaurante. En ningún momento habló de sí con su novio la pasa bien en la cama. No es que me interese saberlo, pero me hubiera gustado que Daniela se animara a dejar salir esa parte de sí misma. Todavía me acuerdo de cómo se avergonzó durante aquella charla entre amigas en la que surgieron algunos temas sexuales. Es una chica muy tímida y con cara de inocente… y creo que esa apariencia representa muy bien cómo es en realidad.

Cuando ya iba por su cuarta anécdota de noviazgo, otra de nuestras amigas se acercó a la mesa: Jorgelina.

―Hola, Jor ―dijo Daniela, con una simpática sonrisa―. ¿Querés sentarte con nosotras?

―No.

―Ay, ¿por qué no?

―¿No te das cuenta, Dani? ―La aludida la miró confundida―. Lucrecia y Lara quieren estar solas, seguramente para hablar temas de pareja… y vos estás acá, pinchándoles el globo.

―Ay… ¿de verdad? ―Nos miró avergonzada.

―Más o menos ―dijo Lara―. Nos encanta que hayas desayunado con nosotras, la pasamos muy bien; pero Jor tiene razón en que nos gustaría hablar algunos temas “de pareja”.

―Ay… es que… perdón… todavía me cuesta mucho asumir que ustedes… andan juntas. Es muy raro… no se ofendan, es solo que…

―No nos ofendemos ―le dije―. A nosotras también nos resulta raro. Y gracias por acompañarnos en el desayuno.

―Em… de nada ―dijo Dani, con las mejillas rojas―. Bueno, las dejo solas… ―se puso de pie.

―Vos siempre boluda ―le dijo Jorgelina.

―Y vos siempre tan puta ―le contestó Daniela―. Mirá cómo estás vestida. ¿Te parece bien venir a la universidad con un escote tan exagerado?

Las grandes tetas de Jorgelina estaban a punto de saltar fuera de su escote. Antes me preocupaba no poder hablar con Jor sin mirarle las tetas; pero ahora, que sé que a ella no le molesta, me doy el gusto de contemplarlas. A Lara se le estaba haciendo la boca agua, parecía dispuesta a lanzarse sobre ese gran par de tetas y a chuparlas hasta dejarlas secas.

―Estoy muy orgullosa de mis tetas ―respondió Jor―. Y las voy a lucir todo lo que pueda, antes de que la edad me las deje a la altura del ombligo.

―No tenés ni un poquito de vergüenza ―dijo Daniela, mientras se alejaban.

Ya no pude oír lo que le respondió Jor, pero era evidente que aún seguían discutiendo.

―No entiendo cómo esas dos pueden ser amigas ―dijo Lara―. Son tan… distintas. Daniela es super amorosa e inocente… y Jor…

―Y Jor es flor de puta, se la deben haber garchado la mitad de los tipos de la universidad.

―Seee…

―Pero, por alguna extraña razón, Jor y Dani se llevan muy bien, a pesar de que discutan tanto. Es uno de esos grandes misterios de la vida que nunca voy a comprender. En fin, mientras Daniela estaba acá te noté un poco ansiosa. ¿Me querés decir algo en particular? ―Le pregunté, tomándola de la mano. Ya no me importaba que otras personas de la universidad sospecharan que somos pareja.

―En realidad te quiero dar algo.

―¿Qué cosa? ¿Un regalo?

―No, más bien es algo que vas a necesitar. Pero no te lo puedo dar acá, mejor vamos al baño.

―Lara, si empezaste a traficar drogas, nuestra relación se termina acá mismo.

Ella soltó una risotada.

―Sos una boluda. ¿Cómo van a ser drogas? ¿Acaso no me conocés? Yo odio esas mierdas más que vos. Dale, vamos al baño.

Caminamos juntas, tomadas de la mano, pasamos de largo por el baño más cercano a la cantina, porque había mucha gente, y fuimos a uno que está perdido entre los pasillos del segundo piso. Cuando estuvimos solas Lara abrió el bolso y sacó un pene de plástico negro.

―¡Apa! Eso me resulta familiar ―le dije.

―Porque es tuyo. Lo saqué de la caja de juguetes que dejaste en mi casa. Me imaginé que lo ibas a necesitar… para divertirte un poco en las largas noches en este convento.

―La verdad es que por la noche me aburro bastante, es como vivir en el siglo XIX. Me encantaría tener ese juguetito, pero hay un problema: yo no traje bolso. No tengo dónde guardarlo.

―Mmm… interesante. Eso me da una idea ―dijo la petisa, con una sonrisa libidinosa.

―¿Me vas a prestar tu bolso?

―Podría hacerlo… pero eso sería aburrido. Bajate el pantalón ―me dijo, mirándome a los ojos, mientras sacudía el consolador.

―¿Qué? ¿Estás loca?

