Vacaciones Low Cost

Cosas que pasan cuando una pareja liberal convive junto a chicos y chicas con las hormonas revueltas.

Aquellas vacaciones empezaron mal. Esther, mi mujer, siempre se había opuesto a que fuéramos de cámping, pero los últimos meses las ganancias de su cafetería habían sido menores de lo esperado, y mi sueldo de maestro tampoco era como para andar derrochando el dinero.

Yo estaba seguro de que Samuel y Laura, nuestros hijos, lo pasarían genial y, tras muchos tiras y aflojas, Esther accedió a ir de cámping quince días de nuestras vacaciones. He de decir que nuestra relación siempre ha sido muy liberal. Desde el comienzo nos negamos a imponer, al otro y a nosotros mismos, esa estúpida e innecesaria fidelidad sexual tan común. A mi esposa le encanta seducir a cierta clase de hombres y, aunque no tan a menudo, a mí me ocurre igual.

Por cierto, ya olvidaba presentarme. Como habréis deducido, mi nombre es Alberto. Resido en una pequeña ciudad del sur de España. Soy moreno, de estatura media y, gracias al ejercicio diario, me mantengo en forma para lo que haga falta. No tengo más remedio, mi esposa es ninfómana o, como ella dice, adicta al amor. Si bien casi siempre acaba follando, simplemente.

A Esther le encanta que la miren los hombres, sobre todo si son jóvenes, que sean solteros o casados, le da igual. Posee un cuerpo tan voluptuoso que es imposible que sus movimientos y gestos no resulten sensuales a quien la observa. Morena tanto de piel como de cabello, mi esposa sabe conservarse grácil y esbelta. No hay hombre que aguante su descaro.

De puertas para afuera todos piensan que solamente es una mujer coqueta, como tantas otras, pero de puertas para adentro es una auténtica comepollas. Por suerte, Esther siempre intenta salvaguardar su reputación como madre y esposa, aunque siempre lleve condones en el bolso. El asunto se agrava cuando por cualquier circunstancia nos vamos o se va lejos de casa.

En su época universitaria, Esther estudió en Granada. Tras los exámenes se desmadraba hasta tal punto que necesitaba untarse cremita para las rozaduras. Pero aún mejor fue lo de nuestra luna de miel. En aquel crucero por el Mediterráneo había parejas de toda Europa, parejas que obviamente iban juntas a todos lados. A Esther le resultaba tan difícil flirtear que, al final, decidí hacer circular el rumor de que a mi mujer le gustaba que la follaran por el culo. Aquel despreocupado comentario vertido en el gimnasio tuvo una repercusión mucho mayor de lo que habíamos imaginado. No sólo fue mi mujer quien padeció las consecuencias. Según oí comentar a la tripulación, nunca se habían oído tal cantidad de alaridos y chillidos de mujer en aquel crucero.

El tiempo no pasa en balde. El cámping al que fuimos de vacaciones estaba muy bien para lo que yo había visto en mi juventud. Así que, tras registrarnos, nos pusimos a la nada fácil tarea de seleccionar la parcela donde poner la tienda, que por otro lado, nos habían prestado unos amigos.

Nuestro principal criterio era estar lo más apartados posible, pero tener a chicos y chicas jóvenes acampados a nuestro alrededor. Cuando llevábamos veinte minutos yendo de un lugar para otro, un balón llegó rodando hasta pararse delante de nuestro carrito de bebés y, corriendo tras él, un chico muy atlético que le dirigió a mi mujer una lasciva mirada.

Esther no lo dudó ni un segundo.

— Aquí, cari… Por lo menos tendré unas vistas impresionantes.

A mí tampoco me pareció mal. Del otro lado había un matrimonio de aspecto nórdico con dos muchachas que vestían los pantalones más cortos que uno pueda imaginar. Una de ellas estaba demasiado flaca para mi gusto, pero la otra, la del bikini rojo, tenía unas tetas y un culo más que notables. A la espalda, tampoco estábamos mal acompañados, ya que había un grupo de parejas jóvenes como nosotros con mogollón de bicicletas y un gran ambiente de fiesta.

