Veinte años
Y las cosas continuan igual.
Veinte años.
Fue cuando iba por la sexta copa que me lo topé. Andaba yo de viaje de negocios, dizque promoviendo mi última novela entre la comunidad latina de los Estados Unidos, la de Los Ángeles, siendo más específico. "Mil formas para matar a tu suegra y no ser descubierto", como se titulaba el libro por el cual me encontraba en aquella ciudad de gente culta y mente abierta, había obtenido cierta fama en México, por lo que mi editor, fiel a su tradición de contradecir todos y cada uno de mis deseos, insistió en internacionalizarla. Luego de varias llamadas y una que otra mamada que, de habérmelo permitido y no ser tan goloso, yo con gusto hubiera dado, me anunció que la presentación de mi obra estaba arreglada para marzo. Vivíamos el mes de enero.
Los días corrieron amontonándose en semanas que habría querido detener. No eran los nervios ni el miedo lo que me impedía sentirme emocionado, sino la indiferencia y la decepción, el poco importarme lo que pudiera o no pasar y la vergüenza de haber vendido mis ideales para llegar a ese punto de tal desinterés. Lo que había comenzado como una historia de amor entre dos hombres de familias conservadoras del México colonial, lo que había empezado como un simple gusto por escribir, se había transformado en una estúpida novela de espionaje y asesinatos que me consiguió una fama que jamás pedí y me llevaría a una ciudad que nunca quise conocer, para presentar un texto que de tantos cambios ya no sentía mío, y hablar frente a personas que en la vida planeé hablar.
Pude haberme negado, pude haberle dicho a Alfredo que fuera en mi lugar, que al fin y al cabo él era más autor del libro que yo, que no quería seguir con esa farsa de escritor reconocido por sus pocos logros, que no se me daba la gana continuar promocionando una mentira. Pude habérselo dicho, pude habérselo gritado, pero no lo hice, acepté silencioso todo lo que él dispuso y me puse a hacer las maletas. Salí de su oficina con el coraje de no sentir coraje atravesado en el estómago, revolviéndome los jugos gástricos. Me monté en ese automóvil que de joven juré nunca comprar, y conduje hasta ese departamento que me había prometido nunca amueblar y al cual le había colgado ya hasta el molcajete. Me serví el primer trago y no paré hasta haber saqueado cada vinatería, como acostumbraba desde sabrá Dios cuándo.
Pero creo que ya me desvié un tanto del tema, no querrán saber de una de mis tantas borracheras, de los desfiguros y del vómito, de los tropezones y las lágrimas. Lo que pienso puede interesarles más, es lo que en un principio les contaba: la historia de nuestro reencuentro, del suyo y del mío, de ese quien fuera el amor de mi vida y este escritor frustrado por haberse metido de escritor. Lo que tal vez pueda entretenerlos por unos minutillos, y con un poco de suerte, si no he perdido la capacidad de que mis palabras transmitan más que sueño, hasta excitarlos o incitarlos a la masturbación, es esa noche que volvimos a juntarnos y a embonar uno en el otro, uno dentro del otro, esa noche que inició cuando bajé al bar del hotel donde me hospedaba, esa noche en la que iba ya por mi sexta copa.
Como les decía, le pedí una más al cantinero, y lo llamó así no crean que por desprecio sino porque eso justo parecía, uno de esos machos mal hablados que se rascan sus partes antes de inclinar la botella, uno de esos hombres de semblante rudo que adornaban las películas de vaqueros. Estaba pero si bien lindo el muchachillo. Le calculé entre veinte y veinticinco, aunque a mi edad se tiende a ver como bebés a quienes no lo son, así que pudo tener más, pero qué importa. El caso es que estaba hermoso y que poco o nada tiene que ver él con lo que aconteció enseguida, con los que nos vinimos después. Él nomás me sirvió la copa, mi cuello, mis ojos y el destino hicieron lo demás.
