Vendidas en la Costa de Barbaria

Continuación de "El Convento..."; las prisioneras de la isla son llevadas por los piratas a la costa de África, para ser allí vendidas como esclavas.

VENDIDAS EN LA COSTA DE BARBARIA

(Continuación de “El Convento de la Isla La Tortuga”)

Por Alcagrx

I

Quiso Dios que Don Pedro, el capitán de la guardia, no sobreviviese a sus heridas; seguramente para que así pudiese acompañar a sus hombres al Cielo. Pero también dispuso, en su infinita misericordia, librarme de la pesada tarea de enterrar a todos aquellos muertos; pues la pinaza con los suministros llegó incluso más puntual que de costumbre, dos días después del asalto de los piratas, y solo unas horas más tarde de que Don Pedro pasase a mejor vida. Lo que me permitió delegar aquella ingrata tarea en los marineros de a bordo; los cuales, por otra parte, también eran afortunados, pues ya no iban a tener que descargar nada en la isla, dada mi intención de regresar a Caracas. Primero porque mi estancia allí carecía de todo sentido: aunque hubiese sido nombrado gobernador de aquel lugar, era de todo punto inviable que lo defendiese yo solo. Y, además, porque sobre todo me debía a mis obligaciones con la Iglesia, en el Tribunal de la Inquisición; donde con seguridad iba a ser más útil a Dios, y al Rey nuestro Señor, que en aquel islote abandonado. En el que, a falta de pecadoras a las que redimir y de soldados para protegerlas, mi tarea no tenía posibilidad alguna de llevarse a cabo.

Con los suministros llegó a la isla, precisamente, un recordatorio de mis obligaciones como inquisidor, en forma de pecadora vestida con su sambenito: Doña Manuela Ozores, famosa por regentar la taberna más concurrida de la ciudad; aunque una persona -hasta donde tenía yo conocimiento- de intachable conducta religiosa. Tiempo tendría, sin embargo, de leer los documentos que acompañaban a su elegante figura… Porque otra cosa no, pero Doña Manuela era una mujer de armas tomar: más alta que yo en al menos toda una cabeza, y acostumbrada al mando desde hacía muchos años, empezó enseguida a atormentar mi doliente espíritu: “Fray José, esto es una injusticia. Y un insulto a la decencia, además. ¡Hacerme esto a mí, con el dineral que llevo entregado a la Santa Iglesia! Es que aun no entiendo como el Inquisidor Decano autorizó mi condena. Pero lea, lea los documentos; verá qué gran abuso se ha cometido conmigo” . Le prometí que lo haría, tras explicarle que su estancia allí ya no era viable; pues no íbamos a permanecer ella y yo solos en la isla, sin soldados que nos pudiesen proteger. Así que las medidas que hubiese que tomar para devolverla a la recta Fe ya se estudiarían de vuelta en Caracas; de momento, bastante castigo tenía con llevar aquel sambenito. Pues daba hasta risa ver el cuidado con el que se movía, para tratar de no mostrar más de sus muslos de lo que, inevitablemente, la prenda desvelaba.

De hecho, me planteé si desnudarla, con la ayuda de los marineros del barco, y obligarla a regresar a Caracas en cueros vivos. Pero luego descarté la idea, sobre todo porque aquellos hombres no tenían, ni de lejos, la disciplina de los soldados de Don Pedro, que en la Gloria estuviesen. Y no respetarían las instrucciones de no yacer con ella por la vía natural; ¡bastantes problemas iba a tener con mis superiores al regreso como para, además, devolverles a Doña Manuela preñada! Así que al final la dejé así, con su sambenito, que eso ya bastante la avergonzaba, y dediqué el tiempo necesario para que enterrasen a los muertos a meditar mis posibles errores como gobernador de la isla; aunque, por más vueltas que le daba, no hallaba otra explicación que la que ya se me había ocurrido, mientras veía como los piratas se llevaban a las internas: yo había sido excesivamente benevolente con tan grandes pecadoras, y al final Dios habría decidido, haciendo uso de Su Suprema Autoridad, imponerles un castigo más duro que el mío. Reconfortado por este pensamiento, celebré un breve responso por los fallecidos y acto seguido regresamos a La Guaira; lo que, sin duda por la intervención de la Divina Providencia, hicimos sin percance alguno, igual que el camino desde allí hasta Caracas.

Lo primero que hice al llegar fue visitar al Inquisidor Decano. Y cuando me postré ante él me sorprendió su mal aspecto; parecía haber contraído algún tipo de fiebres, pues se le veía sudoroso, cansado y débil. Pero su recibimiento superó, incluso, mis mejores expectativas: “Fray José, ¡qué misericordioso ha sido el Altísimo al salvarle a usted la vida! ¡Y pobres nuestros hermanos, muertos como auténticos mártires de la Fe! En cuanto me explique usted los detalles escribiré al Inquisidor General, solicitando que se les beatifique; no andamos sobrados de santos en esta organización, ¿sabe usted? Así que nos vendrá de maravilla el martirio de estos seis buenos cristianos. Muchas veces Dios escribe derecho con renglones torcidos, ¿no es cierto?” . Yo le expliqué lo sucedido, incluso mi infructuoso intento de salvar la vida de mis compañeros por la vía de distraer con mi huida a los piratas; y ambos convinimos en que, aunque la culpa de lo sucedido era sin duda de las autoridades civiles, por no haber provisto una mayor guarnición en la isla, tampoco era cosa de que nos enemistásemos con ellos. “En fin, un lamentable y luctuoso suceso, pero que a todas luces era imposible de evitar… Y ahora pensemos en el futuro: el puesto de Procurador Fiscal en el Santo Tribunal está vacante, tras la reciente muerte de Fray Leandro, y usted es el candidato ideal” .

Por supuesto acepté de inmediato, y no solo por cumplir con mi voto de obediencia; también porque, a la práctica, eso me convertía en el número dos del tribunal, y futuro substituto natural del Decano. Al cual, parecía obvio, Dios estaba muy próximo a elevar a su Diestra… Una vez resueltos algunos detalles menores, como mi renuncia a la gobernación de la isla -“No se preocupe por eso, Fray José; escribiremos al Almirante diciéndole que Dios le necesita aquí como Procurador Fiscal” - decidí comenzar mi nueva tarea con el caso de Doña Manuela; a la cual, tan pronto regresamos a la ciudad, mandé que encerrasen en nuestra prisión, anexa al convento de San Jacinto. Aún no había tenido tiempo para poder revisar su expediente, pero el Decano me lo resumió: “Se recibieron denuncias de que fornicaba con protestantes, y ella lo admitió. Pero es que, además de eso, ocultaba una Biblia de Lutero en sus aposentos; por suerte, en holandés” . Comprendí en el acto la gravedad de las acusaciones; y, por cuanto respecta al por qué de no haber sido sometida a tormento, era de sentido común: “El pasadoaño, Fray José, ella fue quien más dinero donó para completar las obras de la Catedral de Santa Ana; así que el tribunal entendió que no era cuestión de incapacitarla, pues convenía que su apoyo económico a la labor de la Iglesiaprosiguiera. Contábamos con que ya se ocuparía usted, en la isla, de devolverla al camino recto” .

Con las últimas instrucciones del Decano aún resonando en mi cabeza ( “Castíguela como Dios le de a entender, pero no podemos perderla de ningún modo; y menos aún a su negocio, si es que queremos acabar la Catedral” ) me dirigí a prisión, donde había dado ya algunas instrucciones sobre como debían de atenderla; la encontré, sola, dentro de la celda más oscura, y húmeda, del sótano más profundo de aquel lúgubre edificio. Por supuesto completamente desnuda y cargada de gruesas cadenas, tal y como yo había ordenado; solo de verme allí comenzó a dar hipidos, a temblar y a sollozar, mientras trataba de acurrucarse contra un muro para ocultar su desnudez. Parecía que su altivez había desaparecido por completo, pero aún tuvo fuerzas para decirme “¿Ha podido usted revisar mi caso, Fray José?” . Yo la miré con toda severidad, y le contesté: “Doña Manuela, los pecados por los que ha sido condenada serían más que suficientes para llevarla a la hoguera. ¡Por Dios, traer a estas benditas tierras, aún libres de herejía, una Biblia de Lutero!” . Ella, acorralada, se limitó a decir “No era mía, sino de Cees, el hombre con el que vivo” ; pero al recordarle yo que vivía amancebada, y además con alguien que no era sino un enemigo de la Fe, al fin bajó la cabeza.

“Doña Manuela: Dios, en su infinita misericordia, nos ha inspirado una solución a su caso que, si se cumple ad integrum, podría devolverla al seno de la Santa Madre Iglesia. En primer lugar, deberá usted despachar a ese hereje, a quien nunca más debemos volver a ver por Caracas. En segundo lugar, va a entregar al Santo Oficio, desde hoy mismo, los rendimientos íntegros de su negocio; íntegros he dicho, ya autorizaré yo los pagos que sean precisos, tanto para sus proveedores como para su propio sustento. Y el resto irá a satisfacer las necesidades de la Santa Iglesia. Por último, será usted azotada en esta prisión todos los domingos; deberá ingresar en ella el sábado anterior por la mañana, para ser llevada a esta celda donde meditará, desnuda y encadenada, hasta el día siguiente. El domingo por la mañana la confesaré, y acto seguido recibirá la penitencia que yo le señale; luego oirá misa, y concluida podrá volver a su trabajo” . Al oír esto su cara se iluminó con una sonrisa, y se abalanzó a besar mis pies; perdiendo, por cierto, todo pudor, pues con ese movimiento me exhibió impúdicamente sus senos y su sexo. Pero yo la rechacé, obviamente, y terminé de fijar las reglas de su castigo: “Continuaremos con eso hasta que, a través de la confesión semanal, yo vea que está usted lista para volver junto a Jesucristo. Y empezaremos mañana domingo; a primera hora regresaré, y la escucharé en confesión aquí mismo. Así que vaya haciendo acto de contrición” .

Salí de la cárcel muy contento, pues estaba claro que la Providencia me había inspirado una solución perfecta, en beneficio de todos; pues sin duda lo esencial a los ojos de Dios, incluso más que la salvación de aquella alma, era acabar el templo. Y, cuando a la mañana siguiente escuché a Doña Manuela en confesión, comprendí una vez más cuánto nos acecha el Maligno, y con cuánta perversidad emplea para ello el cuerpo de la mujer; pues la vida de la posadera era una sucesión de actos impuros, y además la mayoría de ellos con herejes. Por no decir que las posturas que adoptó, mientras me los contaba, más parecían querer descarriarme a mí que sugerir verdadera atrición por su parte. Aunque no puedo revelar, por supuesto, lo que me explicó bajo secreto de confesión, era lo bastante grave como para que su primer castigo fuese muy severo: cien azotes con las disciplinas de la Orden, en la versión que había creado para el convento de la isla. Esto es, un pie y medio más largas que las ordinarias. Un castigo que ella pretendió que yo le aplicase allí mismo, en la celda; incluso, para mi indignación, separó sus piernas y me ofreció el sexo, diciendo que la azotase en la fuente de todos sus pecados. Pero el Maligno no podía engañarme tan fácilmente, pues yo sabía la razón de tal súplica; no solo mi brazo no era tan fuerte y preciso como el del verdugo, sino que la bondad natural de mi corazón podía influir en la severidad de los golpes. Y lo sucedido en la isla me había escarmentado sobradamente.

Así que cumplí con mi obligación: llamé a los soldados, y entre dos la llevaron a la sala de tormentos; donde, después de quitarle las cadenas, para así poder atarla con los brazos y las piernas bien abiertos, formando una cruz de San Andrés, procedieron a darle los cien azotes con tanta fuerza, y tanta puntería, como pudieron. Al terminar, el cuerpo desnudo de Doña Manuela estaba cubierto por cien estrías anchas y profundas, que marcaban el camino seguido por las disciplinas en su labor de penitencia; ella jadeaba y lloraba, ya sin voz por tanto gritar, mientras el sudor hacía brillar su desnudez a la escasa luz de las antorchas. Me fijé en que al menos una veintena de azotes habían alcanzado de lleno su sexo, que se veía amoratado, y por ello no pude por menos que felicitar al verdugo; luego, tras sujetar entre mis manos la cara de la penitente, que parecía a punto de perder el sentido, le dije “Ahora la van a dejar aquí amarrada un buen rato, para que complete usted su contrición. Cuando la suelten, vístase y vaya al trabajo de inmediato; si le duele todo el cuerpo mucho mejor, será que la labor de Dios ha comenzado. Y ponga todos sus sentidos en las tareas de la taberna; recuerde que ahora trabaja para lograr la salvación, pero sobre todo para la gloria de la Santa Madre Iglesia” .

II

“Veinte azotes a cada uno. Al Rubio, con el corbacho; y a la dama, con una soga mojada en agua de mar. Pero en sus partes pudendas; puede que así aprenda de una vez que, aquí, sus tesoros son de todos…”. La sentencia del capitán pirata, el tal Lorencillo, produjo un murmullo de desaprobación entre sus hombres, pero yo pensé que, visto lo que estaba pasando, tenía bastante sentido. Al principio el barco fue, por así decir, una Sodoma flotante: pues aquellos piratas, frecuentemente privados de la compañía femenina durante largos períodos, y desde luego nada habituados a aquel despliegue de nalgas en movimiento y de pechos bamboleantes, se lanzaron como leones sobre nosotras; y raro era el día en que cada una no sufriésemos una docena de asaltos carnales, por lo menos. De hecho poco trabajábamos, pues la visión constante de nuestros cuerpos desnudos les encendía sobremanera; a mí, al menos, nunca me duraba en las manos la escoba, o la bayeta de fregar, más de algunos minutos. Enseguida me veía empujada a un rincón, y allí penetrada por uno de los piratas; algo que, en muchas ocasiones, sucedía directamente en medio de cubierta, sobre los rugosos listones de madera que la recubrían y con todos los demás piratas presentes. A veces, incluso jaleando al agresor. Y lo peor sucedía después de un abordaje; pues si bien mientras peleaban nos bajaban a la cubierta inferior, para mantenernos a salvo, al acabar el combate los piratas supervivientes nos convertían, eufóricos, en objeto de toda clase de excesos.

Pero los meses fueron pasando, y con ellos se fueron formando a bordo algo parecido a parejas estables. La primera que se hizo con, por así decirlo, un “protector” permanente fue Doña Ana de Lacorte; quien, pagándole con sus atenciones más constantes y fervorosas, logró que el tal Rubio -un mocetón grande como una pared, y con cara de niño- se la reservase para él. Algo que provocó varias peleas, invariablemente ganadas por la corpulencia del Rubio, hasta que Pedro Bot, el lugarteniente de Lorencillo, intervino; usando de su autoridad, se llevó a Doña Ana a su camarote y allí la penetró y atormentó, a su antojo, durante todo un día. Era digna de ver la cara de pena que aquel enorme mocetón ponía, escuchando el sonido de los latigazos y los gritos de dolor de su “amada”… Pero algún tiempo después fue el propio Pedro Bot quien se amancebó, por así llamarlo; pues Doña María Teresa de Arce logró encelarlo, para convertirse en lo que, con su habitual desparpajo, ella misma decía: su ramera privada. De hecho, yo misma me daba cuenta de que, desde que el primer día me había penetrado en su camarote, el capitán tenía cierta afición a llamarme para que pasase con él la noche; rara era la semana en que no me hiciese ir junto a él un par de veces, o incluso tres. Pero durante el día yo seguía trabajando por el barco, y por tanto paseando por todos lados mis carnes desnudas; lo que me suponía recibir los manoseos, y muy a menudo las penetraciones, de todos los hombres de a bordo.

Los piratas, rezongando, obedecieron a su primer oficial, y poco después el Rubio y Doña Ana estaban atados a poca distancia: el hombre al palo mayor y de cara a él, desnudo de cintura para arriba, y mi compañera en el palo de mesana, boca abajo y con las piernas abiertas tanto como se las lograron separar. Por supuesto tan desnuda como de costumbre; y rodeada por todas nosotras, que estábamos igual de desnudas que de aterradas. A una señal de Lorencillo, dos hombres fornidos cogieron los instrumentos con los que se iba a ejecutar el castigo, y comenzaron a lanzar sus golpes; al primero comprendí por qué no usaban el corbacho sobre el sexo de Doña Ana: de hacerlo, seguro que se lo hubiesen arrancado a tiras. Ya que eso era justo lo que aquel terrible instrumento estaba haciendo en la espalda del Rubio; aunque aquella montaña de hombre, sin duda por no parecer débil a sus compañeros, resistió los veinte azotes sin decir palabra. Lo contrario exactamente que Doña Ana: al recibir el primer trallazo con aquella gruesa soga mojada en agua con sal la pobre dio un alarido desgarrador, y comenzó a moverse como si estuviese poseída; pude ver enseguida como su sexo, abierto como una flor, enrojecía intensamente mientras los golpes iban cayendo sobre él, inmisericordes. Para cuando recibió el vigésimo ya casi no gritaba, pues había perdido la voz por completo; su sexo era un amasijo de carne enrojecida, ensangrentada, y cuando la pusieron otra vez en pie, cubierta de sudor y lágrimas, el dolor no le permitía no ya andar, sino siquiera mover las piernas para volver a juntarlas.

Aquella noche, Lorencillo me penetró con una violencia mayor incluso de lo que en él era habitual; tanto que, vergüenza me da confesarlo, logró llevarme al éxtasis. Cuando acabó se tumbó junto a mí sobre el lecho, jadeando ambos mientras me acariciaba distraídamente los pechos; y al poco dijo, pensativo, “Doña Leonor, mucho me temo que voy a tener que desembarcarlas en Tortuga. Razón tienen las reglas de los Hermanos de la Costa, que prohíben justo lo que llevamos meses haciendo aquí: tener a mujeres a bordo. Al paso que va la cosa, pronto nos mataríamos unos a otros por ustedes… Y de todas formas iba a tener que llevar allí, de seguro, a algunas; según Pedro, al menos dos de ustedes están preñadas, y no es cosa de que paran aquí. ¡Ya solo me faltaría tener criaturas a bordo!” . Yo ya lo sabía por ellas mismas; de hecho las preñadas no eran dos sino tres, posiblemente, pues no hacía mucho que Doña Catalina Armendáriz me había confesado sus temores al respecto, por sufrir un gran retraso en su menstruación. Algo que me había llenado de pena, pues ella era, de muy largo, quien más sufría con aquella cautividad; desde el mismo día en que subimos a bordo, cuando pidió a Lorencillo alguna prenda para cubrirse sin éxito alguno, que penaba no ya solo por los constantes asaltos, sino incluso por su desnudez permanente.