―Un poquito. Llevo varios días de abstinencia sexual, y eso me está pegando mal.

―Ay, Lara… no pasamos tantos días sin coger.

―Ya sé, pero veníamos cogiendo todos los días… y de pronto nada. La abstinencia se siente más cuando se tiene mucho y después nada.

―Eso es muy cierto. No te lo voy a negar, a mí también me está afectando un poquito. Por eso quiero tener ese juguetito.

―Y si lo querés, te lo vas a llevar puesto. Así que… bajate el pantalón.

―No sé quién está más loca, si vos por proponerme la idea, o yo por aceptar.

―Definitivamente vos.

―Es posible. Vamos ahí adentro, no quiero que nos sorprendan en pleno espectáculo.

Entramos en uno de los cubículos del baño. Me desprendí el botón del jean y lo bajé, junto con mi bombacha. Apoyé las manos en una de las paredes y levanté la cola, ofreciéndosela a Lara. Ella se agachó detrás de mí. Creí que me metería el consolador de una, pero no fue así. La enana se mandó entre mis nalgas y comenzó a chuparme la concha como si no lo hubiera hecho en un año. Me tomó por sorpresa y tuve que morderme el labio inferior para que mis gemidos no llenaran el baño. A pesar de que no habían pasado tantos días desde la última vez que tuvimos sexo, mi cuerpo sintió un inmenso alivio. Eso quizás se deba a que lo que pasó con Anabella dentro del ropero me dejó muy caliente. Aunque también debo reconocer que el alivio no fue solo sexual, sino también emocional. Que mi novia me hiciera sentir de esta manera me quitó un poco de la culpa que me generan mis sentimientos hacia la monjita.

Sin dejar de lamer mis labios vaginales, Lara comenzó a meterme el consolador. No era uno de los más grandes de la caja, sin embargo a medida que entraba comencé a preguntarme cómo haría para caminar con eso metido en la concha. Esto era una locura, pero mi calentura iba en aumento a medida que el consolador se hundía más y más, y la idea me estaba pareciendo cada vez más arriesgada y divertida.

―Ay, sí… metemelo hasta el fondo ―dije, entre gemidos.

―Esa es la idea, amor. Sino ¿cómo vas a hacer para llevarlo puesto?

Ella tenía razón, no lo había pensado pero el consolador tenía que estar completamente dentro de mi concha, sin dejar nada afuera. No es la primera vez que me meto uno de estos penes de plástico, pero nunca lo había metido entero.

Sentí que ese juguetito hurgaba hasta en lo más hondo de mi anatomía.

―Uy, está entrando todo, ya casi, amor ―dijo Lara, justo antes de lanzarse otra vez a lamer mi concha.

―Mmm… se siente muy bien ¿no te querés poner un poquito juguetona antes de irte?

―No puedo, perdón. Mi mamá me está esperando para comer. Además… me da un poquito de miedo que alguien nos encuentre en el baño…

―Sí, tenés razón.

―Ya está. Entró todo. ¿Te duele?

―No duele. Solo se siente… raro… como si tuviera un consolador metido en la concha.

―Sos una tarada. Bueno, ahora subite la bombacha, quiero que quede bien puesta, para que te ayude a sostener el cosito este adentro. Por suerte estás usando un jean bastante ajustado, eso también te va a ayudar… pero vas a tener que mantener las piernas juntas. Si las separás un poco…

―Voy a terminar con un bulto entre las piernas.

―Y las monjitas se van a asustar mucho ―dijo, riéndose.

Me colocó el pantalón en posición y salimos del baño. Para mantener el consolador adentro tuve que caminar como pato, esto le causó mucha gracia a Lara, y no dejó de reírse de mi durante todo el trayecto que hicimos hasta la puerta principal de la universidad.

―Esto fue un error ―le dije―. No sé cómo voy a hacer para llegar a mi cuarto con esto metido. La gente va a pensar que me estoy haciendo pis encima.

―Es preferible que piensen eso. Peor sería que sepan la verdad. Te deseo mucha suerte, amor. Que andes bien.

Me dio un rápido besito en los labios y se marchó.

―Traidora ―le dije, y ella soltó otra carcajada.

Llegar hasta mi habitación fue toda una odisea. Mi forma de caminar era tan llamativa que casi todos se fijaron en mí. Para colmo el maldito consolador buscaba bajar a toda costa: culpo a la fuerza de gravedad por eso. Tuve que disimular varias veces sentándome en alguno de los bancos que había en los pasillos, con eso conseguí que el dildo se volviera a meter… y también me excité mucho. Eso me dio miedo, porque si mi vagina se humedecía demasiado, me podría quedar una visible mancha en el pantalón. En una ocasión tuve que meter el consolador adentro otra vez y como no había lugar para sentarme, me escondí detrás de una columna y presioné mi vagina. Si alguien me hubiera visto haciendo eso hubiera pensado que me estaba masturbando… y no hubiera estado tan lejos de la realidad.

