¡Vámonos de putas!
Dos generales revolucionarios acuden al burdel más afamado de la ciudad, cerrándolo para ellos solos.
El general Lorenzo García Puente sintió el golpe del aire frío al salir de la cantina. No había bebido tanto, no como el general Juan B. Espinosa, pero la altura de aquella ciudad, el tequila y el golpe del frío lo obligaron a detenerse para afirmar las botas sobre la acera y envolverse en su sarape. Era una ciudad de hermosos edificios y noble disposición que nunca le había gustado. A los norteños nunca nos gusta esta ciudad, pensó.
-¡Vámonos de putas, hermano! –exclamó Juan B. Espinosa tomándolo del brazo. –Las güilas se vuelven locas con el uniforme y yo tengo ganitas.
-Pos yo estoy medio pedo y no traigo un quinto.
-Yo te invito, hermano. No todos los meses se reencuentra uno en esta pinche ciudad con un compañero de verdad.
-Nunca he sido putañero, Juan. ¿Pagar por lo que es gratis?
-No sabes lo que te pierdes, Lencho. Pero no pagas por lo que es gratis. Cuando vas a un lugar de putas obtienes cosas que normalmente no consigues...
-Mi amante no tiene nada que pedirle a las mejores putas, de hecho, es una de las más cotizadas de Torreón, Juan.
-Me han contado. Pero lo es, porque es nueva y sólo por eso. Además, te ama y así es distinto.
-¡Qué distinto!, ¡mejor!
-Sí, por una parte. Pero cuando vas a una casa de putas, Lencho, vez a mujeres espléndidas con la certeza de que una, o varias...
-¿Varias?
-¿Ya ves?, ya vas entendiendo –Espinosa caminaba por las oscuras calles de la ciudad a paso militar, seguido por García, que con el fresco de la noche y la caminata iba recuperando parte de la coherencia perdida. –Las miras gozándolas anticipadamente, Lencho, con la absoluta certeza de que una, o varias, van a ser tuyas. La que elijas. Bebes champaña, charlas, fumas un cigarro, comes algún aperitivo ligero, Lencho, y sigues mirando, ya lo sabes. La elijes con la mirada, solamente por su apariencia, por cómo te mira, por cómo camina, porque ella eligió sentarse en tus piernas y besarte. Sólo por eso ya valen su precio...
-Pero unas muchachas así, con champaña y tal, sale bien caro, Juan.
-Para eso trabajo, Lencho. Y para eso robo. Acá entre nos, no hay remedio. En la comisión revisora de hojas de servicio tienes que ser algo corrupto. Que dele trámite rápido a mis papeles, pues un varo; que pase por alto aquel documento que falta, pos un varo; que hágase de la vista gorda de que fui huertista, pos un varo; de que una carta de recomendación aquí, que otra allá, pos un varo. Así es éste país que nos ganaron y yo, sin ser como tu amigo Ulogio Ortiz o como Madinabeitia, me he tenido que acomodar y también me he vuelto corrupto. Eso sí, a los villistas de verdad, les sale gratis. Y además no tengo familia qué mantener. Vente pues conmigo.
Sí, pensó Lorenzo sin decir nada. Este es el país que nos ganaron, la revolución que nos robaron.
Los dos generales llegaron a una gruesa puerta de madera de roble bien trabajada y Juan levantó el aldabón tocando de determinada manera. Una voz surgió de la oscuridad:
-¿Quién llama?
-¡Espinosa!
-Las muchachas no están, señor.
-¡Qué no van a estar, Crisóstomo, es el general Juan Bautista Espinosa!
-¡Ah!, ¡ese Espinosa! –y entreabriendo la puerta –pase usted, mi general.
Tras cruzar un oscuro patio, entraron a una sala en la que se advertían varias meses bajo la tenue luz de los candiles. Haciendo caso omiso de la música de un violín y un violencello, Espinosa gritó:
-¡Señoras, ya llegó la División del Norte!
Tres o cuatro suripantas se acercaron gritando con real o fingido alborozo:
-¡Juanito!
-¡General!
-¡Viva Villa!