Eso era algo que a mí me sorprendía un poco, en verdad; pues todas las demás mujeres, a fuerza de estar siempre en cueros vivos desde hacía ya meses, habíamos ido perdiendo un poco el natural recato de cualquier dama. No del todo, por supuesto; al menos a mí, cada vez que un pirata me ordenaba separar las piernas y ofrecerle mi sexo, me volvían los colores a la cara. Pero desde luego lo soportábamos bastante mejor que Doña Catalina; quien seguía arrebolada de modo casi permanente, y tratando de ocultar como podía su cuerpo con las manos, o con cualquier objeto a su alcance. Lo que era un error por su parte, y así se lo habíamos hecho saber; pues atraía aún más la enorme lascivia de aquellos degenerados, que disfrutaban de lo lindo humillándola antes, y después, de penetrarla. Pero, como me explicó una vez entre llantos, simplemente no podía evitarlo; por ser huérfana la había criado una tía suya, soltera, a la que según sus palabras “le bastaba con que un hombre la hubiese mirado para ir corriendo a confesarse” . Y a la pobre Doña Catalina le resultaba imposible entender por qué motivo el buen Dios le habría impuesto un castigo semejante; tanto sufría que estoy segura de que, de no haber sido el suicidio un pecado horrible y ella una creyente devota, hubiese decidido tiempo atrás quitarse la vida, lanzándose por la borda a los tiburones.

Sumida en mis cavilaciones, no me di cuenta de lo que me había dicho Lorencillo hasta un poco más tarde; ¿en serio pensaba devolvernos a la isla de la que nos había secuestrado? Pero cuando se lo pregunté se rio de mí, y me dijo “No, donde las llevaré es a otra Tortuga; está al noroeste de La Española, y allí tienen su refugio los Hermanos de la Costa. En teoría es francesa, pero D’Ogeron no nos molesta para nada; es un poco como en Port Royal con los ingleses. Allí estarán bien, y no les van a faltar hombres a los que entretener; raro es el día en el que no hay allí atracadas por lo menos media docena de embarcaciones, cargadas de piratas. Y, si alguna de ustedes es rescatada, allí me llegará la noticia del pago, pues los franceses aseguran el correo con sus barcos” . Yo traté de que cambiase de idea, pues siempre era preferible seguir siendo violentadas por treinta salvajes que pasar a serlo por trescientos o más, pero no me dio ocasión; me miró con expresión enfadada y, tomando mis dos pezones entre sus dedos, comenzó a retorcerlos salvajemente, hasta hacerme chillar de dolor. Para al rato aflojar un poco su presa, y decirme “Una palabra más, y la hago azotar mañana mismo hasta arrancarle la piel. Si las voy a desembarcar es precisamente por eso; una mujer, aún desnuda y esclavizada, seguirá siempre intentando hacer la tarea para la que el Diablo la puso sobre la Tierra: llevar a los hombres a donde ella se proponga. ¡Maldita sea!” .

A nuestra llegada a Tortuga nos esperaba un espectáculo estremecedor: uno de los piratas que frecuentaban la isla, del que luego supe que llamaban el Olonés, acababa de regresar de uno de sus ataques, trayendo a bordo a veinte rehenes; pero no con intención de pedir un rescate por ellos, sino con la de torturarlos hasta la muerte. Según comentaban los hombres de nuestro barco, era tal el odio que aquel hombre profesaba a los españoles que, en una ocasión, había arrancado el corazón del pecho de un prisionero, en vivo, y se lo había comido crudo. En esta ocasión no hizo eso, pero sí que los mató de un modo especialmente cruel: empalándolos; aún se retorcía alguno de ellos en la estaca vertical que lo atravesaba cuando la chalupa del Tigre nos desembarcó, en la misma playa donde aquellos desgraciados sufrían su agonía. Pedro Bot, que comandaba la expedición de desembarco, debió de pensar que era un buen espectáculo, pues no nos movimos de allí hasta que el último prisionero dejó de agitarse; a mí se me partía el corazón viéndolos, en especial a una chica muy joven a la que la estaca había ido reventando lentamente por dentro. Pues, un poco por encima de su pecho izquierdo, asomaba ya la punta afilada de aquel palo, a punto de romper la piel y de regresar al exterior. Un palo que, era obvio, habían introducido en el cuerpo desnudo de aquella desgraciada por su sexo; para que, luego, el propio peso de ella lo hiciera avanzar a través de sus entrañas.

Cuando su crueldad quedó satisfecha, Pedro Bot nos llevó hasta una cabaña grande junto a la playa, en un rincón apartado del resto de edificios que la rodeaban; y una vez allí nos dijo “Aquí vivirán ustedes hasta nueva orden. Les recuerdo que siguen sometidas exactamente a la misma disciplina que en el barco: están a disposición de cualquier hombre que las requiera, y deberán permanecer en todo momento desnudas; tanto para facilitar el trato carnal como para animar a los hombres de la isla a tenerlo con ustedes. Cualquier incumplimiento será puesto en conocimiento de la Cofradía, y a nuestro regreso el capitán decidirá qué hacer con la infractora; pues siguen siendo de nuestra propiedad. Aunque, en casos graves, el Tribunal de la Hermandad está autorizado a tomar medidas, aunque siempre sin dañarlas de modo irreversible. Lo que necesiten para subsistir, agua o alimentos, pídanlo en la Cofradía; pues aquí nos regimos por las reglas de la Hermandad, y todo lo que hay es de todos. En particular, ustedes son de todos; como las esclavas que son, por más blanca que tengan la piel” .

Tan pronto se marchó nos reunimos allí mismo en la playa, sobre la arena, y nos pusimos a discutir qué hacer; todas coincidimos enseguida en que era del todo imposible escapar de aquella isla, a no ser que vinieran soldados, y que lográsemos convencerles para que nos ayudasen. Y, entretanto eso no sucediera, Doña Catalina sugirió que no hiciésemos caso a aquellas malvadas instrucciones recibidas; de hecho, al mirarla me di cuenta de que enseguida había encontrado una manta en algún rincón de la cabaña, y se había envuelto en ella. Pero le hicimos ver que, de hacerles caso omiso, no tendríamos qué comer, ni tampoco agua dulce, y resultaría peor el remedio que la enfermedad; así que al final convinimos en salir de allí lo mínimo indispensable, aunque las que tuviesen que hacerlo, qué remedio, irían desnudas. Tras una petición suya -formulada entre llantos desesperados- eximimos a Doña Catalina, así como a las otras dos gestantes, de tomar parte en las salidas; y, tras echarlo a suertes, elegimos el primer grupo que se ocuparía de ir a conseguirnos vituallas: nos tocó a doña María Teresa de Arce, a Doña Gabriela de Mendiluce y a mí. Una casualidad que me sorprendió, pues ellas dos fueron, precisamente, las que compartieron conmigo los tormentos de aquel maldito fraile en el convento; solo de pensar en aquella cuna de Judas me regresaban los dolores, peores que los de mi lejano parto, a la ingle…

III

Como mi barco no era tan rápido como el del Olonés, llegué a Tortuga unos días más tarde que él; ya se había marchado otra vez a seguir hostigando la costa, como me había advertido al separarnos, pero había dejado allí una muestra de su crueldad: desde mi barco, ya amarrado en la bahía, podía ver a los rehenes que se llevó de Puerto Cabello empalados en la playa. Como el corregidor no quiso rendirse, cuando por fin lo capturó les condenó a él, a sus lugartenientes, y a las familias de uno y otros a morir empalados; hasta a mí me daba un poco de pena ver allí clavada a la hija del corregidor, aquella hermosa chiquilla rubia, de pechos perfectos y nalgas respingonas, a la que el Olonés y yo habíamos convertido en mujer durante una larga noche de amor. Aunque, conociendo a mi colega y, sobre todo, sabiendo de su feroz odio hacia mis compatriotas, el trayecto hasta Tortuga les debió de ser, a los rehenes, casi más duro que aquel tormento final… En cualquier caso, la expedición con él había sido muy provechosa; mis hombres se habían hartado de matar, violar y destruir, y el botín era cuantioso. Sin duda lo bastante como para hacer lo que yo tenía pensado desde tiempo atrás: descansar una temporada en la isla; así se lo había advertido a mis hombres, liberando de su compromiso conmigo a todo aquel que, para seguir con sus correrías, prefiriese cambiar de capitán.

Al bajar a tierra, sin embargo, me encontré con más sorpresas, y mucho más agradables que los veinte empalados; pues, mientras bebía cerveza con varios de mis hombres, alrededor de una mesa en la entrada de la taberna, de pronto una visión nos dejó sin palabras. Tres hermosas mujeres, las tres en cueros vivos, pasaron frente a nosotros en dirección a la playa, cargando toda clase de cosas: dos tiraban de un carro con barriles y sacos, y la tercera iba detrás empujándolo. No solo eran bellas, y tenían unos cuerpos muy hermosos; me pareció, viendo cómo se movían y cómo hablaban entre ellas, que no eran rameras, sino mujeres de buena cuna. Así que de inmediato decidí resolver aquel misterio, sin duda agradable pero no por ello menos extraño, y me dirigí a la sede de la Cofradía; pues parecía que de allí provenían. Y, al primer hombre que encontré, le pedí que me lo explicase; era un joven muy risueño, que me resumió la situación en pocas palabras: “Vasco, esas tres son algunas de las mujeres de Lorencillo; las robó a los españoles en la Provincia de Venezuela, y está esperando a recibir por ellas algún rescate. Habrá más de una docena, y están en la cabaña al norte de la playa; el muy pillastre las obliga a estar así, siempre desnudas. Así que si te apetece yacer con una señora, por variar de tanta ramera, allí las tienes; como todo en esta isla, están a la disposición de cualquiera que lo desee. Yo ya he catado a unas cuantas…” .

Después de agradecerle la explicación me dirigí hacia aquella cabaña de la playa; en la que, mientras me iba acercando, pude ver que había bastante movimiento, pues descargaban lo que aquellas tres habían traído. Cuando una de las mujeres se percató de mi presencia dio una voz que no pude oír, pero que me pareció la palabra “hombre”, y todas se quitaron las escasas prendas que llevaban puestas, quedándose por completo desnudas; para, acto seguido, seguir trabajando como si nada. Una de ellas, sin embargo, una morena con pechos grandes y bien colocados, dejó lo que hacía y se adelantó a recibirme; al andar, sus pechos se bamboleaban de un modo tan provocativo que a punto estuve de tumbarla allí mismo, sobre la arena, y penetrarla. Pero antes quería saber más sobre ellas, así que me presenté: “Buenos días, señora; soy Miguel Etxegorría, aunque por aquí todos me conocen por el Vasco; me han informado de la presencia de ustedes, y quisiera saber más detalles sobre su historia” . Lo cierto fue que, para cuando terminé mi breve parlamento, una de mis manos ya estaba sobre aquellos fantásticos pechos, acariciándolos; y bastante antes de que la mujer, quien dijo llamarse Leonor de algo, terminase de explicarme su historia yo ya no podía contenerme más: la otra mano se me fue directa a su sexo, que encontré por cierto bastante mojado.

La tal Leonor terminó su explicación en un rincón junto a la cabaña, al que me había llevado mientras hablaba y en el que nos habíamos tumbado los dos en la arena; de inmediato bajó mis calzas, tomó mi miembro y comenzó a chuparlo y lamerlo con una habilidad propia de las mejores rameras. No tardó nada, claro, en tenerme tieso como una pica, y lo que hizo entonces aún me sorprendió más: con una sonrisa cálida me preguntó “¿Prefiere vuesa merced la vía natural, o yacer contra natura?” . No llegué a contestarle nada, pues me abalancé sobre ella, penetré su sexo y comencé a empujar con un brío que, desde que desfloré a la hija del corregidor de Puerto Cabello, no había vuelto a tener ocasión de emplear. Supongo que sería por eso, y por mis dimensiones más que considerables, que antes de que la llenase con mi simiente aquella mujer ya gemía y suspiraba, sumergida en un clímax poderosísimo. Y cuando terminé de violentarla, y por fin me retiré de su interior, no solo limpió con todo cuidado mi miembro viril usando su boca; además de eso me dio las gracias con sinceridad, por no haberla golpeado, y después me pidió un favor: “¿Sería demasiado pedirle que se olvidase de que, al llegar, no estábamos desnudas? Se lo suplico, por lo que más quiera; de enterarse, Lorencillo nos castigaría, y la mayoría de nosotras ya hemos sufrido muchísimos más castigos de los que podemos soportar…” .

Cuando regresé a la taberna, y se lo conté a mis hombres, se produjo la esperable desbandada; todos querían ir a catar aquel regalo del cielo, pues no solo eran unas mujeres hermosas y bien educadas, algo que la mayoría nunca había probado, sino que podían usarlas sin pagar, y cuanto gustasen. Y voto a bríos que lo hicieron; tanto ellos como los demás hombres de la isla, y los que anclaban en su bahía solo por unos días, aprovecharon a fondo aquel regalo de Lorencillo. Era como si se hubiese levantado la veda. Nunca se habían oído, en la taberna, tantos brindis en su honor, ni tantos vítores al oír su nombre… Quizás fuera por eso por lo que, un par de meses después, su “Tigre” apareció en la bahía; al poco rato el gran hombre estaba parado frente a mí, en carne y hueso, rodeados los dos por piratas en diversos grados de embriaguez que le felicitaban, y que querían invitarlo a beber hasta hartarse. Lorencillo me abrazó, pues éramos viejos conocidos; yo había servido bastantes veces a sus órdenes como segundo, y ambos sabíamos que el otro era de fiar, algo poco común en aquella profesión. Así que no me extrañó en absoluto cuando me dijo que tenía un trabajo para mí; “Si es que ya has descansado lo bastante, claro…” me dijo haciéndome un guiño cómplice, “porque, si aceptas, lo de yacer con hembras de buena cuna aún podrás seguir disfrutándolo por cierto tiempo” .

Yo dije que le escuchaba, y él continuó: “Verás, ya casi hace un año que las apresé, y en todo este tiempo no he tenido noticias del pago de ningún otro rescate que el de Doña Catalina Armendáriz; y aún eso lo acabo de saber al llegar aquí, pues el correo de hace una semana trajo la carta de mi banquero de Port Royal. Así que ya he esperado bastante. El Olonés, que tiene a un moro entre sus hombres, me contó que las esclavas blancas se venden a altos precios en las costas de Berbería; ¿querrías llevarlas hasta allí en tu barco, cruzando la mar océana, venderlas y regresar con el botín? Si aceptas el trato, la mitad del precio obtenido os lo quedaríais tú y tus hombres; pero además, durante el camino hasta África no os iba a faltar la diversión a bordo… Yo no puedo perder los casi seis meses que durará el traslado, venta y regreso aquí; pues me he comprometido con Grammont y Van Horn para intentar un asalto a Veracruz” . Ciertamente era un largo viaje, pero el botín podía ser suculento; así que le dije que continuase con su explicación: “En la costa del Sultanato de Marruecos hay una ciudad, Salé, donde hay el mayor mercado de esclavos cristianos de la Costa de Berbería; o Barbaria, como le dicen otros. De hecho, hasta hace poco la gobernaban corsarios, así que estarás allí como en casa. No tiene pérdida; está unas 130 millas al sur de Tánger, en la desembocadura de uno de los pocos ríos permanentes que por allí hay. Has de preguntar por Akram Salah; es el principal comerciante de esclavos, y por una comisión él se encargará de organizar la subasta” .

Cuando me dijo que por cada esclava podría obtener hasta 300 libras inglesas, mis dudas se disiparon; no hacía más de unos meses que uno de mis hombres, en Port Royal, había comprado un caballo estupendo con solo siete de esas monedas. Así que me limité a decirle “Reúno a mis hombres, los que aún estén en la isla; recluto aquellos que me pudieran faltar, y en unos días partimos” . Él sonrió y me alargó la mano; una vez nos la hubimos estrechado me comentó que, antes de partir, debía quitarme a una del grupo, y ya supuse quien era: “Comprenderás que, habiendo recibido el rescate, sería faltar a mi palabra no devolverla. Pero de eso ya me ocuparé yo, que por algo he sido quien lo ha cobrado; ahora mismo iré a buscar a Doña Catalina, y la llevaré a mi barco. Donde la pienso encerrar en la sentina, y no saldrá más hasta que la deposite en tierra firme; ya tuve bastante con los problemas que me causó, de camino aquí, el dejarlas correr por el barco en cueros vivos” . Yo me reí con ganas, pero Lorencillo me advirtió de que me lo tomase muy en serio: “En tu lugar, sería tan severo con ellas como fuera posible sin causar pérdidas en su valor; esas malditas son capaces de organizarte un motín, no harán más que enredar a tus hombres, uno a uno, en su propio beneficio” . Ahora fui yo quien rio, al recordar la petición que me hizo la tal Leonor, cuando nos separamos tras mi coito con ella; pronto empezaba a manipularme, la muy arpía…

A la mañana siguiente me puse a preparar el viaje. Por cuanto hacía a la tripulación, estuve bastante de suerte, pues la mayoría seguían en la isla; por supuesto todos sabían de las “mujeres de Lorencillo”, como las llamaban, y no por haber oído hablar de ellas, sino por haberlas catado. Mi segundo, Manuel de Celaya, me aseguró que las había disfrutado a todas, y algún otro de mis hombres también; así que la idea de llevárselas al mar, durante dos meses y para ellos solos, les parecía a todos casi mejor botín que no las libras que obtuviésemos luego con su venta. Pero yo no quería problemas, y a todos les advertí lo mismo que a Manuel: “Lorencillo me ha contado los líos que estas mujeres causaron en el Tigre, pues por poco no enfrentan unos hombres con otros. Así que yo no voy a cometer el mismo error: acondicionaré la cubierta inferior para encerrarlas, como hacen en los barcos negreros, y solo saldrán cada día un rato. A tomar el aire y a entretener a los hombres, claro; pero fuera de ese tiempo no tendrán contacto alguno con la tripulación. Ya he ordenado al contramaestre las obras que necesito, y los carpinteros de ribera se han puesto a hacerlas; en cuanto terminen, zarpamos. La llave del sollado de las mujeres solo la tendremos tu y yo, Manuel; y si veo a algún hombre que las ronde, lo tiro por la borda. Te lo juro por lo más sagrado” . A todos, aparentemente, les pareció bien el trato, y en menos de una semana lo tuve todo a punto.