Como a mí también me gusta mucho la bici, no tardé en entablar conversación con nuestros vecinos y quedar al día siguiente para dar una vuelta.

— Anda que te lo montas mal —dijo irónicamente mi mujer— Pues que sepas que por la tarde me iré a tomar el sol a la piscina… Yo sola, claro está.

Pero las cosas se precipitaron. En concreto, una vaca se precipitó sobre mi mujer… Estábamos dando la merienda a los niños en un cobertizo con mesas y bancos de madera, cuando oímos decir a nuestros vecinos universitarios, que la dirección del cámping había programado una fiesta en la que todo aquel que acudiera disfrazado obtendría un bocadillo y el correspondiente refresco o cerveza. Los chicos tenían buenas ideas sobre los disfraces, pero no sobre como confeccionarlos. Esther no desaprovechó la oportunidad y, contoneándose hacia ellos, dijo que podría ayudarles con ese disfraz de vaca.

No oí lo que hablaron, pero sí me percaté de que, a pesar de su contrariedad, todos parecían apreciar las curvas de mi mujer. Al poco, Esther volvió hacia mí con una gran sonrisa dibujada en el rostro. Me comentó que les había dicho que era costurera y que estaría encantada de explicarles cómo confeccionar esos disfraces. Sólo necesitarían unas bolsas de basura blancas, cinta adhesiva transparente y un bote de betún para las manchas. Con tal fin, había quedado aquella misma tarde con el chico del balón en una de las salas de usos múltiples del cámping.

Ni que decir tiene que yo iría a espiarlos a la parte trasera del edificio. Mientras vigilaba a los niños jugar en la arena, podría contemplar a su madre tratando de seducir al muchacho. Por suerte, al final opté por apuntarlos al cursillo de natación.

Esther comenzó por tomarle las medidas, cosa que debió hacer con provocación y descaro a juzgar por sus risas. En esto, que aparecieron Mariane y Sanna, hija y sobrina del matrimonio vecino. Mariane, la más desenvuelta, tenía un paquete de tabaco en la mano. Al parecer, habían ido allí a fumar a escondidas.

Haciendo caso omiso de la intrusión, seguí subido a la silla de plástico y recé para que mi esposa y su amante no las hubieran oído llegar.

Una vez que Esther había acabado de disfrazar de vaca al muchacho, le comentó socarrona: “Sólo te falta echar leche”.

Él, tan espabilado como ella, contestó: “Espera, espera…” y haciendo un agujero para sacarse la verga, añadió: “Leche tengo toda la que quiera”.

Mientras mi mujer miraba aquel miembro embravecido, yo dirigí una mirada a nuestras vecinas. Desde la otra ventana, se disponían a contemplar el espectáculo que mi mujer y la vaca-toro iban a ofrecer.

Esther agarró el poderoso miembro del joven y lo sacudió arriba y abajo mientras se besaban. Sin embargo, el impaciente muchacho no tardó mucho en tomarla de los hombros y hacer que se pusiera en cuclillas. Evidentemente, el chico prefería que mi esposa ocupase su boca en una tarea más provechosa, y así fue. Esther se amorró al pollón del zagal sin andarse con tonterías y empezó a ordeñar.

De pronto, un sonido a mi izquierda me distrajo. Eran las hijas de Freya, diosa vikinga de la fertilidad que, imitándome, se habían subido a unas sillas. Parecían conmocionadas de ver lo bravo que era el ganado español.

Con sigilo, bajé de la silla y me dirigí hacia ellas. Las pálidas nórdicas veían con envidia como la mujer trataba de meterse en la boca toda la verga del joven semental.

Cuando estuve detrás, vi que una de ellas se me había adelantado. Mariane ya tenía los dedos entre las piernas. Apenas se distrajeron, la morena miró a su prima, pero como la rubia volvió a girarse para seguir viendo el espectáculo, tampoco ella se movió.

