Venganza en el rancho
A los ojos de esos peones yo era una putita, un pedazo de carne sin más función que ser preñada. Pero definitivamente se iban a enterar que con una chica como yo no se podía jugar.
Esta historia es la continuación de mi relato “Unos negros quisieron preñarme en un rancho”, que pueden encontrarlo en mi cuenta de autora. ¡Advertencia de contenido! Este es un relato para la categoría “Sadomaso”, si entraste aquí por error sal pitando antes de que te alcance un latigazo.
El estar apresada en un viejo cepo de tortura hizo que pensara sobre mi vida. Porque estaba allí, en medio del rancho, bajo la sombra de un árbol, con las manos y cabeza aprisionadas en la barra del cepo, amén de las piernas abiertas tanto como mi cintura pudiera debido a la barra espaciadora en mis pies. Hacía solo un par de meses me dedicaba a charlar con mis amigas de la facultad, cotillear sobre chicos, opinar sobre moda y hasta planeando ir juntas a un salón de belleza para darnos un gustito. Me gustaba esa vida simple y casi rutinaria.
Pero desde que el jefe de mi papá me chantajeara para ser su putita y la de sus colegas (de lo contrario mi progenitor perdería su puesto de trabajo), todo en mi vida dio un giro brusco. Ahora yo, la estudiante modélica de la facultad, me encontraba adornada con aros de anillo injertados en cada pezón que me los mantenían paraditos, así como una argolla de titano en cada labio vaginal, y uno últmo atravesándome el capuchón que recubre mi clítoris. Yo, la nenita consentida de papá, tenía un tatuaje en el vientre que rezaba “Vaquita en celo”, no visible debido a mi posición inclinada en el cepo, y uno muy notable en el coxis que decía “Vaquita Viciosa”, dibujado en letras hermosísimas.
Dos noches atrás estaba durmiendo abrazada a mi papá porque tengo la costumbre de hacerlo cuando llueve, pero ahora estaba en medio de un rancho perdido en el campo, lejísimos de mi querida Montevideo, desnuda, magullada y cansada pues pasé una noche salvaje con cuatro peones negros que, a escondidas de su patrón, me revelaron sus intenciones de preñarme y secuestrarme para abordar un barco rumbo a su país natal, Somalia, y convertirme en una putita cuya única función sería la de darles bebés. ¿Y lo más gracioso? Que mi papá pensaba que yo estaba durmiendo en la casa de mi mejor amiga “por cuestiones de estudios”.
Pasé largo rato pensando sobre mi situación, viendo los peones del rancho ir y venir sin hacerme mucho caso, llevando pilas de heno a un granero, cargando baldes para ordeñar a las vacas y hasta sacando algunos caballos del establo para llevarlos a un enorme corral. Era como si para ellos yo no estuviera allí, pero sí lo estaba y de qué manera, expuesta a cualquier guarrada que quisieran.
Un hombre de edad se acercó a mí con un balde del que sobresalía una pequeña manguera de plástico trasparente. Algunos peones dejaron sus actividades por un momento solo para observarnos desde la distancia, haciendo comentarios entre ellos. ¿Tal vez hablaban de lo que me haría ese viejo? ¿O de qué clase de muchacha se dejaba humillar así sin poner resistencia?
—Buen día, vaquita. Soy don Josué. Me envió el patrón para que te prepare. Va a ser divertido.
“Divertido” era sinónimo de “Ni veinte años de tratamiento sicológico van a ser suficientes para curarte de lo que te vamos a hacer”. Pero yo estaba demasiado vencida y agarrotada para decir algo, la noche anterior los cuatro negros somalíes me dieron una auténtica tunda de pollazos hasta hacerme desfallecer; mis condiciones eran deplorables, bañada de lefazos, azotes y repleta de chupetones. Si me liberaran del cepo probablemente caería desplomada como un saco de papas.
Para mi desesperación, el hombre retiró del balde un enema conectado a la manguerita trasparente, cuyo otro extremo terminaba en un embudo. Así que armándome de valor decidí preguntarle:
—Oiga, señor Josué… ¿eso es un enema?
—Sí, te lo voy a meter por el ano, vaquita.
—No… no es necesario, me he limpiado antes de venir aquí.
—No es para limpiarte, nuestro patrón nos dijo que ya estabas limpia.
—¿¡Entonces qué va a hacerme con eso!?
Se dirigió detrás de mí, donde de manera inevitable ofrecía culo y coño a la vista. Palpó mi cola con cierto cuidado, seguramente porque vio el trío de cintarazos que me propinaron temprano a la mañana (había intentado advertirle al patrón que sus peones somalíes me querían preñar, pero no me creyó y me disciplinó). No dudó en enviar sus dedos hasta mi hinchada concha para palparla con descaro; se detuvo un rato para tirar de mis argollitas incrustadas allí, separándolas para ver mis carnecitas. Nada podía hacer yo más que gemir para delirio de los curiosos.
—Qué precioso coñito anillado tienes, todo rosa y seguro que está apretadito adentro.
—Uf… No las estire tanto, que duele…
—Es abultado, con mucha carne, se nota que te follan a menudo.
—¡Auch! ¡Tráteme con cuidado, viejo estúpido, no soy una campesina!
—Desde luego, seguro eres una pendejita de la ciudad que se cree superior a todos aquí.
—¡No es verdad, deja de presuponer cosas de mí, desubicado!
Silbó y llamó a alguien más, seguramente un colega. Como ambos estaban detrás de mí, no podía verlos, pero sí oírlos. “Míralo, don Carlos, ¿a que es una preciosidad?”. “Sí, don Josué, lástima que no podamos follarla, el patrón fue muy claro. Solo la trajo para los somalíes”, masculló el otro, estirándome la argolla de un pezón.
Eran cuatro las manos que ahora acariciaban mi machacado cuerpo y que de vez en cuando daban cachetadas a los muslos para comprobar mi firmeza, arrancándome tímidos gemidos de placer porque, aunque la situación fuera muy degradante, eran muy hábiles, seguro que las vacas y yeguas la pasaban genial con esos viejos. Pero debía dejar de disfrutar y tratar de conseguir ayuda, así que pese a que no los podía ver, les rogué que me prestaran atención:
—Escúchenme, señores, ¡tengo que decirles algo sobre esos cuatro somalíes!
—¿Eh, qué pasa con ellos, vaquita?
—¡Me quieren embarazar! ¡Y don Ramiro no me cree! ¡Tendré que pasar la noche en el granero con ellos y dudo que logre salvarme!