Sin querer yo hacerlo, como si una voz lejana me lo hubiera aconsejado, giré mi cabeza y repasé el lugar con la vista, revisando quienes eran esos otros que al igual que yo gustaban del alcohol. Cuál fue siendo mi sorpresa al descubrir que lejos estaba de ser el único en aquella barra, y mucho menos de ser el único en el bar. Decenas de personas acompañándome a estar solo, y yo que ni siquiera les había dirigido un saludo. Sintiéndome apenado por mi poca educación, me dispuse a visitar alguna de aquellas mesas. Para decidir cuál de todas sería la afortunada en contar con mi desagradable presencia, volví a recorrer el sitio con la mirada, y que la vida me sorprende una vez más, que la vida me cumple eso que desde años atrás había dejado de soñar, eso que en un retrete y con la verga de un desconocido en la boca terminara por olvidar. Ahí, sentado en una esquina, con copa en mano, estaba él: el hombre a quien amé.
Ignoró si escuchó el acelerado latir de mi corazón, o si el aroma a recuerdos de las lágrimas que dibujaron mis ojos llegó hasta su nariz, pero, perdiendo esa concentración en la nada, su mirada chocó con la mía. Con lentitud dejó el vaso sobre la mesa, y con el inesperado verme de nuevo se levantó de la silla. Yo también me desprendí de la copa, y en un suspiro expulsé la falsa seguridad que el beber me suele dar. Las manos empezaron a sudarme, y el labio superior a tambalearse. Con cada paso que él daba, con el verlo de mí más cerca, los años se me fueron resbalando por la ropa y retrocedí a mis días de juventud, a ese mariposeo en el vientre que puede llegar a ser causa de accidentes, que puede en segundos la razón nublar. Había creído que todo estaba ya olvidado, que no quedaba nada por sentir, pero no era así, lo supe cuando estiró su mano con la intención de estrechar la mía, cuando me dirigió una sonrisa esperando hiciera yo lo mismo, cuando abrió la boca para darle paso a esa voz que me cautivaba, esa voz que de oírla me encendía y no pensaba en nada más, esa voz que sonaba ora rasposa a consecuencia del tabaco.
Hola, chaparro. Me dijo como si el tiempo no hubiera pasado.
Hola. Le dije evitando sonreír.
¿Cómo has estado? Me preguntó fiel a la rutina.
Pues ahí, pasándola. Le respondí ocultando mi emoción.
¿Puedo sentarme? Me cuestionó ya con sus glúteos sobre el asiento.
Claro. Le contesté sentándome también.
Habiéndonos acomodado y habiendo hecho las preguntas de rigor, tardamos un buen rato en encontrar de qué charlar, tiempo que aproveché para verlo más detenidamente, para examinar como habían pasado por él los años. No fueron muchas las diferencias que descubrí, nada más noté que la calvicie había avanzado acrecentando su frente, varias arrugas trazadas a lo largo y ancho de su rostro, unos anteojos con mayor graduación, y abultados en su barriga esos kilos que por meses me pregunté dónde había perdido. De ahí en más, seguía siendo el mismo: ese sujeto feo y con mal cuerpo que a mis ojos era atractivo en exceso, ese tipo que me atrapó con su no sé qué.
¿Qué te tomas? Lo interrogué para romper el hielo.
Lo que estés tomando tú. Me respondió falto de iniciativa, justo como antes.
Sírvale una al caballero, por favor. Le pedí al bello cantinero.
Mejor déjeme la botella de una vez. Sugirió Alberto.
¿Para qué la botella? Discutí su decisión Si mal no recuerdo, con dos copas ya estabas en el suelo. Mira que yo no te levanto, eh, no en ese sentido.
No te preocupes, que no hará falta. Yo no me la voy a tomar. Aseguró.
¿Ah no? ¿Quién entonces? Le pregunté.
Pues tú respondió , cuando subamos a tu cuarto a platicar.
