Valhalla
Segunda parte de "A Furore Normannorum Libera Nos Domine". Los hechos que posteriormente se sucedieron narrados desde el punto de vista de la guerrera escandinava.
Los gritos de triunfo de los monjes continuaron taladrando dolorosamente los oídos de los guerreros nórdicos mientras la proa de la embarcación rompía la superficie del mar alejándose de la costa.
Hjörtur, El huscarle jefe de la expedición, un gigante pelirrojo de más de dos metros con el rostro consumido por el odio, escupió con rabia al suelo del drakkar.
-¡Es humillante! Esos malditos canijos nos han rechazado. ¡Por los demonios del Muspel , ¿cómo han podido ?!
Hallbjörn, otro hombre de poblada barba rubia ayudaba a una empapada mujer a subir por la borda. El encrespado oleaje calaba a todos y obligaba a los guerreros a gritar para poder hacerse oír.
-¡Arriba, Gudrid! ¿Estás bien? Ya te dábamos por perdida. -El hombre se giró hacia el huscarle Han demostrado ser buenos guerreros. Yo mismo pude ver cómo uno de esos monjes clavaba una azada en el pecho de Gustaffson, nuestro mejor luchador. ¡Murió como un valiente, con la espada en la mano! Sin duda ahora mismo se halla en el Valhalla con los einherjar No hay deshonor en ser derrotado por un buen guerrero. Y esos monjes demostraron ser muy buenos. Nos han dado por el culo.
Gudrid escupía el agua salada que había penetrado en su estómago. Apartándose sus mojados mechones castaños de su rostro, sonrió ante el comentario del gigantón rubio y susurró para sí, aunque ninguno de los dos hombres pudo oír lo que decía.
-No lo sabéis bien.
-¡Esto no quedará así, Hallbjörn! Esos cerdos me han humillado. Voy a ser el hazmerreír del jarl . Pero juro que la primavera que viene volveremos. Y mataremos hasta el último de esos condenados monjes.
Gudrid tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que su rostro no delatara la alarma que atenazó su corazón. ¿Matar a su monje? Por un momento, se censuró a sí misma. ¿"Su" monje? Se estaba comportando como una estúpida chiquilla enamoradiza. Se sonrojó mientras recordaba cómo, antes de huir, se había quitado de su brazo el brazalete y lo había dejado sobre la mesa para que su monje lo encontrara. Sacudió la cabeza con vergüenza. No era más que un enemigo, ¿por qué demonios le importaba su seguridad? Aunque lo cierto era que ese monje, del que ni siquiera sabía su nombre, le había salvado la vida al alejar a sus hermanos frailes de la sala donde ella se escondía. Y las piernas de la mujer todavía temblaban al recordar el placer que sintió cuando la verga del joven invadió su interior.
Viljahjmur, el navegante, sacó a todos de sus cavilaciones.
-Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos ahora mismo.
A pesar de la oscuridad, el amanecer había comenzado a iluminar el cielo. Su dedo, no obstante, señalaba unas oscuras nubes no muy lejanas que presagiaban una tempestad como pocas se habían visto. La voz de Hjörtur se dejó oír por encima del estruendo.
-¡Remad, perros, y desplegad la vela! Tenemos que llegar a Birka antes de que nos alcance la tormenta.
Mientras agarraba con fuerza el remo y tiraba de él hacia sí, Gudrid agradeció dejar de pensar en sus dilemas internos. En breve se arrepentiría.
Transcurrió un largo y angustioso día sin que la fuerza de los remeros escandinavos fuera suficiente para dejar atrás la tormenta. Finalmente, la oscuridad les dio alcance, cerniéndose sobre los hombres y transformando el día en noche. El mar pareció poseído por Ran , la cruel diosa de las tempestades, sedienta de su tributo de hombres ahogados. Las olas se levantaban salvajemente sobre su encrespada superficie como terroríficas garras que pretendían atrapar la diminuta presa que surcaba su oscura y verdosa piel. La lluvia azotaba sin compasión mientras en lo alto, por entre las lóbregas y tenebrosas nubes, los relámpagos brillaban, iluminando efímeramente el funesto escenario.
