Venecia era un juego de máscaras

Ana y Pablo conocen en su luna de miel a una pareja muy liberal que trastoca su relación gracias al magnetismo de ella:Lidia. Ana desaparece en una vorágine de orgías y hombres desconocidos. Pablo encuentra su pista gracias a Lidia y acude a una fiesta en un palacio en Venecia...

Venecia era un juego de máscaras.

Imposible reconocer a nadie bajo esas complejas vestiduras que ocultaban completamente las formas del cuerpo. Cualquier hombre podría hacerse pasar por una elegante cortesana bajo las amplias faldas, los robustos corpiños o las brillantes capas con las que las damas se embozan, delicadas, el rostro; o mejor dicho, su bella máscara nacarada. Como quiera que las máscaras casi nunca hablan entre si, en parte por no arruinar el misterio, y en parte por la cacofonía de idiomas que retumban en las breves callejuelas venecianas en los días de muchedumbre del carnaval, sólo un descuido de la voz, una breve interjección al tropezar, quizá, podría desvelar el engaño. Pero teniendo cuidado, nadie tendría porqué dudar de que una máscara femenina ocultase nada que no fuera una enigmática mujer.

Exactamente ese fue el razonamiento con el que Pablo se convenció para vestirse con el disfraz de Ana, su mujer. Lo hizo a conciencia. Primero para asegurarse de que el engaño no fuera descubierto antes de lograr su objetivo, pero también porque estaba disfrutando con todo ello. A menudo los prolegómenos, el metódico preparativo, se disfrutan como un anticipo de la recompensa a tanto trabajo y Pablo se había tomado muchas molestias para asegurarse el resultado.

Se contaban ya varias semanas en las que había dejado de ser dueño de sí mismo arrastrado por el vendaval en que giraban su corazón y su mente, a menudo en sentidos divergentes. La veleta de sus sentimientos naufragaba sin señalar la dirección de otro viento que no fuera el de la frustración por los deseos insatisfechos o la impaciencia que acompaña todo anhelo humano después de que es saciado. Más, más fuerte, más veces; ese pulso martilleaba su corazón y su cabeza.

Una vez dejó atrás su mundo y olvidó todas esas útiles convicciones vitales con su andamiaje de rutinas ancladas a la vida diaria en Madrid, nada le había sido más fácil que lanzarse a perseguir esos sueños, caprichos y, sobre todo, deseos que fueron brotando en su interior, influido por una naturaleza que sublimaba los sentidos, a medida que su personalidad se diluía en un ansia por fundirse en un profundo y nuevo éxtasis erótico primero con Ana, durante su luna de miel, y después con Lidia, recién llegada a sus vidas con la fuerza de un monzón; y su cálida humedad.

Pablo razonaba en un único sentido: atrapar a Lidia y a través de ella, volver a encontrar a su mujer Ana; y para poseerla. No podía arrancarla de su cabeza. Había trastornado su mundo de tal modo que medía sus acciones sólo de acuerdo a su reacción cierta o probable. Lidia había entrado en su mente por el camino más rápido: el sexo. Pero una vez dentro se las arregló para cubrir con sus redes la voluntad de Pablo y hacerlo su esclavo más sumiso, su perro más fiel, su lacayo más entregado.

Y supo también enamorar a Ana.

En realidad todo comenzó cuando ellas dos entraron en conjunción y el morbo estalló en ráfagas como la luz se derramaba a través de las celosías de aquella habitación junto al mar en la que por primera vez se amaron los cuatro. Sí, porque al inicio fueron dos parejas de desconocidos que sucumbieron al erótico clima de las islas griegas. Cuatro almas gemelas que intimaron profunda y satisfactoriamente; sin imaginar siquiera los acontecimientos que se iban a desarrollar para cada uno de ellas en las siguientes semanas.