¿A mi cuarto? ¿Qué te hace pensar que quiero irme de aquí? Yo estoy muy a gusto en ésta barra. Afirmé intentando escucharme convincente.
¿Seguro? Por lo qué estoy viendo apuntó su mirada a mi entrepierna , yo creo que no.
Desde el momento en que su presencia captara mi atención, mi mente comenzó a recordar aquellas tantas veces, aquellos tantos lugares, aquellos tantos besos y aquellos tantos clímax. Cada caricia, cada olor, cada sonido y sensación se posesionaron de mi pensamiento imaginando repetirse. El termómetro subió tres grados, y mi miembro cambió de ángulo: pasó de estar en el plano negativo a alcanzar casi los cincuenta y alzar la tela de mi delgado pantalón, delatando mis deseos de revivir lo que mi cerebro me traía de vuelta, y echando por la borda mis intentos de parecer indiferente. No tuve más opción que reconocer mis ganas, no me quedó de otra que decir que sí. Me guardé otro no, que a fin de cuentas es lo que mejor me sale, y me puse de pie.
Está bien, tú ganas. Vamos arriba, pero nada más a platicar. Le advertí.
¿Cuándo dije que quería algo más? Me cuestionó con tono cínico y agarrando la botella.
Luego de pedirle al cantinero que lo que habíamos consumido lo cargara por partes iguales a nuestras cuentas, abandonamos el bar y atravesamos el lobby. Tomamos el ascensor y nos bajamos en el piso once. Caminamos hasta la habitación número ciento quince, introduje la tarjeta para abrir la puerta y entramos en el cuarto. Todo eso, sin decir palabra alguna, nada más mirándonos y conteniendo los impulsos de liarnos por los pasillos como cuando estábamos juntos, como cuándo éramos jóvenes, como cuando nos amábamos.
Una vez dentro de la habitación, me deshice de mi saco mientras él servía un par de tragos, en las tazas de café que descansaban en el buró con las manchas de haber sido usadas antes y, probablemente, con los besos de una que otra cucaracha cubriendo invisibles los bordes. Nos sentamos en la cama y nos pusimos a charlar, de lo clásico, del porqué estábamos en la ciudad, de qué hacíamos tan lejos de casa, solos, como quizá siempre estuvimos aún estando juntos, aún durmiendo él a mi lado y despertando yo al suyo.
Vine por cuestiones de trabajo, a capacitarme en técnicas nuevas que quiero implantar para incrementar la producción y reducir los costos. Me contó.
¿Sigues trabajando donde mismo? Inquirí.
No, afortunadamente ya no confesó . Ahora tengo mi propia empresa, que aunque todavía pequeña, no deja de ser mía. Fabricó productos de limpieza. Me va bien, en cuestiones de negocios no me puedo quejar.
¡Me da gusto¡ ¡Mucho gusto, en verdad¡ Exclamé.
Y, ¿tú? ¿Qué andas haciendo por acá? ¿Vives aquí? O ¿qué? Me consultó.
¡¿Cómo crees?¡ ¡Ni de chiste¡ Expresé Además, ¿crees que si viviera aquí, estaría hospedado en un hotel?
Pues no, ¿verdad? ¡Qué tonto soy¡ Señaló en tono de broma.
Tú lo dijiste. Mencioné como estando de acuerdo con el comentario y soltando una leve risa.
No has cambiado en nada, siempre riéndote de mí. Pero bueno, si no vives aquí, detállame qué te trajo a Los Ángeles. Me pidió.
Lo mismo que a ti: el trabajo. A mi editor se le ocurrió hacerle publicidad a mi novela por estos lares, y heme aquí: esperando a que amanezca para asistir a la conferencia, echándome unos tragos y conversando contigo para matar el tiempo. Le relaté.
Así que conseguiste lo que deseabas y publicaste un libro, ¿no? Me alegra que hayas realizado tus sueños. Siempre supe que lo lograrías. Afirmó.