El estruendo de un trueno ensordeció durante unos segundos la canción hiriente que silbaba el viento alrededor de los guerreros. La voz de Hjörtur, espoleando a los remeros, era apenas audible. No obstante, los escandinavos prosiguieron su acompasado movimiento de remos, conscientes de que el cielo podía caer en cualquier momento sobre sus cabezas y sólo su fuerza podría salvarles de un ominoso destino.
Los primeros aullidos de terror se produjeron cuando una gigantesca ola se levantó por babor, un muro negro que eclipsó la oscuridad en torno al barco. Gudrid alzó su vista hacia aquel espumeante y horrendo techo que durante un eterno latido permaneció inmóvil, envolviendo al barco. Su mente quedó paralizada hasta que, en el siguiente latido, un fragor colosal llenó sus tímpanos y arrasó su cerebro. El agua, como la mano de un gigante enfurecido, la aplastó contra el suelo y la arrastró por la cubierta, entre gritos y bramidos de dolor y espanto.
El cuerpo de Gudrid chocó con algo. Quizás fuera otro hombre, quizá una parte del drakkar. Su centro de gravedad había cambiado repentinamente y no era capaz de decir qué era arriba y qué abajo. El dolor la inundó y temió que varias de sus costillas se hubieran roto. Dejando de pensar y actuando por instinto, como un animal rabioso de dolor, Gudrid se lanzó hacia el palo mayor de la embarcación y se aferró con todas sus fuerzas. El agua la inundó, penetrando por su boca y sus fosas nasales. Apenas fue consciente de que la nave había sido hundida por la ola y, segundos después, volvía a emerger con violencia.
Gudrid contempló algunos cuerpos de sus compañeros que flotaban y acto seguido desaparecían tragados por el voraz mar. Cerca, aferrado a un travesaño, pudo ver a Hjörtur, con los ojos muy abiertos y enloquecidos, su mirada despojada de cordura. La cubierta osciló y el extremo de babor subió violentamente, levantando densas alfombras de agua. El terror se dibujó en los ojos del huscarle mientras fue perdiendo gradualmente asidero y cayó por la borda, desapareciendo de la vista de la impotente Gudrid.
Al momento siguiente, se escuchó un estremecedor crujido. La mujer apenas se percató de que las cuadernas se desgajaban, como la cáscara de la nuez bajo el mazo, pero, como una súbita revelación, supo que el barco se hundiría y que ella y todos sus compañeros morirían en esa tempestad asesina.
Sin atreverse a moverse, cegada por el agua y la sal, permanecía aferrada al palo mayor, mientras sentía su cuerpo helado, calado por la fría lluvia y mar. Había vomitado el contenido de sus tripas empapadas en agua de mar y sólo le quedaban ácidos que toser agónicamente. Cada segundo que permanecía sujeta era una pesadilla atroz de dolor y sufrimiento. Sabía que si se soltaba, llegaría el fin y, con él, la paz. Pero no se rendiría. Era una guerrera escandinava y lucharía hasta el final.
A pesar de que sólo transcurrieron unos instantes, a Gudrid, atiborrada de maravillas y horror, le pareció que se sucedía una eternidad mientras contemplaba cómo la cubierta del drakkar se partía en una larga grieta desde la proa a la sección media, con un espantoso ruido que a la mujer le pareció el bramido de dolor de un animal, como si el barco agonizara herido de muerte. Una ola brutal embistió de frente a la nave, arrancando la otrora orgullosa cabeza del dragón y levantando entre blanquísima y ensordecedora espuma una nube de maderos y tablas desgajadas. La mujer escandinava, quizás la última superviviente del barco, escuchó cómo el palo mayor, su último refugio, crujía espantosamente y vio caer la punta desde lo alto. Apenas tuvo tiempo para gritar. Un pedazo de esos mortíferos restos se estrelló contra la cabeza de Gudrid sumiéndola en la más absoluta oscuridad.
-Despierta, guerrera.
La mujer abrió los ojos, desconcertada. ¿Seguía viva? Eso era imposible. La oscuridad la envolvía, pero oía sin dificultad el ulular del viento y el sisear de la lluvia alrededor y podía oler la sal y la humedad en su piel. El aire movía su cabello, haciéndolo ondear salvajemente. Un extraño canto hermoso y triste llegaba hasta sus oídos.
