Vamos a ser papás

Un hombre estéril acepta de mala gana la infidelidad de su esposa, que quiere quedarse embarazada. Este relato contiene el fetiche INFIDELIDAD CONSENTIDA.

VAMOS A SER PAPÁS

—Gloria, cariño, ¿por qué no lo dejamos para otro día? Está empezando a llover mucho —le dije mansamente a mi esposa.

Gloria no se molestó en contestarme. Me agarró con más fuerza, si cabe, y siguió andando, tirando de mí como una madre que arrastra a su hijo a la consulta del dentista. Es tal como me sentía. Habíamos quedado con su hermana, Sonia, para hablar de mi "problemilla". Así lo denominó la doctora Gago, y así lo ha seguido llamando desde entonces mi mujer.

—Amor mío, digo que... con esta lluvia... sería mejor dejarlo para otro día. Seguro que Sonia aún no ha salido de casa. Si la avisamos ahora... Puedo llamarla, si te parece bien —le insistí, sin ninguna convicción.

Gloria volvió a hacer caso omiso de mi sugerencia. Mi pobre excusa del tiempo no hizo mella en su andar resuelto. La lluvia, que caía cada vez con más intensidad, había comenzado a vaciar las calles de transeúntes. Y a esa hora lo único que se oía en esa zona de la ciudad, por la que apenas circulaban coches, era el garboso taconeo de mi esposa. A Gloria no parecía importarle que se le mojaran sus Manolo Blahnik. A mí tampoco, en realidad. Sus zapatos me traían sin cuidado. Con mucho gusto le habría comprado cincuenta pares, y cualquiera de sus carísimos caprichos, con tal de aplazar la cita con su hermana.

—¿Cielo?... está lloviendo mucho.

—Ya te he oído. No seas pesado —respondió finalmente—. Cogeremos un taxi.

—Pero no vamos a encontrar ninguno libre, con el tiempo que...

—¡Mira! —me cortó ella, triunfante—. Por allí viene uno.

Levantó el brazo que le quedaba libre (aún me sujetaba firmemente la mano) e hizo una señal al taxista, que esperó a estar a unos pocos metros de nosotros para pegar un frenazo y así detenerse justo a nuestro lado. La música (electrónica) retumbaba por todo el coche, hasta el punto de que las gotas de lluvia vibraban en los cristales y la carrocería.

—Vamos, entra —me ordenó mi mujer, mientras abría la puerta. En ese momento el taxista bajó el volumen del equipo de sonido.

Nos sentamos en la parte de atrás del vehículo, yo en el lado del conductor y ella en el del copiloto. Mientras entraba me fijé en el taxista. Me miró con cara de fastidio. Tenía el aspecto de un portero de discoteca: cabeza rapada, cuerpo musculado, brazos completamente tatuados. Llevaba unos pantalones ceñidos de color gris plateado muy horteras y una camiseta negra dos tallas más pequeña de lo normal; sin duda para marcar músculo. Sus antebrazos parecían un manojo de cables en tensión y sus hipertrofiados bíceps amenazaban con desgarrar la ajustada manga de la camiseta.

Cuando Gloria metió la pierna para entrar en el coche al taxista le mudó el rostro. Su curiosidad no le permitió esperar a que mi mujer se sentara: alargó el cuello entre el respaldo de los asientos para verla de cuerpo entero a través de la puerta. Ya en su asiento, Gloria se recompuso diestramente el ajustado minivestido azul marino que llevaba puesto. Se estiró la falda tanto como la exigua prenda le permitió, se arregló el escote tirando de los finos tirantes del vestido y se acomodó los pechos con ambas manos. Y al terminar cruzó la pierna derecha sobre la otra, lo que provocó que se le deslizara de nuevo su ceñida falda por el muslo, dejándolo casi totalmente al descubierto. Complacido del espectáculo, el taxista había seguido descaradamente todo el proceso desde el retrovisor. Su procacidad me asqueó. Durante los segundos que había durado la operación todo había quedado en suspenso, como si esperáramos el permiso de mi esposa para volver a la realidad. Antes de dar su consentimiento, sin embargo, necesitaba hacer una última comprobación. Tras un rápido vistazo a su vestido, satisfecha con el resultado, Gloria rompió el silencio:

—Buenas tardes —dijo ella, completamente ajena a toda la atención que había congregado.

—Buenas. ¿Adónde vamos?

Mi mujer le indicó la dirección del restaurante donde habíamos quedado con Sonia. El taxista puso en marcha el taxímetro y a continuación arrancó el coche.

—No pongas esa cara —me espetó Gloria. El taxista nos miró por el retrovisor.

—¿Qué cara?

—Ya sabes, la que pones siempre cuando algo no te gusta.

—Estoy bien.

Quería zanjar el tema. No me apetecía ponernos a discutir delante del taxista, y menos aún tratándose de un asunto tan delicado.

—Sí, claro —ironizó. Y se volvió hacia la ventana. No obstante, se volvió otra vez hacia mí y me dijo—: Sonia es mi hermana. Ya sabes que se lo cuento todo. Y tal vez podría aconsejarnos sobre tu problemilla.

"Problemilla". Ya había salido la maldita palabreja. Y ¿sobre qué clase de asunto médico podría aconsejarnos una peluquera (o esthéticienne, como a mi cuñada le gustaba llamarse)? Antes de que la conversación tomara un cauce más embarazoso lo más sensato por mi parte era finiquitarla presentándole a mi esposa una todavía honrosa rendición.

—Tienes razón, cariño. Lo siento

Pude ver la sonrisa del taxista a través del retrovisor. Sabía perfectamente lo que estaba pensando: «menudo calzonazos». A mi mujer, sin embargo, no le satisfizo semejante subterfugio.

—Si te hiciera tanta ilusión como a mí tener un hijo no te habrías puesto así.

—¿Es necesario que discutamos de esto aquí? —le dije en voz baja, señalándole con un movimiento de cabeza la presencia del taxista.

—Oh, no se preocupe, jefe —intervino de repente el taxista—. Los taxistas somos como curas. No soltamos prenda. Y no se imaginan las cosas que llegamos a oír. De todo, créanme.

—Le ruego que disculpe a mi marido —dijo rápidamente mi esposa, temiendo probablemente que pudiera soltarle alguna impertinencia al taxista por entrometerse—. No tiene nada contra usted. Lo que pasa es que es muy reservado para sus cosas. Precisamente ahora discutíamos porque no quiere que le hable a mi hermana sobre su problemilla médico. Fíjese usted.

—Cariño, por favor. Estoy seguro que a este caballero esto no le interesa —tercié yo, alarmado.

—¿Problemilla? —inquirió el taxista, tirándole de la lengua a mi mujer—. Nada grave, espero.

—Oh, no, no. No en ese sentido —le respondió mientras me sujetaba el brazo pidiéndome calma—. Es que estamos intentando quedarnos embarazados (lo dijo así, en primera persona del plural) y... y él... Para qué andarnos con rodeos: mi marido es estéril.

Miré a Gloria con rabia.

—No vuelvas a poner esa cara. Esto no es un secreto de estado. Es un problema muy común.

