Venus a la Deriva [Lucrecia] (11).

Zyprexa.

Capítulo 11.

Zyprexa.

Sábado 25 de Abril, 2014.

-1-

No podía quitarme de la mente las palabras de Lara: «Desde que te vi y me enamoré» ¿Lo dijo refiriéndose al amor verdadero, o sólo usó esa palabra para referirse a que le gusté desde el primer día? ¿Le gusté como amiga, como persona… o le gusté como mujer? Todo era muy confuso para mí, aún sentía los agradables efectos secundarios del sexo en mi cuerpo y no podía disfrutarlo a pleno por estar con la cabeza hecha un ovillo.

Recordé aquella mañana en la que Lara entró por primera vez en mi vida, sonreí al traer ese recuerdo conmigo.

Ese día tuvimos un examen en la universidad, al que muchos temían; pero yo lo había notado más sencillo de lo esperado y, como de costumbre, fui la primera en entregar la hoja. Para pasar el tiempo, decidí tomarme un rico capuchino en la cafetería de la universidad. Estaba absorta en la lectura de mis apuntes, quería corroborar que no hubiera cometido errores graves durante la evaluación.

―Otra vez me ganaste, no sé cómo hacés ―una voz aguda, pero agradable, me arrancó de mis pensamientos; me quedé con el vaso de capuchino a mitad de camino hacia mi boca, mirando a la recién llegada.

―¿Perdón? ―estaba tan desorientada, esa chica nunca antes me había dirigido la palabra.

―En los exámenes. Siempre entregás antes que yo.

La miré bien, su lacio cabello negro y su apariencia de “alma que vaga en pena” no me recordaban a nadie, si asistía a mi clase ni siquiera me había fijado en ella. Esto no era de extrañar ya que éramos muchas personas en cada comisión, y éstas a veces se mezclaban.

―No sabía que estuviéramos compitiendo.

―Vos no lo sabías ―se sentó en la silla a mi derecha sin pedir permiso―. Durante tres o cuatro exámenes intenté entregar antes que vos, y nunca pude.

―Pero un examen no depende de cuándo lo entregás, sino de lo bien que lo hacés.

―Ya sé, pero vos aprobaste todos con la nota más alta. Yo también. La única diferencia está en el tiempo de entrega.

―Será porque yo lo hago tranquila, sin competir con nadie.

―Puede ser, no lo había pensado así; pero es bueno tener a alguien con quién competir sanamente, te da un objetivo a superar.

―Yo intento superarme a mí misma ―dije, tomando un sorbo de capuchino.

―No debe ser tarea fácil.

―No soy tan perfecta como pensás. Vivo mandándome macanas. Si conocieras a mis padres tendrías una opinión muy diferente de mí.

―Los padres no suelen conocer a sus hijos tan bien como debieran ―asentí lentamente con la cabeza, en eso tenía razón―  ¿Te parece bien si uno de estos días estudiamos juntas?

―Por lo general estudio sola. Me distraigo mucho con otra persona hablándome.

―Sí, a mí me pasa igual, por eso te prometo que vamos a estudiar en serio. Sin boludear, a no ser que hayamos terminado.

―Si lo ponés de esa manera, estoy interesada. ¿De verdad tenés tan buenas calificaciones como decís?

―Sí, me va bien. No siempre tengo un excelente en mis exámenes, pero soy aplicada. Es muy raro que repruebe alguno, esto me ocurre solamente cuando la carga de estudio es más grande de la debida… o cuando odio mucho la materia.

―Sí, te entiendo, a mí me pasa igual, por eso intento no sobrecargarme con materias a rendir. Lo voy haciendo de a poco. Me gustaría conocer tus métodos de estudio. ¿Querés un capuchino? Yo invito.

―Prefiero un café negro, sin azúcar. Gracias.

Desde ese día comenzamos a estudiar juntas, generalmente lo hacíamos en la biblioteca de la universidad, donde había menos distracciones. Siempre nos sobraba tiempo para charlar un rato, y así fue como nos hicimos amigas.