De pronto, un trueno retumbó y un relámpago iluminó su alrededor. Gudrid abrió los ojos como platos. Estaba volando por los cielos, montada a la grupa de un caballo blanco alado, abrazada a una mujer de aspecto imponente, con una resplandeciente mata de cabello rubio como el oro y ataviada con una brillante e imponente armadura. La belleza de la mujer era tal que Gudrid se sintió como una torpe malcarada a su lado, haciéndola enrojecer de vergüenza y envidia. Las facciones de su rostro eran toscas y duras, mientras que las de la jinete eran radiantes y hermosas. Gudrid enseguida supo qué era aquella mujer. Era una valquiria.
Su vuelo les había conducido fuera de la tormenta. Alrededor de Gudrid, el cielo se abría infinito, con incontables estrellas brillantes y gloriosas. La mujer no pudo evitar que las lágrimas resbalasen por su mejilla. Se sentía pletórica, viva. No sentía dolor alguno y sólo entonces reparó en que estaba completamente desnuda.
-¿Dónde estamos? ¿A dónde me llevas?
-Traspasando los portales entre los mundos, guerrera. Nos dirigimos al Valhalla.
Tras un tiempo indeterminado de viaje, las dos mujeres atravesaron una espesa barrera de niebla. A lo lejos se divisaba un desolado campo que encogió el corazón de Gudrid. Árboles muertos y grisáceos cubrían su superficie, traspasados por serpenteantes ríos sombríos llenos de veneno, barro y espadas. Oscuros vientos ululaban trayendo los lamentos de los espectros y los condenados.
-¿Qué es aquello, mi señora? Preguntó Gudrid con miedo en su voz.
-Es Naastrand , guerrera, el hogar de Hela , donde acaban las almas de los muertos por enfermedad o vejez. Pero no temas. No es nuestro destino.
El tiempo transcurrió hasta que, llegado un momento, el impetuoso caballo blanco se dirigió hacia el suelo con un atronador relincho, donde se detuvo.
-Aquí acaba nuestro viaje, guerrera.
Gudrid miró a su alrededor con extrañeza mientras ponía pie a tierra. A su alrededor se extendía la nada más absoluta. Oscuridad y niebla hasta donde la vista alcanzaba.
-¿Es esto el Valhalla?
-No. Estamos dentro del Helheim , en una zona de transición, donde se decide el destino de las almas cuyo lugar final no está claro. La diosa Ran , la ladrona de almas, reclama la tuya para su Corte de ahogados en el fondo del mar. Pero tu valor impresionó a los dioses. Tienes una oportunidad para llegar al Valhalla. No la desaproveches.
-¿Una oportunidad, mi señora? ¿Qué tengo que hacer?
-No te contestaré a esto. Habrás de encontrar las respuestas por ti sola, pues forma parte de la prueba. Si demuestras ser digna de llamarte guerrero, podrás entrar en el Valhalla. De lo contrario, tu alma vagará sola e indefensa hasta el fin de los tiempos y el olvido. Adiós, Gudrid, hasta que volvamos a encontrarnos.
Repentinamente, el níveo corcel levantó el vuelo transportando lejos a la valquiria y dejando atrás a una confusa y asustada Gudrid. Con aprensión, se frotó sus ateridos brazos tatuados. Estaba sola y su desnudez acentuaba su indefensión. ¿Qué podía hacer? No debía flaquear. Recordó la severa mirada de su padre y sus enseñanzas. Recordó cómo la entrenó en el arte de la guerra y recordó el orgullo en la mirada de su progenitor cuando ella le dijo que quería embarcarse en una expedición de saqueo. No podía defraudarle. Llegaría al Valhalla. Con firmeza dio un paso hacia delante.
Gudrid llevaba horas caminando. La monotonía del neblinoso paisaje había provocado que bajara la guardia. No podía dejar de pensar en su monje. La mujer sonrió ligeramente cuando reparó en que, por lo menos, el naufragio del drakkar y la muerte de Hjörtur, implicaba que nunca se fletaría una expedición de castigo contra el monasterio. El muchacho sobreviviría. ¿Cómo se llamaría? ¿Habría encontrado el brazalete? ¿Pensaría en ella? Gudrid volvió a evocar la imagen del muchacho la primera vez que lo vio, asustado como un adorable conejo temeroso. Un hormigueo recorrió el vientre de la mujer hasta llegar a su pubis, mientras notaba cómo crecía la humedad entre sus muslos.