—Muy común —repitió el taxista, con una sonrisa en los labios— Aunque, desde luego, ese no es mi problema. —El taxista soltó el cambio de marchas y nos mostró su enorme manaza con tres de los dedos levantados—. Tres hijos tengo ya. ¿Quieren verlos?

—Por supuesto —contestó mi esposa.

El taxista aprovechó un semáforo en rojo para sacarse la cartera del bolsillo de atrás del pantalón. Extrajo una foto y se la entregó a Gloria.

—¡Oh! ¡Qué monos! —exclamó, y me enseñó la foto sin soltarla— Parecen tres angelitos: tan rubitos y con los ojos azules.

—Sin duda ese pelo y esos ojos los han heredado de mí —se jactó el taxista, pasándose la mano por su cabeza rapada al uno.

—¿No sería fantástico poder escoger a un donante con estos rasgos? —dijo mi mujer, que no apartaba la vista de la foto.

—¿Un donante de semen? —preguntó el taxista, con desdén— Quítenselo de la cabeza.

—¿Por qué? —se interesó Gloria, sorprendida por la reacción del taxista.

—La ley no lo permite. No se puede escoger ni el sexo del bebé. Háganme caso. Yo entiendo de leyes.

Joder. Era lo que me faltaba: un poligonero sabelotodo. ¿Qué iba a saber él de leyes? Seguro que eso lo había escuchado en la COPE. Ese no debía haber abierto un libro en su vida. Cuando no estaba en el taxi debía de estar en el gimnasio o, si no, follándose a la choni de su mujer y engendrando Kevins, Jonathans, Jessis o Lorenas. Aunque incomprensiblemente mi esposa parecía darle crédito.

—¿Está usted seguro?

—Totalmente. Y eso no es lo peor —continuó él, dándose aires—. En esas clínicas utilizan el semen del primer desgraciado que cruza la puerta. Todo con tal de ahorrarse un dinero. Eso lo sabe todo el mundo.

—¡Oh! ¡Eso es terrible! —se alarmó Gloria.

—No le hagas caso, cielo. Los donantes tienen que pasar muchos controles. Análisis, pruebas. Cosas así —repliqué indignado. Yo nunca quise recurrir a la inseminación artificial con semen de donante. No es plato de gusto que tu esposa conciba al hijo de otro. De hecho, la decisión la tomó Gloria, lógicamente con la inestimable (e interesada) ayuda de la doctora Gago. Mi opinión nunca se tuvo en cuenta. Pero la suficiencia del taxista me sacaba de quicio.

—Chorradas. Créanme —insistió él—. Cogen a cualquiera, ya se lo digo yo. Y eso suponiendo que no ocurra como en esa clínica de... bueno, ahora no recuerdo de dónde... en la que el médico utilizaba su propio esperma, el muy cerdo. Ese tío tuvo cientos, no, miles, de renacuajos. Hay que echarle huevos.

—¿¡En serio!? —se escandalizó de nuevo mi mujer.

—Lo que yo les diga —se reafirmó el taxista—. Uno tiene mucho mundo y se entera de muchas cosas.

—Exagera —dije yo, cada vez más mosqueado con el sabihondo del taxista y la crédula de mi mujer—. Recuerdo la noticia. Y no fueron miles. Y eso sólo es un caso excepcional. Las clínicas de fertilidad son muy rigurosas.

—Lo que usted diga, jefe. Si es así como quiere que su hijo venga al mundo, allá usted —dijo el taxista, y, tras echarle un vistazo a Gloria por el retrovisor, continuó—. Pero creo que a su esposa este método no acaba de convencerla.

Volví la cabeza hacia Gloria esperando que le contradijera, pero no abrió la boca. Parecía ausente. No dejaba de mirar la foto y de pasar los dedos por las caras de los niños, como acariciándolas, soltando de vez en cuando algún comentario como: «qué monada» o «angelitos».

—Los niños no deberían ser producto de algo tan frío como una probeta o una aguja, deberían ser fruto del amor —soltó sin ningún pudor el "poeta del volante" mientras miraba salazmente a mi esposa desde el retrovisor—. ¿No cree usted, señora?

Gloria tampoco respondió esta vez. Seguía embelesada con los niños de la foto. Su falta de respuesta empezaba a preocuparme, como también las confianzas que se se tomaba el taxista con ella.

—No entiendo qué hay de malo en el sexo —insistió el taxista sin dejar de observar a Gloria—. Una mujer no debería negarse la oportunidad de elegir al padre de sus hijos ni de concebirlos con amor por el simple hecho de que su marido sea estéril. La naturaleza es sabia, y si lo ha querido así... por algo será.

Ese gilipollas ya había ido demasiado lejos. Acababa de cruzar una línea roja. Debía pararle los pies de alguna manera. Aunque tal vez escogí la réplica más absurda de las que se me pasaron por la cabeza:

—Hay cosas más importantes que el aspecto físico. Los donantes son mayoritariamente estudiantes universitarios. Gente preparada... Con estudios superiores —dije yo, a la desesperada. Más que replicar al taxista le estaba hablando a mi mujer. Pero ni el uno ni la otra me hicieron el más mínimo caso.

El taxista detuvo el coche y se volvió hacia Gloria.

—Oiga, ¿por qué se detiene? —pregunté perplejo.

—Yo podría ayudarles. No me importaría. En serio —dijo el taxista, ignorándome. Miraba directamente a la cara de mi esposa mientras le acariciaba la pantorrilla con su manaza.

Vi como a Gloria se le erizaba la piel de la pierna. Miró al taxista, luego la foto y después a mí, y me dijo:

—Son tan monos.

Era la respuesta que necesitaba el taxista. Arrancó nuevamente el motor y, con una maniobra ilegal, se pasó al carril contrario.

—¿Dónde lo hacemos? —preguntó el taxista.

—Un momento. No saquemos las cosas de quicio —dije yo.

—Vayamos a casa. Calle XXXXX, número 57 —le indicó mi mujer, dándole la dirección de nuestro ático dúplex.

—¡¡¡Pero cariño!!! ¡¡¡¿¿¿Cómo vas a...???!!! ¡¡¡Esto es absurdo!!! Vale, vale. De acuerdo. Espera. Un segundo. No nos precipitemos. Vamos a tranquilizarnos y a tomarnos las cosas con calma. —dije yo a trompicones, en un tono entre histérico y conciliador—. Respiremos profundamente y hablémoslo.

Pero no había nada de qué hablar. Gloria ya había tomado una decisión.

Tuvieron la deferencia de no empezar a meterse mano hasta que entraron en el ascensor, ahorrándome el mal trago de quedar en evidencia ante el portero de la finca. Al cerrarse las puertas del ascensor al taxista lo invadió un frenesí carnal. Aferrando a Gloria por la cintura la besó desesperadamente mientras le metía mano por debajo del vestido. Le manoseó rudamente el coño por encima del tanga y fue subiendo la mano lentamente por su cuerpo hasta llegar a sus pechos. Los sobó. Los magreó. Primero uno y después el otro, y luego vuelta al primero. Todo eso sin dejar de besarla como si le fuera la vida en ello. Al llegar al ático mi mujer ya llevaba su ceñido vestido a la altura de la cintura.