Sin embargo, entre tanto caminar como pato y hacer paradas de emergencia, logré llegar hasta la habitación que había alquilado en el convento. Sentí un enorme alivio cuando puse la mano sobre el picaporte, pero eso fue cantar victoria demasiado pronto.

―Lucre, te estaba buscando ―escuché la inconfundible voz de Anabella a mi espalda.

―Hey, Anita. ¿Cómo andás? ―Dije, con una sonrisa forzada.

―No me digas Anita. ¿Estás ocupada?

―Em… no, la verdad que acá no hay mucho para hacer ―mantuve mis piernas muy juntas y una vez más sentí cómo el consolador se iba deslizando hacia abajo lentamente. Muy lentamente.

―Perfecto, porque necesito que me acompañes.

―¿Adonde?

―A la misma habitación que encontramos ayer en el subsuelo del convento.

―¿Me estás haciendo una propuesta indecente, Anita? ―Pregunté, guiñandole un ojo.

Ella se puso roja al instante.

―No, Lucrecia. Lo que pasa es que hace un rato escuché a Sor Ana hablando con alguien, imagino que era Sor Melina, y le dijo: “Te espero en el lugar de siempre”. Eso pasó hace apenas unos minutos, si nos apuramos…

―¿Querés espiarlas otra vez mientras cogen? No te imaginaba tan picarona…

―Dejá de decir pavadas, Lucrecia. Esto es serio. No puede ser que un par de monjas estén escondiéndose en el convento para tener relaciones sexuales.

―¿Y qué pensás hacer? ¿Vamos a saltar desde adentro del ropero y les vamos a gritar: Las descubrimos, pecadoras? Quizás hasta podamos acusarlas con la Madre Superiora, si es que no se mueren de un infarto.

―No pretendo llegar tan lejos. Solamente quiero escuchar lo que dicen, después voy a buscar el mejor momento posible para hablar con Sor Ana.

―Me parece que tendrías que quedarte afuera de este asunto; pero no te voy a negar que me entusiasma la idea de espiarlas un poquito.

―Sos de lo peor.

―Hey, que la idea la tuviste vos.

―¿Me vas a acompañar o no?

―Sí, dame un minuto…

―No, tiene que ser ya ―me tomó de la mano y comenzó a caminar. No me quedó más remedio que seguirla.

Caminé junto a ella dando pasos cortitos, pero ligeros. Dentro de mi vagina el consolador estaba haciendo estragos. La sensación era agradable, aunque también un poco incómoda.

―¿Te pasa algo, Lucrecia?

―¿Qué? ¿Por qué?

―Estás caminando raro… ¿tenés que ir al baño?

―No, Anita, no es eso… ―soy una estúpida, si le hubiera dicho que sí, habría tenido la oportunidad perfecta para sacarme el consolador―. Estoy bien, no te preocupes.

Ella no pareció muy convencida, pero por el momento me dejó en paz.

Bajamos por las escaleras hacia el subsuelo y recorrimos esos viejos pasillos de piedra. Una vez más me asaltó esa extraña sensación de estar viajando al pasado.

―Veo una luz ―dijo Anabella, cuando ya llevábamos recorrida más de la mitad del pasillo.

―No me asustes, Anita.

―No seas tonta, Lucre. Es la luz de la pieza a la que tenemos que entrar.

―¿Habremos llegado tarde?

―Imposible, a menos que Sor Ana y Sor Melina se hayan vuelto invisibles. Nosotras vinimos por el único camino que lleva a este lugar.

―La puerta está entreabierta. Basta con asomarse un poquito ―dije, hablando en voz baja. Como Anabella se quedó petrificada, me asomé yo―. No hay nadie… pero parece que alguien tendió la cama.

―Ah, quizás Sor Ana vino antes, para arreglar todo. Entremos, rápido.

Una vez dentro caminé apretando las piernas y me dirigí hacia la cama. Estaba dispuesta a sentarme cuando Anabella me agarró de un brazo y lo impidió.

―¿Qué hacés? ―Le pregunté, enojada.

―No te sientes, podrías dejar una marca en la cama. Si tenemos que escondernos rápido, no vamos a tener tiempo para arreglar las sábanas.

―Ah, tenés razón. No lo había pensado.

Tuve que quedarme parada y eso fue una tortura, comencé a hacer fuerzas con los músculos de mi bajo vientre para intentar contener el dildo dentro de mí, pero todo fue contraproducente. El pene de plástico comenzó a bajar más y más. Sabía que no se caería al piso, porque mi pantalón lo impediría; pero quizás me quedaría una protuberancia entre las piernas muy difícil de explicar.