Durante un momento dudó. Puede que no tuviera tiempo para aquello pero, venciendo sus reticencias, la desnuda mujer se sentó en el suelo mientras abría sus piernas. Dos dedos penetraron por los labios de su sexo, arrancando un gemido de sus labios, mientras evocaba la lengua del joven monje internándose en sus hinchados labios, el placer que, hacía ya una eternidad, el muchacho la había proporcionado. Los dedos de la mujer se movían rítmicamente, mientras sus fluidos los mojaban. Un húmedo sonido delataba su excitación mientras roncos gruñidos brotaban de su garganta.
Una sombra de tristeza la inundó mientras alcanzaba el clímax. Gudrid, jadeando, se dijo que era absurdo pensar en el muchacho. Jamás volvería a verle. Él había quedado en el Midgard y ella, muerta, estaba en el Helheim .
Una gutural voz la sacó violentamente de sus cavilaciones.
-Vaya, vaya ¿Pero qué tenemos aquí?
Gudrid abrió violentamente los ojos, sólo para contemplar a tres criaturas monstruosas que la observaban con diversión. Sus mejillas se enrojecieron hasta alcanzar el color de la grana.
-Una humana sola y desamparada Loki nos ha sonreído hoy.
La mujer contempló sobresaltada a los horrendos seres. Eran unas criaturas grandes y grisáceas, de aspecto temible, con fauces atestadas de colmillos y ataviadas con unos toscos taparrabos que les conferían una apariencia aún más bestial. Los cuentos de los escaldos escuchados en su niñez vinieron a su cabeza: cuentos sobre los trolls, aliados de los gigantes y que lucharán contra los dioses en el Ragnarok , monstruos que se convertían en piedra si se exponían a la luz del sol, estúpidos, brutales y que se alimentaban de carne humana.
Gudrid se llevó la mano instintivamente a la cintura para desenvainar su espada, pero cayo en la cuenta de que estaba desnuda, indefensa ante los tres seres que la miraban con diversión y lujuria. La vista de la mujer se posó en las espadas en los cintos de los monstruos. Si pudiera atrapar una Gudrid intentó aparentar entereza aunque su voz temblaba.
-Atrás, monstruos. No oséis dar un solo paso.
-¿Monstruos? Vaya Qué humana tan desagradable. Creo que será necesario que la demos una lección, ¿verdad, hermanos?
Riendo, los trolls se abalanzaron hacia la mujer. Gudrid apenas fue capaz de lanzar un puñetazo que impactó inofensivamente en el duro hombro de uno de esos seres antes de que rudas manos la inmovilizaran, sujetándola por brazos y piernas y tendiéndola en el suelo. La mujer casi chilló cuando sintió una húmeda y enorme lengua invadiendo su boca. Parecía que las intenciones de los trolls no eran devorarla O quizás sí. Intentó debatirse pero estaba firmemente agarrada. Los ojos de la mujer se abrieron como platos cuando divisó las gruesas vergas que asomaban por entre los taparrabos de las bestias.
-¡Atrás, cabrones! ¡Soltadme u os arrepentiréis!
-Pero qué boquita tan sucia. Creo que deberíamos limpiársela
-¡Malditos cerdos! Os voy a
Gudrid apenas tuvo tiempo de responder. El enorme y venoso falo de uno de los trolls apareció de repente ante su línea de visión, a escasos centímetros de su rostro. Con parsimonia, el libidinoso ser restregó su erecta verga por la faz de la indefensa mujer, quien cerró los ojos y los labios con ira. Pronto, la cara de la mujer quedó húmeda y brillante, embadurnada del líquido preseminal del ser. El mango era enorme, hasta el punto de que Gudrid pensó que el troll podría ahogarla si le hiciera tragar entero su estoque. Pero, por el momento, el monstruo se limitó a refrotar su verga por rostro y boca de la mujer, ante las risotadas de sus dos compañeros.