Y condujeron al sonriente Espinosa y al azorado García a una mesa central, donde se sentaron de inmediato una exuberante pelirroja que abrazó a Espinosa y una rubia cuyos evidentes más de treinta no opacaban su belleza. Espinosa le dijo a García que abrazara a “Michelle” y gozara la Francia. Pidió una botella de champaña. Al descorchar la segunda, exigió que del otro lado de García se sentara una chica morena, muy joven, de ondulante talle, a la que llamó Nicolasa, y mientras consumían la burbujeante espuma, la francesa y la mexicana besaban a Lorenzo, que iba comprendiendo a su antiguo compañero de armas. Acabada la botella, Juan ordenó:
-¡Llévenselo, muchachas, trátenlo bien, corre de mi cuenta! –y las dos prostitutas, tomando de la mano a Lorenzo, lo condujeron hacia arriba de una amplia escalinata neoclásica.
Una vez en una elegante alcoba, el general, conducido por Michelle, se sentó en un cómodo sillón de cuero cubierto de suaves pieles, descansó su nuca en el respaldo y cerró los ojos, siguiendo las suaves presiones de las manos de la puta francesa. Apenas hubo cerrado los ojos sintió en su cuello la frescura de un trapo húmedo, que despedía el olor de un perfume concentrado y enervante.
El general sintió como era frotada delicadamente cada parte de su cuerpo: Michelle inició con la cara y el cuello y fue bajando lentamente, mientras Nicolasa subía desde la planta de los pies. Los frescos lienzos que quitaban el sudor reseco de varios días y distendían los músculos del general, que sentía como lo invadía lentamente una grata sensación de paz. Cuatro gentiles manos recorrían su cuerpo, sin dar un paso en falso, sin ningún movimiento brusco que rompiera el hechizo.
Las manos que acariciaban su pierna limpiaron cuidadosamente su culo. Nadie nunca había puesto sus manos en el culo del general, pero esto era algo especial y siguió sentado, inmóvil, recibiendo el placer que le daban. Con una mano, Nicolasa acariciaba apenas sus peludas nalgas, jalando los vellitos, pellizcando suavemente la firme piel; con la otra, frotaba con el lienzo la entrepierna, hurgaba en la entrada del ano, limpiaba la suciedad, el sudor acumulado.
Las otras dos manos, las de Michelle, bajaron por su estómago y, al mismo tiempo, casi, que las otras, llegaron a su miembro viril. Dos manos, el general ya no sabía cuales, acariciaban su verga mientras otras dos empezaron a verter en su cuerpo un líquido oleaginoso y perfumado. Sus hombros, su espalda y su pecho eran untados, por sabias manos, con el oloroso aceite, mientras otras dos manos seguían acariciando su miembro con delicadeza. Entonces cerró los ojos.
De pronto el general sintió el contacto de una húmeda lengua en su miembro, al mismo tiempo que dos hileras de dientes se clavaban en su cuello. Era demasiado: la lengua lo recorría haciendo subir lenta, muy lentamente la excitación, las ganas, que se sobreponían al cansancio y a la flacidez del cuerpo entero. Con los ojos cerrados, el general sentía a la puta recorrer su miembro, acariciando, saboreando, despertando con pausa un fuego incógnito. Apenas era consciente de los dientes y las manos de la otra, que recorrían su cuello, sus hombros, su espalda, prodigando placer y dolor a partes iguales.
El general no soportó más y abrió los ojos. Era Nicolasa la que, humillada la testa, chupaba su verga. Al notar que abría los ojos, Michelle dejó su torturado cuello y se alejó unos pasos. El general miró cómo dejó resbalar por su cuerpo la bata chinesca, mientras Nicolasa proseguía con su trabajo. La vista de la francesa totalmente desnuda habría sido suficiente para que Lorenzo tuviera una erección, si no llevara ya un buen rato con esa condición, entre los labios y la lengua de Nicolasa. Las anchas caderas, la breve cintura y los pechos desbordantes, blancos como la leche, el vello púbico tan rubio como la melena y las fuertes piernas, que atraían la mirada de Lorenzo como habrían atraído la de cualquiera.
Entonces el general se movió. Aprisionó la cabeza de Nicolasa y empujó su cadera hacia delante, metiendo el miembro en la boca de la puta que succionó con fuerza mientras movía su boca entera a lo largo del tronco del general. Cuando Michelle se acercó y su rubia cabellera cayó como una cascada sobre los hombros de Lorenzo, éste detuvo el movimiento de Nicolasa y llevó la cabeza de la morena hacia arriba, hacia su boca. Las putas no besaban, según sabía Lorenzo por experiencia propia. Y así fue: Nicolasa buscó su cuello.
