Venus a la Deriva [Lucrecia] (24).
Voto de Castidad.
Capítulo 24.
Voto de Castidad.
Sábado 24 de Junio, de 2014.
Las palabras de la monja aún hacían eco en mi cabeza. Me acababa de pedir que me quitara la ropa y mi reacción hasta ahora había sido quedarme muda, mirándola como si ella fuera un ser de otro planeta.
―Perdón, creo que te lo pedí de forma muy brusca ―dijo, noté cierto arrepentimiento en su mirada.
―Eh… no, no… Lo que pasa es que nunca me hubiera imaginado que fueras a decir eso. Sólo me tomó por sorpresa. ¿De verdad querés que me saque la ropa?
―Si no te molesta…
―¿Con vos? ¡No me molesta para nada! Es solo que…
―Frená un poquito esos pensamientos, Lucrecia. No te estoy pidiendo que tengamos sexo, es sólo que… me gustaría…
―¿Verme sin ropa? ―Asintió con la cabeza, noté una leve chispa de picardía en sus ojos―. Entiendo… creo… sí, creo que ya voy entendiendo. Te prometo que no estoy pensando en nada raro. Imagino que, después de haber visto tanta anatomía femenina en fotos y videos, te causa curiosidad verlo en vivo.
―Exactamente. Mucha curiosidad. Y sé que vos sos bastante… extrovertida en ese sentido. Supuse que no te molestaría… no después de la tranquilidad que mostrarte al hablar conmigo de tus fotos eróticas.
―Acertaste en eso, Anita ―dije, con una sonrisa de oreja a oreja―. No me molesta para nada. Ahora mismo lo hago… me saco toda la ropa…
―Toda no… al menos no de momento. Sería muy brusco para mí.
―Entiendo. ¿Me quedo en ropa interior?
―Sí, por favor.
―Genial.
Estaba feliz, lo único que me importaba en todo el universo era estar dentro de mi cuarto con Anabella. No podía pensar en nada más.
Me puse de pie frente a ella, y con cierta sensualidad me fui quitando la remera. Ella pudo ver mi vientre desnudándose, y la aparición de mi corpiño de encaje blanco, el cual transparentaba levemente mis pezones.
―Apa, que lindo corpiño ―dijo la monja―. ¿Siempre usás de esos?
―No siempre… no sé por qué hoy se me dio por usarlo. De verdad nunca me imaginé que podríamos estar en esta situación.
―Bueno, por el motivo que fuera, me alegra que lo estés usando, te queda muy lindo.
―Ay, me encanta tu “nueva” actitud. La Anabella que yo conocía se hubiera quejado… o hubiera pensado mal.
―La Anabella que vos conocías en este momento está atada y amordazada, en algún rincón de mi cabeza. No quiero dejarla salir… aunque sé que en algún momento volverá.
―Y a mí me gustaría volver a verla.
―Eso no te lo creo, a vos te gusta más verme así, como estoy ahora.
―Lo digo en serio, Anabella. Vos me caés bien, aunque estés seria y tranquila, de verdad. Yo sólo te insistí un poquito en que te soltaras, que disfrutaras más de la vida; pero no te pido que dejes de ser quien sos.
―Me alegra mucho escuchar eso.
Sin decirle nada, me quité las zapatillas y las medias, y luego me dispuse a bajarme el pantalón. Lo fui haciendo con la misma sensualidad con la que me había quitado la remera, pero no me tomé mucho tiempo, estab ansiosa porque ella me viera casi desnuda. Los ojos de la monja se clavaron en mi entrepierna, tenía puesta una tanga muy pequeña, que hacía juego con mi corpiño. Mi pubis estaba completamente depilado, de otra manera mi vello púbico se hubiera asomado por encima de la escasa tela.
―Upa… ―dijo Anabella, sin poder apartar la mirada. Mis labios vaginales se marcaban mucho―. Eso también te queda muy bien, yo nunca me animaría a usar algo así.
―¿Y por qué no? Te quedaría súper sexy… te quedaría mucho mejor que a mí.
―No creo… vos tenés un cuerpo hermoso, Lucrecia.
―¿Lo decís en serio?
―Sí, creeme que lo analicé detenidamente al mirar las fotos… me sorprende lo linda que sos.
―¡Ay, muchas gracias! Por cierto, no me gusta que estés con la sotana puesta ahora mismo… es como que hay demasiado contraste entre tu atuendo y el mío, yo casi desnuda, y vos tapada de los tobillos al cuello, literalmente. Al menos quedate con la ropa “normal”.
―El problema es que… debajo de la sotana solamente tengo mi ropa interior.
―¿Qué, de verdad no tenés más nada? ¿Con el frío que hace afuera? Estamos en pleno Junio, Anabella.
―Admito que me dio un poco de frío mientras venía para acá, pero la sotana es más abrigada de lo que te imaginás… y en tu casa el clima está más cálido.
―Sí, hay calefacción en toda la casa. Bueno, no sé qué decirte… queda muy raro que estemos hablando de estos temas tan francamente sexuales y que vos estés vestida de monja.
―Podría hacer el esfuerzo de quitármela… confío en que no te vas a propasar.
―No, pero desde ya te digo que voy a mirar, y mucho.
―¡Qué honesta!
―Quiero que confíes en mí, por eso tengo que ser totalmente honesta con vos.
―Y lo agradezco, tenés que decirme esas cosas, aunque pienses que no me van a gustar. Bueno, supongo que no puedo evitar que mires…
―El jueves te animaste a quedarte en ropa interior frente a mí…
―Sí, lo sé… no me olvido de eso. Pero sabía que iba a ser sólo un ratito. Ahora es más difícil, no sé cuánto tiempo vamos a estar charlando.