Tras unos momentos en los que el troll jugó con su glande y golpeó suavemente con él en las mejillas y nariz de ella, el ser pareció cansarse de aquellos juegos y lo posó sobre los labios de Gudrid, para empezar a presionar firmemente. La mujer cerró los ojos y volvió de nuevo a menear inútilmente sus brazos y piernas. Fue inútil. Quizás si fingiera rendirse, sus captores bajaran la guardia y pudiera liberarse. Gudrid apenas pudo pensar en ello, pues el dueño del pulsante miembro la tapó la nariz y cuando ella hubo de abrir la boca para respirar, el falo se internó en su húmeda y cálida boca.
-Así, humana, lo haces muy bien Eres una verdadera zorrita
-Maldito cerd Gluog, glabs
Gudrid tuvo que reprimir una arcada mientras el falo se introducía por su garganta, casi ahogándola. El troll sujetó su nuca e inició un rítmico movimiento de manos y caderas, entrando y saliendo viscosamente de su boca.
Por fin, tras lo que se le antojó una eternidad, el troll extrajo su verga de la garganta de Gudrid y comenzó a eyacular, soltando inacabables chorros de esperma sobre el asqueado rostro de la mujer.
-Ooohhh Así, putita humana Toma toda mi leche
-Odín dame fuerzas
Aprovechando el momento, Gudrid se liberó el brazo derecho y cerró su presa sobre los testículos del troll de su derecha, apretándolos con tanta fuerza como fue capaz. El grito de dolor se mezcló con el rugido de placer del monstruo que todavía eyaculaba sobre su rostro. Un fuerte codazo en el rostro del oponente a su izquierda logró empujarlo al suelo. Por fin con libertad de movimientos, empujó al suelo al troll que estaba sobre ella mientras alcanzaba la espada de su cinto y tiraba de la empuñadura.
-¡Odín ! ¡ dame ! ¡ fuerzas!
El filo emergió de su funda con un escalofriante sonido metálico. Gudrid lo empuñó con rabia y lanzó una estocada hacia delante. Un chorro de cálida sangre salpicó su rostro, gargantas y pechos. El troll se tambaleó hacia atrás, mientras se sujetaba su seccionada garganta. Su miembro, todavía chorreante, había perdido la erección.
Gudrid había dejado de pensar. La bestia en su interior se apoderó de ella y centró su atención en el monstruo de su izquierda, todavía magullado por el codazo en su rostro. La hoja de la espada se alzó inmisericorde por encima de la cabeza de la mujer.
-¡¡¡Odín, dame fuerzas!!!
La mujer rugió enronquecida, mientras bajaba el mortífero acero hundiéndolo en la gruesa piel del troll. Con firmeza, la mujer tiró de la espada, que escapó del inane cuerpo del monstruo con un repugnante sonido viscoso. La sanguinaria mirada de la mujer saboreó cruelmente cómo la vida escapaba rápidamente del ser.
Unos metros más allá, el último troll huía, aterrorizado ante la furia de la mujer. Gudrid, cubierta del semen y la sangre de sus enemigos, aulló victoriosa, sintiéndose estallar, poseída por un fuego invisible, próxima al orgasmo. Pronto, el instante extático fue pasando y el cansancio hizo mella en la mujer, que tuvo que apoyarse en la espada para no caer.
Fue entonces cuando reparó en una edificación cercana, que parecía haber surgido de la nada. Maravillada, a través de la imponente puerta de metal, pudo atisbar una gigantesca fortaleza con cientos de puertas y un tejado a base de escudos y armaduras. A los pies de la fortaleza, se hallaban blancas montañas y frondosos bosques de una belleza que cortaba la respiración. En un cercano bosque, Gudrid pudo discernir a hombres y mujeres cantando y riendo, apurando cuernos de cerveza e hidromiel, hablando y haciendo el amor mientras la suave brisa acariciaba sus cuerpos.
La mujer no se atrevió a moverse, mientras sus ojos se humedecían.
-Es el Valhalla, Gudrid.
La mujer se dio la vuelta sorprendida, para hallar a la valquiria que la había guiado hasta allí.
-¿El Valhalla? ¿He llegado a mi destino por fin?
-Sí, guerrera. Nadie puede atravesar sus puertas sin portar una espada en su mano, como la que tú aferras ahora.