IV

Incluso después de tantos meses, lo que más me sorprendía de nuestra situación era la facilidad con que mis compañeras se habían acostumbrado a ella. Pues yacían con cualquier hombre que las requiriese sin mayor escrúpulo; es más, incluso en ocasiones eran ellas mismas quienes los buscaban. Santo Dios, sólo de pensar en eso me estremecía; ¡cuánto dolor les aguardaría en la eternidad, si no lograban antes expiar sus horribles pecados! Y no solo era eso, sino que se habían acostumbrado a muchos otros actos impuros; por ejemplo, no parecía importarles ya que los hombres las pudiesen ver sin ropa, ¡e incluso que las tocasen en sus partes más íntimas! Aunque era cierto que llevábamos meses en cueros vivos, ello no podía ser razón que justificase tanto relajo, y menos en unas damas de buena cuna: desde luego, a mí me seguía dando una vergüenza terrible que me viesen así incluso mis compañeras; y eso que, al fin y al cabo, eran de mi mismo sexo. No digamos, pues, cada vez que me veía obligada a exhibir mi cuerpo desnudo no ya ante ellas, sino ante algún hombre; el horror que sentía era tal, que ganas me venían de acabar con mi vida. Y lo peor era que, tras albergar un pensamiento tan aberrante para la ley de Dios, ¡no tenía con quien confesarme!

Pero, al parecer, Él quería humillarme hasta un límite inimaginable, y no se contentó solo con eso; pues permitió que alguno de aquellos salvajes me preñase. Me era imposible saber cuál, pues muy pronto perdí la cuenta de las fornicaciones a que me obligaron, o de sus autores; lo único que tenía claro era que hacía más de cuatro meses que no me venía el flujo, y que mi vientre empezaba a abombarse de un modo evidente. Algo que, por otro lado, no me libraba de seguir sufriendo toda clase de abusos y vejaciones; pues lo único que logré, en atención a mi estado, fue que mis compañeras me permitiesen, junto con otras dos gestantes, quedarme en la cabaña. Lo que, durante unos meses y excepto cuando algún pirata me buscaba específicamente a mí -había uno de ellos en particular, Dios me perdone, que al parecer me encontraba especialmente atractiva- me permitió vivir con cierta decencia: tapada siempre con una manta que allí encontré, y dedicando la mayor parte de mi tiempo a rezar, para pedir perdón por aquello con lo que había disgustado al Creador. Yo ni me lo imaginaba, ciertamente, pues toda mi vida había tratado de cumplir estrictamente con los mandamientos de la ley divina; pero, sin duda, algo debí hacer que le ofendió muchísimo.

Aquel día, sin embargo, una compañera me advirtió de que preguntaban por mí, y no cualquiera: el mismísimo capitán pirata, el tal Lorencillo. Con gran dolor de mi corazón dejé en el suelo la manta que me cubría y salí al exterior, tratando de tapar con mis manos y brazos tanto como pude de mi anatomía; el capitán, al verme, se rio y luego dijo “Doña Catalina, he recibido el rescate por usted; así que acompáñeme al Tigre, la llevaré a un lugar desde donde podrá regresar a su casa” . Lo cierto es que me dio poca opción a pensar, pues como vio que yo no reaccionaba perdió la paciencia: me tomó de un brazo y, a rastras, me llevó hasta la chalupa que nos esperaba allí mismo, en la playa. Yo seguía tratando de ocultar mi cuerpo como podía, entre las risas de los piratas que manejaban los remos; y del capitán, quien me dijo “Esta vez no tendrá que preocuparse por defender su honor, señora. Pues ya no es nuestra esclava, al haber sido rescatada; lo que no puedo ofrecerle es un vestido acorde con su categoría…” . Estaba claro que, hasta que no me desembarcase donde fuera, iba a mantenerme en cueros; por el momento, al llegar al barco ya tuve que sufrir la ignominia de subir desnuda por aquella escala de cuerda. Mientras los piratas, tanto los de cubierta como sobre todo los que estaban en la chalupa, disfrutaban con la inevitable exhibición de mis vergüenzas.

Una vez a bordo, sin embargo, me llevaron al camarote del capitán, de donde recibí orden de no salir bajo ningún concepto. Y he de reconocer que, en los tres días que duró la travesía, el capitán no me molestó para nada en sus frecuentes visitas a la estancia, donde además dormía; más allá, claro está, de lanzar miradas lúbricas a mi cuerpo desnudo, y de ofrecerme compartir con él el lecho. Lo que de inmediato rechacé, por supuesto, y me fue respetado. El día que llegamos a puerto -el capitán me indicó que estábamos en Port Royal, Jamaica- me dieron una especie de saco agujereado, que dejaba al aire mis piernas pero al menos me tapaba las vergüenzas, y de esa guisa me bajaron a tierra; Lorencillo fue conmigo hasta las oficinas de un banquero, donde se cobró mi rescate, y acto seguido me saludó muy galante, haciendo un arabesco con su sombrero, y se fue por donde había venido. Pero el banquero, Míster Charles, me alegró el día al explicarme en un mal español que mi tía lo había previsto todo; no solo me dio la importante cantidad de cien libras, con la que comprarme ropa y subsistir, sino que me anunció que tenía pasaje reservado en un barco que, más o menos una semana más tarde, partiría para La Guaira. Y acto seguido me asignó a uno de sus empleados para que me protegiera hasta esa fecha, pues según dijo “Port Royal es mucho peligroso sitio” . Estaba claro que, Dios le perdonase, no sabía por lo que yo había pasado…

Todo funcionó, sin embargo, como una seda, y dos semanas después yo llegaba a La Guaira a bordo de una enorme carraca, llevando el vestido más elegante que pude hallar en Port Royal; un vestido que elegí con la intención de ocultar, al menos de momento, mi preñez. La cual no expliqué más que a mi tía, y una vez las dos solas y en su caserón de Caracas; pues en el camino desde el puerto, largo y peligroso, alguien podía oírnos. Cuando se lo conté, la pobre comenzó a santiguarse aún con más energía de la que venía empleando desde el inicio de mi relato; pero de inmediato halló una solución: el resto de mi gravidez la pasaría en casa, sin salir nunca, con el pretexto de haber regresado muy débil de mi cautiverio. Y para cuando naciera la criatura, ya hablaría ella con las monjas Concepciones, que le debían más de un favor; seguro que se ocuparían de todo. Eso sí, mi tía me advirtió que, además de mis constantes oraciones, debía confesar cuanto antes; yo ya lo había hecho en Port Royal, nada más vestirme adecuadamente, pero le prometí que lo volvería a hacer y con el Padre Faustino, su confesor desde hacía décadas. Lo cumplí, y supongo que mi tía hizo su parte, pues cuando meses después llegó el momento de dar a luz unas hermanas del convento vinieron a ocuparse de todo; bueno, casi de todo, porque las labores del parto, y sus dolores, fueron cosa mía y solo mía.

Durante un tiempo, el suficiente como para que casi hubiese olvidado mi desdicha, la vida volvió a la normalidad; pero pronto comprendí que Dios no me había castigado aún lo suficiente por mis pecados, fuesen los que fuesen. Pues unos meses después de haber dado a luz recibí dos noticias, a cual de ambas más terrible: la primera, que la criatura que traje al mundo había fallecido de unas fiebres, aunque, eso sí, con el auxilio de los sacramentos. Y la segunda, que el Tribunal de la Inquisición me convocaba; para esclarecer, según decía el documento que me remitieron, “lo sucedido desde que abandonó el Convento de la Isla La Tortuga hasta su regreso a Caracas” . Cuando acudí, días más tarde, al caserón de San Jacinto mi primera sorpresa vino al ver la composición del tribunal que iba a oír mi caso; pues su fiscal no era otro que Fray José, aquel abominable fraile que nos había vejado y torturado a su antojo en la isla. Pero la segunda, y peor, vino al explicarme él los cargos contra mí; eran sobre todo por delitos contra la pureza, y se basaban en una prueba que, según me dijeron, resultaba casi irrefutable: la confesión de Don Faustino, hecha a título póstumo en un escrito al tribunal. En ella, violando el secreto de confesión -lo que, me dijo Fray José, era precisamente lo que le daba mayor valor, pues suponía su condenación eterna- por sufrir unos terribles remordimientos, aquel anciano explicaba todo lo que yo le había contado; y el tribunal, antes de citarme, ya había hecho averiguaciones cerca de las monjas, comprobando así la veracidad de aquellas acusaciones.

“Señores Inquisidores, no hay otro modo de conocer toda la verdad que sometiendo a esta mujer a cuestión de tormento” . Cuando oí que Fray José decía eso comencé a temblar como una hoja, y así seguía cuando entre varios guardias me llevaron hasta los sótanos de aquel convento; donde por de pronto se limitaron a encerrarme en una pequeña, oscura y lóbrega celda. Pero poco tardó Fray José en venir a visitarme, acompañado de dos guardias; tan pronto como entró en mi celda comenzó, otra vez, a atormentarme: “Doña Catalina, no esperaba de usted, precisamente de usted, tal ofensa a la Santa Madre Iglesia. Pero en fin, mañana comenzaremos a interrogarle, y de seguro resplandecerá la verdad sobre lo sucedido. Ahora, por favor, quítese la ropa y entréguesela a los guardias; aquí las sometidas a cuestión permanecen siempre desnudas, tanto por facilitar la tarea de interrogarlas como, sobre todo, para comenzar ya a humillarlas ante Dios” . Lo único que logré hacer fue ponerme a llorar; ¡no era posible que, otra vez, el mismo fraile fuese a vejarme de aquel modo! Pero él no tenía piedad alguna, como ya había podido comprobar en la isla; a un gesto suyo los dos guardias se abalanzaron sobre mí, y en un instante me quitaron todo, absolutamente todo, lo que llevaba puesto, dejándome en cueros vivos. Con un grito de horror fui a acurrucarme en un rincón de la celda, tapando mi cuerpo como pude con manos y brazos; así seguía cuando los tres salieron de allí y cerraron la puerta, dejándome desnuda, humillada y asustada.

Pasé la noche sin poder pegar ojo, y no solo por el temor a lo que iban a hacerme; cada poco oía los gritos desgarradores de las demás personas que, allí encerradas, aguardaban tormento, o quizás ya lo estuvieran sufriendo. Al cabo de poco de haberse ido el fraile, cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, descubrí que en un rincón de la celda había una bacinilla y una jarra con agua, y poco más allí un montón de paja; bebí un poco, ahuequé la paja y allí me tumbé, a esperar mi suerte. Pasaron muchas horas, en las que oí como se abrían y cerraban otras puertas, y finalmente fue mi turno; dos guardias  entraron en mi celda, me sujetaron las manos atrás con unos grilletes y luego, tomándome cada uno de un brazo, me llevaron casi a rastras por interminables pasillos, iluminados con antorchas, hasta una gran sala. Cuando entré en ella lo primero que vi fue a un montón de hombres que me miraban; yo me sonrojé vivamente, pues mis manos sujetas atrás me impedían cubrir, ni que fuese un un poco, mi desnudez, pero pronto olvidé eso por causa de un sufrimiento aún mayor. Pues los guardias me llevaron hasta un sillón situado frente al tribunal, y al rodearlo pude ver que su asiento, su respaldo y sus reposabrazos estaban cubiertos de afiladas puntas de madera. Pero eso no era todo, pues del centro del asiento sobresalían dos estacas, la frontal de como un palmo de longitud por casi dos pulgadas de ancho, y la posterior algo más corta y estrecha; solo de verlas allí comprendí dónde de mi cuerpo irían alojadas, y comencé a llorar y a suplicar clemencia al tribunal.

De nada me sirvió, por supuesto. Entre los dos hombres que me habían traído hasta allí, y con la ayuda de alguno más de los presentes, me colocaron sentada sobre aquella silla; para mi sorpresa, ambas estacas violentaron mis dos orificios sin causarme mayor dolor que el derivado de la enorme dilatación que en ambos casos provocaron, por lo que comprendí que las habrían untado previamente en algo que facilitase la penetración. Pero una vez allí sentada, y fijada en aquella silla con multitud de correas -para lo que, una vez penetrada, me quitaron los grilletes-, la sensación era de gran incomodidad, y no solo por las estacas que hacían que mi vientre estuviera henchido y tenso. Sobre todo me dolían aquellas afiladas puntas de madera, que se clavaban en mis nalgas y en mis muslos cada vez con mayor ferocidad. Pero nada podía hacer, así que traté de estarme lo más quieta posible, mientras que el tribunal cumplía con los interminables trámites legales. La mayoría de los cuales se desarrollaban en latín, por lo que no me enteré de lo que se discutía hasta que Fray José, largo rato después y mirándome directamente a mí, dijo en español “Hermanos, es sin duda preciso interrogar a la acusada. Aunque, vista la gravedad de los hechos que se investigan, solicito del tribunal que, para asegurar la certitud de sus palabras, sea sometida antes a una prior cruciatu” .

V

Leyendo el expediente de Doña Catalina Armendáriz me di cuenta, por enésima vez, de cómo el Maligno logra perder a cualquiera que se distraiga, ni que sea un instante, de cumplir con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia. Pues aquella mujer, otrora tan casta y pura, no solo había cohabitado con los piratas, sino que había dado a luz al hijo de uno de ellos; y lo había llevado a término de modo voluntario, pues lo ocultó de todos conscientemente. Para luego falsear un inexistente propósito suyo de enmienda para poder confesar; lo cual no solo invalidaba dicha confesión, sino que acreditaba su malicia en la comisión de dos gravísimos pecados: uno contra la pureza, y otro contra el sacramento mismo. Lo cierto era que un caso así, en circunstancias normales, solo podría terminar en la hoguera, ya fuese tras sufrir garrote -si la culpable confesaba y se arrepentía- o sin pasar antes por él; y el Altísimo ya nos había dado sobrada señal de su Santa indignación por lo sucedido, al llevarse tan pronto, de este valle de lágrimas, al fruto de tanta aberración. Pero no era posible olvidar, y así me lo recordó el Decano, los muchos y grandes servicios que la tía de Doña Catalina había hecho a la Iglesia; unos servicios que su acendrada fe, y su extrema generosidad, sin duda le llevarían a continuar haciendo, pasase lo que pasase con su sobrina. Pero nuestro temor no era ése, sino que dicha sobrina era, según lo que manifestaba siempre, la única razón de su presencia en Caracas; de hecho, y mientras Doña Catalina estuvo en poder de los piratas, más de una vez su tía me manifestó que, si no se la devolvían tras recibir el rescate, regresaría a Sevilla, donde tenía familiares. Y lo que pudiese donar en Sevilla, de poco le iba a aprovechar a la diócesis de Caracas, siempre tan necesitada…

Mientras contemplaba la desnuda figura de Doña Catalina, sentada en la silla de pinchos frente al tribunal y además empalada por dos de los orificios que había empleado para pecar, se me ocurrió una posible solución; pero para llevarla a cabo necesitaría de la colaboración de un tercero, quien debía de reunir tres condiciones. Las dos primeras muy fáciles, pues hombres solteros, de buena cuna y de escasa fortuna había muchos en Caracas; pero la tercera algo más complicada: el candidato debía estar dispuesto no solo a contraer santo matrimonio con Doña Catalina, sino a reconocer a título póstumo, como suyo, al hijo concebido en pecado. Sería cuestión de buscarlo, pues; algo para lo que disponía de cierto tiempo, pues aquel proceso iba a ser largo. Ya que, para facilitar aquella excelente solución que me había inspirado, sin duda, el Espíritu Santo, ya me ocuparía yo de extenderlo lo más posible; por de pronto pedí del tribunal prior cruciatu , que por supuesto me fue concedida. Aquel día, para empezar, los oficiales colocaron el cuerpo desnudo de Doña Catalina en el potro, donde durante muchas horas la sometieron a tormento; aunque mis instrucciones eran claras, en el sentido de no causarle ningún daño irreparable, los gritos de dolor de aquella mujer eran tan excesivos que tuve que mandar que la amordazasen. Y eso que el verdugo, siguiendo mis instrucciones, no solo tuvo que renunciar a rasgarle o a quemarle los senos y el sexo, sino que dejaba de tirar de las correas que la martirizaban en cuanto oía los primeros crujidos de sus articulaciones…

Mientras comenzaba mi búsqueda del candidato, al día siguiente logré del tribunal que el tormento previo se extendiera por toda una semana; mi intención era que, para cuando Doña Catalina fuese a confesar, estuviese ya todo ligado, y así pudiera declarar lo que se hubiese convenido respecto de la paternidad de la criatura. Hablé con el alcaide y con el alguacil, y los tres juntos diseñamos el tratamiento adecuado para que Doña Catalina, sin sufrir ningún daño irreparable, llegase a su declaración con la suficiente predisposición a aceptar el acuerdo que fuese: a lo largo de aquella semana iban a aplicarle la garrucha, la cuna de Judas y sobre todo la toca, pues el tormento del agua permitía, como me dijo el alcaide, “la mayor insistencia en su repetición, con el menor daño físico posible” . Yo insistí, visto el resultado obtenido el primer día, en que se emplease también el potro, a lo que ellos convinieron; si bien el alcaide me dijo que alternarían el aparato con otra forma de tormento similar, pero en la que había mucho menos riesgo de desmembración, o de cualquier otra lesión irremediable.