Antes de salir del ascensor asomé la cabeza y miré a banda y banda del portal para asegurarme de que no hubiese ningún vecino. Corrí hacia la puerta de entrada de casa. La abrí lo más rápido que pude y entré. Pero no me siguieron. Tras unos segundos de espera los fui a buscar. Aún estaban en el ascensor.

—Cielo. Ya hemos llegado —le anuncié mansamente.

O no me escuchó o no me hizo caso. En ese momento era mi esposa quien llevaba la iniciativa. Mientras él le agarraba las nalgas desnudas con ambas manos, ella, con el brazo, tiraba del cuello del taxista para llegar con la boca a cada centímetro de su tosca cara. Y con la otra mano le restregaba el enorme bulto constreñido por la ajustada pernera del pantalón.

—Tesoro... —supliqué nervioso, mirando repetidamente a ambos lados del portal.

Fue el taxista quien, agarrándola por la cintura, la condujo fuera del ascensor. Mientras, le iba acariciando el coño por debajo del tanga, lenta y suavemente, con delectación. A ella por momentos parecía que le flaqueaban las piernas. Si no fuera porque se agarraba con fuerza al paquete del taxista habría pensado que Gloria se había abandonado a sus brazos. El trayecto del ascensor a la puerta de entrada, con su caminar moroso, se me hizo eterno. Cuando hubieron entrado en casa cerré rápidamente la puerta a sus espaldas y suspiré aliviado.

En el vestíbulo les acometió otro arrebato pasional. Pese al tamaño considerable de la pieza quedé encajonado en un rincón, entre dos paredes y una mesa. Temía pedirles que se apartaran. Con el bolso de mi esposa en la mano, incómodo, esperé a que se retiraran un poco. Pero ese momento parecía no llegar nunca y cada vez estaban más calientes.

Gloria le desabrochó el pantalón y metió la mano dentro, moviéndola arriba y abajo por la pernera, refregando toda la longitud de su polla mientras se dejaba besar. Movía la cabeza para que los labios del taxista pudieran acceder a todos los rincones de su cara. Él, solícito, la besaba allí donde ella le indicaba: en el cuello, en los lóbulos de las orejas, en las mejillas, en el mentón, en los labios. Sin dejar de besarla le subió el vestido hasta las axilas, dejando al descubierto sus turgentes senos. Se los manoseó, cada vez con más fuerza, hasta dejar en ellos la marca impresa de sus palmas. Luego le pellizcó los pezones y se los mordió, tirando suavemente de ellos con los dientes al tiempo que se los lamía con la lengua.

Pocas veces había visto a mi mujer tan excitada. El taxista también lo notó. Se arrodilló y le apartó la parte frontal del tanga, y después le metió los dedos índice y medio en el coño. Entraron fácilmente. Mientras los movía le iba frotando el prepucio del clítoris con el pulgar. Gloria empezó a jadear y a retorcerse. Sin sacarle los dedos de dentro le acercó la boca al sexo y se puso a lamerlo y a sorberlo. Ella arqueó la espalda. Tuvo que apoyar el cogote contra la puerta y agarrarme del hombro para no perder el equilibrio. Los jadeos de mi esposa se convirtieron en gritos. Cuando esto sucedió el taxista se levantó como un torbellino y, después de arrancarle el tanga de un tirón, la cogió en peso, asiéndola por los muslos, y la empotró contra la puerta, embistiéndola salvajemente una y otra vez con su enorme verga mientras ella se aferraba a su cuello con ambos brazos.

Tras unos minutos de embestidas el taxista perdió fuelle y la posó en el suelo. Gloria, que ya se había corrido, se dejó hacer dócilmente. No opuso resistencia, pues, cuando él la volvió de cara a la puerta y le hizo levantar la pierna izquierda. Sin un lugar mejor donde apoyar el pie Gloria se decidió por mi muslo. El taxista se escupió en la mano un par de veces y con esa saliva le lubricó el culo, metiéndole primero uno de sus grandes dedos y luego otro más. Mi mujer ya sabía lo que le esperaba y no protestó, y apenas se inmutó. El taxista volvió a escupirse en la mano, esta vez para lubricarse su erecta polla. Un pollón de ese tamaño sólo lo había visto en las películas pornográficas. Lo que más impresionaba no era tanto su longitud (que también), sino su descomunal grosor. Cogiéndose la polla con la mano, poco a poco, fue introduciéndosela por el culo a mi mujer. A Gloria se le descompuso la cara y se le crisparon todos los músculos del cuerpo. Me clavó los dedos del pie en el muslo y con las uñas de las manos arañó la puerta. Pero no se quejó, ni tan siquiera cuando el taxista empezó a incrementar la intensidad y la velocidad de los embates.

De repente, el taxista se detuvo. Le sacó la polla del culo y, agarrando a mi esposa del brazo, la hizo arrodillar. Gloria sabía perfectamente lo que tenía que hacer y no hizo ascos al hecho de que unos segundos antes esa polla le había estado taladrando el culo. Cogió la polla como lo haría con un micrófono. La envergadura de su mano no alcanzaba para abarcar toda su circunferencia. Sacó la lengua y le lamió el meato urinario mientras le masajeaba sus voluminosas pelotas con la otra mano. El taxista me miró con una expresión que bien podría haber significado «menuda zorra es tu mujer» como «jódete, pringado». Gloria estaba demasiado ocupada como para reparar en esa mirada: ahora lamiéndole el glande en círculos con su experta lengua, ahora metiéndoselo completamente en la boca y succionándolo; siempre procurando no ir más allá del bálano. Sin embargo, él tenía otros planes. Comenzó a mover las caderas hacia delante y hacia atrás intentando follarle la boca, pero mi esposa mantenía bien aferrado el pene con la mano justo por debajo del glande a modo de tope. Finalmente, entre excitado y frustrado por la resistencia de Gloria, el taxista decidió cortar por lo sano: le sujetó las muñecas con una mano y con la otra se agarró el pollón y lo presionó contra sus labios.

—Abre la boca, joder —dijo el taxista.

Mi esposa obedeció. Y él, de un empujón, le metió la polla en la garganta. De la fuerza del envite le empotró el occipucio contra la puerta. Completamente inmovilizada, Gloria no podía resistirse, y con semejante trozo de carne en la boca tampoco respirar. Cada nueva embestida parecía desencajarle aún más el rostro. Su mandíbula daba la impresión de estar a punto de descoyuntársele. Tenía la cara completamente roja y el cuello, surcado de venas, anormalmente hinchado. Pero lo que hizo que me alarmara de verdad fue la expresión de pánico en sus ojos.

—Suéltala. No puede respirar —dije, dándole un empellón al taxista.

Él asimismo respondió empujándome contra la pared. Momento que aprovechó Gloria para zafarse de sus garras y apartar la cabeza. Un raudal de baba se le desparramó de la boca y empezó a toser.

—No vuelvas a tocarme, pringao —soltó el taxista.

—Tranquilo... cariño... estoy bien —terció mi mujer, entre jadeos.

—¿Has oído? Dice que está bien —dijo el taxista—. Si no sabes estarte ahí quietecito y con la boca cerrada date el piro, desgraciao.