En ocasiones hablábamos de chicos que nos gustaban. Recapitulé esas conversaciones y la verdad es que lo que menos hacíamos era hablar de ellos, sólo nombrábamos a alguno, decíamos dos o tres pavadas y cambiábamos de tema. Tal vez lo hacíamos para sentirnos “chicas normales” por un rato. Ahora hasta dudaba que esos chicos nos gustaran de verdad, por mi parte podía decir que ninguno me gustó realmente; pero mi inconsciente me obligaba a seleccionar ejemplares masculinos para poder conversar con mis amigas.

Recuerdo la vez que Jorgelina, una de mis amigas, se enojó conmigo porque rechacé la invitación a salir que me hizo un chico llamado Fernando. Ella afirmaba que él era muy hermoso, no podía creer que le hubiera dicho que no. Me aseguró que si yo lo deseaba podía acostarme con él fácilmente. Me resultó evidente que el chico buscaba sexo sin compromiso, y esa fue la razón por la cual le di una negativa. Tampoco me pareció tan atractivo como mi amiga decía, en ese momento lo vi de otra forma. Jorgelina era una chica muy promiscua, siempre estaba con alguno noviecito nuevo que, “de casualidad”, terminaba acostándose con ella. Nosotras sabíamos el por qué de esto: a ella no le costaba mucho abrir las piernas, de hecho, le encantaba hacerlo. A veces la veía como una depredadora sexual. No la juzgaba por esto, tal vez, si yo no tuviera padres tan estrictos, también lo haría. Tal vez. Es decir, por más que siempre me limité a mí misma, siempre envidié a la gente que tenía sexo sin preocuparse por lo que opinaran los demás. Fantaseaba con la idea de tener esa suerte. Pero luego de haberme acostado con mujeres (algo que me costó asimilar), me dí cuenta de que Fernando ni siquiera me gustó, sin importar cuáles fueran sus intenciones. No encontraba algo que me atrajera en él, o en los demás hombres que formaban parte de mi curso en la facultad. No era la primera invitación que rechazaba.

En las pocas ocasiones que salí a bailar con mis compañeras, no aceptaba más que algún inocente y amistoso baile con algún chico que me invitara a hacerlo; pero en cuanto notaba que buscaban acercarse más de lo debido, erigía frente a mí un muro de negación infranqueable. Tal vez me estaba acercando a la respuesta a mis actitudes con los hombres. ¿Será que éstos no me interesan para nada? A esta altura ya no puedo negar que las mujeres me atraen, aunque sea un poquito. De verdad disfruto de sus encantos y, sobre todo, disfruto del sexo con ellas. Sólo pensar que hacía algo tan prohibido, me excitaba. Tenía la sensación de estar matando de a poco a la vieja Lucrecia, pero al mismo tiempo me estaba enamorando de la nueva.

-2-

Por culpa de la tormenta de pensamientos que me azotó, el sábado me levanté con un agudo dolor en mi cuello. Hasta sentía la cabeza sobresaturada, como ocurría en aquellos días en los que dormía más de lo debido.

Tal vez no debía echarle toda la culpa a mi cama, podría ser que mi cuerpo estuviera reaccionando a las posiciones sexuales que empleé con Lara, en el duro piso del baño. En ese momento fui consciente de que me había vuelto sexualmente activa, no había estado con nadie desde que el hijo de puta aquel me desvirgó. De pronto, como si todo eso hubiera quedado olvidado en una vida pasada, pasé a tener actividades sexuales con tres personas diferentes… y todas eran mujeres. Debía sentirme mal, debía sentirme culpable, debía sentirme una puta… pero no. Me sentía de maravilla. Adolorida, pero feliz. Me levanté de la cama con una sonrisa que casi me disloca la quijada.

Hacía mucho tiempo que no estaba tan alegre, comencé la mañana escuchando algunos de mis discos favoritos, evité escuchar Radiohead, a pesar de que soy muy fan de ellos, porque son una banda un tanto melancólica; y en ese momento estaba deseosa de algo más alegre. Opté por escuchar Red Hot Chili Peppers, mientras preparaba mis carpetas y apuntes para la semana siguiente. Me vestí con colores alegres y me peiné, hasta que mi cabello quedó tan suave como la seda. Me gustaba darme la vuelta y mirarlo, con ayuda del espejo. Lo tenía hasta la mitad de la espalda y, si fuera por mi madre, lo tendría hasta los tobillos. Ella odiaba que me cortara el pelo, a mí no me molestaba tenerlo largo; pero siempre deseé probar cortes diferentes. Tal vez algún día pueda hacerlo.