De inmediato procedieron a demostrármelo: bajaron el cuerpo desnudo de Doña Catalina de la cuna de Judas, sobre la que en aquel preciso momento penaba, y lo tumbaron en el suelo; boca abajo, y con los brazos y las piernas formando una cruz de San Andrés. Luego ataron cuerdas en sus muñecas y en sus tobillos y, tirando de ellas mediante cuatro tornos como los del potro, la levantaron; hasta que quedó en la misma posición de la cruz, pero a unos dos pies del suelo, como si flotase sobre él. Tras lo que el alguacil me dijo “El dolor en las articulaciones es terrible; pero no hay peligro de que, con solo el peso de esta mujer, vayan a desgajarse. Además, de vez en cuando colocamos un tocón entre el suelo y su vientre, para así aliviar un poco la tensión de sus extremidades; con eso podemos mantenerla horas en esta posición. La cual, por otra parte, nos permite acceder con facilidad a sus partes pudendas, caso de que, mientras tanto, se las quiera también atormentar…” . Al colocarme entre las piernas de Doña Catalina me di cuenta de la mucha razón que tenía, y al instante decidí probar por mí mismo; cogí una pera vaginal, se la introduje hasta el fondo y comencé a girar el resorte, de modo que se fuese expandiendo en su interior. Lo cierto era que la postura era ideal para ese tormento, y de no ser porque la vida de la interrogada debía ser conservada a toda costa, hubiese podido seguir desplegando aquel doloroso aparato hasta su máxima extensión; presenciando los espasmos de dolor que recorrían su cuerpo sudoroso, y sin otra molestia que escuchar sus constantes chillidos, que por fortuna la mordaza apagaba bastante.

Dejé a Doña Catalina en las expertas manos de aquellos dos hombres, y me fui a continuar entrevistando a candidatos; no faltaban, sin duda, pues la noticia había corrido como la pólvora en los mentideros de Caracas, y muchos habían acudido atraídos por la posibilidad, había que ser sincero, de casarse con la única heredera de la mujer más rica de la ciudad. Pero Dios nunca me hubiese permitido aceptar a un busca dotes cualquiera, claro está; mi intención era encontrar a alguien lo bastante devoto y piadoso como para impedir, en el futuro, que Doña Catalina volviese a abandonar el camino correcto. Y, tras no pocos intentos infructuosos, lo hallé por fin: era Don Luis de Guzmán, el hijo segundón de una familia de rancio abolengo, venido años atrás a América para hacer fortuna. Sin éxito, por lo que él me contó, pues tras ser herido en el combate con unos indígenas tuvo que cejar en su empeño, y conformarse con vivir de lo que producía su hacienda de Gibraltar; más el magro estipendio que sus padres le remitían ocasionalmente. Pues, obviamente, alguien de su alcurnia no podía trabajar como un vulgar hijo de nadie. Pero lo fundamental para mí era su condición de cristiano fervoroso: no faltaba ni un solo día a la misa matinal, practicaba el ascetismo más intenso -de hecho, su estampa recordaba aquellas figuras pintadas por El Greco que yo había visto en Toledo- y era firme partidario de la mortificación constante; me mostró, muy orgulloso, el cilicio que llevaba bien apretado en un muslo. Con lo que terminó de convencerme, y lo mismo hizo con el Decano; a quien por cierto encontré en muy mal estado, febril y tembloroso en extremo.

Al día siguiente y con el acuerdo cerrado fui a hablar con Doña Catalina, a quien en aquel momento estaban aplicando la garrucha; aunque era una versión menos severa, pues tras alzarla del suelo por sus manos atadas a la espalda no dejaban caer su cuerpo desnudo de golpe sino que, aunque lo dejaban colgado más tiempo del habitual, luego lo bajaban despacio. Aún y así el sufrimiento de aquella mujer tenía que ser terrible, y sin duda acorde con la gravedad de sus pecados; cuando ordené que la llevasen a la silla de pinchos, y allí la empalasen y atasen, observé que todo su cuerpo seguía cubierto de sudor, y lo cierto era que en aquel sótano lóbrego hacía más frío que otra cosa, sobre todo por la humedad que lo invadía todo. Mientras le explicaba mi plan le mantuve la mordaza puesta, y cuando se la quité se limitó a decirme “Haré lo que usted me ordene, Fray José, se lo prometo por lo más sagrado; pero por lo que más quieran, dejen ya de atormentarme…” . Lo que suponía una excelente noticia: de inmediato hice comparecer al tribunal, y ante el pleno Doña Catalina firmó una confesión completa; en la que admitía que el hijo que dio a luz era de Don Luis de Guzmán, pedía a éste que lo reconociese, y que la aceptase como esposa, y aceptaba de antemano someterse a cualquier castigo que la Iglesia primero, y luego su marido, quisieran imponerle por su falta. A la vista de eso, pedí del tribunal que fallara el caso con la mayor benevolencia, y sus miembros se retiraron a deliberar; como yo ya esperaba, pues el Decano era quien lo presidía, la Iglesia delegó la penitencia por sus pecados en su futuro marido, a quien la confiaba para que los expiase. Aunque estableció también, pero solo por si el matrimonio no se celebrase -o en caso de que ella no respetase en el futuro el vínculo- una pena suspensus de garrote y hoguera.

Unos minutos después, tras confesarse Doña Catalina con el Decano, él mismo celebró la unión sacramental entre la condenada y Don Luis; una boda que, pese a mi insistencia en que cubriesen a la novia de algún modo, se llevó a cabo con ella desnuda, y cargada de pesadas cadenas, en la pequeña capilla contigua a la sala de interrogatorios. Algo que finalmente el tribunal, a petición expresa del futuro marido, consintió en hacer, pese a las admoniciones sobre un posible sacrilegio que yo les hice; pues Don Luis indicó su disposición a imponerle, entre muchos otros, el castigo de permanecer en cueros vivos durante un largo tiempo. Y el tribunal acababa de delegar en él, precisamente, la penitencia por los pecados que había declarado probados. Del mismo modo, su ya marido solicitó luego del tribunal poder llevársela a La Guaira, donde embarcarían para ir a su hacienda, en el carro donde se trasladaba a los condenados a la hoguera; aunque por supuesto no llevando un sambenito, sino en el mismo estado de completa desnudez en el que ya estaba, y llevando bien visibles sus cadenas. Por todo lo cual, y venciendo mis iniciales temores sobre un posible escarnio a la religión, finalmente di por buenas sus intenciones; y, al despedirme de Don Luis, le otorgué mi bendición. No sin antes recordarle la necesidad de extremar la severidad en el castigo de su esposa, pues solo así podría ella recuperar la gracia divina; él sonrió, y me contestó “Pierda cuidado, Padre, a partir de hoy mi vida tendrá un solo objetivo: lograr que el alma de mi mujer esté lo bastante limpia como para ser acogida en el Cielo, cuando Dios tenga a bien llamarla” .

Solo quedaba un trámite para concluir el asunto a satisfacción de todos, o al menos a la de Dios; hablar con la tía de Doña Catalina, y convencerla de lo importante que era que permaneciese en Caracas, cerca de su sobrina. Quien además era de esperar que, en el futuro, le daría sobrinos-nietos… Pero lo primero era comer, pues ya era la hora; aunque en el refectorio eché en falta al Decano, de quien solo me dijeron que se hallaba indispuesto. Aquella mujer, sin embargo, fue más fácil de convencer de lo que yo esperaba; de algún modo estaba muy aliviada por ver que la Iglesia había tomado cartas en el asunto, y su principal temor era que se llegase a perder el alma de su sobrina. Así que, cuando le expliqué la solución a que habíamos llegado, inspirada por el mismísimo Espíritu Santo, no solo la acogió con satisfacción sino que me dio las gracias por mis desvelos. Y además, anunció una generosa limosna suya para las siempre necesarias reparaciones de nuestro convento; añadiendo, para mi sorpresa, “Ahora que va a ser vuesa merced el Decano, estoy seguro de que sabrá como emplearla para la mayor gloria de Dios” . Yo, la verdad, me quedé estupefacto, pues no acababa de comprender a qué se refería, pero ella me lo aclaró: “¿No escucha, Fray José, como todas las campanas de Caracas tocan a muertos? Eso es porque su antecesor nos ha dejado hace unos minutos; acabo de recibir la noticia de boca del criado que hace poco nos ha interrumpido, quien ha llegado aquí instantes después que vuesa merced. A la carrera, y directamente desde el Convento de San Jacinto” .

VI

Aquella mañana, muy temprano, una chalupa de la que desembarcaron cuatro piratas fuertemente armados varó en la playa, justo frente a nuestro cobertizo. Pero no venían a yacer con nosotras, sino a llevarnos de allí; el que dirigía el grupo era aquel hombre que, unos días atrás y antes de abusar de mí, se me había presentado como Miguel el Vasco. Una vez todas allí reunidas nos dijo “Señoras, sepan que su destino ha sufrido un cambio radical. Una vez confirmado que ya nadie pagará un rescate por ustedes, van a ser vendidas como esclavas; para lo que, ahora mismo, vamos a llevarlas en mi barco al mercado. Cualquier insubordinación suya será castigada con el corbacho, y no con un simple cordel mojado; así que les sugiero que obedezcan sin la menor vacilación. Y que guarden el más absoluto silencio; allí donde van, por lo que me han dicho, una esclava a la que le han cortado la lengua tiene el mismo, o mayor valor, que una que la conserva. Así que ya saben…” . Mientras nosotras dábamos gritos de horror, y los compañeros de aquel hombre reían a gusto, él mismo seleccionó a cuatro mujeres, y les ordenó subir a la chalupa; la cual al punto se alejó, llevándolas a ellas y a dos de los piratas armados, además de los otros cuatro hombres que bogaban. Y así fueron haciendo caminos hasta que nos hubieron embarcado a todas; a mí me tocó con el último grupo, y al acercarnos a su borda vi que el barco donde iban a llevarnos no era el mismo que nos había traído a la isla.

Después de pasar por la usual ignominia de tener que trepar desnudas por una escala de cuerda, mientras escuchábamos las groserías de aquellos salvajes ante la inevitable exhibición obscena de nuestras partes pudendas, dos piratas nos llevaron hasta la cubierta más profunda de aquel barco, donde habían instalado una reja de madera que separaba la mitad de proa del resto. Una vez dentro, a cada una nos sujetaron un tobillo con un grillete, firmemente unido al suelo mediante una corta cadena; luego los demás hombres salieron de allí, y el tal Vasco, antes de marcharse también, nos dijo “Sé de sobras lo que hicieron ustedes sufrir a Lorencillo, con sus constantes astucias y mañas; aquí no tendrán ocasión. El viaje durará dos meses, o quizás más según los vientos, y durante la travesía solo subirán a cubierta una vez cada día, por lo general al atardecer. Allí podrán estarse unas horas, tanto para poder respirar aire fresco como, sobre todo, para entretener a mis hombres; excepto los que cada día estén de guardia, los demás estarán autorizados a gozar de ustedes tanto como deseen durante ese tiempo. Y, si más de uno pretende a la misma mujer, el contramaestre decidirá el orden en que ella deba atenderlos. Pero no quiero oírles hablar una palabra con mis hombres; y tampoco aquí dentro, entre ustedes. Recuerden lo que les he explicado antes sobre el valor de una esclava que carezca de lengua...” . Tras lo que dio media vuelta, cerró con llave la reja y se marchó; dejándonos allí solas, desnudas, en penumbra y en un silencio que solo algún gemido lastimero rompía.

La travesía resultó, sobre todo, monótona. Días y más días en los que no hacíamos más que estar allí sentadas en el suelo, esperando la llegada del atardecer; con las únicas “diversiones” consistentes en pasarnos una a otra la bacina para hacer nuestras necesidades, o la comida y bebida que nos traían a nuestra jaula tres veces por día. Pues, teniendo todas un tobillo encadenado al suelo, no podíamos ir a más distancia que tres pies de donde estábamos. Solo abrían aquella puerta al atardecer: entonces bajaba el capitán, o el segundo, y tras abrirla nos liberaba una a una del grillete que nos aprisionaba; luego nos mandaba subir a cubierta, donde nos esperaban los hombres, y comenzaban las fornicaciones. Si tenemos en cuenta que nos triplicaban en número, por lo menos, y que muchos de ellos tenían vigor suficiente como para penetrar a dos y tres mujeres seguidas, raro era el día que no regresábamos luego a la jaula habiendo sido forzadas, cada una, al menos media docena de veces. Lo que no solo era muy humillante, pues al bochorno de ser usadas como prostitutas se sumaba que lo hiciesen estando allí todos juntos en cubierta, sin el menor resquicio para la intimidad; además, suponía que regresáramos a nuestro encierro cubiertas con la simiente de los piratas, que resbalaba por nuestros muslos y venía a sumarse a la mucha suciedad que ya acumulábamos. Y que no había modo de limpiar en el barco, y menos en la jaula; pues en todo el primer mes solo llovió un día, a la semana de haber zarpado, y aunque nos subieron enseguida a cubierta para que nos laváramos, con eso no fue desde luego suficiente.

Por desgracia el capitán se dio cuenta de ello, y decidió ponerle remedio; pero no como nos hubiera gustado. Un día nos subió a cubierta bastante antes de lo acostumbrado, con el sol aún en su cénit; una vez todas arriba nos formó en filas de a cuatro, como si fuésemos soldados, y nos dijo: “Señoras, lo cierto es que dan ustedes verdadero asco; hasta mis hombres se quejan, y eso que no son precisamente partidarios de perfumarse demasiado” . Después de dejar que riesen todos su comentario, continuó: “A partir de ahora mismo, un día a la semana les tocará bañarse. Caballeros, procedan” . Tan pronto hubo dicho eso cuatro piratas cogieron a las mujeres de la primera fila, ataron una soga a la cintura de cada una y luego, sin más ceremonias, las tiraron por la borda, a dos por cada amura; las demás pudimos ver como aquellas cuatro sogas se iban desenrollando hasta que alcanzaron su máxima extensión, quedando entonces tensas, y sujetas a otras tantos puntos de amarre en cubierta. Así las dejaron por unos diez minutos; y luego, a la orden de halar los cabos, recogieron una tras otra las sogas, hasta que la infortunada que había en el extremo de cada una quedó colgando de la amura correspondiente. Desde donde las izaron otra vez a cubierta, jadeando y tosiendo, medio ahogadas; pero sin duda mucho más limpias de lo que estaban antes de ser tiradas al mar. A mí me tocó en la siguiente tanda, y pese a que tragué mucha agua salada pude limpiar con las manos, frotándolas, tantas partes de mi cuerpo como alcancé, y sobre todo mi sexo y mi ano; pues lo cierto era que, por falta de viento, el barco no marchaba demasiado aprisa, y con mantener la boca cerrada era posible flotar sin tragar excesiva agua. Aunque lo peor era cuando, por la fuerza de la corriente, se me volteaba el cuerpo, provocando que el agua del mar entrase por mi nariz; pero, con todo, el baño no fue tan duro como antes de empezar me temía.

Tardamos más de dos meses en avistar la costa, durante los cuales no nos cruzamos con barco alguno; o, si es que lo hicimos, en nuestro encierro no llegamos a saberlo. Aunque no lo creo; si, como suponía por el sol, íbamos hacia Europa, los barcos que hubiésemos podido encontrar en aquella ruta no habrían sido precisamente amistosos con los piratas. Pero un día, cuando nos subieron a cubierta para la diaria fornicación con los hombres, vi una costa al este; algo que deduje porque el sol, que empezaba a declinar, estaba justo en la otra amura. Y, aunque no nos dijeron ni palabra sobre donde estábamos, el capitán, al encerrarnos abajo cuando se hizo oscuro, nos advirtió de que ya estábamos cerca de nuestro destino. Y así fue, pues a la tarde siguiente no nos subieron a cubierta; el barco había fondeado hacía un rato, pues se movía de lado, y cuando el capitán bajó a nuestra jaula, y la abrió, lo hizo acompañado de un hombre de aspecto árabe, alto, muy delgado y de mediana edad, que se dedicó durante un rato a examinarnos como si fuésemos caballos: nos palpó los cuerpos por todas partes, sobó nuestros sexos, miró nuestras dentaduras, hurgó en nuestros anos y finalmente habló al capitán en un español con acento raro: “Puede ser, sí. Mañana llevo todas; vengo con señal para ti, luego hacer cuentas, ¿estamos?” . Tras lo que se fueron, volviendo a cerrar la puerta; aquella tarde, para nuestra suerte, no hubo sesión de sexo con los piratas.

A la mañana siguiente, sin embargo, a primera hora bajó el segundo a nuestra jaula, soltó a una de las mujeres y se la llevó. Al cabo de un rato a otra, y así sucesivamente hasta que, cuatro después, me tocó a mí; cuando subí a cubierta me encontré con un grupo de hombres que parecían árabes, como el que me había inspeccionado la víspera, que lo primero que hicieron fue limpiarme a fondo con unas esponjas que allí tenían, un cubo de agua dulce y jabón. Aunque el hecho de estar siendo lavada por ellos como si fuese un animal, desnuda y en silencio, era francamente humillante, casi lloro de alegría cuando me enjabonaron, por primera vez después de tanto tiempo; pero pronto se me pasó la felicidad, pues lo siguiente que hicieron fue hacerme bajar, por la escala de cuerda, hasta una chalupa donde ya estaban varias compañeras. Y en la que, tan pronto como subieron a otra, se nos llevaron hacia tierra. Por el camino pude ver que íbamos hacia una ciudad amurallada, ciertamente grande, en la desembocadura de un río; pero no llegamos a entrar en ella, pues la chalupa se detuvo junto a la playa, frente a una pequeña puerta de la muralla por la que entramos en las fortificaciones. Donde caminamos largo rato por pasillos oscuros y húmedos, hasta que los guardias que nos llevaban abrieron una pesada puerta de madera y nos hicieron pasar; a una sala grande, de paredes de piedra y sin ventanas, iluminada por antorchas en las paredes. Nos dejaron allí encerradas y fueron a por las demás; y, al cabo de unas horas, todas las que habíamos venido en el barco estábamos allí juntas.