Que me comunicara su confianza en mi éxito me hizo sentir bien, tan bien que, como quinceañera al escuchar un piropo de su primer novio, teniendo yo más de cuarenta, me ruboricé y agaché la mirada, para ocultarle mi pena. El que no le sorprendieran los motivos por los que hacía ese viaje me agradó, tanto que no lo saqué de su error, tanto que no le confesé que las cosas no eran lo que parecían. Esa fe en mí borró la advertencia que le hiciera antes de subir al cuarto, y él se percató de ello. Al ver que no decía nada, al ver que ya ni siquiera sorbía de la taza, se dio cuenta de que sólo necesitaba que diera el primer paso para entregarle hasta mi alma. Me tomó de la barbilla y levantó mi cara. Luego me besó y nos tumbamos sobre la cama.
El vino mojó el suelo después de romperse el recipiente que lo contenía, soltado por nuestras manos al encontrar mejores cosas que tocar, lugares más indicados para acariciar. Su saliva humedeció a la mía mientras los botones de las camisas se zafaban de los ojales, descubriendo un par de torsos: moreno y velludo el suyo y blanco y lampiño el mío. Nuestras lenguas tropezaban con nuestros dientes y nuestros sexos frotándose el uno contra el otro, dándose la bienvenida después de tantos años, presagiando un gran encuentro una vez que estuvieran liberados. Su nariz hundida en mi mejilla, mis ojos queriendo atravesar los suyos. Mis dedos enredados en sus tetillas, los suyos masajeando ya mi culo, ese que tanto y siempre le gustó, ese por el que incontables veces entró y entonces lo llamaba, y entonces lo pedía y con el índice lo penetró, dibujando un arco en mi espalda y arrebatándome un quejido de satisfacción.
Te extrañé. Me reveló.
No te creo. Dije yo.
De verdad. Él insistió.
Yo no. Mentí.
La desnudez fue ganando terreno al mismo tiempo que nuestros labios se irritaban de tanto roce, de tanto clavarnos los colmillos para asegurarnos de no estar soñando, de no ser uno producto de las alucinaciones del otro, de no habernos dormido por efecto del alcohol o enloquecido por la falta y añoranza del amor. Sus piernas haciéndole cosquillas a las mías, y nuestros miembros ya con más oxígeno y manteniendo la fricción. Él dándole la espalda al colchón y mi rostro que se deslizaba cuerpo abajo, lamiendo cada poro, chupando cada vello, besando cada lunar. Sus manos cepillando mi cabello, ese que en su cráneo le hacía falta pues su anatomía lo acaparaba, y mi boca buscando que ingerir, que comer.
Me fui de largo al alcanzar su cintura y me ocupé por un buen rato de sus pies. Dedo por dedo con mi lengua acaricié y su impaciencia comenzó a surgir. Andaba yo de buenas y decidí no hacerlo esperar más, regresar por donde había venido y ocuparme de ese instrumento aún cautivo, de esa herramienta cuyas características tenía presentes como aquel primer día en los sanitarios de la universidad, cuando por poco nos descubren en mero acto: él con los pantalones abajo y yo sentado en el escusado, él con la verga dura y de fuera y yo mamando, encantado, extasiado, masturbándome al ritmo de mi boca.
Emprendí pues, camino pene arriba, y con él me topé al despojarlo de su bóxer, uno parecido a los que solía regalarle para que en la intimidad me modelara, esos que le rogaba no lavara y usara toda una semana para regocijarme con su aroma, para ponérmelos de máscara mientras hacíamos el amor. Y ya teniéndolo de frente, con su tamaño medio y regordete, no pude resistir el ser paciente y me lo tragué entero, hasta impactarse mi nariz con su pubis ladrón, con esa selva negra que bien debiera haber estado en su cabeza. Volví a probar ese sabor que antes llevara conmigo a todas horas. A punto estuve de explotar al sentir su falo alojado en mi boca, y él suspiró y exclamó un largo sí cuando percibió la suave textura de mi garganta envolviéndole la punta, derramando gruesos y constantes hilos de lubricante como de costumbre.