Decidí embellecerme un poco con algo de maquillaje, nada escandaloso ni muy marcado, sólo algo de base y sombra en los ojos. Resalté un poco mis labios con una pintura incolora que aportaba un poco de brillo. Mi alegría se hizo más que evidente, ya que comencé a cantar las canciones que oía, en un inglés fonéticamente tosco. Mi manejo del idioma no es tan bueno como el que tiene mi hermanita, ella parece tener un talento nato para los idiomas, especialmente para el inglés y el japonés. No me pregunten para qué quiere aprender japonés, ya que ni yo lo sé.

―Lucre ―alguien golpeó la puerta de mi cuarto―, Lucre, abrime, soy Abigail ―hablando de la reina del país de las maravillas.

―¿Qué pasa, Abi? ―le pregunté en cuanto abrí la puerta; ella se escabulló dentro.

―Necesito esconderme por un ratito ―cerró la puerta con llave―. Si viene mamá, decile que me fui a vivir a Moldavia.

―Cuando encuentre tu pasaporte, se va a dar cuenta de que es mentira ―noté que traía su mochila. ¿Sería cierto lo de querer hacer un viaje?

―No me importa, al menos voy a poder vivir hasta que lo encuentre ―se sentó en una de las sillas de mi cuarto.

―¿Qué macana te mandaste ahora? ―le pregunté mientras yo también tomaba asiento.

―Ninguna, el problema es ella. Se quiere llevar a mi gato.

―¿Qué gato, Abi? Vos no tenés ningún gato.

―Sí, lo encontré anoche. Estaba en el patio, solito, maullando…

―¿En el patio? ¿Lo tenés escondido en la mochila?

―Sí.

―¿Lo puedo ver? Me da pena que lo vayas a asfixiar ahí dentro.

Abrió la mochila, enseñándome su contenido.

―¿Viste qué linda que es? ―preguntó con una sonrisa―. Es hembra, se llama Zyprexa.

En la mochila no había nada. Ni siquiera un libro. Abi estaba sufriendo uno de sus episodios. Decidí que mientras pensaba qué hacer, le seguiría la corriente.

―¿Por qué le pusiste ese nombre?

―Así se llama uno de los medicamentos que tengo que tomar.

―¿Y lo estuviste tomando?

―Sí.

―¿Abi?

―Sí, de verdad. A ese lo tomé.

―¿A ese? ¿Y a los otros? ―sus ojitos comenzaron a moverse para todos lados, evitándome―. Abi, decime la verdad ¿estás tomando todos los medicamentos?

―No todos. Es que algunos me hacen sentir muy mal. Me dejan re “grogui”.

―¿Hace cuánto que no los estás tomando?

―Unos días. No pasa nada por unos días. Cuando me sienta mejor, los voy a volver a tomar.

―El problema es que si no los tomás, vas a empezar a sentirte mal.

―No me siento mal. Te prometo que si tengo algún ataque o algún episodio raro, lo tomo ―al hablar su boca se movía de forma extraña, al igual que sus manos.

―¿Y cómo vas a saber si los tenés? Sabés que a veces ni siquiera te das cuenta ―tomé sus manos, porque me ponía mal verlas temblar de esa forma.

―Vos me lo vas a decir.

―¿Y me harías caso si te lo dijera?

―A vos sí, pero a nadie más. Confío en vos.

―Está bien, entonces te sugiero que tomes ahora mismo tus medicamentos ―se lo dije de forma calmada―. En la mochila no hay ningún gatito.

―¿Qué? ¿De verdad? Te juro que yo lo veo.

―Sí, Abi, de verdad.

―Pero anoche durmió conmigo, se sintió tan real… ―noté una inmensa desilusión en sus ojos.

―Sabés que a veces las cosas que ves, también se pueden sentir reales.

De pronto escuché un maullido y algo peludo me rozó la pierna.

―¡Ay, la puta madre! ―Di un violento salto hacia atrás, casi me caigo con silla y todo.

―¿Qué pasó? ―vio que yo miraba hacia abajo, con terror―. ¿Vos también podés ver a Zyprexa?

―S… sí ―mis ojos estaban a punto de saltar fuera de sus cuencas, y mi corazón golpeaba violentamente.