―A vos te pasa algo, Lucrecia. Te noto incómoda. ¿Te duelen los ovarios o algo así? Sabés que me podés confiar esas cosas. Yo también sufro de muchos dolores en mis “días femeninos”.

―No, Anita, no es eso.

―No querés ir al baño. No te duelen los ovarios… ¿entonces qué? Y no me digas que no pasa nada, porque es obvio que algo te tiene mal. Hasta estás transpirando.

―Emm… ¿puedo confiar en vos?

―Sí, sabés que sí.

―Incluso si te cuento que hice algo que no te va a gustar.

―¿Qué hiciste, Lucrecia?

―Una pequeña travesura… en realidad la idea fue de Lara. ―Anabella abrió grande los ojos y se fijó en mi entrepierna.

―No me digas que… Lucrecia, si es lo que yo estoy pensando, me voy a enojar muchísimo. Pero mucho en serio.

―Sabía que no te iba a gustar.

―Sé que vos y Lara son chicas bastante liberales, y puedo entender que hagan algunas locuras. Sin embargo esto ya se pasa totalmente de la raya.

―No creo que sea para tanto.

―¿Que no es para tanto? Sabés cuál es mi postura con este tema, aunque nunca me lo hayas preguntado. Soy monja, Lucrecia, no puedo tolerar una cosa así. Es una vida.

―¿Eh? ¿Pero de qué mierda estás hablando Anabella?

―De lo que hiciste…

―Pará, pará… Vos te armaste una película en la cabeza y creo que le estás errando feo. ¿Qué pensás que hice?

―Pienso que vos y Lara se acostaron con un tipo, por hacer una “travesura”, y quedaste embarazada. También creo que esos dolores que tenés se deben a que tomaste algo para abortar.

Estallé en carcajadas al instante. Si alguna de las monjas hubiera estado en el subsuelo, nuestra tapadera hubiera quedado expuesta.

―¿De verdad pensaste eso?

―No te burles de mí, Lucrecia, mucho menos con un tema tan serio ―Su cara estaba violeta de la rabia.

―Está bien, Anabella. Te pido perdón. Pero como dije: le erraste feo. La travesura de la que te hablé es mucho más inocente. No involucra embarazos ni abortos. Soy cristiana, Anita, quizás mi fervor hacia Dios no es tan grande como el tuyo, pero creeme que no me tomaría tan a la ligera lo del aborto.

―Bueno, eso me tranquiliza mucho. ¿Entonces, qué es? ¿Por qué te duele ahí abajo?

―¿Sabés lo que es un dildo?

―Em… ¿un consolador? ―Volvió a abrir muy grandes los ojos―. ¿Me estás diciendo que tenés puesto un consolador, ahora mismo?

―Sí… y ya no lo aguanto más. Necesito sacarlo, ya. No es que me duela… es que… ya empezó a ser molesto.

―Y para sacarlo…

―Me tengo que bajar el pantalón.

―Ay, Lucrecia, vos y tus locuras. ¿Y qué vamos a hacer con eso? Si alguien te ve con un consolador en el convento se va a armar tremendo lío.

―Nadie lo tiene que ver, podemos esconderlo en algún lado… pero antes hay que sacarlo. Lo siento mucho, Anita, me voy a bajar el pantalón ahora mismo. Si ves algo que no te gusta, no es mi culpa.

―Ay, no seas exagerada, Lucrecia. No voy a ver nada que no haya visto antes. Yo también soy mujer.

―Mejor así.

Me bajé el jean hasta las rodillas, junto con la bombacha. Los ojos de Anabella se clavaron en mi vagina. El cilindro negro asomaba un par de centímetros fuera de mi concha. Lo sujeté desde la base y comencé a sacarlo lentamente. Esa sensación sí que fue agradable, pude notar como los músculos de mi vagina se relajaban.

―Dios mío, es muy grande.

―No es tan grande ―le respondí―. En casa de Lara dejé otros que son bastante más grandes que este.

―¿Y vos te metés esas cosas, Lucrecia?

―No, todavía no probé los más grandes… pero quizás algún día lo haga. Deberías probar, Anita. Con esto no estarías violando tu voto de castidad.

―Yo diría que sí.

―Pienso que no. Es solo un juguete. No estarías teniendo sexo con una persona…

Me quedé muda al instante, escuché pasos en el pasillo y Anabella también los notó. No había tiempo para nada, nos escabullimos dentro del ropero. Ni siquiera pude acomodar mi pantalón. Nos encerramos justo en el mismo momento en que la puerta de la habitación se abrió. Sor Ana entró y estaba acompañada.

Junto a ella había dos monjas jóvenes, es difícil calcular la edad exacta de una mujer que lleva velo y todo su cuerpo está cubierto por una sotana; pero debían tener entre veinte y veinticinco años. Vale aclarar que ninguna de las dos era Sor Melina. Esto me dejó sumamente confundida, y a mi lado Anabella soltó un pequeño quejido, al parecer a ella no le gustaba nada esta situación.