—Eso no tiene sentido, esos hombres están desde hace muchos años y son gente de confianza. Es obvio que tú tienes algo en contra de ellos, seguramente las niñas de la ciudad como tú no soportan a la gente de color.
—¡No es verdad, no es verdad!
—¡Deja de gritar! Podemos ir y decirle a don Ramiro que sigues con esa historia de “los negros me quieren preñar”, porque nos lo ha advertido.
—¡No! ¡No se lo digan, me va a volver a castigar!
—Pues entonces será mejor que te quedes callada, putón.
Mientras mis nalgas eran groseramente abiertas, sentí un líquido frío y viscoso caerse en mi cola. Di un respingo de sorpresa. Uno de los dos viejos empezó a embardunar mi ano con aquello para, imagino, que el enema me entrara con facilidad. Fuera quien fuera, le faltaba tacto y caballerosidad.
—¡Auch, auch! ¿¡Podrían por favor tener más cuidado!?
—Respira hondo, niña, voy a meter el enema.
—¡Mfff! ¡Me va a romper la cola, quítela por favor!
—Relájate, sé lo que hago, todo va bien. Esto es como preñar a las vacas y yeguas.
—¡Diosss! ¿¡Hasta dónde la vas a meter, cabrón!?
—Chillas demasiado y para como tienes el culo prieto, ¿puedes ir y callarla, don Carlos?
El tal “don Carlos” fue frente a mí y me cruzó la cara con la mano para que me callara. Lo vi por primera vez al recuperarme de la bofetada, era otro señor de edad como don Josué, vamos que podría pasar por mi abuelo, no creía que personas de esa edad fueran podrían ser tan malvadas. Volví a chillar porque aquel enema me estaba partiendo en dos, por lo que don Carlos se bajó la bragueta y sacó su polla morcillona. Se la manoseaba mientras me decía: “Chupa, que si no el patrón se entera”.
No quería mamarla, obviamente no era una verga larga ni imponente como la de aquellos negros, pero es que estaba ya harta de ese tufo rancio que emanan las pollas, y ya ni decir que me daba arcadas imaginar que debía tragar la leche de ese viejo asqueroso.
Una de las cosas de las que más estoy orgullosa es de mis labios pequeños pero carnosos; y me asqueaba sobremanera que lo quisieran usar tan vulgarmente. Pero hice tripas corazón porque lo último que deseaba era que viniera don Ramiro cabreado con cinturón doblado en mano.
Abrí la boquita y empecé a acariciarla con la lengua, usando el piercing que tengo en la punta. Serpenteando en el cálido glande, logré que su erección fuera plena y no dudó en metérmela hasta la campanilla; su vello púbico me raspaba la nariz; me retorcía como loca pues me estaba asfixiando; el viejo no se inmutaba, solo se reía de mí cuando hacía gárgaras.
E inesperadamente, detrás, sentí un frío líquido entrando en mis tripas. Arrugué mi cara de dolor y empecé a lagrimear, pero eso no fue impedimento para que el señor Carlos me empezara a follar la boca como si fuera un coño. Luego de interminables segundos, sintiendo cómo mi cola se llenaba de ese líquido, don Carlos me tomó del mentón y retiró su polla totalmente lubricada de mi vejada boca.
Su tranca empezó a escupir leche a tutiplén por toda mi cara mientras yo trataba de recuperar respiración; el viejo gruñía; un lefazo grande incluso impactó contra mi ojo izquierdo, cegándomelo; pero apresada como estaba no me quedó otra que dejarme hacer. No tenía tanto semen como los negros, al contrario, así que no tardó tanto.
—Don Josué, le metiste tanto líquido en las tripas que ahora parece estar preñada —dijo limpiándose la polla con mi cabello.
—¡Basta ya! Uf, uf… Voy a reventar como siga metiéndome agua…
—¿Agua? ¿Quién dijo que estamos llenándote con agua?
—¿No es agua? ¿Qu-qué está metiéndome en la cola, viejo asqueroso?
—Pues… es vino.
—No es verdad… ¡¡¡No es verdad!!!
Me zarandeé a modo de protesta pero lo cierto es que con el vino revolviéndose dentro de mí se hizo doloroso el solo moverme, por lo que pensé que lo mejor sería estar quieta hasta que aquella vejación terminara. Retiró el enema y antes de que yo pudiera derramarlo sin control, lo taponó con algo pequeño que, por la sensación, era de plástico.
—Madre mía… ¿¡Tengo vino en mi culo, viejos de mierda!?
Ambos hombres volvieron frente a mí, y con mi único ojo abierto, vi que cada uno retiró una fusta de su cinturón, de esas que usan los jinetes gauchos para apurar a los caballos, de mango grueso y con una tira de cuero larga y trenzada. Pero a mí no me iban a asustar, la rabia se desbordaba de mi cuerpo.
—¿¡Qué es lo que quieren!?
—Vamos a beber el vino de tu culo, desde luego. Don Josué va a quitarte el tapón y va a beberlo, pero más te vale no derramar todo el vino en su cara si no quieres que te cosa a azotes.
—Exacto, vaquita, tienes que controlar el esfínter para no dejarlo escapar todo. Ahora necesito que te agites un poco para revolverlo bien en tus tripas.
—¡Noooo!
Como me negué a agitarme porque en serio era algo insufrible, ambos volvieron detrás de mí. Cayó un latigazo sádico en mi espalda que me hizo retorcer de dolor y gritar agudamente, y antes de que pudiera mandarlos a la mierda, cayó otro, perpendicular al anterior, de manera que seguro en mi espalda tenía una equis rojiza. El sonido del vino revolviéndose dentro de mí era bastante evidente, así como el tintinear de las argollas anilladas en los labios vaginales.
El último azote fue demasiado cruel pues alguien me lo dio justo en el coño. Fue rápido, certero, duro. No sabría describir cómo me zarandeé, grité y sufrí sintiendo el cuero trenzado comiéndome mis carnecitas mientras el vino se revolvía en mi interior. Me dejaron así, prácticamente llorando de dolor por cinco minutos hasta que vieron que mi respiración se había vuelto normal.
Un viejo me levantó la cara con una mano, con la otra preparó para cruzármela, pero se detuvo. Tal vez se apiadó de mi desencajada cara repleta de lágrimas y mocos. Bajó la mano y me preguntó:
—Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿vas a portarte bien?
—Uff, ¡sí!… ¡Mierda!, sí, prometo que lo haré bien…
—Voy a arrodillarme y destaparte, más vale que hagas fuerza para no derramarlo todo.
Estaba literalmente temblando de miedo. Esos varazos dolían terrible y lo último que quería era que mis tripas sufrieran con el revuelco del vino y que mis carnecitas volvieran a sufrir algo tan terrible.