¡Como si yo quisiera quedarme allí viendo como un tarugo se tiraba a mi esposa! La discusión no pasó de ahí. Como un buen profesional a quien no le gustara dejar un trabajo a medias, el taxista volvió a la carga de inmediato. Asió a Gloria por la nuca con ambas manos y le volvió a meter la polla en la boca. Se la folló así durante un buen rato. «Para», «un momento», «espera», era lo único que, entre resuellos y babeos, lograba articular mi esposa en los escasos segundos de tregua que le concedía el taxista. El aguante de éste parecía sobrehumano, pero después de una serie de violentas embestidas, cada una más profunda que la anterior, al final llegó al clímax.

—Me voy a... —masculló precipitadamente el taxista sacándole la polla de la boca.

—En el pelo no... —alcanzó a decir Gloria mientras intentaba recuperar el aliento.

—Pues abre la bocaaaaaaaaahhhhh... ¡Sí! ¡Joder!... ¡Sí!... ¡Eso es! Trágatelo todo, puta.

Con la boca a medio abrir y los ojos cerrados, el primer lecherazo le estalló justo debajo del labio inferior. El segundo y el tercero entraron de lleno en el objetivo, y con la suficiente potencia como para llegarle directamente a la garganta, lo que le provocó un amago de arcada, que consiguió reprimir. Ya sin la energía inicial, los siguientes lefazos le fueron a parar a la lengua. En ese momento Gloria pudo abrir los ojos sin peligro. Sacó la lengua y, mirando al taxista, recibió las últimas descargas que brotaron de la polla. Y con una amplia sonrisa se tragó la corrida. Estrujándose el pene el taxista aún logró extraer algunas gotas más de esperma, que mi esposa recogió con la punta de la lengua. Después, como quien apura una bebida con una caña de plástico, le sorbió el glande. Y a continuación le limpió devotamente la polla a lametazos. Gesto que el taxista acogió con gran satisfacción.

Mientras él se subía los pantalones Gloria se levantó. Todavía llevaba el vestido a la altura de las axilas, y un espeso chorretón de semen le mancillaba la barbilla. Ella no se había dado cuenta y tampoco al taxista parecía importarle. ¿Qué debía hacer yo? ¿Debía decírselo?

—Bueno —dijo el taxista, visiblemente relajado, interrumpiendo mis cavilaciones—. Ahora que ya hemos roto el hielo ¿por qué no vamos a la cama y terminamos la faena?

—Tesoro —intervine rápidamente—, no creo que este... este señor sea el más adecuado para... ya sabes.

—¿Por?

—Bueno, ya sabes... por lo que ha pasado antes... no se ha comportado correctamente... como un caballero.

Gloria y el taxista estallaron en carcajadas. Mierda. A quién se le ocurría hablar así. Parecía un auténtico estúpido. Tener que discutir sobre esto ante ese imbécil que se acababa de follar a mi mujer no me dejaba pensar con claridad. Y tampoco ayudaba el puto colgajo de semen que Gloria aún tenía en el mentón como un recordatorio de mi maltrecha hombría.

—Gracias por preocuparte por mí, cariño, pero lo de antes no ha sido para tanto.

—No tenemos por qué ir a una clínica si tú no quieres —insistí con un último intento a la desesperada para impedir que ese mastuerzo se convirtiera en el padre de mi hijo—. Podríamos buscar a otro hombre más idóneo. Alguien que te gustara, por supuesto.

Bueno, oficialmente me acababa de bajar los pantalones hasta los tobillos. Y lo había hecho delante del taxista. No podía haber caído más bajo. Además de cornudo, calzonazos. Y con todas las de la ley.

—Eres un sol, cielo. Te quiero mucho. ¡Eres tan considerado! Por eso me enamoré de ti —dijo Gloria, que se acercó a mí y me dio un largo morreo.

Mientras ella me besaba no dejaba de pensar en que tan solo unos minutos antes en esa boca se había corrido el taxista. Intenté no mostrar el asco que eso me producía para no intensificar mi humillación. Cuando Gloria apartó los labios procuré aparentar indiferencia. Aunque no pude evitar sonrojarme, y tuve que desviar la mirada cuando los ojos del taxista se cruzaron con los míos. El muy cabrón se lo estaba pasando en grande con el espectáculo. Si hasta ahora no se había entrometido en la conversación no era sólo porque se encontraba en plena felicidad poscoital, sino también porque debía de estar disfrutando de lo lindo a mi costa. Pero por lo visto nada de eso le parecía suficiente. Le apetecía echar otro polvo.

—¡Eh, preciosa! Convendría que nos pusiéramos manos a la obra. Mi mujer me espera para cenar.

—Sí, vamos —le contestó mi esposa, y después se dirigió a mí—. Ponte algún capítulo de una de esas series que tienes en DVD. En seguida volvemos.

—Que sea mejor una película —dijo el taxista, en plan jocoso, y, acto seguido, cogió a mi mujer en brazos—. Mostradme el camino, mi bella dama.

—¡Uy! —chilló alegremente Gloria, al ser levantada—. Sois muy cortés, mi buen caballero. Y qué brazos tan fuertes tenéis.

Me quedé allí plantado, con la mirada fija en las anchas espaldas del taxista, viendo como se alejaban. Durante unos segundos todavía pude oír las risas de Gloria y sus comentarios: «sigue, sigue», «no, por ahí no», «no seas tonto», «a la derecha, a la derecha». Después silencio. Y, por último, un portazo.

Ignoro el tiempo que permanecí en el vestíbulo. Allí, de pie, con el bolso de mi esposa aún en la mano, con la mirada perdida, incrédulo, era incapaz de asimilar lo que había pasado. Poco a poco fui despertando de mi ensimismamiento. Miré la hora: las 19:47. Luego me fijé en el suelo. Estaba hecho un desastre. Había un charco de babas, y huellas de zapatos por todas partes. Debía limpiarlo. Aunque teníamos asistenta y sabía que no nos preguntaría sobre lo que había pasado, no quería que dejara volar la imaginación. Recogí el tanga roto de Gloria y me lo guardé en el bolsillo. Fui a buscar la fregona, el cubo y el detergente y me puse a fregar el suelo del vestíbulo y el del pasillo anejo. Terminé a las 19:55. Descubrí más pisadas del taxista en el salón-comedor. Entonces me di cuenta de que tendría que fregar todas las piezas por las que habían pasado de camino al dormitorio principal. Tirados en el suelo me encontré los zapatos de mi mujer y también su vestido hecho un rebujo. Lo recogí todo y me puse a fregar.

Aún no había acabado con el salón-comedor cuando oí el tono de llamada del smartphone de Gloria: Bitch, de Meredith Brooks. Nunca hasta ese momento había reparado en el significado del título de esa canción. Esperé a que dejara de sonar y miré quién la había llamado: Sonia. Habíamos quedado con ella a las ocho de la tarde y ya pasaban siete minutos de la hora. Acabé de fregarlo todo a las ocho y veinte. Entre tanto, Sonia había llamado otra vez. Si antes me hubiese acordado de ella podría haberle enviado un mensaje cancelando la cita, pero ya era demasiado tarde: querría hablar con su hermana. Pensaba en esto y en otras muchas cosas mientras paseaba por toda la casa como un animal enjaulado. Me preocupaba que mi cuñada se presentara de improviso si nadie contestaba al teléfono. Me fui al vestíbulo de entrada con el móvil de Gloria en la mano. Con cada sonido que venía del exterior el corazón me daba un brinco, e inmediatamente me abalanzaba sobre la mirilla de la puerta para descubrir qué lo había producido. Sonia volvió a llamar a las 20:36, a las 20:45 y a las 20:50. La impaciencia me devoraba por dentro. ¿Qué coño hacían esos dos? Ya llevaban más de una hora. Entre preliminares y demás mis polvos con Gloria pocas veces duraban más de media hora. A las 20:54 sonó de nuevo el móvil. Decidí descolgar: no podía arriesgarme a que mi cuñada viniera a casa.