Gudrid siguió contemplando aquel reino legendario, temerosa de que todo se desvaneciera como un sueño.
-¿Puedo Puedo entrar?
-El Valhalla es un reino para los guerreros, sean hombres o mujeres. En él habitan los heinherjar , los luchadores muertos en combate que asistirán a Odín en el Ragnarok contra Loki y los gigantes. Tú serás uno de ellos, no obstante
Gudrid enarcó una ceja.
-No obstante, Prosiguió la valkiria hay una última prueba que debes cumplir. Para servir a Odin y luchar contra las infinitas huestes de Surtur y evitar la destrucción de los Nueve Mundos, debes ser un guerrero completamente libre. Y tú, todavía, no lo eres. Debes cortar tus últimas ataduras al Midgard antes de unirte a las huestes del Asgard .
-¿Cortar? No entiendo. ¿A qué te refieres?
-Un verdadero guerrero no puede sentir piedad por sus presas. Tú has llegado a amar a una de ellas. A un enemigo, un untermensch cristiano. Debes acabar con él antes de entrar en el Valhalla. Debes liberarte.
La valquiria señaló algo detrás de Gudrid. La mujer se giró en redondo y contempló un cuerpo en el suelo a escasos metros. No transcurrió un segundo hasta que distinguió la figura desvanecida de su monje. Una gélida garra atenazó las entrañas de Gudrid.
-¿Él? ¿Aquí? ¿Pero cómo es posible?
-Su cuerpo duerme en el Midgard , pero su alma ha sido traída aquí para que puedas matarle y entrar al Valhalla.
La valquiria señaló la espada que Gudrid empuñaba.
-Acaba con él. Cumple tu destino.
-¡No! No me puedes pedir que haga eso. No lo haré.
-¿Renunciarías al Valhalla por la vida de un enemigo? ¿De un miserable mortal?
-Renuncio al Valhalla. ¡Que le jodan! ¡Soy una guerrera, no una asesina!
El rostro de la valquiria se transformó en una espantosa máscara de furia que provocó que Gudrid retrocediera un paso.
-¡Estúpida inconsciente! ¡Has saboreado la gloria del combate y conocido el éxtasis del derramamiento de sangre! ¿Renuncias al privilegio de servir al Valhalla condenándote al olvido por no ser capaz de acabar con la vida de un enemigo?
Gudrid contempló con pesar el desmayado rostro del monje. Después se volvió con determinación hacia la valquiria. Arrojó la espada al suelo, que cayó con un metálico estruendo.
-Sí. Renuncio. El precio es demasiado alto.
-¡Sea! ¡Nadie cantará tu final ni se recordarán tus gestas! ¡Que las tinieblas del Helheim te engullan y tu nombre sea olvidado de los corazones de todos los hombres!
En un instante, la valquiria y su corcel elevaron el vuelo y desaparecieron, mientras las Puertas del Valhalla se cerraron lentamente y se fundieron en la neblina.
Gudrid permaneció paralizada, contemplando el vacío lugar en el que antes se había erigido el magnífico edificio mientras las lágrimas resbalaban por su mejilla. No sabía cuánto tiempo llevaba así hasta que un gemido a su espalda la hizo volverse.
El joven se había despertado y se levantaba desorientado hasta que reparó en Gudrid. Por un momento, el miedo se dibujó en sus rasgos. El aspecto de la mujer era imponente: sus rasgos duros y severos, la sangre de sus enemigos cubría su cuerpo, sobre sus tatuajes de lobos y dragones y su pelo castaño desgreñado caía hasta sus hombros. Pero entonces la reconoció y sus ojos se iluminaron. Entonces reparó en su propia desnudez. Sus mejillas se sonrojaron e, instintivamente se llevó las manos a su entrepierna, para intentar esconder castamente su pene de la vista de la mujer. Ésta sonrió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano y se arrodilló frente a él acariciándole la mejilla.
-Eres tú La guerrera. ¿Pero cómo ? Debo estar soñando Pero todo parece tan real
Gudrid posó un dedo en los labios del monje y susurró:
-Sí, es un sueño. Por eso debemos aprovechar el tiempo hasta que despiertes.