Tragué saliva cuando me destapó con un sonoro “plop”; la cola me dolía horrores pero logré atajar el vino dentro de mí haciendo presión con el esfínter. Separó mis nalgas y sentí inmediatamente su boca a centímetros de mi ano porque sopló. “Esta es una vista preciosa, don Carlos”. Y acto seguido me dio un beso negro para posteriormente succionar mi cola con tanta fuerza que apenas pude contener el flujo del vino.
—¡Ugghhh, diossss, bastaaaaa!
—¿Ves, cerdita? Te dije que iba a ser divertido. Ya tengo ganas de catar ese vino tan especial.
—¡Deje de chupar ahíiii! ¡Ughm! ¡Es lo más asqueroso que me han hecho en mi vida!
El truco era atajarlo todo como mejor pudiera, pues como él succionaba con fuerza, iba sacándome chorros de vino inevitablemente. A veces se detenía, posaba su lengua en el ano y presionaba mi pancita hacia arriba para que lo sacara a chorritos por mi cuenta. Estuve así largo rato dándole de beber, sintiéndome la muchacha más sucia y pervertida de todo Uruguay. Cuando más o menos me sentía mejor porque mucho del vino ya se había vaciado de mi interior, me volvió a taponar la cola.
Tenía el rostro visiblemente desencajado, no podía controlar la saliva que se me desbordaba de la boca. Les rogué que me dejaran en paz, pero creo que simplemente no me entendieron debido a que me solo me salían balbuceos inentendibles.
Pronto se hizo lugar don Carlos y repitió la misma operación hasta dejarme, por fin, con solo chorretones de vino goteándome de la cola. Estaba prácticamente desfallecida, sudando y colgando del cepo, sintiendo cómo caía el vino restante por mis muslos. Y sí, lo confieso, también estaba algo excitada. Había hecho varias guarradas en mi vida pero eso de dar de beber vino a unos señores desde mi cola era algo que algún día tendría que repetir, pero en mejores condiciones, eso sí.
—¡Fue una estupenda catada, Don Carlos! Lástima que no podamos follarla.
—Ya te digo, Don Josué, pero ya es muy amable de parte del patrón el habernos cedido un rato a esta vaca.
—No soy ninguna vaca —susurré, sintiendo cómo volvían a meterme de nuevo el enema. Empecé a llorar desconsoladamente y de manera muy audible porque no quería volver a sufrirlo. Vaciaron la botella de vino en mi interior y lo volvieron a taponar. Para mi sorpresa no volvieron a beberlo, me dijeron que eso era para mis Amos. Imaginé que con “Amos” se referían a los cuatro somalíes.
—Bueno, se hace tarde, será mejor que volvamos a nuestras actividades.
Volví a quedarme sola en medio de aquel rancho, viendo a los demás trabajar con mi único ojo funcional, pues el semen se había resecado en el otro y no me permitía abrirlo, con las tripas llenas de vino y seguramente una panza similar a la de una preñada de varios meses. Minutos después se acercó, para mi desesperación, Lenny, uno de los negros somalíes que me había sometido la noche anterior. Al principio me costó reconocerlo porque era la primera vez que lo veía con ropa de trabajo, y no desnudo.
Lenny, en Somalia, había trabajado en un campamento de drogas, lo cual me espantaba sobremanera, vale que según don Ramiro ya se había dejado de esa vida criminal, pero yo dudaba muchísimo de él tras cómo me había tratado en el granero.
Su ceño serio no me aterrorizó, al contrario, preparé un cuajo de saliva para tratar de alcanzarle el rostro, pero él me tomó de la cara de manera descortés, hundiendo sus dedos en mis mejillas, empujando mis labios hacia afuera para que terminara desparramando mi saliva.
Me saludó con su típico español forzado y mal hablado.
—BUEN DÍA, VACA. LINDA PANCITA TENER, PREÑADA PARECER YA.
—¡Mfff! ¡No me digas vaca, Lenny! ¡Y te ruego que no me preñes, dios, solo tengo diecinueve! ¡Ni siquiera sé lo que es el amor, hijo de puta, y me quieres destruir la vida!
—¡JA! YA DECIDIMOS ESTA MAÑANA. LO MEJOR SERÁ PREÑARTE LOS CUATRO, POR TURNOS, EN LAPSO DE CINCO AÑOS. ESPERO SER PRIMERO, ESO AÚN NO DECIDIR. ESTA NOCHE HUIREMOS EN BARCO RUMBO A SOMALIA.
Lenny rebuscó algo de su bolsillo mientras yo pensaba cómo podría salvarme de tan cruento destino. No podía asimilar viajar en un barco por meses, rodeada de convictos violentos, con una panza de embarazada que apenas me dejaría mover. Seguro que tendría que amamantarlos, con lo machistas que me parecían hasta pensé que me harían trabajar en la limpieza y cocina aún en mi estado de gestación. Tal vez hasta tendría que parir a sus bebés en alguna plaza pública, ¡la madre que los parió!
Me desesperé al ver que el somalí retiró de su bolsillo una especie de pastilla blanca. Obviamente no sabía qué era pero aspirina no iba a ser.
—¿¡Qué es eso!?
—SIMPLEMENTE TRAGARLA, VACA.
Era obvio que Lenny aún manejaba drogas y no se trataba de un “ex convicto queriendo rehabilitarse”. Si su patrón se enterara de las cosas que le escondía lograría zafarme de ellos, pero nadie en el rancho me iba a creer, esos negros habían estado trabajando allí por años y se habían ganado la confianza de todos.
—¡Estás loco! ¡No pienso consumir drogas!
—SENTIRTE BIEN TÚ. DEJAR DE REVELAR NUESTRO PLAN DE PREÑARTE AL TOMARLO.
—¿Quieres callarme drogándome, idiota? ¡No voy a tragarlo! ¡Lenny, escúchame, te ofrezco un trato!
—VACA ESTÚPIDA, DINERO NO QUERER YO.
—Lo sé, ¡lo sé! Lenny, creo que te amo…
—¿EH? O YO ESTAR ALUCINANDO O TÚ ESTAR CONFESÁNDOME AMOR ETERNO.
—¿Amor eterno? Claro, claro… Me encantaría que me preñaras solo tú, y que pudiéramos huir juntos a Somalia para tener un montón de bebés. Solo necesito que te deshagas de tus otros tres amigos.
—IDEA TENTADORA SER.
—Síii. Y podremos tener nuestro propio campamento de drogas para hacernos ricos, ¿qué me dices?