Calculo que pasaríamos allí algo más de un día, racionando la comida y el agua que nos habían dejado en un rincón, hasta que vinieron a buscarnos. Al igual que en el barco, fueron llevándosenos de una en una; a mí me tocó antes de la mitad, y cuando salí de allí me volvieron a hacer caminar largo rato por el interior de la fortaleza, hasta que salimos por fin a lo que parecía un gran patio interior. Aunque la luz me deslumbró al salir, oí mucho ruido de voces, y una vez que acostumbré la visión comprobé que, efectivamente, en aquel patio había muchísima gente; todos hombres, por lo que pude ver, y vestidos como los que me habían explorado y lavado en el barco. Los guardias me llevaron, por entre la muchedumbre, hasta una especie de estrado; tan pronto como subí a él comprobé que, efectivamente, allí había centenares de árabes, todos ellos contemplando mi cuerpo desnudo. Pese al tiempo que llevaba en cueros vivos no pude evitar ruborizarme, lo que fue acogido por el público con lo que me parecieron gritos de alegría, y acto seguido empezó mi subasta; un hombre que estaba a mi lado, en aquel podio, empezó a hablar -solo pude comprender que decía “Isbania” y mi nombre, bastante mal pronunciado; algo así como “Ilionar Mirada”- y enseguida, de entre el público, le comenzaron a llover las ofertas. Él sonreía, complacido, mientras iba colocándome en posturas obscenas: me hizo separar las piernas y adelantar el vientre, levantar mis pechos con las manos, darme la vuelta y, con las piernas bien separadas, agacharme hasta el suelo…

Las voces entre el público se fueron acallando, y al cabo de un poco aquel moro hizo un discurso algo extenso; el hombre, de entre los que pujaban, que había hablado el último le contestó algo y el subastador, con una sonrisa, hizo un gesto a los guardias que me habían traído para que se me llevasen, y otro a mí para que bajase del estrado. De allí me llevaron a una sala en la que un herrero me cargó de cadenas: primero me puso un collar de hierro grande y pesado, del que colgaba una gruesa cadena hasta mis pies; luego sendos grilletes de hierro en tobillos y muñecas, separados unos y otros por un par de pies de eslabones igual de gruesos, y finalmente sujetó esos eslabones a la cadena que bajaba de mi collar. Todo lo cual hizo usando unos tornillos que apretó con unas grandes tenazas, haciendo así imposible quitarlos con las manos; no ya las mías, no excesivamente fuertes, sino las de cualquiera. Una vez aherrojada me acompañó al exterior, donde esperaba un pequeño carro descubierto, tirado por una mula; entre él y otro hombre de aspecto árabe me ayudaron a subir a su parte posterior -éste último aprovechó, de paso, para poner una mano en mi sexo, y la otra en mis pechos- y, cuando estuve dentro, sujetaron mi collar a una cadena que nacía en su fondo. Para después subir ambos al banco del conductor, arrear la mula y arrancar, llevándome por un dédalo de callejuelas; entre las miradas severas de las mujeres que nos cruzábamos, cubiertas de pies a cabeza con túnicas y velos que solo dejaban ver sus ojos, y las decididamente lúbricas de todos los hombres, alguno de los cuales incluso acompañó al carro durante un trecho.

VII

Hacer negocios con aquel moro, Akram, fue más fácil de lo que yo había previsto. Una vez anclados frente a Salé mandé a Manuel a explicarle nuestro cargamento, y nuestra intención de venderlo; no tardó más que unas horas en regresar con el tratante de esclavos, y después de una minuciosa inspección de las mujeres el moro me dijo que estaba interesado en ellas. Ofreciéndome dos posibilidades: venderlas yo en el mercado, empleando sus servicios, en cuyo caso retendría un diez por ciento del precio obtenido, o comprármelas todas él mismo, a doscientas libras por cabeza. Como vio que dudaba, me dejó una señal de quinientas libras, para demostrar -como me dijo- su compromiso, y me dijo que al día siguiente vendría a por ellas; llevando el resto del pago hasta las doscientas por persona, por si decidía aceptar su oferta. Después de hablarlo con Manuel, opté por aceptarla; primero porque de una parte, y según me había dicho Lorencillo, el precio máximo podía ser de trescientas, pero difícilmente lo obtendríamos por todas y cada una. Y además que, como bien dijo Manuel, ofreciendo tantas a la vez igual lo hacíamos bajar; así que, si a eso deducíamos la comisión del diez… Preferí asegurar una venta rápida, que me proporcionaba una ventaja añadida, pues podría marchar de allí en cuanto nos avituallasen; ya que Akram me confirmó, en su mal español, que desde la caída de la República del Bouregreg -el gobierno de piratas de que Lorencillo me había hablado- navegaban muchos barcos ingleses por aquellas aguas. Y los ingleses, a los piratas, sólo nos toleraban en el Caribe...

Cuando Akram volvió, a la mañana siguiente y preparado para llevarse a las mujeres, se alegró mucho de que aceptase su oferta; de hecho tanto que, por un momento, pensé que quizás había hecho mal negocio. Esta vez él traía a un intérprete, así que la comunicación fue más fluida: “Has hecho un buen trato, de veras; aunque me sorprende que no hayas regateado más, como aquí es costumbre. Yo esperaba una contraoferta tuya, pues no te quiero engañar: sacaré de ellas mucho más, eso seguro, pero será porque ahora venderé, como máximo, a la mitad. Y las que tienen la piel más blanca se las llevaré al sultán, a Fez; ahora Mulay Rachid está feliz, pues acaba de extender mucho sus dominios, y me pagará una fortuna por ellas. El único problema es que Fez está a treinta leguas de aquí; y el único modo de ir con seis u ocho esclavas blancas, sin perderlas por el camino, es unirse a una caravana grande. Así que a lo mejor no puedo salir hasta dentro de unos meses; no creo que hubieses podido tú esperar tanto tiempo, ¿verdad?” . Yo le confirmé que no hubiera sido una idea sensata, y él siguió hablando: “Como has confiado en mí, te voy a ofrecer otro negocio que te compensará, con creces, por lo que hayas dejado de ganar aceptando mi primera oferta. Si te llevas a América a dos mujeres, y allí las vendes como esclavas, el sultán te las entregará junto con quinientas libras por cada una de ellas. A las que sumar lo que obtengas vendiéndolas. Pero ha de ser con una condición: que me des tu palabra de capitán, y de hombre de mar, de que las maltratarás todo el camino, y las venderás a quien las vaya a hacer sufrir tanto como sea posible” .

Como vio por mi cara, y por la de Manuel, que no entendíamos nada, siguió con su explicación: “No hace más de algunos meses que el sultán tomó Salé; quitándosela a un poderoso rais, Khadir Ghailan, quien la había ocupado tras la república. Pero el rais, viéndose derrotado, escapó como un cobarde; por lo que sé, el sultán aún le persigue. Lo único seguro es que, cuando entró en la ciudad, Mulay Rachid condenó a la mujer y a la hija de Khadir, a quienes éste olvidó en su precipitada huida, a una vida de sufrimiento constante; y a él a no encontrarlas nunca más, ni en vida ni una vez muertas. Dejó una dote de mil libras para quien ejecutase su maldición; estoy seguro de que, si propongo al Consejo de la ciudad lo que te he ofrecido, estarán de acuerdo. Y el sultán, cuando lo sepa, por lo menos te nombrará almirante…” . Esto último lo dijo con una ancha sonrisa, y mientras se apartaba un poco de nosotros, para observar como avanzaba el proceso de lavado y embarque de las esclavas. En cuanto él y su intérprete se alejaron, Manuel sólo me dijo “Vasco, si hemos podido con más de una docena de mujeres…” ; yo asentí con la cabeza, y cuando Akram vino a despedirse de nosotros le dije que aceptaba. Él me pidió dos días para hacer los trámites; lo que no suponía problema alguno para mí, pues era más o menos el tiempo que el contramaestre calculaba para avituallar el barco. Y el botín bien que lo valía; calculé que, descontados los gastos de la expedición y sumando aquel nuevo ingreso, habría más de tres mil libras a repartir; más lo que sacásemos de vender a las pasajeras, claro.

Akram llegó puntualmente, con las dos mujeres y el dinero, casi a la vez que la última chalupa con provisiones. Aunque ambas iban vestidas como las mujeres de por allí, con una especie de hábito hasta el suelo y un velo que solo permitía ver sus ojos a través de una especie de enrejado, era fácil deducir que eran más altas de lo común en las mujeres árabes; las dos medirían cerca de cuatro codos, por lo menos, y al andar emitían unos gemidos lastimeros que a nadie pasaron desapercibidos. El intérprete fue traduciendo las palabras que Akram decía, mientras me entregaba una elegante bolsa de cuero con las mil monedas: “Perdone, capitán, que se las traiga tan veladas; en el calabozo han estado desnudas desde que fueron capturadas, pero no hemos querido correr riesgos. Pues en la ciudad aún quedan algunos partidarios de Khadir, y nada les hubiese gustado más que arrebatárnoslas. Pero a bordo ya no hay peligro alguno…” . Tan pronto terminó, Akram hizo un gesto a los cuatro hombres que las escoltaban, dos a cada una; y estos sujetaron hábitos y velos y, de un tirón, se los quitaron, dejándolas en cueros vivos. Aunque tanto mi tripulación como yo llevábamos meses acostumbrados a ver mujeres desnudas en cubierta, y la mayoría francamente hermosas, el espectáculo nos dejó sin palabras; no tanto por la obvia belleza de las dos, sino sobre todo por lo muy maltratados que se veían sus hermosos cuerpos, ambos de piel más bien cobriza.

Las dos estaban literalmente cubiertas de latigazos, tanto muy recientes como más antiguos; pero además por todos lados tenían moratones, como si se hubiesen ensañado a golpes con ellas, y sus caras, aunque se adivinasen bien proporcionadas, estaban deformadas e hinchadas. Además, las habían cargado con unas enormes cadenas, que desde un collar de hierro más propio de un animal bajaban hasta sus muñecas y sus tobillos, también aprisionados por grilletes igual de gruesos que aquel collar; calculé, a ojo de buen cubero, que cada una llevaba puestas, por lo menos, dos arrobas de metal sobre su frágil y hermoso cuerpo. Porque eso sí que eran sus cuerpos, hermosos; las dos tenían largas y torneadas piernas, cintura estrecha, nalgas redondas y firmes y buen pecho; acaso algo mayor la madre, pero las dos alto y muy bien formado. Y, aunque las caras hinchadas permitían aventurar poco, no parecía que entre ellas hubiese más de quince o dieciséis años de diferencia. Lo cierto era que su aspecto infundía más compasión que otra cosa, pero recordé mi compromiso de maltratarlas; así que, antes de ordenar que las bajasen a la celda, dije a mis hombres que yacieran con ellas allí mismo. Ambas mujeres, al darse cuenta de lo que iban a hacerles, empezaron a llorar quedamente, pero no se resistieron; las dos se dejaron poner a cuatro patas sobre cubierta, y así soportaron las penetraciones de mis tripulantes, sin otra reacción que sus frecuentes gemidos. Para cuando a ningún otro pirata se le antojó montarlas, lo menos llevaban ya diez o doce cada una; así que bajaron a su celda con los muslos rezumando simiente, y las rodillas muy castigadas, por el roce con las planchas de cubierta.

Tan pronto como Akram se marchó levamos anclas, y emprendimos el regreso al Caribe. Lo primero que hice, una vez perdimos de vista la costa, fue ir a entrevistarme con mis pasajeras; aunque nadie a bordo hablaba árabe, la tripulación dominaba, en su conjunto, muchas lenguas, y algo esperaba lograr con eso. Así fue, pues tanto la madre como la hija hablaban algo de inglés; a través de uno de mis hombres pude explicarles lo que pensaba hacer con ellas: “Aunque he dado mi palabra de maltratarlas durante el camino, no tengo intención de hacerles nada más que lo que ya han experimentado; por lo que puedo ver ya han recibido bastante, y usarlas como rameras, habiendo treinta y pico clientes para dos de ustedes, ya me parece suficiente maltrato. Durante el día estarán recluidas aquí, y daré orden a mi cirujano para que se ocupe de cuidarlas; pero cada tarde subirán a cubierta, a atender a mis hombres. Háganlo con el mayor interés posible; no quiero quejas, y aquí los castigos son muy severos: el más suave el corbacho, y el peor la plancha…” . La madre me hizo gesto para poder hablar, y yo asentí; al incorporarse me di cuenta de que el látigo le había casi arrancado un pezón, y de que la herida supuraba, como si estuviese infectada. “Señor, le agradezco que no vayan a pegarnos más; le obedeceremos, se lo aseguro. Y nos ocuparemos de sus hombres cada día; pero, ¿puedo preguntarle qué va a hacer con nosotras?” .

Cuando le expliqué mis planes de venderlas como esclavas, ella hizo un gesto que, de no ser por el estado de su cara, hubiese podido pasar por una sonrisa; y luego me dijo “¿Sería mucho atrevimiento pedirle que nos vendiera usted al gobernador de Jamaica? Verá, sé cosas sobre mi marido, y sobre el sultán, que de seguro podrían interesar al gobierno de Su Majestad; si me deja usted que le escriba una carta, estoy segura de que le ofrecerán buen precio por nosotras” . Yo le dije que lo pensaría, y luego de hablarlo con Manuel llegué a la conclusión de que merecía la pena intentarlo; podía dejarlas en Tortuga, a buen recaudo, y luego ir con la carta a Port Royal. Si seguía allí Sir Thomas Modyford como gobernador, seguro que al menos nos recibiría y escucharía; y, si él no quería comprarlas, o el precio que ofrecía no me interesaba, siempre podía volver a la idea inicial: venderlas a algún encomendero cubano. Así que, varias semanas después de aquella conversación, para cuando juzgué que la travesía estaba mediada, mandé subir a mi camarote a la madre; solo de verla me sorprendí, pues el cambio que había sufrido era notable: aunque seguía por supuesto desnuda y cargada de cadenas, los moratones habían desaparecido, y su cara era muy hermosa, con facciones angulosas y elegantes enmarcando unos ojos grandes, y muy oscuros. En su cuerpo, eso sí, seguían viéndose las marcas del látigo, y algunas de seguro que las llevaría para siempre; como por ejemplo el terrible tajo que cruzaba sus dos pechos, y que por poco no le había arrancado un pezón. Pero, en conjunto, parecía muy bien recuperada; habría que felicitar al cirujano de a bordo.

Tan pronto como le indiqué el recado de escribir se lanzó a mis pies, y comenzó a besarlos; yo la aparté de un empujón, y ella se sentó y comenzó a redactar su carta. En árabe, por supuesto, con lo que me era imposible saber qué le estaba contando al gobernador; pero no me pareció que eso supusiera peligro alguno, pues ella no sabía dónde iba a esperar a mi regreso. Y, aunque lo supiera, lo seguro era que el coronel Modyford nunca atacaría Tortuga; no solo por no enemistarse con los franceses, sino porque a duras penas podía, con las escasas tropas bajo su mando, defender Jamaica. De hecho, por eso nos toleraba; bien sabía que, si no fuera porque los piratas lucharíamos sin dudarlo a su lado, a los españoles les iba a costar bien poco recuperar la isla de manos inglesas. Mientras pensaba eso, observaba como la suave piel de mi prisionera relucía a la luz de las velas que iluminaban su escrito; la forma de sus pechos, en la postura en la que estaba, acabó siendo demasiado para mí, y pronto mis dos manos los acariciaban. Logré, a duras penas, refrenar mi excitación hasta que terminó de escribir; pero, en cuanto dejó la pluma, la llevé en volandas hasta mi lecho, pese al gran peso de sus cadenas, la tumbé allí boca arriba, doblé sus dos piernas hasta que las rodillas le tocaron el pecho, y la penetré con toda la fuerza de que fui capaz. Y a fe que, después de un mes sin catar hembra, yo estaba de lo más dispuesto.

VIII

Mientras iba otra vez camino de La Guaira, donde embarcaríamos para Maracaibo -y de allí, cruzando el lago hasta su extremo sureste, a Gibraltar- no hacía otra cosa que tratar de ocultar mi cuerpo desnudo, o al menos mis partes pudendas, de las miradas de los ciudadanos de Caracas; y por supuesto llorar mi desesperación. Pues Luis, aquel hombre enjuto y de apariencia tan ascética con el cual, sometida mediante el tormento, no había tenido más remedio que casarme, me anunció tras la boda su intención: “Catalina, pierde cuidado; mi vida carecía de sentido hasta hoy, pero por fin he comprendido la tarea que Nuestro Señor me tenía reservada: salvar tu alma. A ello consagraré todo mi esfuerzo futuro, sin olvidar nunca las exigencias del débito conyugal, pero sin escatimarte nada de lo que resulte necesario para purificarte: humillaciones, penitencia, duro trabajo, privaciones, castigos, … Lo que sea; por el momento empezaré por mantenerte así, desnuda y encadenada, todo el camino; ya he podido ver que la desnudez te humilla en extremo. Lo que es muy bueno, pues humillada es como has de estar a los pies de Jesucristo. Y, cuando lleguemos a mi hacienda, serás puesta a trabajar en las plantaciones de cacao, y de caña, de igual guisa; además voy a dedicar mis oraciones, durante la travesía, a pedir a Dios que me inspire la penitencia más adecuada para tus pecados. Aunque Fray José, en su santa bondad, ya me ha hecho algunas sugerencias a ese respecto” . Estaba claro que Dios aún no me había castigado bastante…

El viaje hasta Maracaibo fue bastante tranquilo, una vez logré superar tanto la humillación que supuso mi llegada al puerto de La Guaira desnuda y cargada de cadenas, como el bochorno que fue mi recorrido por él hasta subir, en cueros vivos, a bordo de la carraca que nos iba a llevar allí; donde, en los casi tres días que duró aquella travesía, no salí nunca del camarote que nos asignaron. Mi marido fue a por la comida y la bebida que yo necesitaba, y se ocupó de vaciar la bacina; aunque estuve sola casi todo el tiempo, pues él solo venía por las noches, y para dormir. Antes de dormirse, sin embargo, cumplía con sus obligaciones como marido; primero rezábamos juntos, y a continuación me penetraba con su miembro, tras sacarlo por una hendidura de sus calzas, hasta que me depositaba su simiente. Una experiencia que era, desde luego, muy incómoda para mí, pues le costaba mucho no ya terminar, sino siquiera empezar la coyunda; supongo que era por causa del cilicio que llevaba puesto, que el primer día me enseñó. Pero lo cierto era que le costaba mucho ponerse en situación, y no permitía bajo ningún concepto que yo tocase su miembro con mis manos; mucho menos aún, claro, con mi boca.