Mi amiga intentó agarrarme la mano izquierda, pero yo estaba sosteniendo el dildo. De todas formas su mano quedó ahí, como si las dos estuviéramos sujetando el pene de plástico, para que no se caiga.

―Pasen, lindas ―dijo Sor Ana―. Pónganse cómodas. Decime, Belén ¿ya estás lista para esto?

―No sé… todavía me pone un poco nerviosa.

―Es lógico; pero tengo entendido que ya te estuviste divirtiendo con Elena.

Las dos monjas soltaron una risita como de colegialas que hablan sobre el chico que les gusta.

―Un poquito ―dijo Belén―. Pero esta sería la primera vez que lo hago con otra mujer presente.

―Bueno, Elena y yo ya tenemos experiencia en eso de que haya al menos dos conchitas para comer… quedate tranquila, nosotras te vamos a guiar.

La mano de Anabella se cerró con más fuerza sobre la mía. Para mí la situación era muy morbosa, pero para ella debía ser muy difícil de aceptar. Al fin y al cabo se estaba enterando de que Sor Ana mantenía relaciones sexuales con otras monjas del convento… y esto ya no era por amor, era sexo por el puro placer sexual.

―Vení, Elena, vamos a demostrarle a Belén cómo nos divertimos nosotras, después ella dirá si quiere sumarse o no.

Sor Ana se tendió en la cama y solo con levantar su sotana mostró su concha a todas las presentes, incluidas Anabella y yo, que espiábamos desde el ropero. Al parecer la monja vino predispuesta a esto, porque ni siquiera se puso ropa interior. Sor Elena era, supuestamente, la más experimentada de las dos, y con su forma de actuar me lo demostró. Gateó por la cama, hundió su cara entre las piernas de Sor Ana y comenzó a chuparle la concha. No dudó ni un segundo, eso me llevó a entender que, efectivamente, ya se había “divertido” varias veces junto a Sor Ana, e incluso quizás tuviera experiencia en tríos, porque no la noté ni un poquito inhibida por la presencia de Sor Belén, quien observaba pacientemente. Parecía nerviosa, pero sonreía con cierta picardía morbosa, como si estuviera diciendo: “Dejame algo, que después voy yo”.

―Belén ―dijo Sor Ana―, si te resulta más fácil… podés empezar con Elena, así vamos rompiendo el hielo.

―Por mí encantada ―dijo Elena.

Sor Belén meditó durante un segundo y luego se acercó a su compañera, le levantó la sotana y mostró que Elena también había ido preparada, sin ropa interior. Belén la acarició las nalgas de su amante y al parecer eso le sirvió para entrar en confianza. Me llamó la atención que Elena no tenía la concha depilada, estaba cubierta de ondulados pelitos negros, y eso le daba un encanto particular. Chupé varias conchas, la mayoría estaban completamente depiladas, excepto la de Lara Edith. Me dieron de chupar una concha al natural, como la de Sor Elena.

En ese momento ocurrió algo inesperado. La mano de Anabella se movió junto con la mía. Por un momento creí que ella intentaba arrebatarme el dildo, quizás para no dármelo nunca más, sin embargo lo dirigió hacia mi parte trasera. El consolador quedó entre mis nalgas y allí  comprendí lo que quería hacer mi amiga la monjita. Era raro que ella mostrara esa clase de iniciativa, por lo que no la interrumpí. Solté el dildo y ella solita lo apuntó hacia mi concha, como estábamos a oscuras y en un sitio muy pequeño, tuve que ayudarla a apuntar, meneando mi cola. Por fin el consolador se encajó entre mis labios vaginales y solo bastó un leve empujón para que entrara. Me mordí el labio inferior para no gemir.

Esta vez el dildo se sintió mucho más rico, no solo por la peculiar situación que se estaba desarrollando en este cuarto, sino también porque era la propia Anabella la que me lo estaba metiendo.

Al principio costó, y creo que casi se le cae de la mano; sin embargo cuando encontró la posición justa, me lo mandó hasta el fondo. Casi pego un grito, y eso hubiera arruinado por completo nuestro juego.

Si Anabella estaba dispuesta a meterme el consolador, eso significaba que, a pesar de la inconformidad, le excitaba la situación. Acerqué mi mano izquierda a su nalga y la acaricié con timidez. Ella no opuso resistencia, por lo que fui acercándome cada vez más al centro, sin dejar de mirar cómo Sor Ana meneaba sus caderas y gemía, mientras la joven Elena le chupaba el clítoris.