―¿Qué? ¿Vos también te volviste loca, Lucrecia? ¿Ahora quién me va a avisar cuando me raye?

―No te rayaste, Abi. La gatita es de verdad. Es negra…

―Sí, es negrita ―dijo sonriendo.

―Por eso no la vi. Adentro de la mochila todo era negro. Perdoname, Abi. Te juro que no lo hice con mala intención.

―Está bien, Lucrecia ―dijo alzando la gatita―, me alegra mucho saber que Zyprexa es real. ¡Sos de verdad! ―le dijo a la gata, dejándola colgar de sus manos―. Como te llamás igual que el medicamento, ahora no lo tengo que tomar más, basta con lamerte a vos ―le pasó la lengua por la cara; la gata maulló.

―¡Ay, qué asco, Abi! Está toda llena de pelos.

―¿Y qué tiene? ¿A vos no te gusta lamer cosas peludas? Digo, por la… ―señaló su entrepierna.

―Eh, no, no… ―me puse roja, y empecé a reírme como una boluda―. Las prefiero depiladas.

―¿Entonces ya probaste una?

En ese momento alguien comenzó a darle fuertes golpes a la puerta de mi dormitorio. No tuve que preguntar para saber que se trataba de mi mamá. Tuve que abrir, porque estaba a punto de derribar la puerta.

―¡Dame esa gata, Abigail! ―rugió.

―¡No! ―ella abrazó a Zyprexa e infló los cachetes; cuando hacía eso no volvía a respirar hasta salirse con la suya, aunque se pusiera azul.

―¡Dámela, te digo! Si no, llamo un enfermero para que te medique.

―¡Mamá! ―Intervine―. ¿Por qué no dejás que Abi se quede con la gatita?

―¿Cómo la voy a dejar quedarse con un gato? ¡Para colmo, negro!

―¿Me vas a decir que sos supersticiosa? ―sabía que lo era, y yo se lo echaba en cara cuando podía―. Mamá, las supersticiones son creencias paganas. O creés en ellas, o creés en la Fe Cristiana. No podés creer en las dos cosas, y lo sabés.

―¡Eso, no podés creer en las dos cosas! ―gritó Abi, luego volvió a contener la respiración.

Mi madre se quedó de piedra, mirándome. Estaba segura de que no tenía forma de responder.

―Además, mamá, ¿cuántas veces dijo el psiquiatra que a Abi le vendría bien tener alguna responsabilidad? Una mascota es una responsabilidad. Ella la va a cuidar bien, yo la voy a ayudar, de ser necesario ―me incluí porque mi madre jamás ponía en duda mi postura hacia las responsabilidades.

―Está bien ―cedió―. Pero la vamos a castrar, no quiero la casa llena de gatitos ―Abi volvió a respirar y a sonreír―. Tampoco quiero que esté haciendo sus cochinadas por toda la casa…

―No te preocupes, mamá. Nosotras nos vamos a encargar de cuidarla lo mejor posible, y que a vos no te moleste.

―Y de que vos no molestes a la gata ―añadió Abigail.

―Avisale a papá ―sabía que mi padre no se opondría si mi mamá estaba de acuerdo.

―Bueno. Vayan preparándose, porque hoy vienen a almorzar el tío Mario y la tía Cristina.

―¿Y Leticia? ―pregunté, ella era la hija de mis tíos, mi prima; uno de los pocos miembros de mi familia que me caía bien.

―Sí, ella también viene.

Cuando mi madre se retiró, Abigail me dio un fuerte abrazo y me agradeció enormemente lo que hice por ella. Me alegraba verla tan feliz con su nueva mascota, pero de todas formas le hice prometer que la cuidara mucho.

―¡Qué bueno que la gatita sea de verdad! ―Exlcamó con alegría, abrazando una vez más a su nueva mascota―. ¿Ves? No estoy tan loca. ¿Ahora me vas a creer cuando te hablo de la secta?

Puse los ojos en blanco, una vez más esa extraña y mítica secta religiosa.

―No abuses, Abi. Una cosa no quita la otra. Cometí un error al creer que la gatita no existía, porque no podía verla; pero lo de la secta no es cierto.

―Te digo que yo los vi… a papá y a mamá. Vestían túnicas, y estaban en el patio, alrededor de una fogata.