―Yo no quiero que te vayas, tenemos toda la tarde por delante. Pero que no te de tanta timidez… al fin y al cabo, mirá cómo estoy yo ―señalé mi propio cuerpo, di media vuelta para que pudiera mirarme el culo, y después volví a mirarla de frente―. Verme así debería ayudarte a no sentirte en desventaja.
―Totalmente, coincido en eso. Está bien, lo voy a hacer.
La miré expectante. Ella se puso de pie, casi igualándome en altura. Se quitó el velo de la cabeza, liberando su cabello castaño cobrizo, que brillaba resplandeciente. En ese preciso momento caí en la cuenta de que la ventana del patio estaba abierta, y como si fuera poco, había una persona allí. Era Abigail, que nos miraba como si fuera un fantasma. Estaba pálida, con los ojos bien abiertos. Si Anabella la veía, desistiría en quitarse la ropa. Disimulando con mucho esfuerzo, dije:
―Me voy a parar detrás tuyo, creo que te va a ser más fácil si no me estás mirando a los ojos.
―Puede ser…
―Vos quedate mirando para allá. ―Le señalé la pared contraria a la ventana―. Después sí podés darte la vuelta.
―Bien…
De a poco Anabella comenzó a despojarse de la sotana, los ojos de mi hermana parecían a punto de estallar. Con mucho cuidado, para no hacer ruido, fui cerrando la persiana. Pude ver un gesto en la cara de Abigail que claramente significaba: “No cierres, que quiero ver”; pero no le hice caso. Después hablaría seriamente con ella, pero no podía culparla, la imprudente había sido yo, por dejar la ventana del patio abierta. Por suerte fue ella quien nos vio, y no alguno de mis padres. Eso sí hubiera sido una verdadera tragedia.
Cuando cerré la persiana me tranquilicé mucho. Ya no había forma de que alguien nos espiara. Al darme la vuelta me llevé una muy grata sorpresa. Vi las redondeadas y voluminosas nalgas de la monja, apenas cubierta por una colaless rosada que, tal y como me había comentado, le quedaba algo chica. Le apretaba mucho en la zona vaginal, y lo peor (para ella) era que mostraba una clara señal de humedad.
―Bueno, ya está… lo hice ―dijo, dándose la vuelta―. ¿Qué te parece?
―Estás preciosa Anabella, me encanta ver que estás usando esa colaless, que te animaste a usarla.
―Me costó poco decidirme, hoy me levanté con ganas de sentirme un poquito más sexy.
―Y sí que estás muy sexy… me cuesta creer que escondés tan hermoso cuerpo debajo de una sotana. Sos preciosa.
―Muchas gracias, hace mucho que no escucho eso de forma honesta.
―Lo digo de forma muy honesta… em… y siguiendo con la honestidad, me siento en la obligación de informarte algo… pero no te lo tomes a mal, a cualquiera le puede pasar.
―¿Qué pasó? No me asustes…
―Es que cuando estabas de espaldas pude ver cierta… humedad en la colaless…
―¡Ay… qué vergüenza!
Ella contorneó su cuerpo como si quisiera ver su propia cola, pero no pudo hacerlo. Le señalé el espejo que estaba en la puerta de mi ropero. Se paró delante de él, dándole la espalda, levantó la cola e inclinó un poco su cuerpo hacia adelante. Allí apareció otra vez esa evidente mancha de humedad en la tela rosada.
―Pero de verdad, no te preocupes por eso ―le dije.
―Me da un poco de vergüenza, pero no me molesta tanto, porque sé que a vos te pasó lo mismo… lo noté cuando te diste la vuelta.
―¿Qué? ¿Yo también?
Al igual que ella, me miré al espejo, aunque yo me agaché un poco más, y separé mis piernas, brindando un espectáculo aún más erótico, porque la tanga no sólo estaba mojada, sino que además me cubría muy poco. Mis labios vaginales casi estaban asomando por los laterales de la tela. Vi la evidente mancha de humedad a la que se refería Anabella, y no me incomodó en absoluto. Me alegraba que ella pudiera ver el efecto que causaba en mí.
―Estás muy hermosa ―dijo la monja.
―Ay, gracias, Anita… me encanta que me digas eso. Me hace sentir muy bien. Ya te dije que vos también estás hermosa, y no me voy a cansar de repetírtelo.
Ella empezó a reírse con genuina alegría.
―¿Sabés una cosa? ―Dijo―. Nunca había tenido la oportunidad de estar en una situación como ésta, con una amiga.
―¿Es decir, que las dos estén medio desnudas?
―Sí, pero no es sólo eso… sino el ambiente. ¿Cómo te explico? No creo que todas las amigas terminen en situaciones como ésta, pero siempre quedé excluida de momentos como este. Me divierte mucho poder ser parte de todo ésto, más si en con vos. Es la primera vez que me siento como una chica normal, y no como una monja.
―Eso me gusta… que dejes a la monja de lado por un rato. No creo que a Dios le moleste que te tomes un recreo de tus obligaciones.
―No debería molestarle, hice mucho estando a su servicio.
―Y yo voy a hacer mucho para que disfrutes como una chica normal. Incluso algún día podría invitarte a pasar un momento así, estando otra de mis amigas presentes.
―Eso me da un poquito de vergüenza…
―¿Entonces no te invito?
―Sí, hacelo… no te aseguro que vaya a decirte que sí; pero me dolería sentirme excluida de antemano. Que ni siquiera me tomaras en consideración… porque, al fin y al cabo, ya somos amigas.
―Bien, veo que ya lo vas entendiendo, Anabella. Por supuesto que no te voy a excluir. Además me gustaría que conocieras a mis amigas. ¿Pensás en alguna en particular?
―Me daría curiosidad conocer a Jorgelina…
―¿Porque es hetero y no te va a estar mirando con ganas… o por lo que viste en los videos?