—¿QUÉ TENER EN MENTE, VACA?
—¡Deja de decirme vaca! Podrías darle de alguna manera esas pastillas a todos los otros peones, al anochecer. Así aprovecharemos y huiremos juntos.
—¡JA! VACA SABIA. BEBÉS INTELIGENTES DARME TÚ. TRATO HECHO. ESTA NOCHE HUIR JUNTOS. MAÑANA… MAÑANA CONQUISTAR MUNDO CON MARIHUANA.
—Gracias… ¿Podrías liberarme del cepo? O por lo menos destapóname la cola…
—NO PODER, VENDRÁN PRONTO MIS AMIGOS A USARTE. OYE, SI REALMENTE TÚ QUERER HUIR CONMIGO, TRAGAR PASTILLA COMO MUESTRA DE AMOR.
—¿E-en serio?
Retiró un látigo larguísimo de su cinturón, de tira larga y humedecida. La sacudió frente a mi atónito rostro, cortando el aire en un sonido seco que me dio un respingo de horror. Se dirigió detrás de mí, donde mi pobre espalda y colita se le ofrecían. Oí cómo el látigo cortó el aire nuevamente, resoplé; iba a pedirle que no me azotara pero cuando abrí la boca sentí el cuero mojado, estrellándose contra la parte baja de mi espalda, prácticamente comiéndome la carne, abrazándome toda mi cintura para luego desenroscarse de mí. Me retorcí de dolor, el vino adentro de mí se oyó revolverse; chillé tan fuerte que las gallinas en las inmediaciones se desesperaron. Lenny era hábil.
—¿VAS A TRAGAR PASTILLA?
—Mfff… ¡No quieroooo!
Otro latigazo, esta vez hacia mi pobre cola donde aún me ardían los tres cintarazos que me habían dado para disciplinarme. Ni siquiera se apiadó cuando vio mi rostro repleto de lágrimas y mocos, aquello era demencial, me quitaba el aire de los pulmones, deseaba con ganas volver a mi casa con mi papá, dormir abrazada a él, pero no, estaba a kilómetros de la capital, en un maldito rancho con ex convictos queriendo embarazarme y drogarme.
—¿VAS A TRAGAR?
—¡Síii, cabrón, síiii! ¡Deja de azotarmeeee, ufff!
Volvió frente a mí. Metió los dedos en mi boca y sacó mi lengua agarrándolo del piercing, poniendo allí la pastilla, asegurándose de que nadie nos viera. Tras comprobar que la había tragado, se retiró para continuar con su rutina, jurando que esa noche íbamos a huir juntos. Pero yo estaba desesperadísima, a saber qué clase de mejunje me había tragado y cómo iba a reaccionar yo.
Estuve allí, siempre bajo la sombra del árbol por varios minutos, sin sentirme rara ni nada salvo por mis tripas. El siguiente en acercarse a mí fue otro de los negros, de nombre Samuel. Él era un ladrón en Somalia, y por lo que me habían contado los viejos que me metieron vino, actualmente se encargaba de cuidar el establo de los caballos.
—VAQUITA LINDA, ¿CÓMO ESTAR FUTURA MADRE DE MIS BEBÉS?
—Samuel, necesito decirte algo… ¿Me vas a escuchar?
—MUGE, SOY OIDOS TODO, JA JA JA.
—Samuel, ladronzuelo, creo que te amo…
—YO SABER DESDE PRIMER MOMENTO QUE TE ROBÉ EL CORAZÓN.
—Síiii… quiero tener contigo un montón de bebés, pero estaría bien que te deshicieras de tus amigos para que tú y yo podamos huir a Somalia y tener un montón de bebés.
—MALA IDEA NO SER. ¿QUÉ PLANEAR TÚ?
—¿Tú te encargas de los establos, no? De noche, ven a buscarme en un caballo, y espanta a los demás caballos para distraer a los peones. Huiremos juntos e iremos al barco para ir a Somalia.
—VACA, SORPRENDERME TÚ. IDEA GENIAL SER. ESTA NOCHE, AL CAER SOL, HUIREMOS. PREÑARTE YO.
Festejó la idea follándome la boca, como no podría ser de otra manera. Claro que la polla de Samuel era gigantesca, terminé con la mandíbula desencajada y dolorida, babeando largos hilos de semen desde mi boca y nariz, llorando por el ojo sano porque creí que me iba a morir asfixiada. Cada vez estaba en peores condiciones, pero no me importaba, debía seguir aunando fuerzas para finiquitar mi plan.
Evidentemente se negó a liberarme del cepo o del tapón anal, y minutos después de retirarse, llegó el tercer negro, de nombre Ismael, que me encontró prácticamente hecha un auténtico despojo humano. Pero las cosas se pusieron demasiado raras para mí. Mi coñito me ardía de manera demencial, la visión de mi ojo sano no la tenía muy clara y para colmo me sentía mareada. Pero aún tenía algo de lucidez mental: Ismael era un asesino serial en Somalia, y el más corpulento de los cuatro negros.
—VACA, BUEN DÍA. VAYA CON CARITA TUYA, REPLETA DE LECHE ESTAR.
—Buen día, Ismael… oye… hip… tengo que confesar que te amo…
—NO ESPERAR ESTO YO. MATAR CORAZONES EN MI JUVENTUD. NO PERDER ENCANTO, VEO.
—Sí… podrías noquear a tus tres compañeros y así podremos huir juntos solo tú y yo para parir un montón de asesinos a sueldo… ¡Jajaja!
—EXTRAÑA ESTAR TÚ. ¿LENNY DARTE DROGA O QUÉ?
—Dios santo, ¿soy yo o tienes dieciséis brazos, cabrón?
—NO IMPORTARME QUE DROGADA ESTÉS. BUENA IDEA TENER TÚ. ESTA NOCHE HUIR JUNTOS A SOMALIA, Y BEBÉS DARME MUCHO.
—¿Eso quiere decir que tienes ocho pollas?
Festejó el trato follándome con condón por un breve rato, pues solo vino junto a mí aprovechando que estaba de paso. Me hizo berrear de dolor con su enorme rabo negro sacudiéndome y agitando el vino en mi interior, seguramente adrede para hacerles saber a los demás peones que curioseaban que yo era una putita exclusivamente de su propiedad. Pero me sentía tan caliente más que humillada, hasta tuve un ruidoso orgasmo mientras Ismael estaba dale que te pego y los otros peones se tapaban la boca, asustados.
