¡Vendida! al mejor postor (fragmento)

Fragmento gratuito traducido conseguido en la web de PF. Sesión preliminar

¡Vendida! al mejor postor (fragmento)


Título original: Sold! To The Highest Bidder

Autor: Reece Gabriel (c) 2002

Traducido por GGG, agosto de 2002

Había diez de los chicos de la facultad. Con sudaderas, vaqueros y ropa militar. Seguro que eran atletas, y cuando la puerta de la habitación privada se cerró detrás de mí vi que todos estaban empalmados.

La propia habitación estaba decorada en rojo. Paredes tapizadas de terciopelo rojo, alfombrillas rojas y muchos espejos. Había una cama con forma de corazón, junto con un par de sillones y, en la esquina, una especie de potro con cadenas colgando de él. Cerca, en la pared, colgaba una fila de palas y látigos.

"Quítate los zapatos," sonrió el cabecilla, un rubio alto con pelo rapado. "Siéntete como en casa."

La alfombrilla cosquilleó mis pies desnudos. Me sentí avergonzada, apestando a cerveza, desnuda, un objeto de pura lujuria y desprecio para estos hombres diez años más jóvenes. Ya les había dejado hacer mucho, pensé. ¿Cómo podría poner límites ahora?

Las palabras de Jerry volvían ahora a mi mente. Sin límites, había dicho. Sin piedad.

"Nos presentaremos," dijo un moreno voluminoso al pelirrojo, con sus músculos ondulando bajo una sudadera roja.

"Buena idea," asintió el otro abriéndose los pantalones. "No seas maleducada, muchacha ligera de ropa. Dile hola a esto."

"Hola," dije vocalizando lastimosamente al miembro palpitante.

"Al mío también," añadió el más oscuro.

Saludé a la segunda verga, igualmente dura, igualmente dispuesta, estaba casi segura, a penetrarme.

"¡Siempre Lambda Chi!" gritó el rubio, bajándose la cremallera. Los otros se alinearon a su izquierda y a su derecha, las espaldas rectas, como soldados fingidos. Diez penes presentando armas, con sus ojos únicos mirándome.

"Dales un beso," dijo el rubio, guiñando un ojo. "No seas tímida."

Tuve que ponerme de rodillas, desplazándome de uno a otro mientras aplicaba mis labios a los yelmos bulbosos. Cada polla palpitaba bajo mi contacto, amplificadas enormemente la lujuria y emoción del acto por el saber que cada uno me poseería, probablemente muchas veces, antes de que la noche acabase.

"Otra vez," ordenó el rubio cuando terminé. "Ahora más despacio. Tócate las tetas para inspirarte."

Puse las manos temblorosas sobre mis pechos. ¡Cómo deseaba que fueran las manos de un hombre!. Manoseándome, poseyéndome. Había líquido seminal en la punta del pene del rubio cuando trasladé mis labios secos hacia él por segunda vez.

"Lámelo," sonrió.

Así lo hice, utilizando la punta de la lengua.

"Jesús," murmuró a uno de sus compañeros. "Desearía conseguir que Ashley hiciera esto."

"O Sabrina. Esa puta es tan estirada jodiendo, no es divertido. Me gustaría agarrarla un día, con su pequeña camisa hasta el ombligo y su sarong (N.T.: especie de falda malaya) y arrastrarla al baño de hombres para que pudiera hacérmelo."

Me trasladé al pene del que hablaba, el que estaba planeando su venganza con la pobre Sabrina, quienquiera que fuera.

"Oh, sí," siseó mientras le lamía sus bajos. "Voy a hacérselo. Si pueden hacérselo a todas estas chicas, ¿por qué no a ella?"

"Por supuesto hermano," bramó el rubio. "Y yo también voy a hacer algunos cambios con Ashley. Nada de dolores de cabeza y nada de criticar mi atuendo de andar por casa. La próxima vez que ella se ponga estirada y borde con vosotros voy a prestárosla durante veinticuatro horas. Eso le enseñará un poco de respeto."

"¡Tío!" gritó algún otro. "Ashley está muy buena, ¡cuenta conmigo!"

"¡Voy a conseguir una fusta para Mónica!"

Me trasladé al siguiente, luego al otro. Todos tenían ideas, maneras de corregir los errores de una multitud de novias indiferentes y arrogantes torturadoras de las pollas de sus compañeros de clase. Estas chicas se iban a llevar una sorpresa. Y quien iba a decir que no fuera eso lo que realmente querían, con su descarada exhibición de sus sexos y sus pullas interminables contra los chicos, como capas rojas delante de toros renuentes.

Los chicos estaban sabrosos, con un sabor acre delicioso, aunque cada uno era diferente. Ninguno, desde luego, como Rainier. Podía estar segura de reconocerle en una fila de cien. ¿Era esta una señal, pensé con consternación mezclada con placer, de que ese hombre era ya mi verdadero amo, tal como Krissy había predicho?