Ella se puso seria un segundo, pero no pudo evitar que una sonrisa se fuera dibujando en su rostro, hasta que soltó una risotada, que me contagió a mí también.
―A ver ―le dije, sentándome otra vez en mi silla―. Quiero analizar mejor esos videos… vení. ―Acerqué su silla, para que quedáramos sentadas una junto a la otra. Ella se sentó a mi lado, me dedicó una sonrisa un tanto picarona, y clavó sus ojos en la pantalla de mi celular―. Bueno, vamos a empezar por las fotos… ―Busqué en la galería de imágenes hasta dar con las que Jorgelina me mandó. En pantalla apareció mi amiga, con sus grandes y redondas tetas completamente a la vista, y una mirada sensual―. Amo los melones de Jor.
―¿Son reales?
―¿Por qué lo preguntás? No son mucho más grandes que tus tetas…
―Es que se ven tan… firmes… como si fueran de plástico.
―Jorgelina está muy orgullosa de sus tetas, y asegura que son reales. Algún día le tendré que pedir permiso para tocarlas, y comprobarlo.
―Por lo promiscua que es tu amiga, no me caben dudas de que aceptaría, sin problemas.
―Yo creo que sí… si se trata de sólo unos toquecitos, por supuesto. Ya me dejó bien en claro que no le interesan las mujeres. ―Pasé a la siguiente foto y aquí vimos la vagina de Jor, completamente depilada, con carnosos labios vaginales y un clítoris prominente.
―Eso se le nota, en ninguno de los videos está con una mujer… o está sola, o está con un hombre.
―¿Sola? ¿Hay videos de ella haciéndose la paja?
―Sí, hay uno de esos.
―¡Quiero verlo! Me calienta mucho ver mujeres masturbándose. ―Busqué el video en cuestión, por las miniaturas de la pantalla me quedó claro cuál era.
―A mí también… aunque te cueste creerlo. Me da un poco de pena admitirlo.
―Porque vos lo ves como algo prohibido. No te hagas demasiado mambo con eso, disfrutá y punto. No hace falta que te analices psicológicamente cada vez que algo te calienta. Puede que estos videos ya no te calienten más después de que dejen de ser una novedad para vos.
―Sí, eso es muy cierto, lo pensé. Esto es muy nuevo para mí… me impactó.
En la pantalla mi amiga Jorgelina había empezado a frotarse el clítoris con sensualidad. De a poco fue separando sus labios vaginales, hasta que empezó a penetrarse con dos dedos. Podíamos escuchar unos leves gemidos, el volumen de mi celular estaba bajo, no quería que nadie de mi casa escuchara eso. La masturbación de Jorgelina empezó a acalorarme, y más aún, sabiendo que Anabella estaba a mi lado, mirando lo mismo que yo. Hasta podía imaginarla a ella tocándose de la misma manera.
Si bien me encantaba lo que estaba viendo, quise ir más allá… pero en lugar de buscar otro video, regresé a las fotos, porque en las miniaturas había visto algunas que llamaron poderosamente mi atención. La primera de ellas era una en la que Jor tenía una gran verga en la boca, y parecía muy concentrada en chuparla. En la foto siguiente ya sólo sostenía el pene con una mano, y tenía la boca abierta… su cara estaba muy salpicada de semen, incluso en su lengua había una buena cantidad.
―Esa foto fue una de las que más me impactó ―dijo la monja―. No podía creer que… ella se hubiera animado a hacer eso.
―¿Y te gustaría probarlo algún día? ―Anabella se rió, incómoda, y se tapó la boca con una mano―. Vamos, Anita, estamos en confianza. Podés decime, no voy a pensar mal de vos.
―No sé si me animaría a hacerlo en la realidad, me parece mucho. Demasiado. Pero no puedo negarte que, desde que vi esa foto, lo pensé muchas veces, como fantasía. Para colmo hay un par de videos en los que le hacen lo mismo… y verlo en movimiento es aún más impactante.
―Ahora lo busco… ―llegué al video en cuestión y empecé a reproducirlo. La imagen era similar a la de la foto que vimos, pero se notaba que la verga no era la misma… aunque también tenía buen tamaño―. Se ve que a Jor le gustan grandes…
―De eso no tengo dudas, todas las que vi en sus fotos y videos son bastante imponentes.
Llegamos al momento esperado, en el que la verga descargaba todo su néctar en la cara de Jorgelina, y ella lo recibía como si fuera Cleopatra bañándose en leche.
―Lo que sí admito ―dijo Anabella―, es que me gustaría saber qué sabor tiene el semen. Me da curiosidad.
―¡Apa! Esa sí que es una confesión, nena. ―No puedo decir que me agrade la idea de que Anabella ande chupando penes, hasta me ponía celosa; pero me encantaba escucharla ser tan sincera con respecto a un tema que para ella era tan tabú.
―Igual vos me conocés, Lucre… sabés que yo no haría esas cosas.
―Sí, pero soñar es gratis. ¿Qué problema hay si fantaseás con eso cada vez que quieras?
―Bueno… cada vez que quiera, no… no te olvides que soy monja, y los pensamientos turbios también cuentan como pecados. Tendría que medirme un poco con el tema… estos días ya me di muchas libertades. Después tendré que “limpiarme” un poquito, en espíritu. No puedo andar todo el tiempo con el sexo metido en la cabeza.
―Te voy a decir que en eso tenés razón, si admitís que de vez en cuando necesitás pensar un poquito en sexo, y tal vez masturbarte.
―Sí, ya estoy empezando a reconocer eso. Estar totalmente exenta de pensamientos sexuales me frustra mucho. Creo que es mejor darle rienda suelta por un día, o dos… y después serenarme. Pero sólo a las fantasías… y tal vez un poquito a la masturbación. Pero sin abusar.