Tuve que contener una risita picarona cuando noté que Sor Belén le estaba chupando el culo a su compañera… no solo la concha, sino que también dedicaba intensas lamidas al agujero del culo. Esas chicas eran bien juguetonas, y me encantaba.

Mi mano logró colocarse entre las nalgas de Anabella y solo tuve que bajar un poco los dedos para poder tocar su vulva por encima de la tela. Mi amiga la monjita dio un pequeño salto que me hizo subir los ovarios hasta la garganta. Por un segundo creí que la puerta del ropero se abriría y quedaríamos expuestas; pero gracias a Dios no fue así. Sor Anabella logró contenerse.

Me quedé muy quieta, sin siquiera mover los dedos. Cuando ella retomó las penetraciones del consolador, supe que estaba de acuerdo, me estaba dando permiso para tocarla… al menos por afuera. Lo que me sorprendió fue que pude sentir la tibieza y la forma de su sexo por encima de la tela, era como si no tuviera puesto nada debajo de la sotana. ¿Acaso Anabella también había venido preparada por si se repetía la misma situación que la última vez? Quizás no. Ella misma aceptó que a veces usa poca ropa debajo de la sotana, tal vez, por pura casualidad, éste es uno de esos días.

Y yo agradecida, porque la tela de la sotana no es tan gruesa como la imaginaba, y realmente puedo notar muy bien las curvas de su vulva. Bajé un poquito más los dedos y me encontré con la zona de su clítoris. Casi suelto un chillido de emoción, realmente podía notar ese botoncito femenino debajo de la tela. Esta situación de golpe escaló en morbo, tenía ganas de gemir y de gritarle que me metiera bien fuerte el consolador… aunque ya lo estaba haciendo, creo que iba tan rápido como la incómoda posición se lo permitía.

―Ahora te toca a vos ―dijo Sor Ana, desde la cama―. Vamos, nena, no seas tímida. Me muero de ganas de que me comas la concha… tengo ganas de ver cómo la chupás desde el día en que entraste al convento.

Sor Belén soltó una risita, luego se subió a la cama e intercambió posiciones con Sor Elena. Su compañera se colocó detrás de ella y le levantó la sotana. Belén era la única que llevaba ropa interior, pero su tanga era tan pequeña y sexy que me hizo pensar en una mujer que sabe que irá a un hotel a acostarse con su pareja. Esa no era la ropa interior que debía usar una monja. Sor Elena le bajó la tanga de un tirón, mostrando que Belén también tenía bastante pelito en la concha, aunque ésta se lo había recortado un poco, daba la sensación de que alguna vez lo tuvo completamente depilado, pero los vellos ya habían comenzado a crecer otra vez.

―Mirá, nena… esta concha es para vos ―dijo Sor Ana, abriendo sus gajos con dos dedos―. Quiero que te la comas toda. Y después yo me voy a comer la tuya, porque debés tener una conchita de lo más rica. Espero que te gusten las conchas tanto como a mí, porque me gustaría tenerte todos los días entre las piernas.

―A mí Elena me dijo que esto lo hacíamos porque no podemos acostarnos con hombres… que es para no caer en la tentación.

―Y eso es cierto, chiquita ―dijo Sor Ana, acariciándole la cabeza con un gesto maternal―. No hay que caer en la tentación de acostarse con un hombre… pero eso no significa que no podamos disfrutar de las conchas. Te aseguro que mientras más conchas chupes, más te va a gustar. Y cuando veas alguna monja bonita vas a pensar: “Uy, qué ganas tengo de comerle la cajeta”.

Sor Elena soltó una risita desde atrás, ella ya estaba dándole algunas lamidas a la vagina de su amiga y se detuvo para decir:

―Eso ya le pasa. Sor Belén mira con ganas a la monja más linda del convento.

―¿Ah si? ¿Y cuál es la monja a la que le querés comer la concha?

―Me da vergüenza decirlo…

―Dale, nena, no sientas vergüenza, porque si están hablando de quien yo pienso, te puedo asegurar que todas fantaseamos con comerle la concha alguna vez… incluso hasta las más “heterosexuales”.

―Hablo de Sor Anabella ―mi amiga detuvo en seco el movimiento del dildo, pero yo no detuve el movimiento de mis dedos―. Es preciosa. Después de que me acosté por primera vez con Elena, me puse a pensar qué se sentiría estar en la cama con Sor Anabella.

―Anabella debe ser una bomba en la cama ―Aseguró Sor Ana―. Y en el convento se corre el rumor de que le encanta la concha.

―¿De verdad? ―Preguntó Sor Belén con entusiasmo.

―Sí, de verdad ―le respondió Elena, desde atrás―. Las malas lenguas dicen que Anabella coge todas las noches con la flaquita esa que alquiló la habitación del convento. La tal Lucrecia.

―Hacen linda pareja ―dijo Sor Belén.