Se había sentido un tanto ridículo en el hotel mientras se duchaba con el gel de su mujer y se lavaba el pelo con su champú con vitaminas de frutas. Para remate, había usado acondicionador de pelo. Quiso cumplir todos los pasos que sabía que Ana seguía cada vez que quería arreglarse para un compromiso porque pensó que de algún modo era importante asumir sus olores. Nada estimula el recuerdo mejor que un aroma. El olfato es el sentido que más nos predispone el ánimo y mejor nos abre el camino del corazón. Por eso para cumplir su objetivo había que tener en cuenta esa añagaza olfativa. Para empezar a construir el disfraz desde la primera capa optó por aplicarse con profusión el aceite corporal que su mujer había traído en el neceser en su luna de miel, que ahora se veía tan lejana.

A ella le encantaba entretenerse unos minutos extendiendo el aceite con las manos por todo su cuerpo, desnuda frente al espejo de pared de su dormitorio. Primero de frente, con la toalla caída a sus pies. A él le encantaba verla después, cuando se hidrataba la piel de la nuca estirando mucho los brazos por encima de la cabeza. De ese modo sus espectaculares pechos se erguían más y su vientre se estiraba formando una bonita curva bajo el ombligo. Luego, Ana solía apoyar cada una de sus piernas sucesivamente sobre el borde de la cama para completar la operación que tanto la relajaba. A Pablo, en cambio, no le calmaba ni lo más mínimo ver cómo sus manos subían y bajaban por sus esbeltas piernas acercándose cada vez más a sus estupendas nalgas y a la dulce intimidad de su entrepierna. Siempre acababa excitado cuando Ana se terminaba de limpiar las manos de aceite en su precioso culito después de haber untado la cara interna de sus muslos. ¡Cómo podía ella no ser consciente de cómo lo encendía! ¡Recorrer así ese cuerpo con la punta de los dedos debía excitarla!

Pero ella casi nunca respondía al deseo que el inocente masaje despertaba en su marido. Se guardaba de tomar claramente la iniciativa aunque en realidad ya lo había hecho enardeciendo a su hombre para captar por completo su atención en cada uno de esos momentos y por toda la noche siguiente. Exaltado por el aroma, Pablo permanece después pendiente de ella en cada segundo, recordando inconscientemente el sensual momento en que se acarició inocentemente su cuerpo y deseando, como un perro fiel, que su ama le permitiera recorrer con la punta de sus dedos los mismos rincones en los que había fijado la vista ciego de deseo.

Pablo no se estaba excitando demasiado, solo en la habitación de su hotel, cuando completaba esa primera parte de su plan. El aceite derramado por su cuerpo le hacía sentirse pringoso y nada deseable. En su impericia se había puesto demasiada cantidad pensando que su cuerpo, más peludo que el de Ana, lógicamente necesitaría más hidratación. Así que se estuvo un buen rato extendiéndoselo por todo el cuerpo. También por la entrepierna. La agradable sensación que sintió al masajearse el escroto, el perineo y los alrededores del ano le dio algunas excitantes ideas para una próxima ocasión. Pero en aquel momento, viendo que estaba perdiendo demasiado tiempo, optó por retirar con una toalla el exceso de aceite corporal.

Ya se había puesto el tanga que compró en un sex shop cercano al hotel cuando decidió que no sería necesario usar un sostén con relleno para falsear unos pechos inexistentes. Con el duro corpiño y el grueso vestido se lograría por sí solo el engaño. En cambio sí le pareció necesario usar el tanga para sentirse más mujer, más sexy. Le ayudaría a meterse en el papel si lograba que no se saliera por los lados su bien dotada anatomía. Se imaginó con su miembro enhiesto con el triangulito de tela cubriendo apenas sus testículos y esbozó una sonrisa mientras seguía urdiendo el disfraz.

El tanga le pareció una buena idea por lo que hizo votos por no excitarse en ningún momento porque en caso contrario su miembro se saldría del pequeño triángulo y correría el riesgo de ser descubierto recolocándoselo dentro.

Tuvo más problemas de los que esperaba con el corpiño. El liguero y las medias los supo colocar rápidamente aunque al terminar se dio cuenta de que debería haberse puesto el tanga por encima del liguero como habría hecho cualquier mujer que quisiera poder bajárselo para ir al baño. A él ese inconveniente no le perjudicaría porque no pensaba dejarse ver orinando, aunque si fuera necesario con apartar a un lado la pequeña porción de tela podría liberar sin problemas su pene.