Poseídos por la espera de dos décadas, mis labios y mi lengua se movieron como bestias. Sin preocuparme que por las prisas aquel encuentro durara poco, mi mamada era violenta. De haber continuado a ese paso, él no habría tardado en venirse, pero por fortuna me detuvo.
Espera. Detente un poco, por favor. Me exigió sacando su miembro de mi boca y apretándolo por la base, para detener la eyaculación.
Mientras él se esforzaba por no manchar las sábanas, yo me hinqué encima de su cara y le acerqué mi pene, para frotarlo por su frente, sus ojos, nariz, mejilla y labios, para cuando abriera éstos últimos, sin piedad follarlo, hasta corredme en su interior, con el hecho de que odiaba el semen en la mente, buscando un poco de venganza por su dejarme solo, por querer ser un simple amigo y después ni eso forzarse en mantener, por permitir que me desilusionara tanto para nunca más llamarle, por perdernos el contacto y después, en una ciudad extraña a miles de kilómetros de la nuestra y habiendo pasado veinte años, venir a encontrarnos.
Colocando mis manos sobre la cabecera para darle más fuerza a mis idas y venidas, empecé a cogérmelo por la boca, sin él oponer resistencia, al menos al principio, porque al darse cuenta de que no pretendía parar hasta inundarle la garganta con mi esperma, dejó de mover su lengua a lo largo del tronco de mi verga y trató de hacerme a un lado sin conseguirlo. No fue hasta que se le ocurrió atravesar mi ano de nueva cuenta, que la furia y la rapidez en mis meneos disminuyó. El estimular mi próstata siempre fue una de sus mejores armas, y al parecer lo recordaba. Poco a poco fui cediendo, y en unos minutos me tuvo contra las almohadas, gimiendo del placer que sus dedillos me proporcionaban.
Para, por favor. Le suplicaba al tiempo que mis uñas rasgaban las sábanas.
¿Quién es el que ruega ahora? Quisiste pasarte de listo y vas a tener que pagar por ello. Amenazó.
El índice y el medio continuaron girando y rascando insertados en mi esfínter, y yo seguí rogándole que interrumpiera ese suplicio, sin obtener la más mínima compasión de su parte. A su tortura le fue agregando unos besos en mi cuello, su respiración en mi espalda y jalones en mi cabello. Mi nivel de excitación crecía y él no tenía para cuando parar. Cuando pensé que las cosas no podían empeorar, que mis ansias no podían ser más grandes, la punta de su polla comenzó a pasearse por mis nalgas y por entre de ellas, separándolas yo por instinto, como siempre que acostados jugábamos en mi cama y lo invitaba a en mí adentrarse, a en mi interior convulsionarse y con su venida por dentro regarme.
Sigues siendo un facilote, nomás sientes una verga rondándote e inmediatamente entregas el culo para que te ensarten. Pronunció en ese tono sucio y agresivo en el que siempre quise que me hablara y nunca me cumplió.
Quise decir algo, pero sus dedos abandonaron mis adentros y el que faltara muy poco para que me penetrara me robó la voz.
Su peso fue abrigando mi cuerpo, su cabeza se recostó en mi hombro y su miembro violentó mi abstinencia de meses, mi falta de carne, mi falta de un hombre con el que en verdad vibrara y con quien no me sintiera culpable de gozar. Mis paredes anales le fueron dando el paso a ese trozo tibio y rígido por el que en un momento llegué a pensar daría mi vida, por el que en un tiempo deliraba. Y cuando estuvo alojado por completo en mi interior, ambos suspiramos y nuestras manos se buscaron, para entrelazarse, para dar comienzo al mete y saca que por años añoramos, por el que tantas noches y sin más estímulo que una película pornográfica mojé mis calzoncillos.