—¡Ya era hora! —gritó Sonia al otro lado de la línea—. ¿Dónde os habéis metido? Llevo una hora esperándoos.

—Hola, Sonia —dije yo, con la voz más calmada que pude fingir.

—¿Tú? ¿Qué haces con el móvil de Gloria? ¿Dónde está?

—Es que ahora mismo no puede ponerse.

—¿Por qué? ¿Dónde estáis?

—En casa.

—¿En casa? ¿Y qué hacéis allí? Bueno, no importa, pásame con mi hermana.

—Verás... si pudieras llamar más tarde...

—¿Por qué? ¿Está en el baño? ¿Se ha puesto enferma?

—No, no. No es eso.

—¿Entonces?

—...

—¿Oye? ¿Estás ahí?

—Sí, sí, perdona, Sonia.

—Bueno, ¿me explicas qué pasa o qué?

—Es que... verás... es que...

—¡Es que, es que! Pareces tontito, hijo. Y me estoy empezando a preocupar.

—No pasa nada, en serio. Es que...

—Bueno, ya basta. Ya estoy harta. Voy para allá.

—¡¡¡No, no!!! —grité desesperado—. Un momento, espera. Voy a buscarla y te la paso.

—Por fin.

—Espera, no cuelgues.

Joder, joder, joder, y mil veces joder. En menudo lío me había metido. Fui hacía el pasillo que daba a nuestro dormitorio, pero inmediatamente me arrepentí y desanduve mis pasos. Al cabo de unos segundos me dirigí otra vez hacia el pasillo, y entré. Pegué el oído a la puerta de la habitación. Me pareció oír los gemidos de Gloria, aunque no estaba seguro. Esperé unos segundos y volví a escuchar. Los mismos gemidos. ¿Ya estaban acabando? Si fuera así podría decirle a Sonia que mi mujer me había pedido que le dijera que la llamara en diez minutos, pero no sabía si eso colaría, ni tampoco si para entonces ya habrían acabado. Me decidí a llamar a la puerta. Di tres golpecitos con los nudillos. «¿Gloria? Ha llamado tu hermana. ¿Puedes ponerte?», dije, en una voz tan baja que hasta dudé de que realmente mis cuerdas vocales hubiesen emitido algún sonido. Pegué el oído a la puerta una vez más, pero no escuché ninguna respuesta. «Qué le vamos a hacer —pensé—. Habrá que echarle huevos. Voy a entrar». Pero primero volví a salir del pasillo para asegurarme de que mi cuñada no había colgado:

—¿Sonia?

—¡¡Pero se puede saber qué...!!

—Un momento —la interrumpí—, ahora te la paso, eh. No cuelgues, por favor.

Tapé el micrófono del smartphone con el pulgar y me dirigí hacia el dormitorio. Di un par de golpecitos y abrí la puerta muy despacio.

—Gloria, cielo, ¿estáis visibles? Voy a entrar —susurré.

Entré poco a poco; con temor. Las luces estaban encendidas. Lo primero que vi fue la espalda de mi mujer. Con las rodillas en la cama, montaba a horcajadas sobre el regazo del taxista, que estaba incorporado con la espalda apoyada en el cabecero. Ambos se movían frenéticamente; cada uno a su ritmo. El taxista la percutía con golpes sincopados de cadera mientras le agarraba firmemente las nalgas: plaf, plaf, plaf, plaf, plaf. Mi esposa se contoneaba y mecía sus caderas hacia delante y hacia atrás. No me equivocaba antes con los gemidos: Gloria estaba a punto de correrse. Y por la respiración entrecortada del taxista, suponía que él tampoco tardaría mucho en hacerlo. Como en una mala película romántica, y pese a sus ritmos desacompasados, se corrieron al unísono entre tremendas sacudidas, coronando la estampa, ella, con un chillido, y, él, con un potente resoplido acompañado de un gruñido.

—Tes... tesoro... —farfullé temiendo por su reacción.

El taxista apenas se inmutó, pero Gloria se sobresaltó, volviéndose rápidamente hacia mí.

—¿¡Qué haces aquí!? —me gritó.

—Perdona, mi amor, pero es que Sonia ha llamado y...

—¿¡Y no podías haberle dicho que volviera a llamar más tarde!?

—Lo he intentado, pero es que... estaba preocupada... Quería venir a casa y... bueno... he creído... Lo siento.

—Vale, vale, está bien. Espera un segundo. ¡Mierda!

—Lo siento.

—¡Que sí, hostias!

Como un espectador, el taxista se miraba la escena divertido. Al levantarse Gloria de su regazo la polla le cayó sobre el vientre como un peso muerto: plof. Todavía rezumaba esperma de su interior, que se le iba acumulando en el ombligo. Cuando mi esposa estuvo de pie le acerqué el móvil, pero ella parecía preocupada por otra cosa. Escudriñaba a su alrededor en busca de algo. Finalmente cogió una camisa mía. La tenía preparada para ponérmela al día siguiente para ir a trabajar. Supuse que la querría para cubrirse, pero me equivocaba: la usó para limpiarse un reguero de semen que se le escurría entre las piernas. Después la tiró al suelo y me arrebató el móvil.

—Dime, Sonia [...] Tranquila mujer, estoy bien [...] Sí, en serio [...] Te lo prometo [...] Sabes que te lo diría [...]

Mientras mi esposa hablaba por teléfono yo observaba mi camisa clásica de puro algodón blanco de Hermès. 320 euros a la mierda. De repente oí un ruido: chas, chas, chas, chas. Miré en la dirección de donde venía el sonido. Era el de un mechero. El taxista intentaba encenderse un cigarrillo.

—No fumes aquí, por favor. Puedes hacerlo en la terraza —dije. Pero en seguida me di cuenta del peligro de que el vecino de al lado o los de enfrente lo vieran, y rectifiqué—: O mejor espérate a salir de casa.

—No seas maleducado —me amonestó Gloria, tapando el micrófono del smartphone—. Fuma tranquilamente —le dijo al taxista y, luego, dirigiéndose a mí—: Y tú no te quedes ahí parado, ve a buscarle un cenicero.

Salí del dormitorio echando humo. ¿Cómo podía desautorizarme de esa manera ante el taxista? Y más cuando la norma de no fumar en casa la impuso ella. ¡Si hasta en pleno invierno había tenido que enviar a mis amigos a fumar a la terraza! Volví con un cenicero y se lo tendí al taxista, que lo rehusó con un gesto rápido de la mano. Me quedé ahí plantado como un pasmarote, a su lado, alargándole el cenicero, mientras él fumaba tranquilamente tumbado en la cama escuchando con interés la conversación de Gloria con su hermana.