El dichoso corpiño tuvo que ponérselo del revés para poder abrochar las hileras de corchetes y cordones con las que se ceñía al cuerpo de la mujer. Luego, una vez ajustado quiso girarlo para traer delante las copas donde reposarían sus pechos imaginarios pero le resultó tremendamente complicado. Tanto que pensó en desistir de usar el corpiño aunque sabía que era una de las claves del disfraz. Daría forma a su cuerpo, aunque esperaba que la capa pudiera ocultar su figura de ojos demasiado expertos en la anatomía femenina. Además, esa coraza le parecía muy útil para que una eventual mano indiscreta en busca de las redondeces del cuerpo femenino topase con ese armazón de tela en lugar de los músculos masculinos que se ocultaban bajo él. Ojala que esa mano no bajase demasiado de su cintura porque su culo no era precisamente de los respingones y no podría pasar por un trasero de mujer. Por no mencionar la sorpresa que esa mano larga se llevaría si agarrase accidentalmente su bien desarrollado miembro viril.

Estaba claro. Debía tener cuidado de que nadie rebuscara entre su falda, aunque, llegado el caso, sí permitiría que le cogieran de la cintura para que pudieran confundirlo con una dama.

Pudo recolocar el corsé al cabo de un rato pero ya se le había aflojado algo y encima estaba sudoroso. No quería que el sudor pudiera señalarlo como el hombre que realmente era así que se lavó las axilas con la punta de una toalla mojada en agua y jabón y se secó vigorosamente. Luego cogió una cuchilla de afeitar y se depiló con cuidado. Lo hizo con rapidez y precisión y después se puso algo de talco sobre la zona para evitar el escozor y ocultar posibles olores.

Mientras caminaba hacia el armario se vio reflejado en el espejo. No le pareció ridículo lo que veía. Las prendas interiores habían sido elegidas con gusto y, de hecho, le quedaban bien. Especialmente de cintura para abajo. El corpiño acababa en pico a la altura de su vientre y ayudaba a ocultar el bulto de sus genitales masculinos y las piernas, embutidas en las gruesas medias encarnadas, parecían las de una mujer.

Ningún pelo traidor se dejaba ver porque apenas sí los tenía. Como era habitual de un gimnasio con sauna se había hecho depilar las piernas para facilitar el masaje. Su mujer, muy amiga de ese tipo de cuidados estéticos le había animado a ello y esa precaución le vino entonces de perlas.

Pero de cintura para arriba el engaño era mucho más evidente. Sus hombros destacaban demasiado. Y, al mentón que sobresaldría de la máscara, lo delataba una sombra de barba pese al empeño que había tenido al afeitarse. Había previsto que no tendría que maquillarse pero se dio cuenta de que iba a ser necesario para mantener el engaño. Así que se plantó delante del espejo y se ajustó por un momento la máscara. La visión fue realmente desconcertante. Se vio a sí mismo como una versión Light de una drag queen. Algo así como Marilyn Manson jugando a Mujercitas. Bajó las luces de la habitación y comprobó que, pese a todo, en la penumbra funcionaba a la perfección el efecto del corpiño y las medias y, sobre todo, esa enigmática máscara de porcelana blanquísima con cejas negras perfiladas en oro y sus atractivos labios de un rojo pálido y delicado.

Se sintió satisfecho y animado para enfrentarse al momento del maquillaje, una operación femenina que le era completamente ajena. De un modo intuitivo empezó a cubrirse el cuello y el mentón con un maquillaje líquido que le pareció lo suficientemente espeso. Lo hizo con los dedos hasta que topó con la esponja que solía usar su mujer. Así le fue más fácil evitar los manchones sobre la piel. Luego se extendió una sombra de ojos entre verde y azul sobre los párpados. Incluso se dibujó una fina línea negra bajo sus pestañas inferiores con el lápiz de ojos. Pero el resultado no le pareció del todo convincente. Rebuscó en el neceser y dio con un botecito con polvos de maquillaje con el que pudo darse un mejor acabado en el rostro con un suave pincel. Serviría.