Por último, me dio de comer su recientemente usado preservativo a modo de desayuno, pero por más extraño que pareciera, no me desagradó el gusto rancio de su semen ni el plástico del forro. Es más, le pregunté si tenía más de eso pero solo se carcajeó de mí antes de alejarse. Pensó que estaba bromeando…
Al llegar el último negro, de nombre Ken, que para los que no recuerden fue un sicario de la mafia somalí, los efectos primarios de aquella extraña droga habían cesado. Había dejado de ver cosas que no debía –como elefantes, OVNIS y hasta una verga parlante dándome consejos sobre cómo sobrellevar mi vida—, pero no obstante sentía un extraño hormigueo en mi vientre que se hacía más deliciosa conforme pasaba el tiempo. Me daban unas ganas irrefrenables de masturbarme, pero los cabrones preferían dejarme apresada en el cepo.
—VAQUITA PRECIOSA, DEJAR QUE TE LIMPIE LA BABA QUE TE CUELGA A CHORREONES…
—Ken… uf, gracias… Oye, creo que te amo…
—QUE ME DISPARE UN CAPO SI ES VERDAD LO QUE YO OÍR.
—Es verdad… y quiero tener un montón de bebés solamente contigo. Huyamos solo tú y yo en el barco a Somalia para fundar una… ¡mafia!
—NO SE SI DECIR TONTERÍAS POR DROGADA ESTAR, PERO MALA IDEA NO SER.
—La verga parlante me ha dicho que estaría buenísimo que prendieras fuego a todo el rancho para causar una distracción. ¿Y sabes qué? ¡Esa verga tiene razón!
—¿VERGA PARLANTE? TÚ ESTAR LOCA. PERO ESTAR BUENA TAMBIÉN. NO PREOCUPAR, ESTA NOCHE TÚ Y YO HUIR JUNTOS A SOMALIA.
Estaba súper contenta. Y súper drogada. Y demasiado caliente. Jamás en mi vida había estado tan excitada, por el amor de dios. Me eché un morreo brutal con el negro, pero él no parecía muy contento de tener a su putita totalmente cachonda. Claro que luego me di cuenta que estaba morreándome con su verga, tras la tela de su pantalón.
—PUTA, TÚ ESTAR ZAFADA. TENGO QUE IR AL PUEBLO DE COMPRAS. TE LIBERARÉ DEL CEPO Y LA BARRA ESPACIADORA, ERES LIBRE DE PASEAR POR RANCHO.
—¡Síiii, jajaja!
Al liberarme caí al suelo totalmente agarrotada pero contenta de haber salido del cepo; lo primero que hice fue limpiarme el ojo que me cerraron de un lechazo; el somalí aprovechó para colocarme unas cadenas en los pies. Luego me enganchó tres pequeñas campanillas, o cencerros, do a través de las anillas de mis pezones, y uno a través de la anilla del capuchón que cubría mi clíltoris. Era para que no escapara, y si escapara, que me encontraran oyendo el tintinear de mis cencerros, ¿pero quién querría huir de ese paraíso de mierda? Se despidió de mí y yo me levanté a duras penas para vagar sin rumbo por el lugar, sujetando el cencerro de mi coño porque era incómodo llevarlo colgando, sonriente, repleta de latigazos, con una pancita similar a la de una preñada debido al vino en mi culo, pero estaba muy sonriente. Y drogada.
El rancho era hermosísimo, y ni qué decir de los peones y animales que iban y venían a mi alrededor, flotando y tal. Creo que era cerca del mediodía porque muchos se estaban retirando para almorzar. Estuve a punto de llorar de tristeza porque sabía que nadie más que los negros podían follarme, así que me fui bajo la sombra de un árbol y empecé a hacerme deditos como una putita viciosa, liberando mi clítoris de su capuchón gracias al aro anillado. Al cabo de unos pocos segundos se acercaron los dos viejos que me habían metido vino en la cola. Estaba tan caliente que hasta me parecían guapos y todo.
—Hola de nuevo, abuelitos.
—¡Oh! ¡Así que el sonido del cencerro resultó ser la putita del patrón! ¡Justo estábamos hablando de ti! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Uffff, ¡me estoy dando un gustito porque nadie me quiere!
—La vaquita está muy rara, don Josué.
Quise levantarme pero me tuvieron que ayudar porque no tenía muy buena movilidad con tanto mareo y cadenas. Don Josué me abrazó por detrás para que no me cayera, y aproveché para restregarme contra él ya que sentía su verga durísima tras mi colita. Ladeé mi cabeza y empecé a lamer su cuello, le rogaba que por favor me quitara el tapón anal pero no me hacía caso.
—Creo que está zafada. Como sea, esta niña quiere guerra, don Carlos.
—¡Síii, estoy con ganas de vergas, abuelitos!
—Pero el patrón fue muy claro, don Josué, no podemos follarla ya que solo la trajo para los somalíes.
—Uf, ¡yo era una chica decente!, estudiante modélica y mírenme ahora, con piercings aquí y allá, con tatuajes también, con vino en el culo, ofreciendo mi cuerpo a unos viejos pervertidos… ¡jajaja!
—Pero los somalíes se fueron a almorzar, don Carlos, y luego tienen que ir al pueblo para hacer las compras. Podemos llevarla tras los matorrales. Nadie se enterará.
Tuvieron que apartarme las manos a la fuerza, porque me estaba dando otra estimulación vaginal riquísima. Me hice de la remolona porque me cortaron tan rica masturbación, pero bueno al menos ya habían decidido darme carne. De hecho cuando por fin llegamos tras los matorrales, me puse como una moto viéndoles desvestirse para mí.
—¡Abuelito dime túuu!, ¿por qué yo soy tan feliz?
—¿Soy yo o la vaquita está como… drogada, don Josué?
—¿Acabas de cantar la canción de Heidi , niña?
Me pusieron de cuatro patas y me follaron tan duro que hicieron tintinear mis argollitas y cencerros, sacudiéndome demencialmente las tetas; lo que a mí me molestaba era el maldito vino alojado en mi interior, revolviéndose conforme daban fuertes embestidas del abuelito de atrás, además tenía una polla que si bien no era gruesa sí era larga, y debido a mi posición, su tranca casi alcanzaba el cérvix. Normalmente gritaría para que me dejara en paz, pero el otro señor me silenció enchufándome por la boca de manera bestial porque no quería que yo gritara y así nos pillaran los otros peones.
—No veas cómo me la chupa, don Carlos. Es una jovencita muy viciosa, no como las campesinas de por aquí.
—La mejor carne es la uruguaya, esta niña lo deja claro —dijo el otro, dándome una nalgada sonora.