Una vez en Maracaibo me tocó otra vez exhibirme impúdicamente, pues tuve que descender de la carraca y caminar, por aquellos muelles llenos de gente, hasta la pinaza que nos iba a llevar a Gibraltar; en la que además me llevé la desagradable sorpresa de ver que, por sus reducidas dimensiones, no habría un camarote para nosotros, sino que haríamos todo el viaje en cubierta. Me acurruqué como pude entre unos barriles, y aunque la travesía no nos llevó más de veinticuatro horas, supongo que la pasé permanentemente ruborizada; desde luego, la sensación de vergüenza que sentí, allí desnuda y encadenada entremedio de aquellas gentes -había hasta familias con niños, que no hacían más que preguntar el porqué de mi desnuda condición- fue terrible. Pero Luis no se inmutaba, y les explicaba a todos lo mismo: “Es parte de la penitencia que le ha sido impuesta por sus horribles pecados” . Mejor dicho, hacía todo lo posible por avergonzarme aún más; así, a tres adolescentes, con aspecto de ser hermanos, que se acercaron a preguntar por mi desnudez no solo les dio la citada explicación. Con cara muy seria les preguntó “Habéis visto alguna vez como están hechas por dentro las mujeres?” ; y, cuando ellos dijeron que no, me hizo adoptar toda clase de posturas, a cual más obscena, mientras iba explicándoles cómo se debía de usar mi sexo, y porqué la coyunda por otros orificios corporales -por supuesto me hizo mostrarles también mi puerta trasera, bien abierta- resultaba en un pecado nefando.

En el puerto nos esperaba un carro tirado por dos mulas, y conducido por el negro más grande que yo hubiese visto en mi vida; Luis me explicó que era Juan, el capataz de su hacienda-trapiche, y que sería él quien se ocuparía principalmente de mí: “Aunque también es un esclavo, es de toda mi confianza. Cada mañana, al alba, te irá a buscar a tus aposentos, y te llevará al trabajo en el campo; obedécele en todo, pues está autorizado por mí a castigarte como considere necesario. Cuando acabe la jornada te devolverá a la casa, donde te lavará y te alimentará; luego acudirás a la capilla, y finalmente vendrás a mí, a cumplir con el débito. Ya verás que trabajo no te va a faltar; esto no es, desde luego, una encomienda, pero tampoco un conuco” . No me atreví a preguntarle por aquellos castigos que me había anunciado, que siendo idea de aquel fraile endemoniado de seguro serían terribles; y tampoco si aquel negro, quien vestía solo con unas calzas cortas que permitían adivinarle un miembro desmesurado, estaba autorizado también a yacer conmigo. Y cuando el carro llegó frente a la casa principal, me dejé llevar por él hasta un cobertizo próximo; en el que, solo de entrar, vi que había una reja en el suelo, cuadrada y de unos tres pies de lado. Juan la levantó, y me dijo “Baja!” ; yo lo hice con cuidado, por una escalera de mano que descendía, diez o doce pies, hasta una estancia excavada en la tierra, también cuadrada y de ocho pies de lado. Era más bien un pozo, pues en ella no había nada en absoluto; cuando Juan retiró la escala y cerró la reja me quedé allí sola, sin más compañía que la escasa luz que se colaba por ella. Que no duró mucho, pues ya caía la tarde; aquella noche, supongo que por la fatiga del viaje, mi marido no requirió de mi presencia, así que allí dentro quedé hasta la mañana siguiente. Para mi desgracia, sin comida ni bebida algunas.

Al despuntar el día vino Juan a buscarme, llevando una jarra con agua y algo de fruta fresca. Comí y bebí, y en cuanto terminé salí de aquel hoyo; tenía unas terribles ganas de ir de cuerpo, y así se lo dije al capataz, muy ruborizada. Él, riendo, me llevó hasta una zanja abierta, a veinte metros de la casa, y me dijo que descargase en ella; pero sin marcharse de allí ni dejar de mirarme, con lo que no tuve más remedio que aliviarme frente a él. Al terminar me llevó hasta un cubo con agua que había allí al lado, y me dijo que me limpiase, por supuesto sin dejar de pasear su mirada por mi desnudez; yo cada vez tenía más claro que el indecente espectáculo que, sin duda, yo ofrecía le agradaba. Pues mientras me contorsionaba como podía, por culpa de mis cadenas, para poder lavar mis partes con aquella agua, me daba cuenta de que el bulto bajo sus calzas cortas se hacía más y más grande. Pero al final terminé, y entonces me llevó hasta el carro de mulas, en el que pude ver que ya habían subido otros cinco o seis negros, igual de grandes y de oscuros que Juan; entre dos me subieron a la caja, me sentaron en el suelo entre ellos y el carro partió, guiado por el capataz. El trayecto no duró más de media hora, pero ese fue tiempo suficiente para que aquellos hombres, que a diferencia de mí no iban sujetos por cadena alguna, me manosearan hasta hacerme incluso daño; en ningún momento tuve sobre mi desnudez menos de diez, o doce, manos ansiosas y brutales, explorando con lascivia los rincones más íntimos de mi cuerpo. Tanto me sobaron que, he de reconocerlo, al llegar a lugar donde el carro se detuvo yo notaba una excitación considerable. Sin duda pecaminosa, pero imposible de ocultar; cuando Juan nos ordenó apearnos se dio enseguida cuenta de que mis muslos brillaban, empapados con la humedad provocada por mis secreciones, y se puso a reír con ganas.

Nuestro trabajo, aquel día, consistía en recoger frutos de cacao; como las cadenas me impedían levantar los brazos demasiado, a mí me puso Juan a llevar las cestas, conteniendo las mazorcas que los otros recolectaban, hasta el carro. Pero no pasé del cuarto viaje, pues cuando descargaba la cuarta cesta allí noté como el capataz, justo detrás de mí, me agarraba por ambos pechos con fuerza; yo no sabía qué hacer y me quedé inmóvil, pero enseguida él me separó los pies a patadas, hasta donde mis cadenas lo permitían, y entonces ya comprendí lo que pretendía. Como, dado su tamaño, hubiera sido inútil toda resistencia por mi parte, le dejé hacer, y lo cierto fue que su miembro pudo entrar con facilidad en mí, pues yo seguía lubricada. Aunque la sensación que sentí al ser penetrada por aquel tremendo poste, pues eso parecía, fue algo como jamás había conocido; y cuando, con una extraordinaria furia, comenzó a bombear dentro de mí, una especie de calambre me recorrió todo el cuerpo. Fue algo así como un éxtasis místico, supongo, porque perdí por completo el sentido, pero desde luego era extremadamente placentero; hasta tal punto que, para mi vergüenza, empecé a gritarle “¡más, más!” , “¡no pares, reviéntame!” , y muchas más cosas que, por lo obscenas, prefiero olvidar. Y lo mejor de todo fue que aquel negro inmenso parecía que no acabaría nunca, pues lo menos me llevó otras dos o tres veces al éxtasis antes de llenarme con su simiente; la cual descargó a grandes chorros, inundándome por completo.

Durante la jornada de trabajo aún me penetraría en dos ocasiones más, así que para cuando regresamos a la hacienda yo estaba agotada, y más por las relaciones con él que por la labor. Supongo que vio mis muslos chorreando su simiente, porque antes de ir a cenar me llevó al cubo a lavarme; luego a la cocina, donde me dieron un cuenco con una especie de estofado, y una vez que acabé a los aposentos de mi marido. Con quien primero recé, y luego yací del modo al que me tenía acostumbrada; cuando por fin terminó me mandó de vuelta a mi hoyo, donde Juan me encerró a pasar la noche. Así fueron mis días durante por lo menos un par de meses, en los que mi marido pareció haber olvidado su intención de someterme a algún tormento; además de que, durante un tiempo, estuvo de viaje en Maracaibo, por lo que sus tristes coyundas de cada noche fueron sustituidas por las atenciones de Juan, sin duda mucho más placenteras. Por primera vez en mi vida me sentía en un estado que, sin duda, era lo más parecido a la dicha que yo nunca hubiera conocido; pero, una vez más, el castigo de Dios me esperaba a la vuelta de la esquina. Y vino porque un día uno de los esclavos le pidió a Juan yacer conmigo, y cuando el capataz se negó se marchó indignado, diciéndole que se iba a acordar de él; no hicimos mayor caso y seguimos con nuestra rutina, pero al parecer corrió a explicarle a mi marido, al regreso de su viaje, lo que sucedía entre Juan y yo.

Y mi marido decidió atraparnos en flagrante delito. Una semana después de haber regresado Luis, un día especialmente caluroso, yo estaba de bruces sobre el carro, mientras Juan taladraba mi sexo con su habitual fiereza, cuando sonó un disparo; tuve la sensación de que el capataz se apartaba de mi interior de un modo brusco y, al incorporarme, jadeante y sudorosa, le vi caído en el suelo y con la cabeza destrozada. Al mirar hacia el lado opuesto, mientras gritaba asustada, pude ver a Luis; llevaba un arcabuz humeante en las manos, y me miraba con severidad. Cuando paré de gritar me dijo “¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta de hasta qué punto el Diablo se ha adueñado de ti? Está claro que mi labor será mucho más difícil incluso de lo que yo había pensado… ¿Es que no tienes un mínimo de dignidad, de decencia? Llevo un rato mirándote mientras cometías adulterio, y con un esclavo además; ¡no solo fornicabas con él, sino que estabas gozando! Debería denunciarte, para que te quemen de una vez; empiezo a ver claro que será la única solución contigo. Pero, y espero que Dios me perdonará por mi soberbia, voy a hacer un último intento: te encerraré hasta mañana en el pozo, y a primera hora te azotaré hasta arrancarte la piel; en particular, hasta reventar ese maldito lugar por el que siempre pecas” . Tras lo que ordenó a los esclavos que tirasen el cuerpo de Juan en algún barranco, “para que se lo coman las alimañas” ; y luego ató una cuerda a mi collar, sujetó el otro extremo a la silla de su caballo, y se me llevó de allí mientras me advertía “Reza, desgraciada, reza; solo Dios, en su infinita bondad, podría perdonarte” .

IX

Superando el profundo dolor que la muerte del Decano, quien siempre fue tan amable y comprensivo conmigo, me había producido asumí al punto sus funciones, como prevé el Derecho Canónico; mi primer acto fue escribir al Inquisidor Apostólico de Cartagena, rogando que designase al nuevo titular. Lo que era más un trámite protocolario que no otra cosa, pues yo esperaba ser confirmado; el Procurador Fiscal, por su naturaleza canónica de Subdecanus, era prácticamente siempre designado sucesor. En tal confianza ejercí el cargo durante las más de tres semanas que tardó en llegar la respuesta a mi carta; pero, cuando la recibí, mi sorpresa fue grande. Pues no solo no era a mí a quien se nombraba, sino el más anciano de los calificadores -Dios me perdone, pero un verdadero inútil-; lo peor era que me llevaban de Caracas. Tras mucha alabanza sobre mis éxitos como inquisidor, que en ocasiones más parecía burla que otra cosa, mi superior decía: “Ya sabréis que, desde el año del Señor de 1610, la villa de San Antonio de Alarache es una de las plazas fuertes de Su Majestad el Rey (QDG) en la costa de Marruecos. Pues bien, todos nuestros esfuerzos durante estos años por expulsar de allí no solo la idolatría morisca, sino principalmente las prácticas heréticas entre los conversos, han sido en vano; necesitamos que alguien con el vigor apostólico de Vuestra Paternidad se ponga al frente de tan difícil tarea. Una decisión que, por cierto, no es mía sino del Consejo de la Suprema; quien me la comunicó tiempo atrás, dejando a mi discreción el momento de hacerla efectiva. Y ese momento, mi querido hermano en Cristo, ha llegado ahora” .

Aunque tuve el lógico disgusto, la obediencia estaba por encima de todo; sobre todo si la orden venía del mismísimo Consejo de la Suprema y General Inquisición. Hasta donde yo tenía conocimiento este órgano, creado en 1488 por el Rey para limitar el poder del Inquisidor General -quien, a diferencia de los consejeros, debía ver su nombramiento real refrendado por el Papa- había ido ganando importancia con los años; estaba claro que era muy bueno para mí que sus miembros me tuviesen bien considerado, aunque ello supusiera ir a ocupar un puesto tan peligroso. Pues las plazas fuertes africanas estaban, en el mejor de los casos, tan escasamente defendidas como lo estuvo la isla cuyo gobernador fui por poco tiempo; era de esperar que la historia de La Tortuga no fuese a repetirse, esta vez con moros en lugar de piratas. Pero no me quedaba otra que partir; la misma carta me indicaba que debía dirigirme a Cartagena, donde tenía que llegar antes de dos meses. Y eso era de mi máximo interés, pues para entonces partiría la flota de Indias hacia Sevilla; no existía mejor modo de cruzar la mar océana con seguridad que uniéndose a ella. Luego, una vez en Sevilla, alguno de las carracas que aseguraban la conexión con San Antonio de Alarache ya me llevaría allí.

Marché a Cartagena en el siguiente correo; con lo que pude permanecer en aquella ciudad algo más de un mes, en contacto casi diario con el Inquisidor Apostólico. Eso me permitió intercambiar con él algunos conocimientos; entre ellos el método para humillar a mujeres de buena cuna que experimenté en La Tortuga: mantenerlas permanentemente desnudas y encadenadas, y dejar que los soldados las penetrasen contra natura cuanto quisieran. Que le pareció una idea excelente; aunque compartió conmigo sus temores acerca de que, caso de ser una familia de muy rancio abolengo -así lo expresó, pero yo le entendí perfectamente- el empleo de ese método podría sernos reprochado por gente muy poderosa, y poco dispuesta a sacrificarse para la obra de Dios. Cuando le conté mis problemas en Toledo, por causa de la hija de un marqués, me miró con expresión severa y dijo “Cuántos de esos habrá, hermano mío, que olvidan tan fácilmente la parábola del camello y la aguja... Ojalá el buen Dios pueda perdonarlos; que lo que es nosotros…” . Cuando marché con la flota, me dio su bendición y una carta personal para el Inquisidor de Sevilla, muy amigo suyo; en el momento de la despedida no pudo contenerse, y me dijo “En la carta le explico lo muy útil que le podría resultar usted en Sevilla; le aseguro que, como miembro del Consejo de la Suprema que es, no tardará en llamarle a su lado. En fin, solo espero que su estancia en África sea tan breve como lo fue en La Tortuga, e incluso más provechosa aún para la Santa Madre Iglesia” .

La travesía fue larga pero sin incidentes, y unos dos meses después me encontraba en Sevilla; donde no pude conocer personalmente al Inquisidor, pues se hallaba de visita en Toledo. Pero entregué la carta a su secretario, y una semana después partí para mi destino; otra vez viajando con una pequeña flota, por supuesto no como la de Indias pero con varios galeones de escolta. Pues, como me dijo el capitán de mi carraca, “Estas aguas están infestadas de piratas, de portugueses y de ingleses; y, francamente, de los tres no sé cuáles son los peores” . Al llegar a puerto me esperaba un sacerdote, quien de camino al Castillo de San Antonio me confirmó mis peores temores: “Nuestro trabajo se limita a vigilar, sobre todo, a los conversos; con los escasísimos medios de que disponemos, poco más se puede hacer… Piense Su Paternidad que la gran mayoría de habitantes son moros y judíos; infieles cuya conversión resulta casi imposible, por la proximidad del Sultanato y su influencia. Es más, si Dios no lo remedia, el Sultán volverá a hacerse tarde o temprano con la plaza; nuestro Vicario me comentó que, según le dijo el Corregidor, para defender la ciudad hay unos cuatrocientos soldados tan solo, media docena de cañones viejos y ni un solo navío artillado…” .

El Vicario, un anciano muy amable, me recibió con gran alegría; aunque nominalmente era mi superior, pues al ser el delegado del Arzobispo de Toledo era también la máxima autoridad inquisitorial en la ciudad, ya me advirtió que a la práctica iba a delegar en mí esa tarea. Señalando una gran pila de papeles sobre una mesa auxiliar, me dijo “Mire, Fray José, esos son los escritos que han entrado en el Buzón de Delaciones esta semana; y así, una tras otra. La mayoría de conversos de aquí son falsos, venidos a nuestra Fe para obtener prebendas de la Corona. Se bautizan, sí, pero luego siguen con sus prácticas islamizantes, como la poligamia; en ocasiones incluso abjuran en secreto, y vuelven a profesar la secta mahometana. Ahora mismo estamos, precisamente, con un caso de esos; Luisa de Borja, acusada anónimamente de: haber dicho en alta voz que el diablo la había metido por las puertas de la ciudad a volverse cristiana, así como de no querer ir a misa, no confesarse, evocar a Fátima y a Mahoma, y vituperar a los cristianos diciendo que lo son sólo de campanilla” . Tras terminar de leer esto último, sonrió ligeramente y continuó: “Aquí habría que darle la razón, quizás, respecto de muchos de los cristianos locales; pero ya comprenderá que, si no castigamos severamente este tipo de actitudes, su ejemplo podría ser nefasto. Así que cuento con usted para ponerle remedio” .