Se volvió a probar la máscara en el baño y vio con satisfacción que la sombra de ojos en sus párpados se apreciaba debajo del antifaz y que lucia una barbilla completamente femenina.

Empezó a vestirse con una camisa de cuello alto con encajes, apropiada para quien no quisiera dejar ver su escote, pero ceñida al cuerpo para resaltar la forma del corpiño. El vestido, negro, se ajustaba hasta la cintura para abrirse en una amplia falda después. Tenía un cierto aire de madrastra mala de cuento de hadas o de hechicera misteriosa. Se puso unos zapatos negros de amplio tacón para no balancearse y decidió entonces que si le preguntaban su nombre y no tuviera más remedio que responder diría que se llamaba Morgana.

Se puso la máscara. Tenía una lengüeta a cada lado de la cabeza y una tercera encima para una mejor sujeción ya que este tipo de objetos son caros y se rompen en mil pedazos al caer a suelo, aunque los polichinelas y demás habitantes del carnaval odiaban aún más perderla por un descuido y arruinar su diversión por culpa de un accidente evitable. Como él más que nadie odiaría verse desenmascarado, la anudó fuertemente y se cubrió el pelo con una redecilla sobre la que se ajustó una empolvada peluca decimonónica.

Espero unos segundos más para enfrentarse al veredicto del espejo. Se terminó de echar la brillante capa granate con reflejos negros sobre los hombros y se cubrió la cabeza.

Estaba espectacular.

Era una auténtica Morgana. Una misteriosa máscara de carnaval alta, elegante y atractiva. Cualquier hombre se interesaría por ella.

Guardó una pequeña tarjeta en un bolsillo oculto en el interior de la capa y salió en busca de unas señas. Tenía tiempo de sobra para llegar hasta allí porque sabía que no estaba lejos pero el laberinto de calles, puentes, piazzas y campos de Venecia era sumamente desconcertante. Cualquiera que la haya visitado sabe que en Venecia es muy difícil caminar en línea recta hacia cualquier destino. El damero de calles y canales obliga a serpentear arriba y abajo constantemente en cuanto uno se aleja de la marea de turistas. Es fácil sentirse perdido pese a los carteles que indican con una flecha la dirección hacia San Marcos o Rialto. Si uno cruza el Gran Canal hacia Dorsoduro, donde llegan menos turistas y mejor se conoce a los pocos venecianos que residen en su ciudad, aún se sentirá más perdido. Pablo callejeó durante un rato sabiendo que tenía el Canal a su izquierda hasta que giró en esa dirección y vio un poco más adelante el útil puente de madera que une ambas orillas. Siguió caminando consciente de que muchas miradas recorrían su disfraz, más de lo normal porque, aunque durante el carnaval desfilan cientos de enmascarados, era demasiado pronto para dejarse ver por las calles. Si algún italiano se fijo en él seguramente pensó que se trataba de una extranjera incapaz de modificar sus hábitos y esperar a la medianoche. De esas que madrugan con el disfraz y acaban confundidas con quienes aún apuran la noche.

Cuando llegó al otro lado dejó de ver máscaras. Sólo algún vecino que se deslizaba por los patios hacia su casa, imaginaba, porque en Dorsoduro las fachadas casi no tienen portales y se accede a los inmuebles por el patio.

La luz del sol casi había desaparecido y los pequeños faroles venecianos aún no lucían para desvanecer algo la penumbra. Por eso le empezaba a costar reconocer las calles y las fachadas le parecían idénticas. Se paró en la confluencia de dos callejas algo más anchas que el resto –probablemente un veneciano habría llamado plaza a aquel cuadrado de losas de piedra- y pudo ver el vuelo de una capa al final de la calle a su izquierda. _Demasiado cerca del canal, pensó, para una máscara. Seguramente va en busca un lugar discreto._