Tuve que contener mis ganas de abrir la puerta y darle un fuerte abrazo a esa monja.

―Quizás algún día las podamos invitar a divertirse con nosotras ―dijo Sor Ana.

―¿A las dos? ―Preguntó Belén.

―Sí, claro. ¿Viste lo linda que es esa chica Lucrecia? A ella también me gustaría lustrarle la concha con la lengua.

Escuché un leve gruñido proveniente de Anabella, ¿acaso estaba enojada por la actitud sexual de Sor Ana… o se había puesto celosa? Imposible determinarlo y le pedí a mi cerebro que no se apresurase a sacar conclusiones.

―Ahora sí, nena, basta de charla ―dijo Sor Ana―. No te traje acá para que me cuentes la historia de tu vida. Cuando entraste al convento le dije a Elena: “A esta putita me la voy a comer toda… y le voy a hacer chupar cajetas hasta que le duela la mandíbula”. Así que, empezá, que después de esta vas a tener que degustar otras conchas.

―¿Otras?

―Sí, ¿Acaso creíste que somos las únicas tres monjas que comemos conchas? Hasta algunas de las “feligresas” que vienen a rezar terminan arrodilladas, chupando clítoris. Ellas dicen que estos momentos les alivian el espíritu. Lo que les alivia es la calentura… si se nota que les encanta la concha.

―No sabía que las feligresas también hicieran esto… ―dijo Belén.

―Algunas sí… como la mamá de la pendeja que hablamos recién ―me puse tensa, tanto que Anabella tuvo que detener el consolador, porque los músculos de mi vagina ya no respondían a la dilatación.

―¿La mamá de Lucrecia? ―Preguntó Belén.

―Sí, esa misma. ¿Por qué te creés que Adela es tan generosa con sus donativos? Ella viene acá a hacerse comer la concha por alguna monja… y no solo eso, a la puta le gusta comer conchas más que a mí. Mientras más generosa se ponga con los donativos, más conchitas se puede comer. Y cuando se entere que hay una concha nueva en el menú, va a venir enseguida. Le gustan las pendejas como vos, Belén. Así que empezá a practicar, porque Adela es bastante exigente, quiere que se la chupen bien… y yo también.

No lo podía creer, estaban hablando de mi mamá. ¿Mi mamá pagándole a las monjas del convento para tener sexo con ellas? Unos meses atrás hubiera creído que esto era imposible, sin embargo después del episodio de la fiesta, me puedo creer cualquier cosa. Además Sor Ana no tiene motivos para mentir, ella no sabe que yo estoy escondida en el ropero. Esto debe ser cierto y hasta me puedo imaginar a mi mamá, en esta misma habitación, teniendo sexo con Sor Ana… las dos tienen ese carácter dominante, seguramente disfrutan al hacerse chupar las conchas por las monjas más jóvenes.

Ya no me quedan dudas de que mi mamá es una lesbiana reprimida, y como yo acepté mi identidad sexual y ella no, se enojó conmigo. Yo le estaba demostrando que ella había fracasado al aceptarse a sí misma tal como es. Fracasó por miedo al “¿Qué dirán?” y porque para ella valen más las apariencias que la honestidad.

Aún no sé cómo digerir esta información, pero si se presenta la oportunidad, puedo usarlo como un arma a mi favor. Me encantaría ver qué cara pone Adela cuando se entere que conozco el motivo por el cual hace donativos tan generosos a la universidad y al convento.

―¿Y, nena? ¿Vas a chupar o no? ―Preguntó Sor Ana, impaciente.

Esta actitud distaba mucho de la que vimos la última vez, ya no parece esa mujer dulce y amorosa.

―Lo estoy pensando… ―respondió Sor Belén.

―Para que te sea más fácil, imaginá que ésta es la concha de Sor Anabella. ¿Qué harías si la tenés adelante, abierta de piernas?

Sor Belén mostró una sonrisa picarona, al parecer las dudas de la chica se habían esfumado, se mandó directamente a pasarle la lengua a la concha que le ofrecían.

Si esa yegua se acerca a mi Anabella, la va a pasar mal.

Pobre Anita, para ella debe ser muy difícil aceptar que otras monjas la ven como un objeto sexual. Eso me llevó a quitar la mano de su entrepierna, estaba excitada, sí; pero consideré que éste no era el mejor momento para ponerse mimosa. Al parecer ella pensó lo mismo, porque sacó el consolador de mi concha.

A pesar de que esta vez hubo tres mujeres chupándose las conchas entre ellas, no la pasé tan bien. Tenía muchas cosas en las que pensar, y seguramente Anabella también.