Creo que fue el saber que quizá después de esa ocasión nunca más se presentaría otra, lo que nos motivó a olvidarnos de los desesperados movimientos de encuentros pasados, de ese rabioso choque de sus testículos contra mis glúteos, de ese escandaloso sube y baja de la juventud. Nos fuimos sin prisas, disfrutando cada roce, adivinando yo cada uno de los pliegues de su pene y él disfrutando mis espasmos hasta el hueso. Con la misma sincronización de antaño, con ese entendernos a la perfección, fuimos lentamente recorriendo el trayecto hacia el orgasmo.
Él se alejaba, su erecto miembro salía de mí, y yo me hundía en el colchón como si quisiera perforarlo con mi falo, como si deseara que debajo de mí hubiera un buen par de nalgas, para dar al mismo tiempo en que recibía, al mismo tiempo en que lo recibía y entonces levantaba el culo, para encontrármelo, para que llegara más adentro, provocándome ese plácido escalofrío que cuando pareja nos sostenía, ese sabroso cosquilleo tan difícil de explicar, esa sensación que en un hombre sólo puede engendrar otro hombre, uno de verdad.
Él mordía mi cuello, el lamía mi omóplato, y yo correspondía con torpes caricias en sus glúteos, flácidos pero perfectos para mis manos gustosas de cosas suaves, de cosas blandas que bailan como gelatina si las sacudes, si las abofeteas. Él me soplaba morbosas frases a la oreja, reflejo del enorme deseo que lo invadía, que nos invadía, y yo me meneaba con más gusto, despojándole de esos sonidos como de caballo que me ponían la piel de gallina, esos ruidos animal éscos que como de piedra me la ponían y nos proseguimos en el vaivén, en el su verga perforándome con sosiego y firmeza y el en mi esfínter estrujando a está con bravura.
Me vengo. Me informó como solía hacerlo.
Por favor. Le pedí sintiendo yo lo mismo.
¿Dónde quieres mi leche? Me preguntó tomándome por sorpresa.
en la cara, papá. Le contesté.
En cuanto escuchó mi respuesta, se salió de mí y me di vuelta. Se hincó con las piernas a mis costados y la polla apuntando hacia mi rostro, le dio un par de jalones a ésta y, con sus habituales, extraños y desmedidos sonidos como música de fondo para el clímax, se corrió encima de mí, irrigando con su semen desde mi cabello hasta mi pecho, y yo cachando con la boca bien abierta lo que pude. Y estaba ya por masturbarme, con la intención de desahogar las energías acumuladas, cuando Alberto giró ciento ochenta grados y se tragó mi baboso y palpitante miembro, para comenzar a mamarlo con frenesí, acarrearme un acentuado orgasmo y beberse mi venida, hasta la última gota, a pesar de su asco.
¡Eso estuvo delicioso¡ Exclamó escalando por mi cuerpo y volviéndome a besar.
¡Sí que lo estuvo¡ Expresé al despegarse nuestros labios, completamente satisfecho.
Pero el sexo había acabado y con éste se evaporó la magia. Recostado uno al lado del otro, mirándonos a los ojos y sin haber perdido del todo nuestras erecciones, no supimos qué más decir, no encontramos qué más hacer, nos quedamos ahí: inmóviles y sin hablar, esperando que del cielo nos cayeran las respuestas, soñando con que las soluciones que no encontráramos antes nos golpearan la cabeza, de repente y sin haber batallado.
Las manecillas del reloj marcando la hora y nosotros callados. La noche siguiendo su curso y nosotros callados. El semen secándose en mi piel y nosotros callados. Nuestros miembros reposando entre nuestras piernas y nosotros callados.
Bueno creo que es hora de que me vaya a mi habitación. Mencionó al darse cuenta de que no quedaba nada más que decir, que ya no había nada en común, ya ni siquiera las ganas de comprobar que eso era mentira.