―Bien, eso ya me pone feliz… por vos lo digo. Te merecés disfrutar un poquito de tu sexualidad. Admiro mucho la Fe Cristiana, pero sinceramente nunca entendí por qué las monjas tienen que hacer un voto de castidad.
―Hubo una época en la que yo creí entenderlo.
―¿Y ahora? ¿Lo ponés en duda? ―La miré, de forma inquisidora.
―No sé… no sé si llego a tanto. Pero ahora me cuesta más comprenderlo. Sin embargo, lo respeto. No está en mí decidir si el voto de castidad es algo bueno o malo. Tengo que asumirlo, porque es parte de mi vocación como monja.
―¿Sabés qué es lo que más me costaría si yo fuera monja?
Anabella me miró como si yo de repente me hubiese disfrazado de payaso, y comenzó a reírse.
―¿Vos, monja?
―Es algo hipotético ―le dije, entrecerrando mis ojos.
―Es que no me lo puedo imaginar, ni siquiera como algo hipotético. Pero a ver, ¿qué es lo que más te costaría si fueras monja? Aunque me imagino que se debe al voto de castidad.
―Tal vez no estés tan errada, pero no me refiero al voto de castidad en sí… sino a que no podría llevar mi vida sin cuestionar lo que es bueno o malo para mí. No podría vivir sometida por un montón de reglamentos que considero absurdos. Creo que en Dios, y lo sabés muy bien; pero la estructura de la Iglesia Católica fue diseñada por seres humanos… en realidad sólo por los hombres, porque a las mujeres no nos dejaron ni opinar. Esa estructura es fallida desde la base. Tal vez hubiera sido más entendible en la edad media, pero actualmente ya no tiene ningún sentido. Es decir, si uno de los motivos del voto de castidad era que los papas no tuvieran descendencia sanguínea, eso hoy en día se puede evitar con mayor facilidad, gracias a los anticonceptivos.
―Pero esa no es la única razón…
―Sí, ya sé… pero es una. Y eso de querer moderar el sexo, por considerarlo algo “impuro” me parece una estupidez. Antes me ofendía horrores sólo con pensar en sexo; pero ahora, que empecé a experimentarlo de una forma que me gustó mucho, ya considero absurdo que a ustedes, las monjas, se lo prohíban. No te digo que andes como Jorgelina, que se come cada verga grande que se le cruza por el camino…
―Ni como vos, que andás haciendo algo parecido con las mujeres…
―Bueno, sí… es cierto, puede que yo me esté excediendo un poco con la cantidad de parejas sexuales que tengo.
―Y algo me dice que vas a tener todavía más.
―Puede ser… pero a lo que voy, Anita, es que deberías tener derecho a acostarte con alguien de vez en cuando, disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida. ¿Acaso no creés eso del sexo?
―Sí lo creo.
Ésta vez la que la miró raro fui yo. Ella sonrió, seguramente porque había logrado sorprenderme una vez más.
―¿De verdad lo creés? ―Pregunté.
―Sí, de verdad lo creo. Sé que el sexo puede ser uno de los mayores placeres de la vida. No porque lo haya experimentado de primera mano, sino porque mi cuerpo también racciona a estímulos sexuales… aunque éstos vengan de mis propias manos, o de imágenes, como las que encontré en tu celular. Muchas veces, al ver a Jorgelina teniendo sexo con tantos hombres, me imaginé qué estaría sintiendo ella en ese preciso momento… y la cabeza casi me explota. Pero en el buen sentido… fue maravilloso, y eso que no lo estaba viviendo en carne propia. Algo muy parecido me pasó al ver tus fotos…
―Eso me halaga ―sonreí.
―Lo que me pasó con tus fotos fue un tanto diferente. Ya te dije que admito que el cuerpo femenino es algo bello, y que posee mucho erotismo. Pero lo que más placer me generó fue ver tu seguridad. Me imaginé cómo te habrías sentido al momento de sacar esas fotos…
―Excitada.
―Sí, y segura de vos misma. ¿O me equivoco?
―No te equivocás. Sí estaba muy segura de lo que hacía, y lo disfruté mucho.
―Me lo imaginé… y por eso disfruté tanto el masturbarme mirando tus fotos. Porque vos experimentaste algo que yo no puedo. Yo no podría sacarme fotos semejantes con tanta seguridad. Hasta esa foto en ropa interior que te mandé para mí fue muy dura.
―¿Alguna vez te sacaste fotos desnuda? Aclaro que no te las estoy pidiendo. Sólo me gustaría saber si lo hiciste, en la intimidad.
―Si, alguna vez lo hice.
Todo el cuerpo me vibró, y no sólo porque tenía a Anabella semidesnuda a mi lado, sino porque imaginé cómo hubieran sido esas fotos.
―¿Y qué sentiste?
―Me calenté mucho… lo admito. Pero después me dio miedo, y borré todo.
―Me parece excelente que te hayas animado a hacerlo, y te sugiero que lo repitas… para aprender a sentirte cómoda con tu propio cuerpo, con tu sexualidad.
―Es que yo no debería acostumbrarme tanto a eso. ¿Acaso no estábamos hablando del voto de castidad?
―Ah sí, y me hiciste acordar de algo que te quería preguntar. Si considerás que el sexo es tan placentero ¿por qué lo negás tanto? Es decir, ¿sos consciente de que estás sacrificando la oportunidad de disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida? Sólo porque decidiste ser monja.
―La vida de una monja, y de cualquier persona al servicio de la Fe, exige sacrificios. Es el camino que elegí.
―Disculpá que me meta en tu vida, Anita. Pero es algo que elegiste cuando eras muy joven, y estabas muy dolida. ¿Pensás que en otro momento de tu vida hubieras tomado el mismo rumbo?