—Sí, es definitivo, no tiene tratamiento [...] Es lo que dijo la doctora: no hay nada que hacer [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas tienes! ¡No creo que pueda devolver a mi marido a la tienda! ¿No recuerdas los votos matrimoniales? ¿Hasta que la muerte nos separe y todo eso? [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Oh, venga, no te rías! [...] ¡Ja, ja, ja! Sólo es estéril. Estéril. E-S-T-É-R-I-L [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Que no es impotente, tonta! [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Qué mala eres! [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Que sí que se le levanta! [...] ¡Ja, ja, ja! Bueno, pues ahora mismo le hago una foto del pito y te la mando por WhatsApp [...] ¡Ja, ja, ja! ¡Oh, venga! ¡Para ya, mujer, que esto no es para hacer broma! Ya sabes la ilusión que me hacía ser madre [...] Eso lo dices porque tu ya tienes dos [...] ¿Te acuerdas de pequeña cuando hablábamos de los hijos que tendríamos? [...] No, maja, al revés, yo te decía cuatro y tú, como no querías ser menos, cinco [...] Tal vez tú no, pero yo aún sigo queriendo cuatro [...] No quiero adoptar, quiero que sean hijos míos, parirlos yo [...] Su problema es que sus testículos no fabrican soldaditos, aunque ahora mismo no recuerdo como se llam... Espera, que se lo pregunto a mi marido. Cariño, ¿de qué tipo de esterilidad dijo la doctora que se trataba?

—Azoospermia secretora —respondí avergonzado.

—Sí, eso, azoospermia secretora [...] La doctora nos aconsejó la inseminación artificial con semen de donante [...]

El taxista le dio un golpecito al cenicero con el cigarrillo. Parte de la ceniza me cayó en la mano. Se le veía relajado y sonriente. Observaba con deleite el trasero de mi mujer, que se había vuelto para mirar por la gran cristalera que daba a la terraza. Por un instante me sentí orgulloso de mí mismo: era yo quien estaba casado con ese bombón de larga cabellera azabache, espalda torneada, culo prieto y piernas cinceladas a base de horas y horas de spinning. Pero sólo fue un instante, porque cuando se dio la vuelta y me fijé en su fibroso vientre plano no pude evitar imaginármelo abultado con el hijo del taxista dentro.

El taxista se levantó de la cama y empezó a curiosear por el dormitorio. Era un palmo más alto que yo y su espalda era casi el doble de ancha que la mía. Su cuerpo hipertróficamente musculado, donde apenas quedaba espacio para un nuevo tatuaje, se movía torpemente por la habitación. Cada paso que daba zarandeaba su enorme pollón, que se balanceaba fláccido de un lado a otro chocando contra sus muslos.Parecía tener vida propia. Cuando su cuerpo se desplazaba hacia la izquierda la polla le golpeaba el muslo derecho, y lo contrario sucedía al moverse hacia su diestra. Era el vívido ejemplo de la primera ley de Newton. El taxista se plantó delante de la cómoda situada frente a la cama y fisgoneó lo que había encima. Un espeso goterón de esperma, que había abandonado su plácido refugio en la oquedad del ombligo, merced a la gravedad, corría por su pubis rasurado pugnando por reunirse con la solitaria gota seminal que se le estaba formando en la punta del glande. Un inoportuno picor frustró tan encomiable objetivo.

—¿Quiénes son los de la foto? —me preguntó el taxista mientras se rascaba el pubis.

—¿Cómo?

—Los de la foto, ¿quiénes son? —insistió el taxista mostrándome el portarretratos que sostenía con sus dedos recién embadurnados de semen.

—Mis padres.

Soltó el portarretratos sobre el mueble de cualquier manera y volvió a sacudir el cigarrillo en el cenicero que yo aún tenía en custodia. Aproveché que él seguía inspeccionando la cómoda para colocar con cuidado el portarretratos en su sitio, no sin antes lamentarme del pegote de esperma que había dejado justo encima del uniforme de policía de mi padre. Me puse la mano en el bolsillo buscando un pañuelo, pero no llevaba ninguno. Tendría que limpiarlo después. Porque estaba claro que no tocaría esa porquería con los dedos. Eso era lo que ocupaba mi mente cuando de refilón me vi en el espejo que estaba colgado sobre la cómoda. No fueron más que unas décimas de segundo, pero tuve la sensación de que algo no cuadraba. Me miré en el espejo. Tenía algo en la barbilla. Me pasé los dedos por el mentón y, desconcertado, me los examiné. Era una sustancia pegajosa. «¿Qué mierda es esto?», pensé. De repente, lo vi claro. Me sobrevino un ataque de pánico. ¡Eso era...!

—Es lefa —sentenció el taxista.

Al oír su voz me sobresalté. Supongo que me había estado observando y debió de notar la creciente lividez de mi rostro. Aturdido, miré al taxista.

—Es de cuando os habéis besado antes —continuó él.

—¿Cómo? —dije yo, alelado.

—Digo que la lefa es de cuando os habéis morreado antes. Después de haberme corrido en la cara de tu...

—No, no —le corté yo, soltando un gallo, tratando de aparentar normalidad—. No. No. Esto no es... No. Esto es... ¡Claro que no! No. Esto es... jabón. Sí, eso, jabón.

—Esto es lefa. Seguro. Tu mujer tenía un lecherazo aquí —dijo el taxista señalándose el mentón—. Y luego te ha besado y...

—No. No. Claro que no. ¿Cómo va a ser...? ¡Qué tontería!

—¿Qué pasa? —se interesó mi esposa, todavía con la oreja pegada al móvil.

—¿Qué dirías que es esto? —le preguntó el taxista mientras me cogía la mano y se la mostraba.

Gloria acercó la cara a mis dedos pringosos y los olió. A continuación pasó tímidamente la punta de la lengua sobre ellos y luego se los metió en la boca con aplomo.

—¿Esto no es...? —comenzó a decir mi mujer, dubitativa.

—Lefa —confirmó el taxista.

—¡No! —exclamé yo.

—¿Que te has hecho una...? —me preguntó ella, haciendo con la mano el gesto de masturbarse.

—¡Claro que no! —grité desesperado.

—Tranquilo —dijo Gloria, sorprendida por mi reacción—. A mi no me importa.

—Pero es que no es verdad —me defendí.

—Tiene razón. La lefa es mía —terció el taxista. Mi esposa ponía cara de no entender nada—. Sí, mujer. De la primera vez que me he corrido. La tenías en la cara y cuando le has besado se le ha quedado pegada en la barbilla.

—¡No! Esto no es así —le aseguré a mi mujer, que, sin embargo, tras aclarar el asunto, había perdido el interés en nuestra conversación.

—Perdona, Sonia, ¿qué decías? Es que mi marido me estaba hablando y he perdido el hilo —le dijo Gloria a su hermana mientras se volvía y se dirigía hacia la cristalera.

—No le hagas caso, cariño. No es eso, te lo juro —insistí yo, en vano. Y volviéndome hacia el taxista se lo repetí—: es jabón.