Tras morder el cuello del general, Nicolasa se retiró para, a su vez, deshacerse de la bata, mostrando un cuerpo casi adolescente, de pequeñas tetas moradas, firmes carnes y caderas estrechas. Mientras Lorenzo la miraba, Michelle pasó una de sus largas piernas sobre las del general, aún sentado en el sillón, tomó el rígido miembro con sus blancos dedos y se lo introdujo despacio, muy despacio. Lorenzo cerró los ojos y se hundió en la dulce carne, dejándose ir, dejando que la puta subiera y bajara a su ritmo, o a la ausencia del mismo, porque Michelle subía, bajaba, giraba a uno y otro lado, sin cadencia ni uniformidad, de modo que era siempre una cara distinta, una parte distinta del miembro la que recibía mayor presión. Llegaba el éxtasis, el general lo advirtió y ahora sí, abrió los ojos y tomó a Michelle por la cadera para marcarle su propio ritmo. La prostituta, sudorosa y agitada, mordió otra vez el cuello y hundió sus uñas en la espalda al recibir el semen en su interior.
Michelle se detuvo. Recargó todo su peso sobre las caderas de Lorenzo. Sin moverse apenas empezó a apretar, con los músculos del coño, la verga, que perdía rigidez. La dulce opresión sobre su verga lo enloqueció otra vez y lo llevó a responder. Cuando Michelle sintió que, gracias a los estudiados movimientos musculares, el general recuperó su vigor dentro de su cuerpo, se salió de golpe y se hizo a un lado. Entonces Lorenzo vio ante sí, en primer plano, la espléndida grupa morena de Nicolasa, que ofrecía sus redondas posaderas, su negro ano y su roja herida a la vista del general, meneando dulcemente el cuerpo, con la cabeza y el pecho recargados en un suave colchón de algodón, y el culo erguido, apoyada en sus rodillas.
El general, verga en ristre, se acercó a la joven Nicolasa y la montó, más cuando dirigía su instrumento al coño, lo detuvo Michelle, que se lo bañó con perfumado aceite y encaminó la cabeza al ano de su joven compañera. Gracias al aceite y a la disposición de Nicolasa, tres o cuatro embates bastaron para que el general la penetrara por el estrecho canal prohibido. Con su mano derecha estrujó con fuerza el morado pecho que colgaba bajo Nicolasa, y atacó con furia, entrando y saliendo con violencia creciente, mientras la prostituta gemía bajo su peso y movía su cadera en pequeños círculos.
Si no hubiera sido exprimido antes de la manera en que lo había sido, habría terminado de inmediato, pero el general gozaba sin fin, sin sentir la cercanía del orgasmo, gozando y sufriendo a cada embate. Atacaba de esa manera cuando sintió a Michelle subirse a su espalda y acariciarla con sus pechos, sus muslos. La sintió ¡otra vez!, morder su cuello, soplar su nuca y conforme más sentía a Michelle, con más fuerza penetraba a la Nicolasa, que gemía a cada embate. Por fin llegó, por segunda vez, su semen y esa muerte chiquita que trae consigo la culminación del placer sexual. No fue una inundación como las anteriores, pero algo dejó en Nicolasa, que se desplomó. Michelle le hizo algunas caricias más mientras su verga se ponía flácida y, de pronto, se puso de pie y marchó hacia el rincón donde habían quedado sus ropas.
El general creyó que la noche había acabado, que sólo restaba dormir para reponer en parte las energías gastadas, cuando Nicolasa volvió a acariciar su cuerpo, dándole un cuidadoso masaje que hizo regresar a sus músculos la placidez del principio. Las educadas manos de la prostituta combinaban el relajamiento con el placer y, sorpresivamente para él mismo, Lorenzo sintió cómo su verga empezaba a crecer, otra vez y, aunque aún no estaba tan firme como debiera, Lorenzo fue cabalgado por Nicolasa. Esta vez no hubo violencia ni prisa, solo placer pausado y paz. Trabajado con sabiduría por la joven puta, el general se fue perdiendo, hundiéndose en la inconsciencia, en la delicia de poseer a una mujer así.