Tras el furor inicial, Esther dio paso a unos largos lametones a lo largo del vigoroso miembro, surcando su lengua desde la base a la punta del garrote. Luego de ampliar al abertura, le sacó los testículos que colgaron pesadamente. Mi mujer sonrió con la promesa de una nutritiva merienda y empezó a chupar la hinchada cabezota como si se tratase de un gran caramelo.

Mientras mi mujer mamaba con pasión una polla casi a estrenar, yo me dediqué a masturbar a ambas chavalas. Las dos mojaron mis manos por igual, si bien Mariane, la de las tetas grandes, realizó además unos ligeros movimientos de pelvis. Su prima, morena y bastante delgada, se mostraba más comedida.

Las dos hembras jóvenes estaban tan excitadas que no querían perder detalle.

Un ruido como de chapoteo me indicó que el chico había sujetado la cabeza de Esther. El joven toro había enredado los dedos en su largo pelo rizado para follarle la boca con autoridad y bravura. A mi esposa se le debían estar saltando unas lágrimas como puños.

Con la misma decisión y arrojo, yo empitoné mi pulgar en el culo de la más cohibida de las dos. Súbita y violentamente atravesada por un tremendo orgasmo, las piernas le fallaron y, como pudo, acabó poniendo pie a tierra agarrada a la silla para no desplomarse del todo.

“Menuda reacción” —me dije— “A ésta aún no se la han metido por atrás”.

Los ruborizados labios de la joven destacaban sobremanera en la cérea palidez de su rostro. En ese instante me poseyó el instinto más primario de todos. Me saqué la polla del bañador y, agarrando a la lívida chica de la nuca, se la hice tragar.

Si bien en un primer momento me contempló desconcertada, la muchacha no tardó en ponerse a chupar por sí misma. Después de ver como mi esposa se empachaba de rabo, era lógico que a la famélica chiquilla se le hubiera abierto el apetito.

El lacio cabello oscuro de Sanna destellaba al compás de su monótono cabeceo. No obstante, los labios y la lengua de la delicada muchacha compensaban sobradamente la exasperante lentitud con que mamaba. Abría la mandíbula desmesuradamente y, cuando se retiraba, sus blancas mejillas se hundían torpemente a causa del vacío. Daba la impresión de que no estaba acostumbrada a contender con un miembro viril.

La joven me miró en busca de aprobación. Sonreí disimulando mi decepción y la dejé hacer, al menos le ponía ganas. Con lo retraída que parecía, debía llevar meses sin comerse una buena polla, si es que alguna vez lo había hecho.

De pronto, me percaté de que la hija del vecino observaba presa del estupor lo que hacía su primita. Me serví de aquel descuido para tirar de su bikini hacia abajo y desplegar ante mí sus grandes tetas. De que la joven quiso darse cuenta, ya estaba succionando las rosadas areolas que enmarcaban sus pezones.

Podía ser que la más delgada se conformase con devorar mi verga, pero los lujuriosos gemidos de la otra auguraban mayores expectativas. Estaba entre la espada y la pared, debía tomar una decisión.

Permitiendo que la más joven continuara mamando con denuedo, hice girarse a Mariane de cara a la pared. Acto seguido, metí una mano entre sus piernas y busqué el clítoris con avidez. Por sus gemidos deduje que la tetona era la más golfa de las dos.

Yo quería premiar a la flaca con mi corrida, pero para hacer lo que tenía pensado necesitaba que su prima llegase al orgasmo antes que yo. Desesperado, pugné por atrapar los pezones de la lozana Mariane y, una vez los tuve entre las yemas de mis dedos, los fui estrujando.

No pude más y, con un hondo gemido, exploté en la boca de la morenita. Si bien la joven dio un respingo, mi mano la conmino a aceptar la generosa ofrenda de mis testículos. No obstante, a la tercera o cuarta descarga, una arcada la hizo tragar atropelladamente. Aquel detalle acabó de convencerme de que había sido el primero en llenarle la boca de esperma.