El taxista me ignoró. Volvió a sacudir el cigarrillo en el cenicero y se dirigió a mi vestuario, una dependencia aneja a la que se accedía por una puerta del dormitorio. Le seguí para vigilar lo que hacía. Al entrar me volví para examinar el interruptor de la luz. Mierda, otra vez lo mismo. Con su mano embadurnada iba dejando restos de esperma por todas partes. Parecía uno de esos leones del National Geographic marcando el territorio. Tendría que fijarme en todo lo que tocaba para limpiarlo antes de que llegara la asistenta.

—¡Jooooder! Menudo vestuario —se sorprendió el taxista—. Es más grande que mi dormitorio. ¿Y tu mujer también tiene uno?

—Sí.

—¡Y fíjate cuántas corbatas! Debes de tener docenas —dijo él.

Había abierto un armario y estaba tocando una de las corbatas que había ahí colgadas. Era una corbata de seda azul marino con motivos de Nueva York de Ermenegildo Zegna. 170 euros a la basura. Abrió otro armario y manoseó mangas, solapas, bolsillos y hasta botones de trajes y chaquetas de Armani, Gucci, Hugo Boss, Ermenegildo Zegna, etc. Intenté calibrar la magnitud del desastre: 980 euros + 930 + 1920 + 1575 + 630 + 390 + 2000 + 1400 + 1800 + 680 + 320 + 1000 + 900 + 550... Soy bueno con los números: estudié una doble licenciatura de Economía y Administración y dirección de empresas. Pero cuando la cifra superó los 15000 euros tuve que dejar de contar.

—¡Qué casualidad! —dijo el taxista.

«Vamos, no me jodas», pensé. El taxista se había detenido frente a una de las joyas de mi vestuario: la chaqueta "Ciaran" de piel marrón de Hugo Boss. Elegante pero informal. Muy cómoda. «No la toques, no la toques...», recé para mis adentros.

—Yo tengo una chaqueta igual que esta —continuó el taxista.

«Permíteme que lo dude», le repliqué en mi imaginación.

—Me costó un huevo: 49 euros. Y eso que la compré en las rebajas.

«Pues a mí 1700 euros, joder—pensé—. Así que ni se te ocurra toc... No, espera. ¿Qué vas a hacer? No la toques... Mierda. ¿!Pero por qué coño tocas la manga, joder!?».

—Pero, no sé, esta parece más suave. ¿Qué tipo de piel es? —preguntó él, acariciando la manga.

—¿Qué? —dije yo, confuso

No me fijé en lo que me había preguntado. Ya había dado por perdida la chaqueta, pero ahora me preocupaba el hilillo cada vez más largo que le pendía de la punta del pene. En su extremo había una gota blanquecina que bailoteaba con cada leve movimiento del taxista y amenazaba con caer sobre mis zapatos "Francesina" de gamuza color café de Salvatore Ferragamo.

—Digo que de qué piel está hecha la chaqueta.

Efectivamente: la maldita gota cayó justo en la puntera del zapato izquierdo. Otros 520 euros a tomar por el culo.

—De cordero —respondí resignado.

Satisfecha su curiosidad, salió del vestuario, no sin antes aplastar el cigarrillo en el cenicero al pasar por mi lado.

—¿Por qué no le ofreces algo de beber a nuestro invitado? —me dijo mi mujer cuando nos vio entrar en el dormitorio—. Sí, Sonia, mujer, te estoy escuchando, pero es que tenemos un invitado y [...] No, no lo conoces [...] No [...] No, tampoco es un compañero de trabajo de mi marido [...] Ay, qué pesada eres, hija [...] ¿Misteriosa yo? ¿Por qué lo dices? [...] Ya te lo contaré, pero no por teléfono [...] Que sííííí, mujeeeeer, cuando nos veamos te lo explico todo, te lo prometo [...]

Esto no podía estar pasándome a mí. Yo era un empresario de éxito, joder. Pero desde que habíamos subido a ese jodido taxi todo se había torcido. Y pensar que tan solo un par de horas antes lo que me angustiaba era que se supiera que era estéril. Ahora mi esposa me acababa de poner los cuernos en mi puta cara y lo único que me preocupaba era que no se enterara nadie. No quiero ni imaginar qué pasaría si algún día esto llegara a oídos de mi padre. Me partiría las piernas, seguro, por cobarde y por calzonazos. Y después se las partiría al hijoputa del taxista. Y si Gloria le contaba a la chismosa de su hermana lo que había pasado ésta no tardaría en largarlo a todo el mundo, empezando por las clientas de su peluquería. Perdón, centro de estética.

—Despierta, hombre. Te estoy hablando —le oí decir a mi mujer, que me estaba chasqueando los dedos junto a la cara.

—Perdona, ¿qué decías?

—Que le traigas algo de beber. Ya te lo he dicho —me pidió Gloria, que luego, dirigiéndose a Sonia, dijo—: Hoy este hombre está de un tonto, hija... [...] Ah, ¿a ti también te lo ha parecido cuando has hablado con él? [...] Pues lleva todo el santo día así [...] No sabes lo que me ha costado esta mañana convencerlo para que fuéramos a hablar contigo de su "problemilla" [...]

—¿Quieres una cerveza? —le ofrecí al taxista.

—Vale.

—No seas roñoso —me reprochó mi esposa—. Tráele otra cosa.

—¿Un whisky? ¿Un coñac?

—Y yo qué sé. Tú eres el experto. Espera. ¿Y esa botella de vino?... Sí, hombre, esa de la que no dejas de hablar. Todo el saaaanto día con el Ribera del Duero ese.

—¿El Pingus del 2011? —pregunté con un nudo en la garganta.

—Sí, ése. Como se llame.

—Pero, cariño... cielo... lo guardaba para nosotros, para disfrutarlo en alguna ocasión especial.

—Pues perfecto, esta lo es.

—Es que de ese vino sólo se hacen 6000 botellas al año... y...no es que me importe el precio... entiéndeme... pero es que cuesta 900 euros y...

—¡Joder! —exclamó el taxista.

—... y además hay que decantarlo como mínimo una hora antes para apreciar todos los matices del...

—Ya estamos con todas esas tonterías —me cortó ella—. Esas cosas sólo te importan a ti y a los esnobs de tus amigos. Anda, no discutas. Ve y tráelo.

Dicho esto, Gloria reemprendió la conversación con su hermana. Fin de la discusión. Salí de la habitación a regañadientes, pero me contuve. Por lo menos hasta llegar a la despensa, donde me despaché a gusto gritándole a mi vinoteca Liebherr: «¡La madre que te parió, Gloria! ¡Zorra! ¡Hija de la grandísima puta!». En ese armario climatizado estaba el Pingus. Tenía un estante para sí solo. Saqué la botella y la abrí con sumo cuidado. Cogí una copa de degustación y llené un tercio de su capacidad con el preciado líquido de intenso color rojo picota. Metí la nariz en la copa y aspiré su aroma elegante con notas tostadas y de mermelada de fruta madura. Y finalmente lo probé. Tres meses había guardado la botella esperando la ocasión propicia. Y ahora me sabía amargo, y no era por los taninos del vino, que en este caso eran delicados y sedosos, y no perjudicaban su consistente y complejo sabor, con tonos frutales y su... «¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en mis muelas! ¡Me cago en todo lo que se menea!», me desahogué de nuevo.