La respuesta era sí, aunque a medida que me acercaba al panorama que ansiaba en secreto, me aterrorizaba. Porque aceptando a un hombre tendría que aceptar a todos. A Jerry, al que ya había llamado de esa forma, y también a Randy. Y ahora estos muchachos. Estos hombres en fase de despertar.

"Trágatela a fondo," dijo el rubio cuando llegué a un chico de piel oscura con un miembro enorme, el penúltimo de la fila. "Su chica acaba de romper con él, necesita que le animen."

Relajando los músculos de la garganta hice lo que me pedía. Como una buena puta, como la perfecta zorra, me la metí hasta el final.

"Jesús," murmuró alguien. "Me voy a follar a esta mierda."

"Lo mismo digo," dijeron varios a la vez.

"No," levantó la voz el rubio. "Primero le apaleamos el culo, luego nos la follamos."

De inmediato unas manos me bloquearon los brazos. Estaba pegada al dardo de piel oscura. Me mantuve con glotonería todo lo que pude hasta que me arrastraron al potro sujetándome a él. Había correas desde arriba para mis muñecas y dos más para los tobillos. Cuando terminaron de engancharlas estaba abierta en cruz sin poder cerrar las piernas ni proteger los pechos.

"Mírame," ordenó el rubio.

Le miré a los ojos, viendo en el azul claro de su iris una premonición del suplicio que me iban a imponer. Sonrió al ver mi temor.

"Suplícame que te deje ir," me adiestró.

Repetí la fórmula solo para recibir una bofetada en el rostro. "Cállate," gruñó. "Puta."

"¿Qué te parece una pala, zorra?" se burló un niño bajo, fornido con un bigotito delgado y afeitado mientras hacía oscilar delante de mi cara lo que parecía una pala de canoa.

"¡Considéralo tu propia prenda de garantía personal semanal!" se rió el rubio.

Grité cuando la pala impactó en mis doloridas nalgas. La madera fue despiadada provocándome un pinchazo ardiente que reverberó por todo mi cuerpo. Hicieron turnos para pegarme con ella mientras otros manipulaban mi cuerpo indefenso. Me hicieron contar, mientras el chisme se estrellaba una y otra vez sobre mi carne ardiendo. A cada nuevo golpe tiraba hacia delante, a las manos de los otros chicos que estaban ocupados haciendo cosas con mis tetas y coño. Gemí abiertamente cuando alguien me mordió un pezón. Otra mano retorcía los pelos de mi entrepierna.

"Canta, chocho," rió un muchacho. "Canta en voz alta."

Una y otra vez la pala golpeaba en su sitio, mezclándose el dolor con el placer de lo que me estaban haciendo en el terreno sexual. Apenas podía establecer ahora la diferencia, ni sabía que hacer sin ello. Si me hubieran dejado ir, me habría arrastrado hacia ellos, hacia cualquier hombre, para suplicar atención, fuera de la clase que fuera. Me había convertido en la peor pesadilla de un terapeuta. En una puta para el dolor. Una mujer con una autoestima tan baja que solo vive a través de la tortura.

Pero aún había más; ahora veía que estaba libre de mis prejuicios psicológicos. Aquí había algo espiritual. Una necesidad; natural, biológica y profunda. Estaba encontrando mi lugar en el orden natural de las cosas, a través de una sumisión al género masculino. O ¿qué otra cosa podía querer decir que cualquier hombre u hombres, incluso este surtido de inmaduros y groseros muchachos pudieran despertar en mí las pasiones más profundas?

"Di, 'soy una puta'," sonsacó un babeante muchacho de gafas, mientras devolvía las pinzas casi olvidadas de los pezones a su lugar correcto en mi cuerpo.

"S-soy una puta," gemí, agitando la cabeza contra la agonía, el incremento del placer mientras la madera me pellizcaba y mordía y exigía.

"¡Más alto!" Mi trasero recibió el golpe más fuerte, suficiente para hacer que mi cuerpo suave y desnudo se estremeciera y agitara contra las cuerdas.

"¡Soy una puta!" grité, creyéndomelo, poniéndome a mí misma en esa admisión.

"Bajad a la puta," se rió victoriosamente el rubio. "Ya es hora de jugar."

No hubo necesidad de atarme a la cama. Había suficientes manos para sujetarme, amoldar y situar mi cuerpo para la penetración máxima. Al principio me tomaban de uno en uno, por la espalda, eligiendo uno de los dos agujeros más obvios. Cuando aumentó la impaciencia de los otros, me pusieron a cuatro patas de modo que uno podía abrirse camino en mi boca mientras el otro surcaba mi canal sexual. Mi culo tampoco se rechazaba cuando se lubrificaban con mis jugos sexuales y hacían turnos para sodomizarme sin piedad. Incluso cuando mi coño no estaba ocupado estaba sometida a una incesante sucesión de espasmos. No podía decir de ningún modo donde terminaba un orgasmo y empezaba otro.