Me desesperé muchísimo cuando sentí que un señor se corrió dentro de mí, ¡no quería embarazarme! Me aparté de ellos a la fuerza y me puse a llorar imaginándome con una gran panza de preñada, con enormes tetas derramando leche, paseando desnuda por el rancho y pidiendo verga, sacudiendo mis cencerros para llamar la atención. Pero ellos me tranquilizaron diciéndome que era imposible que me quedara embarazada solo porque alguien se corriera dentro de mi boca. Cuando caí en la cuenta me reí un montón.
—Don Josué, definitivamente esta nena está loca.
—Uf, ¡me duele la espalda, abuelitos! —dije dándole una mamada a mi dedo corazón—, yo me porto bien y aún así me azotan como unos cabrones…
—Pues te daré más varazos como no te arrodilles y me mames la verga, que no pude correrme aún.
—Noooo… no me castiguen, les voy a sacar la leche, me gusta mamar, ya verán…
Y así me arrodillé. Feliz. Excitada. Drogada también. Me encantaba chupar esas dos vergas de manera intermitente. Esas trancas estaban durísimas, súper húmedas y me hacían reír porque me contaban chistes. O eso parecía. Los viejos me cruzaban la cara con la mano abierta de manera violenta para que chupara más fuerte y dejara de reírme sin razón, pero lejos de molestarme, me calentaba más y les daba mordiscones a sus glandes.
—¡Abuelito dime túuu, que el abeto a mí me vuelve a hablar!
—Y sigue cantando la música de Heidi… Me hace recordar a mi nieta, me cago en todo.
—¿Estás llorando, don Josué?
—¡Es que amo a mi nieta!
Tras terminar nuestra pequeña aventurilla, me llevaron al granero y me hicieron acostar sobre las pajas. ¡Y no se dignaron a por lo menos quitarme el maldito tapón anal! Eso sí, varios minutos después, alguien me despertó zarandeándome del cabello. Cuando abrí los humedecidos ojos me di cuenta que los cuatro somalíes estaban frente a mí. Debo decir que tenía muchísimo miedo, pensé que tal vez uno de ellos pudo haberme traicionado, revelando mi plan. Por suerte no fue así y estaban enojados por otra cosa.
—VACA, ¿QUIÉN FOLLARTE SIN NUESTRO PERMISO?
—Uf, no sé de qué me hablan…
—ES OBVIO QUE UNO DE LOS TRABAJADORES USARLA. ESTA VACA ES NUESTRA, ¡FALTA DE RESPETO AQUÍ!
—¡Dios, estoy como una puta moto, cabrones!
—VACA ESTAR RARA… LENNY, ¿TÚ DARLE DROGAS?
—SÍ, ASÍ NADIE HACERLE CASO CUANDO REVELE NUESTRO PLAN DE PREÑARLA.
Parece que les había molestado que uno de los trabajadores del rancho me follara. Me llevaron a rastras para afuera, hacia el fondo del rancho donde había una especie de estrado con una columna gruesa de madera erigiéndose en el centro. De allí pendían un par de brazaletes de acero que, si era tal como temía, me levantarían los brazos de tal manera que, o me quedaría colgando o por el contrario solo podría alcanzar el suelo con la punta de los pies.
—¿¡Pero qué he hecho ahora, imbéciles!?
—DEJAR DE MUJIR. AVANZAR, VACA.
—¿¡Dios, eso es un elefante lo que tienes en el bolsillo, Lenny!?
Y así, colgada de los brazaletes, mostrando pancita, tatuajes, cencerros en las tetas y el coño, los cuatro somalíes llamaron a todos los trabajadores para reunirse frente al estrado, sacudiendo el cencerro que me colgaba del coño. Se presentaron casi una treintena de hombres, entre ellos los dos abuelitos. Pero lo que más me confundía era que los efectos de aquella pastilla aún no parecían haber mitigado y yo, lejos de mostrarme asustada, estaba prácticamente sonriendo, chorreando jugos en mi chumino y largos hilos de saliva en mi boca.
Samuel retiró un largo látigo de su cinturón y lo chasqueó al aire para llamar la atención de todos. Me preguntó en su horrible español quién de esos hombres frente a mí me había follado, pero yo con lo drogada que estaba solo me limité a cantar la canción de Heidi como única respuesta. Los abuelitos se habrán quedado con el corazón en la garganta, pero obviamente los somalíes no tenían ni la más mínima idea de por qué cantaba aquello.
—SI VACA NO QUERER CONFESAR, YO COSERTE A AZOTES. EL QUE TE FOLLÓ DEBE SER UN HOMBRE Y ADMITIR QUE USÓ NUESTRA PUTITA SIN PERMISO.
—¡Nooo, azotes nooo, señor Lenny, jajaja!
Justo cuando iba a propinarme un trallazo, llegó el patrón del rancho, don Ramiro, montado en su caballo blanco. Junto con él estaba una joven rubia que lo abrazaba, vestida elegantemente con un largo vestido blanco y una pamela a juego; era mi mejor amiga, Andrea. Ella estaba que no cabía de gozo, desde que llegó al rancho se le trató como a toda una princesa, a diferencia de mí. Don Ramiro se bajó del animal y le ayudó a Andrea a hacerlo también. Se besaron como una pareja de recién casados para jolgorio de sus peones.
Mi amiga, al mirar alrededor, me vio colgada en el escenario y su rostro se desencajó.
—¿Rocío?, ¿¡qué haces ahí!?
Rápidamente subió al estrado y me miró de arriba para abajo como quien no puede creérselo. Ella estaba radiante en su vestido, olía a rosas y se le veía un brillo de felicidad en los ojos, vamos que era la puta princesa del reino. Yo en cambio era un auténtico despojo humano, azotada, magullada, repleta de chupetones, chorreando algo de vino por la cola y con la cara roja de tanta bofetada, sinceramente la rabia se me desbordó al ver la diferencia entre ambas.
—¿¡Qué te han hecho, Rocío!?
—Andy… ¡esto es tu culpa, estúpida! ¡Hiciste que perdiera ese juego adrede y por eso estoy aquíiii!
—¡Pero no esperaba que te trataran así! ¡Pensé que te gustaría estar con cuatro negros!
—¡Sí, claro! ¡Me quieren preñar, Andy, me quieren embarazar y secuestrarme para ir a Somalia!
—Rocío, ¡ya deja de decir eso! ¡Don Ramiro dijo que son gente de confianza!
—¿¡Pero cómo puedes ser tan estúpida, Andy!? ¿Confías en ellos o en mí?