Esperamos pacientemente durante largos minutos hasta que por fin Sor Ana se dio por satisfecha. Después de tener un orgasmo tomó del mentón a Sor Belén y le dijo:

―Lo hiciste muy bien, tenés talento en esto de comer conchas. Se nota que te gusta. Me muero de ganas de comértela a vos, pero eso lo vamos a dejar para otro día. Mientras tanto te podés entretener con Sor Elena, ella tiene un poquito más de experiencia que vos y te puede enseñar todo lo que necesitás saber para coger con mujeres.

―Está bien ―dijo Sor Belén, con una sonrisa. La chica parecía estar orgullosa de lo que hizo―. Voy a poner todo mi empeño con Sor Elena.

En ese momento Elena se acercó a ella por detrás y le dijo:

―Esta noche te espero en mi cuarto. Te voy a dejar la concha seca.

―Ahí voy a estar, te lo prometo.

Tuvimos que esperar unos minutos más hasta que las tres monjas acomodaron sus ropas y volvieron a tender la cama. Luego salieron de la habitación y las escuchamos alejarse por el pasillo. Estuve a punto de salir, pero Anabella me detuvo.

―Esperá un poquito más.

―¿Por qué?

―Porque se olvidaron la tanga de Sor Belén, y pueden volver.

―Uy, es cierto. No me había dado cuenta.

Por suerte Anabella es muy observadora, de lo contrario hubiéramos cometido un gran error. Apenas un minuto más tarde la puerta volvió a abrirse, era la misma Belén. Tomó la tanga del suelo, se la puso y volvió a salir con paso ligero. Cuando el sonido de sus pisadas se perdió, salimos del ropero.

Yo tenía las piernas frías ya que me pasé largos minutos con el pantalón por los tobillos. Me lo estaba subiendo cuando Anabella dijo:

―Esperá, Lucre… vas a tener que ponerte esto, no tenemos otro lugar donde esconderlo.

―¿Otra vez? Ya lo aguanté mucho… ¿por qué no lo llevás vos?

―No, ni loca…

―Ay, Anita… si no es para tanto. Te lo metés y vas caminando despacito…

―No, es muy grande. Yo no estoy acostumbrada a meterme cosas de este tamaño. Además… no tengo ropa interior, se me caería…

―¡Ajá! ¡Lo sabía! ¿Andás desnudita debajo de la sotana? ¿A qué se debe?

Soy bastante impulsiva y no suelo pensar las cosas antes de decirlas, por un momento creí que Anabella se tomaría a mal mi comentario, luego de que las monjas la hubieran tratado como un objeto sexual. Pero mi amiga la monjita es una caja de sorpresas.

―Solo quería sentirme… libre ―dijo, con una radiante sonrisa.

―Me alegra que te hayas animado. ¿No te pone mal lo que dijeron esas monjas?

―Me preocupa, pero es algo que vengo sospechando desde hace tiempo…

―¿Hace tiempo sospechás que te tienen ganas?

―No, eso no ―se puso colorada―. Hace tiempo sospecho que este tipo de relaciones ocurren en el convento. Y también sabía que había algo raro con el tema de los donativos… ¿a vos no te pone mal lo que escuchaste de tu mamá?

―No. A esta altura del partido no me sorprende que Adela le esté pagando a mujeres para acostarse con ellas. Le debe dar un morbo especial hacerlo con monjas. Mientras no se acerque a vos, todo bien.

―Quedate tranquila, Lucrecia. Eso es algo que nunca va a pasar ―nos quedamos en silencio durante unos segundos―. ¿Creés que es cierto lo que dijeron?

―¿Sobre qué?

―¿Pensás que soy la monja más linda del convento?

―¿Acaso te quedaba alguna duda?

―Nunca se me ocurrió verlo de esa manera.

―Ay, Anabella, le vi la cara a casi todas las monjas del convento. La más linda sos vos, después nadie, y luego todas las demás.

―¿Después nadie?

―Me refiero a que la diferencia entre el primer puesto y el segundo es tan grande, que no hay nadie que pueda estar ahí. Ni siquiera Sor Belén, que me pareció muy bonita.

―Es cierto, es bonita.

―¡Ey, ojo con lo que hacés con ella!

―¿Celosa?

―Nada que ver…

―Sip, a mí me parece que te pusiste celosa, Lucre ―sonrió con altanería―. Voy a vigilar el pasillo, vos ponete ese juguetito y salgamos de acá antes que alguien venga.

La muy maldita me dejó con las palabras en la boca. Tuve que volver a meterme el consolador, el viaje de vuelta sería complicado, pero al menos ahora tenía a Anabella, para que me ayude a disimularlo. Si en algún momento necesitaba frenar, simplemente nos quedaríamos charlando durante unos segundos, hasta que yo pudiera caminar otra vez.

Me gustaría preguntarle qué piensa hacer con todo este asunto de las monjas lesbianas; pero eso tendrá que esperar, sé que Anabella suele tomarse su tiempo para reflexionar sobre estos asuntos.