―Papá ni siquiera prende fuego para hacer un asado ¿vos pretendés que incendie el patio para hacer alguna clase de ritual religioso?

―Pero no eran los únicos, pudo ser otro el que prendió el fuego. Había como diez personas.

―Abigail, creo que me hubiera enterado si diez personas vistiendo túnicas se metían al patio. No te olvides que mi cuarto tiene una ventana inmensa que da al patio, y siempre está abierta ―se sentó en una silla y la noté triste―. No te pongas mal, sabés que a veces tu mente te hace ver cosas que no están ahí, cosas que…

―…que parecen reales, ya lo sé; mi psiquiatra me dijo lo mismo. También me dijo que las cosas con las que alucine, pueden hasta tener cierta explicación lógica para mí.

―Exactamente. Eso no quiere decir que realmente esté pasando lo que estás viendo.

―¿Me prometés algo, Lucrecia?

―Claro. ¿Qué tengo que prometerte?

―La próxima vez que yo vea algo raro, como a papá y mamá participando en algún ritual. ¿Me prometés que vos vas a venir conmigo y me vas a decir si eso es real o no?

―Sí, Abi, por supuesto. Contá conmigo, ni siquiera tenés que darme explicaciones. Si vos me decís que estás viendo algo raro, yo dejo lo que esté haciendo y te acompaño. Lo prometo ―levanté mi mano derecha.

―Gracias, sos la mejor hermana del mundo.

A veces escuchaba a la gente decir que peleaba mucho con sus hermanos; y se sorprendían cuando les decía que yo nunca peleaba con Abigail. Analizando un poco más a fondo la situación, llegué a suponer que se debía a que las dos teníamos una mala relación con nuestros padres; y eso nos convertía en grandes aliadas. Me alegraba mucho tener una buena aliada como Abigail, puede que esté algo loca, pero es muy honorable.

Luego nos pusimos a charlar sobre el tema que interrumpió mi madre, con su llegada. Le conté de Lara, y de cómo nos habíamos “revolcado” en el baño. Pero evité mencionar a la chica de Afrodita. No quería que mi hermana creyera que soy una puta, suficiente tenía con que me creyera lesbiana. Me hizo muy bien poder hablar con alguien sobre ese tema, además ella no hizo ningún comentario sobre mi orientación sexual; eso era algo que yo misma debía resolver.

-3-

El almuerzo con mis tíos y mi prima Leticia, fue más o menos como me lo esperaba: una situación tensa, llena de máscaras sonrientes y adulaciones exageradas.

Me costó mucho trabajo mantener puesta esa careta de niña perfecta, algo que antes solía hacer con mayor naturalidad. Sin embargo en esta ocasión tenía que ocultar grandes secretos, de los cuales la única que sabía algo era mi hermana.

Mi tía no tuvo mejor idea que preguntarme si estaba “saliendo con algún chico lindo”. Me apresuré a contestarle que no, y mi padre intervino completando por mí la respuesta:

―Lucrecia se está concentrando en sus estudios, y hace bien. Ya tendrá tiempo para el romance, más adelante.

«Sí, cuando cumpla setenta años», pensé. Caí en la cuenta que el problema no estaba en que mi “novia”fuera mujer, sino en el simple hecho de tener pareja. A mis padres tampoco les agradaría que tuviera un hombre como pareja, a no ser que éste fuera de su elección. Como aquellas veces en las que intentaron hacerme formar parejas con “chicos bien” que frecuentaban los círculos sociales de la iglesia. Tuve que rechazarlos, uno a uno, inventándome cualquier excusa. Por aquel entonces pensaba que los rechazaba únicamente por ser sugerencias de mis padres, nunca me agradó la idea de que ellos eligieran mi pareja; sin embargo ahora pienso que tal vez los rechazaba por ser hombres… no lo sé, es sólo una suposición, teniendo en cuenta que me acosté con una mujer.

«Me acosté con una mujer ―me repetía constantemente―. Es una mujer. Es Lara».

A veces sentía que parte de mi vida ocurría en un universo paralelo, porque me costaba mucho aceptar el hecho de haber tenido sexo con Lara; algo que un par de años antes me hubiera parecido ridículo e imposible.