―Me cuesta creer algo diferente, porque ser monja ya es mi vida. Dedico prácticamente todas las horas de mi vida a eso. Hoy… y estos últimos días que pasé con tu celular, fueron una gran excepción para mí. Nunca había dado tanta rienda suelta a mis impulsos sexuales. Todavía no me arrepiento…
―Pero mañana lo vas a hacer. Y si no es mañana, será pasado…
―Sí, así es. Pasaré por un gran período de culpa, ya me conozco lo suficiente como para estar segura de eso.
―Al menos te permitiste disfrutarlo. Mirá… estás casi desnuda, junto a otra mujer, que tiene tanta ropa como vos. Una mujer a la que viste desnuda, y te masturbaste…
―Ojo, no creas que me masturbé fantaseando con vos. Ya te expliqué lo que sentí en ese momento.
―Sí, fuiste muy concisa en esa explicación. Pero también sé que es una justificación que te hacés a vos misma. Aunque no seas lesbiana, a mí ya no me quedan dudas de que vos te calentás conmigo.
―¡Tan modesta como siempre!
―¿Acaso vas a negar que lo que digo es cierto?
―Sí, lo voy a negar.
―Por ahora… ―le aseguré―. Porque algún día vas a tener que reconocerlo.
―¿Y vos? ¿Te excitás pensando en mi?
―No voy a admitir ni a negar nada. No hasta que reciba una respuesta sincera de tu parte.
―Fui sincera, Lucrecia… el problema es que no dije lo que vos querés escuchar. Bueno, generalmente ese es el problema que tenemos entre nosotras. Yo nunca voy a decir las cosas que vos querés escuchar de mí.
―Algunas ya las dijiste… yo quería que admitieras que te hacés la paja, así como quería que admitieras que lo disfrutás.
―Pero no me refería precisamente a eso. Vos ya sabés bien de lo que hablo, Lucre. No tengo que ponerme a enumerar esas cosas que vos querés escuchar de mí. Las dos ya las sabemos perfectamente.
Odiaba cuando la monja podía ver a través de mí, como si yo estuviese hecha de vidrio. No tenía forma de responderle a eso, fue un golpe bajo de su parte; pero también fue uno certero, porque tenía toda la razón. Mis fantasías con ella me habían llevado a esperar cosas que, con los pies en la tierra, sabía que nunca iban a pasar. Bajé la cabeza y me quedé en silencio. Había muchas cosas más para investigar dentro de mi teléfono, pero ya no me sentía con ánimo de hacerlo. Forcé la charla con la monja, en el afán de que ella se sincerase aún más; pero terminé llegando a un punto en el que la perjudicada fui yo.
Apagué la pantalla de mi celular y lo dejé sobre la mesa. Miré en el piso, allí estaba mi ropa; consideré que lo mejor sería vestirme. Cuando estuve a punto de ponerme de pie, ocurrió algo que no me hubiera imaginado ni en cien años: Anabella me abrazó.
Fue un abrazo cálido, hasta podría decir que poseía pequeños tintes románticos. Me envolvió con sus brazos y sus voluminosos pechos se pegaron a los míos. Reaccioné instintivamente, devolviéndole el abrazo, pero mi impulso me llevó aún más lejos. Busqué su boca con la mía, no lo pensé. Me moví por un pequeño destello que cruzó mi mente, el cual me hizo suponer que la monja estaría dispuesta a recibir mis labios.
Nuestras bocas se encontraron por un segundo, quedé embriagada por esa delicada tibieza. Ella giró levemente la cabeza, sin desprecio, para evitar que el furtivo beso se prolongara. Apoyó el mentón sobre uno de mis hombros, y yo hice lo mismo con uno de ella. Me abrazó con más fuerza, casi como si me estuviera diciendo que ese breve beso no le molestó.
―Perdón si te hice sentir mal ―dijo, casi con un susurro―. Vos sabés cómo arrinconarme, siempre lo hacés… y ahí yo me pongo a la defensiva, y termino diciéndote cosas hirientes.
―Pero siempre son grandes verdades.
―Puede ser, pero hay mejores formas de transmitirlas. Sé que fui un poquito brusca con vos, y no quiero que te sientas mal por mi culpa. Al fin y al cabo todo lo que disfruté durante estos últimos días, hubiera sido imposible de no haber sido por vos.
―Y por lo puta que es Jorgelina.
―Bueno, sí… pero a ella no la conozco. La que realmente me motivó a hacer todo lo que hice, fuiste vos, Lucrecia. Y eso te lo agradezco, aunque después me vaya a sentir culpable, para mí fue una gran liberación. Siento que me quité un enorme peso de encima.
―Y, con todas las pajas que te hiciste, habrás perdido mucho líquido…
Ella soltó una risita entre sensual y divertida.
―Siempre encontrás el peor momento para decir una boludez ―me dijo, rozando mi cuello con sus labios.
―Es uno de mis mayores talentos. Y te hice decir “boludez”, vas a tener que rezar como diez “Padre Nuestro”.
―Más voy a tener que rezar por haberme hecho tanto… la paja. ―Escuchar esa palabra, proviniendo de su boca, me electrificó todo el cuerpo―. Pero bueno, lo hecho, hecho está.
―Me alegra saber que te motivé a soltarte un poquito. Y pensá en lo que te dije… tal vez no llegues a tener sexo con otra persona, eso lo veo medio difícil, porque estás muy negada; pero tal vez te puedas hacer la paja de vez en cuando… o tener un día al mes para pajearte todo lo que quieras mientras mirás porno.
―Esa idea me gusta, pero ¿no sería mucho una vez al mes?
―Para vos sería mucho, incluso una vez cada cinco años. Pero yo intento darte una solución más práctica, más real. Después de lo bien que la pasaste pajeándote y mirando porno, vas a querer repetirlo. No vas a poder esperar mucho. A ver, hoy es veinticuatro de junio ―me separé de ella, no porque el abrazo me desagradara, sino porque me estaba gustando demasiado―. Podrías tomar los días veinticuatro para hacerte la paja tranquilamente, todo el día. Sin culpa.