Cuando bajé a la cárcel secreta, en el mismo castillo, el tribunal estaba interrogando a la tal Luisa de Borja; mi primera sorpresa fue al ver que la mujer, pese a su nombre, era de raza mora. La habían colocado sobre el potro, por lo que su cuerpo desnudo podía contemplarse sin traba alguna, y desde luego el aspecto era árabe: la piel olivácea, sus facciones, los ojos negros, el pelo también negro, largo y muy rizado… Ciertamente era muy bella, con pechos firmes y muy llenos, cintura estrecha y largas piernas, y no tendría más de veinticinco años; cuando el oficial volvió a girar el torno, haciendo así que sus tensos miembros se descoyuntasen un poco más, sus alaridos de dolor se mezclaron con imprecaciones en árabe, y confirmaron mi primera impresión. El presidente del tribunal, uno de los oidores, me comentó: “Se casó con Andrés de Borja, uno de los soldados de la guarnición, tras bautizarse y adoptar el nombre de Luisa. Pero parece ser que fue por interés; nos han llegado multitud de delaciones acusándola” . Como no quería interferir en la labor del tribunal, me limité a presentarme a ellos; no sin antes pedirles que amordazasen a la interrogada, pues entre sus gritos, y los chasquidos de sus articulaciones al dislocarse, no resultaba posible hablar con tranquilidad. Y luego marché de allí, después de dar, a petición suya, un consejo al presidente: “Padre, yo usaría sobre los senos de esta mujer las pinzas al rojo; estoy seguro de que está muy orgullosa de sus grandes y bien colocados pechos, y ese castigo le dolerá doblemente. Y luego llévela desnuda a la hoguera; que todos vean sus senos atormentados, como símbolo de su orgullo destruido” .

Al regresar a las dependencias del Santo Oficio me esperaba el mismo sacerdote que me había recogido en el puerto, llevando un expediente que de inmediato me entregó; era, me dijo, el asunto más perentorio que teníamos pendiente, y el Vicario quería que se resolviera de un modo rápido y ejemplar. Al parecer uno de los comerciantes más ricos de la ciudad, Karim Beshir, pese a su conversión a la verdadera Fe seguía teniendo varias mujeres; algo que, si hubiesen sido meras concubinas, no hubiese dado lugar a nuestra intervención. Pero existían denuncias anónimas que aseguraban que algunas de ellas eran cristianas; y lo peor era que, según dichas delaciones, había matrimoniado con más de una. Pues, por lo visto, sus múltiples viajes por negocios le permitían adquirir mujeres en el Sultanato, y cuando compraba una esclava cristiana la llevaba a alguna plaza española, o portuguesa, y allí se casaba con ella antes de traerla a su palacio de Larache. Ciudad donde, por lo que me dijeron, vivía como un auténtico sultán, en una enorme casa rodeada de jardines y casi con más servidores que soldados tenía el Corregidor. Así que lo primero era hablar con el brazo secular, y organizar las cosas para sorprender al responsable en flagrante delito; aunque me costó un poco convencerle, pues la operación iba a necesitar de bastantes soldados, al final el Teniente de Corregidor autorizó el despacho de cincuenta de sus hombres para hacerla. Y se fijó día para llevar a cabo el asalto, cuidando que todos pudiesen ser aprehendidos in situ .

X

El carro que me llevaba cruzó toda la ciudad, hasta salir por una puerta de la muralla en dirección norte; lo supe porque tomamos un camino que iba paralelo a la costa, que todo el rato estaba a nuestra izquierda. Seguimos la marcha hasta un hora después de oscurecer, y entonces nos detuvimos en una especie de cabaña, con las paredes de adobe y el techo de paja; entre el viento marino y la noche había empezado a hacer bastante frío, y al estar yo quieta en el carro, y desnuda, lo notaba muchísimo. Así que cuando uno de aquellos dos hombres soltó la cadena que me sujetaba al carro, le supliqué que me diese algo para poder abrigarme; primero en español, y luego haciendo gestos. Pero lo único que hizo fue reírse, mientras me bajaba tirando de mis cadenas y, a empujones, me llevaba al interior de la cabaña; donde, una vez ingresamos, me volvió a atar, pero esta vez a unos eslabones que colgaban de la pared más lejana a la puerta. Acto seguido me dio agua, de un odre que llevaba al cinto, y algo de la comida que, mientras tanto, su compañero había preparado; una escudilla con una especie de gachas que, al estar calientes, me sentaron muy bien. Cuando acabé, me hizo gestos de que me tumbase en el suelo boca arriba, y comenzó a manosear todo mi cuerpo; yo separé las piernas para facilitarle la labor, sobre todo para evitar que me fuese a hacer más daño, pero cuando su mano ya exploraba mis partes pudendas su compañero le gritó algo, y de inmediato los dos empezaron a discutir. Al final, el hombre lo dejó correr; retiró la mano y, dando un bufido, se tumbó junto al otro, al pie de la pared más alejada de aquella a la que yo estaba encadenada.

Al día siguiente, muy temprano, me dieron otra vez agua y gachas, y al acabar nos pusimos en camino; al salir de aquella cabaña hacía bastante frío, y cuando me volvieron a sujetar en la caja del carro yo temblaba, y tenía todo mi cuerpo en carne de gallina. Aún y así siguieron sin cubrirme; aunque el mismo hombre que me había manoseado la víspera volvió a hacerlo durante un rato y con bastante fuerza, como si quisiera hacerme entrar en calor frotando mi desnudez. Aquel segundo día rodeamos una ciudad, pero sin entrar en ella; de hecho fue la única población que pude ver hasta que, cinco días después de haber salido de aquella en la que fui subastada, llegamos al que luego resultó ser mi destino. Cuando avistamos una ciudad situada en la desembocadura de un río, en la que pude contar al menos dos fuertes, los hombres detuvieron el carro; tras lo que me amordazaron, llenándome la boca con trapos, y luego me cubrieron, esta vez sí, con unas mantas y por completo. De esta guisa viajé las últimas dos horas de trayecto, y cuando quitaron mi cobertura y me sacaron la mordaza pude ver que estábamos en el patio interior de un edificio; pero poco más, porque los dos hombres me soltaron del carro y me llevaron, bajando por unas escaleras que nacían en la pared allí mismo, hasta un sótano donde me dejaron encerrada en la oscuridad. Por supuesto sin quitarme mis cadenas, y sin tampoco darme nada para poder cubrir mi desnudez.

Pero poco permanecí allí dentro, pues para cuando se abrió la puerta y volvió la luz mis ojos tuvieron que hacer poco esfuerzo para acostumbrarse a ella. Eran dos moras muy jóvenes, descalzas y desnudas, excepto por el collar y los brazaletes que adornaban sus muñecas y sus tobillos; que no se parecían en nada a las pesadas cadenas que yo llevaba, pues eran finos y de un metal pulido. Las dos eran más altas que yo, y tenían cuerpos delgados y esbeltos;  sus pechos eran pequeños, pero firmes y bien colocados, y ambas tenían las facciones típicas de las muchachas árabes: ojos muy oscuros, piel olivácea y pelo negro, largo y ensortijado. Una de ellas me hizo señas de acercarme, y me habló en un español muy correcto: “Ven, tenemos que prepararte para que seas presentada al Amo” . Yo las seguí, y primero me llevaron al herrero; allí un hombre me quitó, a martillazos, mis cadenas, para luego sustituirlas por un collar y unos brazaletes como los de ellas. Los cuales cerraban a presión, sin que yo les viese mecanismo alguno; y tenían un pequeño perno, soldado en la superficie de cada uno, del que sobresalía una argolla. A continuación me llevaron a un rincón de aquel patio, donde me hicieron entrar en una tinaja con agua que me llegaba a media pantorrilla; y, usando sendos paños y algo de jabón, me lavaron a conciencia. Para, una vez bien seca, llevarme atravesando muchos pasillos y escaleras hasta un gran salón, decorado al estilo árabe.

Al fondo de aquel salón, recostado sobre unos almohadones, había un hombre vestido también a la usanza árabe; llevaba una chilaba blanca, larga hasta sus pies, por lo que poco podía ver sobre su complexión, más allá de que era moreno, enjuto y de mediana edad. Nos hizo señal de acercarnos, y una vez que estuvimos frente a él empezó a hablarme: “Bienvenida sea usted a mi modesto harén, Doña Leonor de Miranda. Soy Karim Beshir, comerciante. Será usted mi octava esposa; de momento, pues, la última en todo. Las demás ya le explicarán sus obligaciones, y los castigos que le esperan si no obedece las órdenes de mis hombres; no digamos ya las mías. Pero por el momento me voy a limitar a comprobar su resistencia al dolor, y sus conocimientos en las artes amatorias” . Dicho lo cual hizo un gesto a mis dos acompañantes; éstas se le acercaron y, sacándola por encima de su cabeza, le quitaron la chilaba. Con lo que quedó desnudo; efectivamente era un hombre enjuto, sin un solo gramo de grasa, pero lo más sorprendente era su miembro viril: en reposo ya mediría al menos medio palmo, y era además bastante ancho. Cuando se puso en pie vi que era bastante alto, y que llevaba en la mano una fusta de montar corta, pero rígida; tan pronto como estuvo a mi lado comenzó a acariciar mi cuerpo con la otra mano, mientras me decía: “Separe un poco las piernas, y levante las manos hacia el cielo. Si no se mueve de la posición se ahorrará mucho dolor, créame; porque si tengo que atarla volveré a empezar desde el primer azote, y entonces se los daré con el látigo” .

El primer golpe de fusta cayó sobre mi muslo derecho, y me hizo gemir de dolor; pero logré permanecer en la misma posición, y así seguí durante los siguientes cinco golpes, que martirizaron mis dos muslos. Pegaba con mucha fuerza; tanta, que el silbido de la fusta camino de mi carne me provocaba casi tanto sufrimiento como el azote. Pero cuando caía éste las cosas cambiaban, pues el escozor en la herida era tan terrible que me impedía pensar en nada más; para cuando hubo dado los seis miré hacia abajo, y pude ver que mis dos muslos tenían unas horribles marcas violáceas, tan o más gruesas que la fusta y que los cruzaban transversalmente. Los siguientes seis fustazos visitaron mis nalgas, y aunque también resultaron muy dolorosos no lo fueron tanto como los de mis muslos; pero el que hacía trece cayó de lleno sobre mi pecho izquierdo, arrancándome un alarido inhumano. Como vi que no podría resistir quieta los restantes golpes sobre el pecho, me atreví a decirle, con un hilo de voz y entre sollozos: “Amo, por favor, sujéteme las manos a la espalda; no podré soportar el castigo sin que vayan solas a mis senos!” . Él rio, pero le hizo un gesto a una de las dos muchachas, y esta llevó mis manos atrás y me las sujetó, uniendo las argollas de los brazaletes con algo. Así logré superar los siguientes cinco golpes, todos en mis senos; que saltaban en todas direcciones, tanto por efecto de los fustazos como por mis movimientos convulsos, consecuencia del terrible dolor que me provocaban los azotes.

Cuando acabó, y mientras reseguía con la fusta las profundas heridas que acababa de dibujar en mis pechos, me dijo: “Los siguientes seis serán en su sexo, pero como soy un esposo comprensivo se los daré después de haber yacido con usted; si lo hago antes, el dolor al penetrarla sería quizás excesivo para su primer día” . Entonces me fijé en que su miembro había adquirido unas proporciones colosales, pues estaba por completo erecto; de un empujón me tumbó sobre aquellos almohadones, sin molestarse en soltarme las manos, y tras ponerse de rodillas entre mis piernas me penetró de un único y fortísimo embate. Con el que casi me hizo tanto daño como con la fusta, pues yo estaba seca por completo; pero, como continuó entrando y saliendo de mí durante un buen rato, finalmente logró que mi sexo respondiese a sus salvajes cargas. Y, aunque no llegué al clímax, cuando él lo hizo yo comenzaba a notar aquella familiar sensación de calor, pese al dolor de las heridas de la fusta. Pero me faltaba la parte más dura de mi injusto castigo: tras retirarse de mi interior me dijo que no me moviese, y en aquella misma posición, teniendo mis piernas separadas al máximo, dio un terrible golpe de fusta sobre mis partes pudendas. Yo junté las piernas, y comencé a dar alaridos de dolor mientras me agitaba convulsivamente; pero él fue menos cruel de lo que yo me temía, y solo ordenó a las muchachas que me sujetaran. En vez de cumplir su amenaza: atarme, y volver a empezar desde el primer fustazo.

Para cuando recibí el sexto golpe entre mis piernas ya prácticamente no me quedaba voz, de tantos gritos que había dado, y el dolor atravesaba todo mi cuerpo como si me hubiesen clavado varias espadas. Hasta al cabo de largo tiempo, gracias a la ayuda de las muchachas y después de que me soltaran las manos, no logré ponerme en pie; me dolía todo el cuerpo una barbaridad, y estaba como mareada. Tenía la sensación de estar flotando, como a punto de perder el conocimiento, y quizás por eso no le di mayor importancia al estrépito de golpes, gritos y carreras que mis oídos creían percibir. Lo único que me importaba entonces era el dolor bestial que estaba taladrando mis muslos, mis nalgas, mis pechos y mi sexo; aunque, cuando la puerta de acceso a aquel salón se abrió con gran estrépito, pude ver que accedían a él varios soldados fuertemente armados. Y, justo detrás de ellos, un fraile cuyas facciones me resultaron familiares; aún tardé un poco en reconocerlo, y para cuando lo hice una expresión de horror debió de aparecer en mi cara. Pues vi que él sonreía, con aquel rictus maligno y cruel que tantas veces yo había tenido que soportar, y luego oí como decía: “Siempre encuentro a vuesa merced en trance de pecar contra el Sexto Mandamiento; pero pierda cuidado, Doña Leonor, que a poco que yo pueda esta será la última ocasión que haya tenido. Hasta el buen Dios estará ya convencido de que su lascivia no tiene remedio posible” . Cuando los soldados me sacaron de allí mis lágrimas, pese los estragos que la fusta había hecho en mi cuerpo desnudo, eran sobre todo de rabia.

XI

La travesía hasta Tortuga fue incluso aburrida, pues no avistamos barco alguno hasta el día antes de alcanzar la costa norte de La Española; y, cuando lo hicimos, resultó ser el de otro de los hermanos de la Cofradía, Agramón. El francés -pues en realidad se llamaba Michel de Grammont- se abarloó a mi nave y conversamos un rato; cuando vio el cargamento que traíamos de África me pidió un favor, que le cediese un rato a mis prisioneras. Lo que hice de mil amores, pues era mucho mejor tener a aquel hombre por amigo; se decía que había negociado una patente de corso con su rey, Luis XIV, pero él no soltaba prenda. Así que durante toda una tarde, mientras sus hombres y los míos yacían con las dos prisioneras, compartimos varias botellas de ron; él venía de Tortuga, precisamente, donde el Olonés había tratado de convencerle para un ataque juntos a Maracaibo para el que, según decía, les faltaban fuerzas. Yo le dije que me uniría a ellos tan pronto como regresase de Port Royal, y sellamos el trato; conviniendo encontrarnos los tres en Tortuga un mes más tarde, pues entretanto él también tenía asuntos que atender, según me dijo, en Martinica. Un acuerdo al que, al día siguiente y en la isla, también se sumó el Olonés, y al que él trataría de incorporar a tantos hermanos como pudiese; pues, aunque conocíamos las escasas defensas de la ciudad, era mejor acumular fuerzas.

Como el Olonés me dijo que no pensaba moverse de Tortuga, dejé a su cargo a mis dos prisioneras; aunque le exigí su palabra de que no las mutilaría, o mataría, pues yo pensaba venderlas. Me la dio, riendo, y me aseguró que a él solo le gustaba ensañarse con españoles, y que personalmente no tenía nada contra los moros; “Menos aún contra dos bellezas como estas; te aseguro que ni yo, ni ninguno de mis hombres, haremos otra cosa que yacer con ellas tanto como nuestro vigor nos permita” . Así que las transferí a su barco; las caras de sus hombres cuando aquellas dos hermosas mujeres, desnudas y cargadas de cadenas, subieron por la escala de cuerda hasta la cubierta de su galeón eran realmente dignas de verse. Pero enseguida se recobraron de su sorpresa, y a los pocos minutos las dos infortunadas ya estaban siendo manoseadas, y penetradas, por una legión de piratas hambrientos de sexo. Yo zarpé de inmediato hacia Port Royal, con la carta para el gobernador, y al cabo de dos singladuras llegué a la ciudad; me bastó con indicar al secretario del coronel Modyford el negocio que me traía allí para ser recibido, de inmediato, por el gran hombre en persona. Aunque, lógicamente, antes de tomar alguna decisión debía de traducir y leer aquella carta, y luego consultar con la Corona -así de pomposamente me lo dijo-; por lo que opté por regresar a Tortuga, con la idea de volver a visitarle al regreso de la expedición a Maracaibo.

En la isla me encontré dos sorpresas; la primera fue al alcanzar la rada, pues allí estaba fondeado el “Tigre” de Lorencillo. Cuando bajé a tierra me lo encontré en su taberna favorita, bebiendo con el Olonés y otros compañeros; nos abrazamos, y cuando le conté el botín que traía para él se alegró aún más que al verme. Aunque, como de costumbre, se comportó como un auténtico caballero, pues se negó a recibir ni una sola libra del rescate que yo obtuviese por las dos moras: “Eso es cosa tuya, Vasco; a mí, cuando hayas hecho la cuenta de los gastos, me das la mitad del sobrante, pero solo de lo cobrado en Salé; con eso estaremos en paz” . Pero lo mejor no era eso, sino que también iba a sumarse a la expedición a Maracaibo; al igual, por cierto, que casi todos los hermanos que en aquel momento estaban en la isla, con lo que al menos contaríamos con siete u ocho barcos, y casi un millar de piratas. Los bastantes, según el Olonés, para intentar el asalto; por lo que ya podíamos llevarlo a cabo tan pronto como deseáramos. O mejor dicho, así que Agramón regresase de la Martinica, y se sumase a la expedición.