Andrea se quedó boquiabierta, realmente no podía creer cómo le estaba hablando. Claro que en parte yo estaba inducida por el mejunje pero es verdad que también estaba enojadísima, después de todo, era la putita de cuatro negros por su culpa.
—¡No me digas estúpida, Rocío, soy tu mejor amiga!
—¡Mi mejor amiga no me dejaría a merced de cuatro convictos toda una noche, desgraciada!
—JAJAJA, VAQUITA ESTAR ENOJADA CON AMIGA. RUBIA, TOMAR MI LÁTIGO. QUE LA VACA APRENDA.
—¡No te metas, Lenny! —protesté zarandeándome.
—¿Sabes, Lenny? —Andrea esbozó una sonrisa malvada—. Tienes razón. Estoy harta de que Rocío me trate así. ¡Dame ese látigo!
Los presentes vitorearon cuando ella lo tomó, chasqueándolo al aire con ferocidad. Si es que hasta don Ramiro aplaudió mientras se fumaba su habano. Todos los demás se sentaron en el suelo, a los alrededores del estrado, y se acomodaron para ver el espectáculo.
Pero yo estaba muda, no sabía qué decir o hacer, colgada como estaba no tenía muchas chances. Disculpas no las iba a dar, esa maldita rubia era la causante del peor fin de semana de mi vida. Ella me dijo, caminando a mi alrededor, engrasando el látigo con un trapo, que me iba a liberar si aceptaba arrodillarme ante ella y besarle sus pies, pero le dije que antes muerta, que yo tenía aún algo de orgullo.
—¡Qué pena, Rocío, entonces te voy a disciplinar! Por cierto, deberían ponerte más tatuajes. Tal vez la frase “¡Muuu!” en el cuello, ¡o el dibujo de tus dos adorados perros, uno en cada nalga!
—¡No me asustas, Andy, te falta mucho para siquiera hacerme temblar!
—¡O te podríamos tatuar el escudo de Peñarol en el muslo!
—¡Noooooo, piedad, piedad!
Me zarandeé como loca, pero ella me agarró de la cintura y me giró para que mostrara mi espalda y culo a los espectadores. Acarició el tapón anal y pareció tomarlo con sus dedos. Sentí que lo sacaba para afuera. Estaba aliviada porque por fin me liberaría del vino contenido en mis tripas, pero tampoco era plan de vaciarme frente a una multitud.
—¡Espera, Andy, no lo hagas, no me quites el tapón, maldita!
Pero lo hizo. Lo sacó con un sonoro “plop”. Lo derramé todo como una marrana, colgada como estaba y con el esfínter magullado debido al tapón no pude contenerme. El jolgorio aumentó, los aplausos para Andrea también; el sonido del vino chapoteando en el charco debajo de mí fue demasiado humillante. Estuve así, un largo minuto, hasta que simplemente solo salían pequeños chorros de mi interior.
—¡Soy una cerdaaa!
—¡Puaj, qué asco, Rocío!
—¡No miren, dejen de mirar!
—Rocío, parece que ya te han disciplinado toda esta mañana y aún no aprendes, vaya con los azotes que te han dado.
Antes de que pudiera decirle que se fuera a la mierda, retrocedió un par de pasos y me propinó un latigazo tan fuerte que me hizo ver las estrellas, justo encima de las nalgas, donde tenía mi tatuaje de “Vaquita viciosa”. Me sacudí tanto que las tres argollitas anilladas en mi coño tintinearon entre sí.
—¡Ayyyy!
—¿¡Te dolió, no es así, Rocío!?
—¡Mbuffff!
No supe si era por la droga o algo más, pero lo cierto es que más que dolerme me calentó a cien. O mejor dicho, producto del avasallante dolor sentí una especie de simbiosis en mi cuerpo que me trajo una ola de placer; un éxtasis que con el correr de los azotes desarrollaría mejor. Mis carnecitas bullían de calor y tenía ganas de frotarme contra algo. Volvió a darme otro trallazo; en el medio de la espalda donde tenía la equis rojiza que me habían propinado los abuelitos; de nuevo tintinearon mis cencerros y me revolví como un pez fuera de agua.
Jadeé y traté de recuperar la respiración, me estaba asustando que aquello me gustara, eso no era ni medio normal. Dolía, sí, ¡dolía horrores! ¡Pero ese dolor me provocaba un placer inaudito! ¡La humillación, la tortura, la carne hirviendo, la gente mirando, dios! Cuando oí a los peones alentando a mi amiga para que me diera más duro directamente tuve un orgasmo demoledor.
—¡Toma, Rocío! ¡Esto es por reírte de mí cuando me resbalé en el patio de recreo de la secundaria!
—¡Ayyy, diossss! ¡Uf, eso fue hace como cinco años, Andy!
—¡Pues aún no me olvido de ello!
Otro trallazo, esta vez directo en las pobres nalgas donde aún sentía los cintarazos de la mañana. Pero yo estaba prácticamente jadeando como si estuviera teniendo sexo, no como si estuviera recibiendo una paliza. Cuando Andrea me volvió a girar, todos vieron mi carita viciosa; largos hilos de saliva me colgaban de la boca que esbozaba una ligera sonrisa.
—Rocío… ¿Te gusta que te dé azotes? No te conocía ese lado masoquista.
—Uf, uf… Dios, yo tampoco… Andy… ¡te odio!
Me volvió a dar la vuelta y una lluvia de fuertes latigazos cayó una y otra vez sobre toda mi espalda, cola y muslos. Al principio eran espaciados pero luego iban y venían sin descanso. Sentía el calor de las tiras mordiéndome con saña, comiendo la piel, haciendo bullir la sangre; chillaba y me zarandeaba como una poseída a cada golpe; resonaban los cencerros; era un martirio pero a la vez deseaba que no terminara nunca.
“¡Zas, zas, zas!”, una y otra vez. Creo que no quedaba piel sin ser marcada con la trenza del cuero engrasado. Gritaba una y otra vez, cada vez más ahogadamente, como si estuviera perdiendo fuerza o como si mi garganta estuviera ya resintiéndose. A medida que la paliza iba creciendo en intensidad y ritmo, mi respiración era más entrecortada y mis exclamaciones y jadeos cada vez menos audibles.
Al cabo de unos minutos, ya prácticamente colgaba vencida, respirando dificultosamente; no, ya no me zarandeaba ni chillaba cuando caían los azotes. Cuando Andrea notó que me estaba orinando, dejó de castigarme. Mi respiración era acelerada y muy audible, sudaba como una cerda, estaba súper excitada pero también al borde del desfallecimiento. Pero no pensaba disculparme, tal como había dicho, prefería desmayarme del dolor antes que perder la poca dignidad que me quedaba.