―No me parece buena idea… porque el veinticuatro de diciembre es Nochebuena, y al otro día es Navidad. No quiero festejar el nacimiento de Cristo tocándome de esa manera.
―Bueno, tal vez la fecha estuvo mal pensada… pero el concepto no.
―Técnicamente el día que más me masturbé fue ayer, que era veintitrés.
―Eso ya te dejaría un poquito antes de Navidad… o de última en diciembre no lo hagas, si eso te da mucha culpa. Pero al menos considerá la idea.
―Está bien, lo voy a hacer.
―¿De verdad? ―La miré, incrédula.
―Si, algo tengo que hacer con mi vida sexual… de lo contrario voy a sufrir mucho, al reprimirme tanto. No creo que a Dios le moleste que yo tenga un día al mes para mí misma… al fin y al cabo dedico todos los otros días del año a su servicio. Y como bien dijiste, las normas de la iglesia fueron armadas por hombres… y yo me prometí que ningún hombre terrenal me iba a arruinar la vida. Tal vez exageraron mucho con el voto de castidad. Un día al mes para masturbarme no me parece algo tan grave. Peor sería usarlo para acostarme con otra persona.
―Entonces… ¿los días veintitrés?
―Tal vez… siempre y cuando no caiga en un día festivo relacionado al catolicismo… o domingo. Los domingos son los días del Señor, no podría hacerlo. También tengo que tener en cuenta los días… femeninos.
―Bueno, eso lo vas regulando, en esas ocasiones podés hacerlo unos días antes, o unos días después. Pero al menos tenés una fecha aproximada. Algo que te ayude a aguantar el paso de los días.
―Sí, creo que eso de tener una fecha aproximada puede ser muy útil. Así no caigo en la tentación más veces de lo debido. Y ya ese día, me puedo dar cariño sin sentirme culpable. Gracias una vez más, Lucrecia. Me estás ayudando mucho.
―Siempre que pueda fomentar tus pajas, te voy a ayudar.
―No me refiero sólo a eso. Sino… a esto… nunca pude pasar un día así con otra persona, ya te lo dije. Y para mí es muy valioso todo esto… el poder disfrutar de una charla tan explícita sobre sexo, el estar casi sin ropa junto a otra persona y poder sentirme segura…
―Oh… eso es muy tierno. Podríamos poner un día para esto también… debería ser el día anterior a tus pajas, y no el día siguiente. Así después podés usar esa charla sobre sexo para encontrar motivación.
―Bueno, eso lo veremos en otro momento. No sé… tal vez una vez cada dos meses.
―El día veintidós del mes que viene paso a visitarte, para hablar de sexo, en ropa interior.
―¿En el convento? ¿Estás loca?
―Acá nos controlan más que en el convento, creeme. Mi mamá es la Santa Inquisición, cuando se lo propone.
―Bueno… en algún lugar nos tenemos que ver… y tus visitas pueden traerme problemas en el convento, pero también puedo traerte problemas a vos, si vengo muy seguido a tu casa.
―Sí, porque aunque seas monja, mi mamá ya se enteró de mi gusto por las mujeres. Ahora mismo no debe estar tan tranquila que digamos.
―Por eso mismo creo que debería irme. No quiero causarte ningún problema… además…
―¿Además?
―Emm… no, nada… dejá.
―Dale, Anita, ahora decilo. No me dejes con la duda.
―Es que… bueno, tal vez esta noche vuelva a hacer lo mismo que hice ayer. Porque esta charla fue demasiado intensa para mí. Y tenés razón, si repetimos un momento como este, debería ser el día anterior a masturbarme, y no después. Porque es peor.
―Me alegra saber que no sos un robot, y que esta charla te afectó tanto como a mí. Si te sirve de algo, esta noche podés pensar que estoy haciendo lo mismo que vos… tal vez así no te sientas tan culpable.
―Puede ser… en fin, me voy a vestir. Gracias por todo, Lucrecia. Me ayudaste mucho a hacerme sentir un poco mejor conmigo misma. ―Me dio un tierno beso en la mejilla.
No nos llevó mucho tiempo vestirnos, porque las dos sabíamos que el momento de complicidad sexual ya había terminado. Estaba excitada, sí… pero sabía que no iba a poder masturbarme hasta que Anabella se fuera. Al mismo tiempo imaginaba que ella debería esperar hasta llegar al convento para poder hacerlo. Por eso no quería demorarla más de lo justo y necesario.
Fue una suerte que al salir de mi habitación no nos cruzáramos con mi madre. Le pedí Anabella que caminara rápido, así evitábamos a la Inquisición. Llegamos a la puerta y me despedí de ella con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla que, por poco, no llegó a tocar su boca.
Anabella se alejó, con su andar de monja, y yo suspiré. ¿Qué me estaba pasando con ella? Me sorprendía la gran capacidad que tenía ella para hacerme olvidar del resto del mundo. Cuando estaba con ella, nadie más importaba. Ella se convertía en todo el foco de mi atención. Quería volver a verla, y aún no había pasado ni un minuto desde que se fue. Pero, a pesar de su partida, estaba feliz; porque mi relación con Anabella había mejorado considerablemente.
―2―
La tarde del domingo fue más cálida de lo que cabría de esperar a fines de junio. Llevábamos cuatro días de invierno, pero aún podía sentarme en el patio a leer algo, sin helarme hasta los huesos, aprovechando los rayos de sol de un día despejado. Sabía que Anabella estaba haciendo lo mismo, en el convento, ya que minutos antes me mandó un mensaje diciéndome que empezaría a leer el primero de los libros de Harry Potter. Yo aún tenía bastante lectura por delante con El Señor de los Anillos, y quería terminarlo para lanzarme sobre otro libro.