La segunda sorpresa que me esperaba era algo más difícil de manejar: las dos moras, al cabo de unos días de ser objeto de las “atenciones” de los piratas, habían empezado a resistirse a ellas. Lo que tampoco era demasiado problema, pues los hombres se bastaban para forzarlas como desearan, pero sin duda requería un escarmiento; que el Olonés, siempre fiel a su palabra, no les había dado por esperarme a mí. Así que la cosa estaba en mis manos; tras pensarlo un poco, resolví castigar solo a la hija, aunque muy duramente, pues con ello lograría el efecto deseado sin poner en peligro la vida de la madre, que era quien tenía la información valiosa. Pues cabía suponer que ésta, una vez que viese las consecuencias sobre su hija, haría cualquier cosa por evitarle más castigos; y, en cuanto a la muchacha, seguro que el castigo le serviría de acicate para cumplir sus tareas con más entusiasmo. Así que las mandé traer, y una vez las tuve frente a mí, desnudas y encadenadas, empleando como intérprete al moro del Olonés les dije “Me cuentan que no ponéis el suficiente interés en el trato carnal con los hombres. Ya os advertí de lo que sucedería en ese caso” . Para, acto seguido, dirigirme solo a la madre: “Voy a castigar a tu hija por las culpas de las dos; espero que viéndola sufrir, comprenderás que es inútil que os resistáis. Será marcada al fuego como una res, y no una sino cinco veces” . Las dos mujeres comenzaron a llorar, y la madre a suplicarme que la castigase a ella, en vez de a su hija; lo que corté de inmediato diciéndole “Si vuelves a hablar, mujer, no librarás a tu hija de sufrir el hierro candente, pero lograrás que le añada otro castigo: una vez marcada, le arrancaré la piel a tiras con el corbacho” .

La amenaza surtió efecto, y aunque entre sollozos la mujer se mantuvo en relativo silencio mientras mis hombres hacían los preparativos: encender las brasas, e ir a buscar el hierro al barco del Olonés; quien lo usaba a veces en sus prisioneros españoles, tanto para atormentarlos como, principalmente, para humillarlos. Cuando no los mataba, claro, que era lo más frecuente. Mostraba  la bandera pirata, una calavera con dos tibias cruzadas, y rodeándolo todo una letra O mayúscula; todo el dibujo mediría unas tres pulgadas de diámetro, y aparecía en el extremo de un hierro largo, con mango de madera, que pusieron a calentar tan pronto trajeron. Entre varios hombres sujetaron a la muchacha, que se debatía histéricamente pese a sus cadenas, sobre una mesa, de modo que no pudiera moverse ni un ápice; mientras el hierro se ponía al rojo vivo me acerqué y le dije en voz alta “Vamos a marcarte en cinco sitios: por delante, en tu muslo izquierdo, en el lado derecho de tu vientre y sobre tu pecho izquierdo; por detrás, en tu espalda derecha y en el lado izquierdo de tu grupa. Para que el dolor sea lo más prolongado posible, dejaremos unos minutos entre marca y marca; para cuando empieces a recuperarte del sufrimiento causado por la primera, te pondremos la segunda, y así hasta la última” . Tras lo que miré al pirata que iba a aplicarle el hierro; él lo sacó del fuego, me lo mostró y, viendo que ya tenía un color embravecido, le hice señal de que comenzase.

Cuando el hierro candente se apoyó sobre el muslo de la muchacha no solo ella dio un alarido de dolor escalofriante, casi animal; su madre gritó tanto o más que ella, y comenzó a recitar lo que parecía una oración. Pero la hija no la podía oír, seguramente, pues estaba sumergida en un dolor tan terrible que resulta imposible describirlo con palabras; el cual yo conocía bien, pues en mis años mozos había sido marcado en las prisiones del Rey, aunque solo en una de mis espaldas y empleando una marca mucho menor. Así que cuando, unos instantes después, el pirata retiró el hierro del muslo de la muchacha, casi me apiadé de ella; pues la quemadura había penetrado bastante en su piel, y el aire estaba invadido por el olor de la carne quemada. Pero la sentencia debía cumplirse: diez minutos después, una vez que ella recobró un poco el sentido, el verdugo volvió a coger el hierro del fuego, comprobó que estuviese al rojo vivo y se lo apoyó sobre el vientre otros cuatro o cinco segundos, para después retirarlo. Y lo mismo hizo, un tiempo más tarde, justo sobre el pecho izquierdo de la muchacha, de forma que la marca terminase en el nacimiento del seno. Cuando, algunos minutos después, los hombres que la sujetaban le dieron la vuelta, para poder marcarla en su espalda, la muchacha se dejó hacer como si fuese una muñeca de trapo; solo emitía débiles quejidos, y su cuerpo desnudo estaba literalmente empapado en sudor. Pero cuando el verdugo le aplicó el hierro al rojo por cuarta vez, en esta ocasión sobre su espalda derecha, volvió a gritar como una poseída, y a sacudirse entre espasmos incontrolables; y lo mismo hizo cuando, diez minutos después, el hierro candente se apoyó sobre su grupa, donde permaneció otra vez unos segundos.

Agramón aún tardó casi dos semanas en regresar de la Martinica, pero cuando lo hizo no nos llevó ni dos días zarpar, una vez estuvo aparejado, hacia Maracaibo. Donde tardamos más de una semana en llegar, y además para no obtener no ya el botín esperado, sino siquiera nada de valor; la ciudad había sido saqueada tantas veces que incluso la comida escaseaba. Y la guarnición se había marchado, aparentemente, pues casi no había defensas; o quizás era que el Consejo de Indias, simplemente, no había enviado tropas a reemplazar a los caídos por los ataques anteriores. Así que, una vez que nuestros piratas hubieron descargado sus iras en la población, matando a muchos hombres y yaciendo con todas las mujeres que pudieran merecerlo, tuvimos que optar entre regresar por donde habíamos venido, o seguir hasta el final del Lago y atacar Gibraltar. Lo que nos aseguraba un buen botín, pues aquel puerto era importante y la ciudad muy rica; pero a la vez nos exponía a encontrarnos, al regresar, con que Maracaibo hubiese sido rearmada, y no había otro modo de salir a mar abierto que por su canal. Al final se impuso el ansia de presas, y seguimos hacia el sur; fue una excelente idea, pues en el ataque a la ciudad obtuvimos un botín que, según calculó el Olonés, alcanzaba el cuarto de millón de piezas de oro. Aunque hubo que vencer la resistencia de una importante guarnición, de casi 500 soldados, que nos puso las cosas muy difíciles; así que, una vez fueron derrotados, decidimos permanecer en la zona durante un tiempo, y saquear las encomiendas repartidas por los alrededores. Pues la mayoría, dedicadas al cacao y a la caña de azúcar, eran muy prósperas. Nos dividimos por grupos, procurando que fuesen lo bastante numerosos como para vencer cualquier resistencia que encontrásemos; yo, por la confianza que nos teníamos, integré una partida con Lorencillo, sus hombres y los míos.

XII

A la mañana siguiente, fue el propio Luis quien vino a buscarme a aquel pozo donde yo pasaba las noches. Venía acompañado de dos esclavos, entre ellos el que -yo suponía- le había dado aviso de lo que sucedía, y lo primero que hicieron fue llevarme a las caballerizas; donde usando varias herramientas me quitaron todas mis cadenas. De allí me llevaron, ya por completo desnuda, hasta un rincón de la selva próximo, en el que había un enorme samán; al llegar junto a él pude ver que, de una gruesa rama horizontal que discurría paralela al suelo, a cinco o seis varas de éste, colgaban dos sogas separadas entre sí algo más de una vara. Los dos esclavos me hicieron tumbar en el suelo justo debajo de aquellas sogas, y acto seguido cada uno me sujetó de una pantorrilla; de esta guisa me levantaron en el aire, dejándome boca abajo y con las piernas separadas, postura en la que me mantuvieron mientras Luis me ataba cada tobillo a una de las cuerdas. Hecho lo cual clavaron en el suelo sendas estacas, más o menos a la altura de donde las sogas estaban sujetas al árbol, y a ellas sujetaron mis muñecas usando otras dos cuerdas; con lo que, una vez que terminaron de atarme, mi cuerpo desnudo quedó formando una letra X en posición invertida. Y, por supuesto, con mi sexo abierto, y totalmente ofrecido al castigo.

Desde aquella incómoda postura pude ver como todos los esclavos, o al menos muchos de ellos, se concentraban alrededor de aquel árbol; y al poco se acercó Luis a mí llevando un látigo en la mano, grueso, hecho del cuero de algún animal y de como dos varas de largo. Mientras me lo enseñaba, me dijo “Aunque ganas no me faltan, no seré yo quien te castigue, Catalina, sino los esclavos. Pues es justo que, si yaces con ellos, seas también castigada por su mano. Cada uno te dará seis latigazos, de los que la mitad habrán de ser en el lugar de tu pecado, y lo harán con tanta fuerza como sean capaces; le he prometido la libertad al que, a mi juicio, te golpee con más saña” . Tras lo que entregó el instrumento al esclavo que nos había delatado, y le hizo gesto de que comenzase. El hombre, sin embargo, no parecía tener prisa alguna; pues tras tomar el látigo de manos de su amo se me acercó, y frotó con él mi sexo mientras me decía, en voz lo bastante baja como para que Luis no le oyese: “¿Ves lo que te ha sucedido, por no querer hacer conmigo lo mismo que ya hacías con Juan? Espero que, si te recuperas de la paliza que vamos a darte, en el futuro serás más amable con nosotros” . Tras lo que se apartó un poco, e hizo algunos ensayos con el látigo; primero dando golpes al aire, sacándole al instrumento unos chasquidos aterradores, y luego lanzándolo muy suavemente hacia mi cuerpo, hasta que halló la distancia ideal. Entonces plantó ambos pies firmemente en el suelo, un poco separados, llevó el látigo a su espalda, por encima de su cabeza, y lo descargó sobre mi sexo con toda la furia de que era capaz.

Había calculado la distancia a la perfección, pues el extremo del látigo golpeó de lleno en mi sexo. Nunca en mi vida había sentido un dolor así, mil veces peor que los que sufrí durante el parto; pues al dolor del fuerte impacto, que me pareció capaz de arrancarme de mis ligaduras, se sumó enseguida un escozor intensísimo, parecido al que causaría la sal en una herida recién abierta, que nacía en mi sexo pero me atravesaba todo el cuerpo como un insoportable calambre. Di un alarido animal, surgido de lo más profundo de mi alma, y comencé a sacudirme en mis ataduras como si sufriese convulsiones; y, para cuando comenzaban a calmarse mis estertores, me alcanzó el segundo latigazo. Este lo lanzó en sentido horizontal, y se enroscó un poco más arriba, a la altura del centro de mis muslos; yo comencé a llorar, y a suplicarle que se detuviera, mientras sentía que me faltaba el aire, y mi cuerpo se cubría de una fina capa de sudor. No me hizo caso, claro: el tercero volvió a golpear de lleno en mi sexo, arrancándome otro aullido inhumano; el cuarto lo lanzó hacia mis pechos, logrando golpear con la punta del látigo en mi pezón derecho, y casi arrancarlo. El quinto volvió a caer justo sobre mi sexo, aunque esta vez alcanzó también la hendidura entre mis nalgas; y el último volvió a darlo en horizontal, cruzando mi trasero justo por su centro. Para acto seguido entregar el látigo a otro de los esclavos; quien comenzó su media docena por completo ajeno a mis frenéticas súplicas, y a mis chillidos de dolor.

Para cuando el segundo esclavo terminó de golpearme yo ya no podía ni gritar, pues de mi garganta solo salían roncos gruñidos; me quedé jadeando, sudorosa y agotada, sumida en una pesadilla de sufrimiento que solo aliviaba, y bien poco, la sensación de mareo que me invadía. Recuerdo que noté en mi cuerpo una sensación de humedad distinta al sudor, y vi como los esclavos reían, señalándome; segundos antes de desmayarme por primera vez noté, en mi boca, el sabor de mi propia orina. Pero tampoco me sirvió de nada perder el conocimiento, pues de inmediato me tiraron un cubo de agua; y, tan pronto como lo recobré, continuó mi castigo. Yo era incapaz de nada más que gemir, llorar, sudar, contorsionarme en mis ataduras e implorar clemencia, pero nadie me hizo el menor caso; los latigazos siguieron cayendo sin piedad sobre mi sexo, mis muslos, mis pechos y mis nalgas; y tantas veces como volví a perder el conocimiento que hicieron lo mismo: lanzarme un cubo de agua para que lo recobrase, y seguir pegándome. No sé cuántas veces lo hicieron, pues perdí la cuenta a partir del tercer esclavo; pero lo menos habría allí, cuando empezaron a azotarme, una treintena larga de ellos, por lo que imagino que me darían unos doscientos latigazos. Y, si todos hicieron como los dos primeros,  la mitad de ellos en mi sexo. Lo único que sí sé es que llegó un momento en el que dejaron de pegarme; aunque no me descolgaron aún, sino que se limitaron a marcharse, quizás a trabajar, dejando mi cuerpo desnudo y martirizado colgado de aquella rama de árbol.

Supongo que allí estuve muchas horas, pues para cuando vinieron a descolgarme caía ya la tarde; yo estaba muy mareada, tanto por el dolor como por llevar tanto tiempo cabeza abajo, y no pude ponerme en pie. Además, tenía las piernas agarrotadas, surcadas de calambres, y cuando pude por fin ver el aspecto de mi cuerpo empecé a llorar otra vez; pues por todas partes se veían las marcas, gruesas y violáceas, que el látigo había dejado sobre mi cuerpo. Pero lo peor era mi sexo, hinchado y amoratado; la lluvia de golpes que había caído sobre él había provocado, además, que en muchos lugares la piel se hubiese roto, y por todas partes veía restos de sangre coagulada. Aunque no me atreví a tocarlo, pues el mero movimiento de mis piernas ya me provocaba espasmos de dolor; bastó con que un esclavo me levantase del suelo y me cargase sobre su hombro, juntándome las piernas para poder sujetarlas mejor, para que yo empezase otra vez a gemir como si me estuviesen azotando de nuevo. No fue eso, sin embargo, lo que hicieron, sino llevarme al pozo donde pasaba mis noches; una vez allí me dejaron tirada en un rincón, junto con una bacina y una jarra con agua, y se marcharon. Hasta la mañana siguiente no logré, reptando por el suelo, desplazarme la escasa distancia que me separaba del agua, y beber un poco; por el camino tuve que hacer varias paradas, pues el roce del suelo en mis heridas me hacía ver las estrellas. Pero finalmente lo logré, y además de beber limpié como pude las cicatrices de los latigazos; sin tocar para nada mi sexo, pues no me atrevía. Ya que la única vez que oriné en toda la noche el pinchazo de dolor fue algo terrible; como si, en vez de orinar, estuviese dando a luz de nuevo.

Allí dentro pasé varios días, no sé cuántos pero más de una semana; en todo ese tiempo no recibí más que una breve visita cada día de mi marido, en las que me traía algo de comida y agua, y cambiaba la bacina. Y aprovechaba para revisar el estado de mis heridas, a las que aplicaba a diario un ungüento que me escocía una barbaridad; pero que, según él, evitaría que las cicatrices se infectasen, y con ello peligrase mi vida. Lo cierto era que el escozor que aquella pomada me producía, sobre todo al cabo de un poco de haber sido aplicada, era tan intenso que el segundo día le supliqué que no me la pusiese más. Pero Luis fue, como siempre, inflexible: “No solo resulta necesaria para tu curación, sino que también es un instrumento más de tu penitencia; de hecho es un preparado inventado por los indígenas de la zona, hecho de plantas locales, muy eficaz pero en desuso. Precisamente por lo mucho que sufrían los que lo recibían… Pero tú estás aquí para sufrir, así que por eso te la pongo. Puedes elegir: o te la dejas poner de buen grado, o llamo a los esclavos y te volvemos a cargar de cadenas; te aseguro que, de grado o de valimiento, te voy a cubrir cada día con ella. Y, si te vuelvo a encadenar, ya no te las quitaré más mientras permanezcas aquí dentro; tú verás qué te conviene” . Visto lo cual no me quedó otra opción que dejarle que untase toda mi desnudez con aquel mejunje; al frotar mi sexo con él, seguramente para así aumentar mi tormento, noté que hacía aún más fuerza con la mano, y no pude evitar dar unos gritos desgarradores.

Para cuando ya empezaba a poder moverme un poco, y sobre todo a ponerme de pie, escuché un día lo que me parecieron disparos; al aguzar el oído escuché también gritos, carreras, golpes, …Daba la sensación de que allí arriba alguien estaba peleando, y duró un buen rato; al cabo del cual regresó el silencio más absoluto a mi pozo, y al menos continuó así por una hora. Pero, de pronto, oí el sonido -para mí ya inconfundible- de la puerta del cobertizo donde estaba, y poco después alguien levantó la reja que cerraba mi prisión; al principio pensé que eran alucinaciones mías, pero luego me di cuenta de que el hombre que la había abierto era un pirata, pues vestía como los que me habían atormentado en aquella isla donde nos depositaron. El hombre colocó la escala y, en vez de bajar, me hizo señas de que yo subiera; lo que hice como pude, pues mi estado era mejor, pero no tanto como para trepar con agilidad por una escalera de mano. Pero lo logré, y al llegar yo arriba me sujetó de un brazo y me hizo dar una vuelta sobre mí misma, mientras contemplaba mi desnudez con sorpresa; lo que, seguro, se debía a las terribles marcas que el látigo me había dejado por todas partes. Ahora sí que las pude contemplar en todo su horror, a la débil luz que se filtraba en la cabaña; la suficiente como para poder ver los anchos surcos que cruzaban mis muslos, mi vientre, mis pechos y mis nalgas, y las terribles heridas a medio cicatrizar en que se habían convertido los labios de mi sexo.

Pero aquel hombre no me dio mucho tiempo para poder contemplar los estragos del látigo sobre mi cuerpo desnudo, pues me cogió de una mano y, tras abrir con la otra la puerta del cobertizo, me sacó fuera. De inmediato tuve que cerrar los ojos, pues la luz me cegó por completo; llevaba demasiados días en la oscuridad como para soportar de golpe el sol del trópico. Por todas partes oía voces de hombres, la mayoría hablando en lenguas que no comprendía; y por el tono parecía que estaban asombrados por mi aspecto, igual que el pirata que me había sacado del pozo. De pronto, una voz que me resultaba familiar me habló en español: “Vaya, Doña Catalina, veo que volvemos a encontrarnos. Y, como en la isla La Tortuga, está usted desnuda y bien cubierta de azotes; acabaré por pensar que se los merece… En fin, sea bienvenida de nuevo a la condición de esclava, aunque de veras que nunca pensé que la vendería dos veces” . Al punto estalló una risotada general, que duró largo rato; yo entreabrí los ojos lo poco que pude, y al hacerlo me llevé una gran sorpresa; pues el hombre que me había hablado no era otro que Lorencillo.