Cogí la botella y dos copas y las llevé al dormitorio. Gloria ya había colgado y estaba hablando con el taxista mientras éste la besaba en el cuello y le metía mano entre las piernas.

—¡Por fin! —exclamó mi esposa.

Sin decir nada les di las copas y comencé a servirles. A mi mujer se la llené un tercio, e iba a hacer lo mismo con la del taxista.

—A mí lléname todo el vaso, que estoy seco.

«¿Vaso? ¿Acaso tiene esto pinta de vaso, zoquete de los cojones?», mascullé para mis adentros. Inspiré hondo y le llené la copa mientras contaba mentalmente hasta diez: «1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10». El hijoputa se la bebió de un trago. Volví a inspirar. «11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20». Me lo quedé mirando. Quería saber su opinión. No esperaba que ese gañán me hiciera una valoración de enólogo, pero, ya que había tirado 900 euros por el retrete, un sabelotodo como él podría al menos agradecérmelo con alguno de esos atinados comentarios suyos. Algo así como «es el vino más jodidamente bueno que he probado en mi penosa vida de taxista».

—Qué quieres que te diga, a mí me sabe igual que el del Carrefour —sentenció el taxista. Y, volviéndose hacia mi mujer, dijo—: Para mí que lo han timado con el precio. Créeme, este vino no vale 900 euros ni de coña. Yo trabajé de portero en una discoteca y allí llenaban las botellas con alcohol de garrafón. Así que sé de lo que hablo.

—Vaya, cuánto sabes —le dijo Gloria, dándole un beso en una mejilla y acariciándole la otra con la mano.

«21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30».

—¿No tendrás una Coca-Cola? —inquirió el taxista.

—¿Coca-Cola? Sí —dije yo, desconcertado—. ¿Por qué?

—Te voy a preparar la mejor bebida del mundo —le dijo a mi mujer.

—¿Ah, sííí? ¿Cuál? —preguntó ella, entusiasmada.

—El calimocho —afirmó él, tajante—. Y si te digo que mis calimochos son la hostia no me estoy tirando ningún farol. La gente piensa que es fácil prepararlo, pero hay que acertar la proporción justa de vino y cola.

«Joder. ¡Joder! ¡¡Joder!! ¡¡¡Joder!!! ¡¡¡¡Joder!!!! ¡¡¡¡¡Joder!!!!!... 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40».

—Ya me están entrando ganas de probar uno de esos calimochos —dijo mi esposa—. Cariño, ¿por qué no vas a la cocina y traes un par de colas de la nevera?

—Pero cielo, es un Pingus. No se puede mezclar un Pingus con cola —intenté razonar.

—Oh, venga. No empieces otra vez. Un vino es un vino.

—Está bien —rezongué mientras salía del dormitorio.

«¡Me cago en el puto taxista de los cojones y en su puta madre!», le grité a la nevera al tiempo que la zarandeaba con violencia. Cuando volví con las latas de Coca-Cola ambos ya tenían media copa de vino en la mano.

—Ahora viene el toque maestro —dijo el taxista.

Abrió la lata y, sacando la lengua por la comisura de los labios como si fuera un químico manejando productos tóxicos, acabó de llenar las copas con el refresco. ¿Esa era su fórmula mágica? ¿Mitad y mitad? ¡Cago en diez!

—Pruébalo, preciosa, y dime que no mejora el sabor del vino.

—¡Mmmm, qué rico! —confirmó ella, y me ofreció la copa—. Pruébalo cariño, ya verás. Es más sabroso que el vino solo.

—Y después de follar, sienta de vicio —dijo el taxista, apurando la copa y llenándola nuevamente con más mejunje de ese.

—Anda, pruébalo —insistió mi esposa.

—Casi que no.

—Bueno, pues tú te lo pierdes —sentenció, y luego, dirigiéndose al taxista, dijo—: No le hagas caso. Si le vieras con sus amigos discutiendo sobre vinos te reirías. Hasta llegan a gritarse. Con tal de que les den la razón uno podría pensar que serían capaces de llegar incluso a las manos si no fuera porque entre todos no tienen ni media bofetada... No como tú...

Gloria aferró el voluminoso bíceps del taxista con ambas manos, y aún así sus dedos eran incapaces de abarcar todo su perímetro. Le besó en los labios. Sus bocas encajaron, y sus lenguas iniciaron un recital de chasquidos y chapoteos. Mi mujer le acarició el muslo, recorriendo con los dedos sus protuberantes músculos en dirección a su sexo. Le sopesó su abultado y colgante escroto, y luego le tocó el turno a su polla, que comenzó a hincharse y a estirarse, elevándose hasta casi tocar con el glande sus poderosos abdominales.

Esa fue la señal de que mi presencia sobraba. «En este dormitorio no hay lugar para dos pollas, vaquero». Lentamente fui retrocediendo hasta la puerta.

—¡No, espera! —dijo Gloria, despegando sus labios de los del taxista—. Antes se me ha olvidado comentarte que Sonia y su marido van a venir esta noche.

—¿¿¿¡¡¡Cómo!!!??? —grité acongojado—. Pero... pero... ¿¿¡¡por qué!!??

—Tranquilízate. Sólo quieren conocer a nuestro amigo —dijo ella, mirando al taxista—. A ti no te importa, ¿verdad?

—En absoluto. Puedo llamar a mi mujer y decirle que no me espere para cenar —contestó el taxista sonriéndome.

Sentado en la cama, el taxista había pasado el brazo por detrás del cuello de mi mujer y le acariciaba el pecho. Su pollón enhiesto apuntaba hacia mí, y su henchido y terso glande no parecía querer que me olvidara de mi condición de cornudo: «acuérdate de mí cada vez que beses la cabecita pelada del bebé».

—Pero, ¿por qué se lo has tenido que explicar a tu hermana? —pregunté impotente.

—Sonia y yo siempre nos lo hemos contado todo, y no iba a mentirle ahora. Y además no es tonta. Tarde o temprano se habría enterado. A los pocos meses ya se me notaría el embarazo y no se tragaría que, en tan poco tiempo, ya hubiésemos realizado todo el proceso de la inseminación, y encima sin avisarla.

—Pero, cariño... —Se me rompió la voz.

—Venga, hombre, no hagas un drama de una tontería como esta —dijo mi esposa, que se había levantado de la cama y me acariciaba la mejilla con la misma mano con la que un minuto antes le había estado sobando la polla al taxista—. Vamos, no pienses más en ello. ¿Por qué no vas a la cocina y preparas algo para picar antes de que lleguen? A nosotros aún nos da tiempo para echar un polvo rapidito y así nos aseguramos de que todo salga bien.

—Pero...

—¡Ya basta! —me reprendió Gloria—. Tú siempre tomándotelo todo a la tremenda. ¿Qué hay de malo en que nuestros allegados conozcan al padre de tu hijo? En vez de estar ahí refunfuñando, no podrías, por una vez en la vida, alegrarte de la suerte que hemos tenido: ¡¡¡dentro de nueve meses vamos a ser papás!!!

FIN