Estaba muy tranquila, disfrutando de la Tierra Media de Tolkien cuando escuché una aguda voz a mi espalda.
―¿No pensás contarme lo que pasó? ―No tuve que darme vuelta, sabía que era mi hermana.
―¿Y qué es lo que tengo que contarte, Abi?
―No te hagás la boluda, Lucre… puedo estar loca, pero sé lo que vi. Y vos me prometiste que nunca me mentirías con esas cosas. No como hace mamá, cada vez que la veo haciendo algo… raro. ―Ella arrastró uno de los sillones de jardín para poder sentarse frente a mí, me miró con ojos inquisidores―. Vi a una monja medio desnuda dentro de tu pieza. ¿Eso es cierto o no?
Me mordí los labios e hice el libro a un lado. Abi tenía razón, le juré que yo jamás abusaría de su enfermedad para mentirle, y no pensaba romper esa promesa. No tenía más remedio que decirle la verdad.
―Es cierto. Viste a Sor Anabella, ella es mi amiga. Y sí, estaba medio desnuda. Pero no pasó nada de lo que te imaginás.
―Me imaginé muchas cosas, Lucrecia… con alguna debo haber acertado.
―Lo dudo mucho, ya sé cómo es tu cabecita, y siempre pensás lo peor.
―¿Cogieron?
―No, no cogimos.
―¡Mentira! ―Me señaló con un dedo acusador―. Saliste demasiado feliz de esa pieza, yo te vi, cuando te despediste de ella. Tenías una cara de “me cogí a una monja” que se notaba a mil kilómetros.
―Estaba feliz, eso no lo voy a negar. Pero te digo la verdad, Abi… no me acosté con ella. Nos quitamos un poco la ropa, sí… charlamos de sexo, pero no cogimos.
―¿Me estás diciendo que tuviste una monja medio desnuda toda la tarde en tu habitación, y no te la cogiste… ni siquiera un poquito?
―Ni siquiera un poquito.
―Yo no sé si me estás agarrando de boluda, o la boluda sos vos.
―Siempre dijiste que yo era una boluda.
―Es que lo sos, Lucrecia. ¿Viste bien lo buena que está esa monja? ¡Hasta yo me la quiero coger! Y ni me gustan las mujeres. Tuviste la oportunidad de tu vida, y la desperdiciaste.
―No creo que haya desperdiciado nada. No quiero apurarla, ella es una monja. Una de verdad. Hizo un voto de castidad, no puede estar acostándose con quien quiera. Mucho menos con otra mujer.
―Pero… ¿ella es lesbiana?
―Eso no lo sé, tampoco lo sabe ella. Anabella es una mujer que me confunde mucho. Tiene días en los que es tan fría como un témpano, y después viene con una calidez que me derrite.
―¡Apa! Entonces la cosa va en serio.
―¿A qué te referís?
―A que estás enamorada de la monja.
―No, claro que no. Ella solamente me agrada, mucho. Me gusta como persona, y como mujer. Pero de ahí a estar enamorada…
―Eso seguramente lo decís porque tenés novia. Pero basta con escucharte hablar de la monja, te brillan los ojos. Ni siquiera cuando hablás de Lara te ponés así.
―Yo amo a Lara.
―Pero más amás a la monja.
―¿Y cómo podés estar tan segura? Si sólo me viste un ratito con ella.
―Fue más de un ratito… vos te diste cuenta tarde de que yo las estaba espiando. Se notó por cómo la mirabas, se te caía la baba. Vos estás re enamorada de esa monja. Puedo estar un poco loca, pero sé leer a la gente. En eso no me equivoco. A vos la monja te hace tilín en el clítoris.
―No sé… tengo fantasías con ella, eso no lo puedo negar… pero de ahí a estar enamorada. Es otra cosa.
―Estás enamorada… y ella también. Porque te mira con la misma cara de boluda con la que vos la mirás a ella. Si hasta parecía que en cualquier momento se iban a comer a besos.
―¿Vos pensás que ella siente algo por mí?
―No tengo que pensarlo, es muy evidente. Me gustaría tener a la monja cara a cara y preguntárselo. ¿Puedo ir a visitarla? Le pregunto qué le pasa con vos, y después te digo...
―¡No! ―Exclamé―. No quiero que la veas.
―Pará… no te pongas celosa, la monja está buena, pero no te la voy a robar. Código de hermanas.
―No es por eso, Abi. Confío en vos… en ese sentido. Pero me moriría de la vergüenza si le preguntaras una cosa así. Y ella también. Sé que sos ansiosa, y querés que las cosas vayan rápido, te entiendo porque soy igual. A veces me apuro mucho con todo. Me mando de cabeza sin pensar. Pero con Anabella… con ella tengo el presentimiento de que si me apuro mucho, voy a terminar arruinando nuestra amistad. Después de todo, ella es una monja.
―Seguís repitiendo “ella es una monja” como si fuera un mantra para aguantarte las ganas de cogerla. Estuvieron desnudas las dos… bueno, casi… hablaron de sexo y quién sabe qué otras cosas hicieron. Si después de eso no te morís de ganas de cogértela, entonces no tenés sangre en las venas.
―¡Está bien! Sí, en eso tenés razón, me encantaría acostarme con Anabella. Pero sé que es imposible. Es sólo una fantasía.
―No lo veo tan imposible, lograste que se desnude en tu habitación, eso es mucho más de lo que me podría haber imaginado cuando la vi sentada ahí. ¡Y vos, como muy mala hermana que sos, cerraste la ventana!
―Obvio, no iba a dejarla abierta. Casi me da un infarto cuando te vi. Para colmo pensé que podía ser mamá.