Había algo fascinante en esa idea, algo que me atraía, como el néctar de una flor a una abeja. Se trataba de ese dulce aroma a prohibido, el cual se volvía más intenso al pensar en el riesgo que suponía ser descubierta. Mis padres se morirían de una serie de infartos masivos si supieran que su hija perfecta mantenía relaciones sexuales con una mujer… que para colmo era judía.

Sonreí, como una tarada; pero casi de forma inmediata, la alegría se desvaneció.

Nunca podría hacer oficial mi relación con Lara, aunque se tratase de una relación casual. Al menos no podría oficializarla dentro de mi familia. Jamás lo tolerarían. Mis padres pondrían un grito en el cielo y el resto de mis parientes comenzaría con sus nocivas habladurías. «¿Supieron que Lucrecia es lesbiana?», «Esa chica siempre fue rara, no me extraña que sea una desviada sexual. Una degenerada», casi me los podía imaginar.

Por nada del mundo quería que mi familia supiera que soy lesbiana. De hecho, ni siquiera yo misma lo sabía… ellos simplemente lo asumirían, al verme relacionada sexualmente con una mujer. En cambio yo considero que la situación es mucho más compleja. Aún no sé bien qué estoy haciendo, sólo sé que con Lara la paso bien; de momento no necesito saber más.

Ese fue el almuerzo más incómodo que tuve en mucho tiempo, por eso me alegré mucho cuando terminó. Antes de irse, mi prima Leticia me dijo que se había mudado y que ahora vivía sola en un departamento, me pidió que fuera a visitarla en cuanto tuviera tiempo. Le prometí que lo haría, pero no le dije cuándo, ya que, de momento, prefería mantenerme alejada de mi familia. Bueno, no de todos, con Abigail sí podía hablar de mis problemas y de mi relación con Lara, agradezco a Dios tener una hermana como ella... aunque esté un poquito rayada.

Llena de angustia, me recluí en mi dormitorio. Poco tiempo después escuché un maullido y arañazos contra la puerta. Me apresuré a abrir, ya que si mi madre veía rayones en la puerta, se enojaría mucho con la gata.

Zyprexa entró, como si fuera la emperadora de mi cuarto. Se sentó en mi cama y me acerqué a ella. Comencé a abrazarla y ella ronroneó. Era un amor de gatita. Me di cuenta de que si yo me sentía bien al tenerla cerca, para mi hermana debía ser una satisfacción enorme. En mi casa, a pesar de todas las doctrinas religiosas, el cariño brilla por su ausencia. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que recibí un abrazo de mis padres.

En ese momento, debido al revoltijo de emociones, se me ocurrió sacarme una foto junto a la gatita. Quise compartirla con alguien y pensé en Anabella. Le envié la foto diciéndole que le presentaba a Zyprexa, mi nueva amiga.

Cinco minutos más tarde me sentí como una pelotuda total. ¿Para qué carajo quería Anabella una foto mía con una gata? Quise darle alguna explicación, o inventarme alguna excusa, pero no se me ocurrió nada.

Recibí un mensaje de la monja y lo leí, llena de vergüenza.

«¡Qué hermosa gatita!»

Imaginé que estaba siendo condescendiente conmigo. O simplemente respetuosa, pero que en realidad le importaba un carajo.

«No sé por qué te mandé la foto ―dije―, sólo se me ocurrió compartirla con vos. No quería molestarte».

Tenía ganas de irme a dormir y despertar cuando ella hubiera olvidado todo.

«Me puso muy contenta recibir tu mensaje. A veces me siento muy sola, me gustaría tener una mascota como la tuya».

Sonreí. Ella se lo había tomado bien. Supuse que habíamos llegado a un nuevo nivel en nuestra amistad, donde ya no necesitaba tener una excusa para escribirle o mostrarle algo.

Nos quedamos casi una hora intercambiando mensajes, y toda la angustia que tenía acumulada, se desvaneció. Hablamos de temas simples, nada demasiado personal ni rebuscado; pero de todas forma se sintió bien.

Al mirar a la gata, que ya dormía plácidamente a los pies de mi cama, pensé que ella ayudaba a Abigail a poner los pies sobre la tierra y a calmar su ansiedad. En cambio yo recibo eso mismo por parte de Anabella. Ella es quien consigue trasmitirme paz y esperanza. La monja es mi Zyprexa.