Está bien. Señalé dejándolo partir.
Luego de vestirse y soplarme un beso, se perdió tras la puerta y volví a quedarme solo, solo como siempre lo he estado, solo como resignado estoy a estar. Por la cabeza me cruzó la idea de detenerlo, de decirle que lo amaba, me pasó la imagen de que regresaba corriendo hacia mí, me besaba y hacíamos otra vez el amor. Pensé en hacerlo, pensé en gritarle que no lo había olvidado, que no se fuera, pero no lo hice, los finales felices no son para la vida real, ésta siempre termina mal: con un adiós definitivo y uno o dos corazones rotos. Me cubrí con la sábana y me dormí, esperando a la mañana siguiente no recordar nuestro reencuentro.
Al despertar, tomé un baño y me alisté para la presentación de mi libro. Haciendo como que no había pasado nada, sintonicé una estación de rock en la radio y canté cada canción a pulmón abierto mientras me vestía con mi traje de diseñador, ese que pude comprar con el dinero ganado por esa novela que sentía no haber escrito, por esa fama que seguro no merecía, por esa decepción que generalmente dominaba mi vida. Fingí que todo era normal, fingí que todo era normal y me la estaba creyendo, hasta que me percaté de su presencia, no la de él sino la de ella: una nota que tal vez por la madrugada o quizá a primera hora de la mañana, nunca lo supe, deslizó por debajo de mi puerta, una nota que versaba lo siguiente:
"Que tengas suerte en la presentación de tu libro. Me gustaría haber asistido, pero tengo cosas que hacer. Ojala podamos vernos otra vez, ya que ambos hayamos regresado a México. Fue un placer haber coincidido contigo. Un beso y un abrazo. Alberto".
Rompí el papel, lo arrojé al escusado y jalé de la palanca para observar como se iba junto con el excremento que minutos antes acababa de expulsar. Me invadieron unas ganas enormes de llorar, de llorar como nunca lo hice aquel día del primer adiós, veinte años atrás, de llorar sin control y que los ojos se me hincharan y los mocos me escurrieran hasta el cuello, pero me contuve, dominé mis sentimientos y que las penas me sigan carcomiendo, que las mantenga dentro y continúen fregándome la existencia, que para eso están, que para eso son.
Con el alma hecha pedazos, pero la frente muy en alto, pretendiendo estar bien, simulando perfección, abandoné el hotel y tomé un taxi hasta la galería donde la conferencia tendría lugar. La hora acordada se llegó y yo muy poco quise hablar, le di la palabra a mi editor, que al fin y al cabo él había esperado todo eso más que yo, que a fin de cuentas él era más autor de mi novela que yo. Todo fue un éxito, tal como se planeó, y mi reconocimiento escaló unos cuantos peldaños hacia el hartazgo, hacia la locura total. Un reportero me preguntó si mi suegra me había servido de inspiración para el personaje principal de mi historia y yo dije ya no más, ya no escribo otra vez. Tomé el avión de vuelta a casa con el propósito de convertirme en jardinero cuando llegara, con la intención de volverme la más loca de las locas y llenar mi vacío con críticas e insultos, con desaires y mentadas.
Lo que sucedió con Alberto ya lo han de imaginar, ya lo han de predecir, pero igual les contaré. Igual les diré que por las noches, esas noches frías de invierno, mi mano fue la única que me calentó, mi mano fue la única que me dio consuelo. Ese ojala volvamos a vernos, ese beso y ese abrazo mencionados en su carta, esas promesas nunca hechas, como antes, como todo, como las palabras se fueron con el viento. Se fueron con el viento para nunca más volver. Se fueron con el viento dejándome para siempre esta sed. Se fueron con el viento y aquí sigo, justo como hace veinte años: rogando porque vuelva a mi regazo y suplicando por un poco de su amor.