―Agradecé que vi lo que vi, porque después fui hasta la puerta de tu pieza, intenté espiar por la cerradura ―no me sorprendió su sinceridad―. No vi nada, porque estaba la llave puesta, pero justo un segundo después apareció mamá. Dijo que quería hablar con la monja; porque ya viste cómo es ella, ve un cura o una monja y no pierde la oportunidad de hacer gala de sus donativos a la iglesia. Pero yo le dije que no las molestara, porque estaban rezando. La muy ingenua se lo creyó… yo te imaginaba de rodillas, pero no precisamente con la biblia en las manos.
―Te agradezco mucho eso, Abi. Me salvaste… otra vez. Prometo que voy a hacer algo para compensarlo. Pero no me arrodillé en ningún momento.
―¿Entonces qué hicieron?
―Emmm… estuvimos mirando videos porno.
―¿Qué? ¿Las monjas miran porno? Eso tengo que verificarlo…
―No creo que todas las monjas miren porno, y Ana no acostumbra a hacerlo. Lo que pasa es que yo me olvidé el celular en su habitación, y ella lo desbloqueó.
―Seguro pusiste el nombre de tu amor como contraseña. Porque así sos de boluda.
―En realidad puse el nombre de ella, de la monja.
―Sí, a ella me estaba refiriendo. Una prueba más de que estás enamorada… y al menos ahora sé cómo entrar a tu teléfono… lo debés tener lleno de porno.
―¡Hey que yo con…!
―¿Qué? Te metiste en mi pieza a buscar porno. ¿Por qué yo no puedo hacer lo mismo con tu teléfono?
Me quedé muda, no tenía cómo defenderme ante tan certero argumento.
―Ya te conozco, Abi, y sé que no vas a parar hasta que veas lo que tengo en mi teléfono.
―Exacto.
―Por eso prefiero pasártelo yo… me voy a sentir un poco mal por Jorgelina…
―¿Tu amiga la tetona? ¿Tenés fotos de ella?
―Y videos.
―¿Está cogiendo con tipos?
―Sí…
―¡Quiero, quiero! ―Me pidió, como si fuera una niña en una tienda de golosinas.
―Está bien, después te los paso… pero prometeme que no se los pasás a nadie.
―Promesa… pero cada vez que vea a Jor la voy a imaginar cogiendo. Eso te lo aseguro.
―Sí, y no sos la única que va a pensar eso. Hasta la monja lo va a hacer.
―Qué pervertida esa monja… me cae bien. Me gusta para vos. Además, es más católica que el Papa. Mamá no se va a poder quejar sobre su religión, como ya hace con tu novia actual.
―¿Cuándo se quejó?
―El otro día… vinieron unas amigas de ella, y hablaron pestes sobre los judíos, como suelen hacer esas viejas racistas. Y mamá se puso a hablar de Lara… obviamente no les dijo que era tu novia, antes de decir eso se corta las dos tetas… pero sí les dijo que tenías una amiga “de la colectividad”. A la pobre Lara le habrán ardido las orejas ese día.
―Ya vengo.
Me puse de pie y caminé derecho hacia el living de mi casa. Estaba hecha una furia, pude escuchar los pasos de Abigail detrás de mí, pero no giré para verla. Avancé como un caballo de carreras, con la mirada siempre al frente. Encontré a mi madre, Adela, con tres de sus amigas, estaban tomando el té muy tranquilas, mientras se reían de alguna boludez.
―Escuchame una cosita, mamá ―le dije, sin medir el tono de mi voz. Ella me miró como si yo fuera el mismísimo anticristo, y la expresión de sus amigas no fue muy diferente―. Si me entero de que estás hablando mal de MI novia con las conchudas de tus amigas, se te va a armar un quilombo de la gran puta. Es una promesa. Si, Lara es judía, y eso me importa tres carajos. Tus diferencias de religión te las podés meter bien en el orto. Y si ves a las conchudas de tus amigas a las que les hablaste mal de Lara, les podés decir lo mismo.
―Las conchudas eran éstas ―dijo Abigail, a mi espalda―. Eran las mismas que estaban hablando mal de Lara el otro día.
―Bien ―miré con odio a las tres mujeres, sabía quiénes eran, conocía sus nombres y no me cabían dudas de que eran idénticas a mi madre, en muchos sentidos―. Ustedes, arpías de mierda, antes de hablar mal de mi novia, lávense la boca con abundante jabón, y el orto… bien que ustedes no son ningunas santas, y saben perfectamente a lo que me refiero. Habrá rumores sobre que yo soy lesbiana, y son muy ciertos, mi novia es mujer. Pero también hay rumores sobre ustedes, y sobre todo lo que hicieron en esa “fiestita” que les organizó mi mamá.
―Eso es muy cierto ―dijo Abigail―. Hasta yo me enteré de eso, bien putas resultaron ser. ―Las mujeres estaban anonadadas, completamente mudas me miraban a mí y a mi hermana, sin poder reaccionar.
―¡Asi es! ―Proseguí―. Y como estás bien sucias, más les vale que no anden hablando mal de Lara, ni de su familia, ni de mi relación con ella. Suficientes cagadas se mandaron, como para estar metiéndose en mi vida y opinar. Vayan a lavarse bien la argolla antes de hablar de mí. ¡Putas!
Me fui con tanta bronca que tenía ganas de llorar, estaba al borde de las lágrimas, pero no quería darles el gusto. Tampoco les dí la oportunidad de responder, las dejé boqueando, como escuerzos en la lluvia, y me encerré en mi habitación. Por suerte Abigail me acompañó, me iba a venir muy bien un poco de compañía, hasta que se me pasara un poco el enojo.
Tal vez me excedí un poco con mi mamá y sus amigas, pero tengo que admitir que ese fue uno de los momentos más liberadores de mi vida, y no podía arrepentirme.