Se apresuró en la misma dirección a tiempo de ver cómo su guía se perdía tras unos soportales. Cuando llegó notó que la única salida era un estrechísimo callejón muy oscuro. Dudó, pero siguió adelante aunque temeroso de que le hubiera descubierto y le estuviera esperando al final de aquel tétrico callejón. No fue así. Al final del pasillo se topó con unas escaleras iluminadas desde lo alto con un pequeño farol. Eran la única salida así que las siguió hasta lo alto. Llegó a un recodo que al doblarlo se abría una pequeña plaza sin salida. Había llegado. Tenía que ser allí aunque no hubiera ni rastro de la máscara a la que seguía. En el extremo más alejado de la plaza se alzaba un imponente palazzo de varios pisos de altura. Aunque le pareció que se trataba de la fachada trasera, los arcos apuntados de las plantas altas, las luminarias que iluminaban las paredes y las banderolas decorativas de vivos colores evidenciaban que se trataba de un lujoso palacio preparado para la fiesta. Agradeció mentalmente haber podido seguir a su guía porque de otro modo habría sido incapaz de llegar al lugar de la cita. Nunca habría cruzado por sí sólo aquel oscuro callejón, se reconoció a sí mismo.

Tomó la tarjeta y se dirigió al palacio. Nadie guardaba la puerta así que entró sin más miramientos. La situación le tenía excitado. No de un modo erótico pero sí que las emociones imaginadas en la penumbra de las calles de Venecia le habían predispuesto a seguir sintiendo cosas nuevas.

El palacio hacia honor a su imponente fachada. Un suelo de gres color teja tostada reflejaba la luz amarillenta de las altas lámparas a lo largo de un pasillo sólo decorado con unos pesados maceteros con plantas de anchas hojas muy verdes, más altas que el zócalo de cerámica. Siguió avanzando sin escuchar ningún ruido. Llegó a un atrio que se abría a la noche veneciana. En los cuatro lados se alzaban columnas sencillas que sostenían una galería iluminada pero no veía ninguna salida. Avanzó un poco más hasta un saliente en la pared que ocultaba un espacio iluminado. Al traspasar esa puerta se encontró ante una gran mesa de roble sobre la que brillaba un enorme candelabro con todas sus velas encendidas. Una bandeja de plata en el centro era el único objeto sobre el enorme tablero. Sobre ella dejó la tarjeta que aún llevaba en la mano y se sentó entre dos escritorios antiguos en un rincón oscuro. Aún no se sentía del todo a salvo bajo su disfraz.

Poco después, una criada que ocultaba su rostro con un antifaz más grande que su propia cara le indicó con gestos que lo siguiera. Después de una eternidad recorriendo pasillos subiendo cortos tramos de escalera a izquierda y derecha le introdujo en una pequeña sala con un único butacón, una mesa consola y una bandeja con una cubitera, una copa y un plato con vistosos canapés. Era evidente que se había adelantado al resto de invitados y que sus anfitriones, por la hora que era, presumían que tendría hambre.

Así era. Pero no tenía intención de descubrirse tan pronto. Comería, sí. Pero con cuidado de preservar su identidad. Y procurando que cada uno de sus gestos pareciera el de una mujer.

Descorchó una botella de un vino blanco italiano que nada más ser escanciado en la copa derramó un exquisito aroma. Observó los canapés, tomó el plato y se dirigió hacia la puerta. Al lado del picaporte encontró el interruptor, apagó la luz, se alzó la máscara ligeramente y empezó a comer. Cogía los canapés con cuidado, palpando y tratando de recordar de qué bocado se trataba. Abría la boca lo más que podía y se introducía el canapé por completo. Luego lo masticaba con la boca cerrada. No se había traído el pintalabios y no quería arruinar su carmín. Pero tenía que calmar el estómago por si después tuviera que beber demasiado alcohol. Cuando se hubo saciado caminó hasta tocar el butacón con la punta del zapato de tacón, que había resultado sorprendentemente cómodo, se giró y se sentó con el plato en las rodillas, aún a oscuras. Tomó la copa y comprobó que el excelente vino blanco era aún mejor que su aroma. Dejó el plato y continuó sirviéndose vino a oscuras.

Sin darse cuenta había acabado la botella. La colocó en la cubitera junto con la copa y se sentó mejor –como haría una mujer- en la butaca. Cerró los ojos en la oscuridad sintiendo cómo el corpiño le mantenía elegantemente erguido.