—¡Rocío, me rindo! ¡Me duelen los brazos! ¡Y tú prácticamente te estás corriendo mientras te azoto, eres la reencarnación del Marqués de Sade!
No podía responderle porque prácticamente estaba asfixiada de dolor y placer. En el fondo, muy en el fondo de mí, le maldije por no haber continuado con el flagelo. No sabría decir si era yo una reencarnación de Sade, pero madre mía que esa tarde le rendí un tributo al alcanzar varios orgasmos allí colgada.
Escuché que cayó el látigo al suelo, y nuevamente, Andrea me dio vuelta para verme la cara desencajada pero ligeramente sonriente.
—¿¡Qué te he hecho!? ¡Perdón, Rocío! ¡Perdóname, amiga! ¡Déjame liberarte de los brazaletes!
Caí al suelo del estrado como un saco de papas, sobre el charco de vino. Andrea se arrodilló y me hizo rodear un brazo por sus hombros. Aproveché para levantar la mirada y así ver a todos los asistentes, porque la verdad es que desde hacía rato estaban callados. Ya estaba atardeciendo, y por muy raro que parezca, solo estábamos nosotras dos y don Ramiro, sentado sobre una roca, hablando por móvil y sin siquiera hacernos caso.
—Andy, ¿dónde están todos los peones?
Escuchamos unos sonidos muy raros y lejanos que se iban acercando. Parecía ser el trotar de unos caballos. Abrí los ojos como platos cuando vimos cómo una gigantesca muralla de fuego parecía levantarse y rodear todo el rancho, comiéndose árboles, estancias y graneros de manera lenta pero inexorable, amenazando con extenderse; entonces recordé que le había pedido a uno de los somalíes, a Ken, que prendiera fuego para causar distracción. Al rato vimos a los caballos corriendo sin rumbo por todo el rancho, y a algunos peones persiguiéndolos para que no escaparan: sonreí al saber que Samuel había hecho bien su trabajo.
—¡Me cago en todo! —gritó don Ramiro. Se levantó y dejó caer su móvil así como su cigarrillo, atónito ante lo que veía. ¡Su rancho estaba en problemas!
Andrea y yo bajamos lentamente del estrado, y vimos a más peones en el fondo, hacia el granero. Mi amiga no podía entender por qué algunos parecían estar bailando y otros revolcándose en el suelo; obvio que no sabía que seguramente Lenny los había drogado como le solicité.
—¿¡Pero qué cojones pasa aquí!? —gritó don Ramiro, antes de que un caballo lo embistiera de frente, haciendo que cayera desmayado.
Tres de los cuatro somalíes se presentaron frente a nosotras, sonrientes porque cumplieron su trabajo. Claro que enseguida se dieron cuenta de que cada uno ya había hecho un plan para huir conmigo, pero no hubo tiempo para discutirlo porque el asesino serial, o sea el cuarto somalí, vino sobre un caballo y se abalanzó sobre ellos para darles una golpiza tremenda. Mientras los puños iban y venían entre ellos, Andrea me habló desesperada.
—¡Rocío, el rancho se está incendiando! ¡No veo cómo podamos escapar!
—¡A mí no me mires, Andy! ¡Lo de incendiar el rancho fue idea de la verga parlante!
—¿Verga parlan…? ¿Pero de qué estás hablando?
Por suerte un coche atravesó la muralla de fuego a velocidad frenética y estacionó a metros de nosotras, levantando pedacitos de césped y polvareda a su paso. Fueran quienes fueran, estaba claro que vinieron a rescatarnos del incendio. Nuestros repentinos héroes bajaron del coche y sonreí de felicidad: eran los abuelitos que me habían follado y bebido vino de mi culo. Vamos que me alegré muchísimo de ver a esos hijos de puta.
—¡Don Carlos, sube a las chicas al coche, tenemos que sacarlas antes de que el fuego consuma todo!
—Don Josué, creo que nuestro patrón se ha desmayado.
—¡Cárgalo también, lo llevaremos al centro de salud!
—¡Gracias por venir a rescatarnos, abuelitos!
—No, gracias a ti, Rocío. Si no fuera por tu canción de Heidi habría olvidado para siempre las cosas importantes de la vida, como mi adorada nieta o beber vino de una botella.
De noche ya estábamos, yo y mi amiga, de vuelta rumbo a Montevideo, en el lujoso coche conducido por don Josué y don Carlos. Su patrón, don Ramiro, había caído en un estado de shock en el centro de saludo al saber que había perdido su gran y todopoderoso rancho de mierda, pero bueno, al menos seguía vivo. Pero a mí no me importaba, mi venganza había estado perfecta.
No salí preñada, no me secuestraron, los somalíes fueron reducidos y denunciados por los peones que no fueron drogados, y lo mejor de todo, don Ramiro ya no quería saber nada de mí por, espero, lo que durara de mi vida. Claro que aún me quedaban siete señores a quienes debía servirles como putita, entre ellos el jefe de mi papá, pero el peor de todos ellos ya estaba fuera del círculo.
Mirando el paisaje de la campaña uruguaya por la ventanilla, Andrea me tomó de la mano y me sacó de mis pensamientos.
—Rocío, ¿te duele la espalda?
—Obvio que sí. Y los muslos y la cola también, Andy.
—¡Dios, lo siento mucho! Pero te admiro, Rocío, pareces muy calmada. Entiendo que quieras dejar de hablarme por cómo te azoté.
—Andy, me considero una chica madura. Claro que te perdono, hiciste las cosas sin pensar, me es suficiente con verte arrepentida. Solo espero que vengas todos los días a mi casa para ponerme crema en la espalda y en las nalgas, ¿sí?
—¡Claro que sí, amigas para siempre!
—Eso es, amigas para siempre. Ahora toma una aspirina que robé del bolso de uno de esos somalíes, seguro que te tranquiliza.
—¿Una aspirina? ¡Vaya, gracias Rocío! ¡Si no existieras te inventaría!
—Disculpen, abuelitos, ¿podríamos hacer una parada cuando pasemos por una estación de servicio?
—Claro, Rocío, ¿qué necesitas?
—Pues necesito comprar vino, un embudo y una manguerita —sonreí pícaramente, esperando que mi mejor amiga cayera cuanto antes bajo los efectos de la pastilla.
Gracias a los que han llegado hasta aquí. Perdón por tardar tanto en escribir la segunda parte. Espero que nadie se haya desmayado a mitad de la lectura. Miles de gracias a los que pidieron continuación, y también a Longino por sus magistrales clases de tortura.
Un besito,
Rocío.