Los labios de ambos se juntaron. Primero fue un beso suave pero luego pasó a ser un beso más largo, más apasionado, más salvaje. Las manos de ambos exploraron sus desnudos cuerpos, pecho, caderas, brazos Los pezones de la mujer comenzaron a crecer y endurecerse ante las caricias de las masculinas manos. Los torsos de ambos se juntaron, buscando el calor del cuerpo del otro. El joven enterró su rostro en el cuello de Gudrid, lo que arrancó un gemido de los labios de ésta. El muchacho continuó besando su cuerpo, descendiendo y lamiendo con cuidado sus pechos, sus pezones.
La respiración de Gudrid se aceleró mientras el muchacho fue besando su estómago, su ombligo, acercándose en una lenta progresión a su entrepierna, besando y lamiendo, degustando su piel como si se tratara de un manjar exquisito.
Pronto, su rostro se detuvo enfrente de su sexo. Gudrid recordó la primera vez que se encontró al joven monje y cómo ella le había ordenado que lamiera su vagina. No lo creyó posible, pero esta vez experimentó un placer más intenso. Su espalda se arqueó como si fuera a romperse mientras gemía lastimeramente. Sus manos se aferraron al cabello tonsurado del monje, mientras se mordía los labios para no gritar.
El muchacho la observó con mirada arrebatada, estudiando cada centímetro de su cuerpo. Era obvio que le encantaba verla excitada.
Gudrid ya no pudo más, con la voz enronquecida por el deseo le dijo:
-Fóllame.
Como si el joven hubiera esperado la orden, tumbó a la mujer en el suelo y se colocó encima suya. El monje pareció dubitativo, aunque su verga había crecido en todo su esplendor. Con cuidado, la penetró poco a poco por su encharcada gruta, embistiéndola lentamente, como si tuviera miedo de lastimarla.
Gudrid, abrazándole por el cuello, acercó su boca hasta su oreja y le mordió el lóbulo de la oreja con fuerza hasta arrancarle un gemido. El hombre la miró dolorido y desconcertado. La mujer sonreía con malicia.
-Cuando me sodomizaste no tuviste tantos miramientos, mi vida. Déjame tomar la iniciativa.
Gudrid se colocó sobre el tumbado joven y le montó, volviéndole a sentir dentro de ella. Pronto, las caderas de la mujer aceleraron la cabalgada hasta un ritmo frenético. La mujer rió de placer mientras se arqueaba, apoyándose al suelo para no caer, hasta que él la sujetaba con sus manos por la cintura.
El clímax se acercaba y la mujer dio un respingo hasta abrazarse al cuerpo de él, sin que las salvajes acometidas se detuvieran. Los jadeos y gemidos crecieron en intensidad hasta que la mujer alcanzó el orgasmo, gritando y cerrando los ojos con fuerza. Al poco, el hombre eyaculó, rugiendo sordamente y llenando el interior de Gudrid con su caliente esencia.
Ambos se besaron, sin dejar de abrazarse, cubiertos de sudor, mientras sus jadeantes respiraciones se calmaban. El muchacho sintió humedad en su mejilla. La mujer estaba llorando. Se sintió extraño, como si algo le arrancara de ese mundo, como si estuviera a punto de despertar de un sueño. De pronto, sintió una imperiosa necesidad.
-Me llamo Alfonso. ¿Cómo te llamas tú?
Gudrid no tuvo tiempo de contestar. Cuando abrió la boca, las neblinas volvían a rodearla y se hallaba sola. Con lentitud se incorporó y contempló la nada que se cernía sobre ella. Sus labios se abrieron y musitó suavemente:
-Alfonso Por favor No me olvides
Y lejos, muy lejos, en el fondo de un negro océano esmeralda, el cadáver de una mujer escandinava reposa sobre el cieno. La pesada armadura de cuero y su cinto con la espada la impiden flotar hacia la superficie. Su cuerpo se deshace lenta pero inexorablemente mientras peces y cangrejos mordisquean caprichosos su azulada carne. Las suaves corrientes submarinas mecen su castaña cabellera mientras las algas abrazan su espalda, sus pechos, sus muslos. Poco a poco, la piel se escama y se abre, y los pequeños carroñeros hacen su trabajo mientras el cieno, las algas y los brillantes corales comienzan a cubrirla hasta hacerla desaparecer.