En el último instante, cuando ya daba mi plan por perdido, la más opulenta tuvo aquel clímax que la dejaría aturdida y casi sin fuerzas. Justo lo que yo quería.

De un tirón deslicé los ajustados minishorts de Mariane sobre su culazo. Con ellos debí llevarme también el tanga, pues de pronto tuve ante mí la suculenta entrepierna de la muchacha.

Todavía salía semen de mi verga cuando la encajé entre los hinchados labios de su sexo.

—¡Come on, baby! —intenté alentarla.

La oronda rubia aún se debatía entre los jadeos y temblores propios del orgasmo cuando mi miembro viril se precipitó en el interior de su coño.

—¡¡¡OOOAAGH!!! —rezongó la muchacha con mi gruesa verga firmemente atorada entre las piernas.

— ¡That’s it, pretty! ¡That’s it!

Yo quería aliviar su desazón de algún modo. Con esa idea, empecé a sobarle los pechos, le chupé el cuello y mordí suavemente su oreja. La robusta hembra nórdica gimió de gusto. Mis dedos instaron a su perlado clítoris a iniciar la aproximación a un segundo orgasmo.

Sin duda, aquella no era la primera vez que la follaban. Sus gemidos de placer hablaban de una senda ya transitada con anterioridad. De modo que las arremetidasy las palmaditas en su furibundo clítoris, fueron cogiendo ritmo.

¡¡¡PLASH!!!

Le solté un contundente azotazo casi sin dejar de embestir. Secretamente, esperaba que los jadeos de la culona sirvieran de añagaza para que su joven prima deseara poner fin a su más que probable virginidad.

Entonces, al girarme hacia ésta, me di cuenta de que no estábamos solos. Tras la pasmada muchacha estaban mi mujer, su vaca y tres o cuatro chicos y chicas más.

A pesar de la sorpresa, yo continué a lo mío, o mejor dicho, a lo nuestro. Puesto que en realidad fue la joven quien se estremeció y sollozó una vez tras otra. El sexo de la fogosa muchacha segregaba abundantes líquidos y jugos que yo sentía mojarme los huevos.

La jovialidad de su coñito ayudaba a que mi miembro entrara y saliera con total fruición. Cada acometida sacudía hacia delante a la oronda muchacha y hacía bambolearse sus grandes tetas.

De buenas a primeras me dio por separar su rotundo par de nalgas. A diferencia de su níveo trasero, la piel de su fruncido esfínter era realmente morena. Me pregunté cómo reaccionaría la muchacha si...

No me anduve con ñoñerías. Ya me había corrido en la boca de su prima, de modo que podía permitirme apostar todo al negro.

—¡OGH! —gimió al notar que algo entraba. Era sólo un dedo.

Dos minutos más tarde, sí era mi miembro lo que pugnaba por abrir su ano. Estaba a punto de ceder, era cuestión de tiempo. Me quedé tan quieto como ella, pero mantuve la presión.

—¡¡¡OOOOOOGH!!! —con un agónico sollozo, la muchacha dio voz a su maltrecho trasero.

Al ver que mi verga entraba cada vez más, empecé a pensar que todo era un sueño. No me atreví a pellizcarme la cara, por si acaso. En vez de eso, comencé a follar a aquella joven con quien me sentía tan estrechamente unido.

Como es habitual, la tensión del esfínter fue congestionando progresivamente cada vena de mi verga. Diez minutos después de haber empezado a encularla, mi miembro viril había alcanzado un diámetro casi tan espeluznante como el ano de la muchacha.

Al final el espectáculo lo habíamos dado nosotros. Hasta mi esposa me había jaleado para que le dejase claro a aquella fulana extranjera como nos las gastamos en la península. Después, cuando todo hubo acabado, extraje mi edematosa verga poniendo cuidado en mantener abiertas las nalgas de la nórdica. Así, de esa didáctica manera, toda la concurrencia pudo observar como ha de quedar el ano de una chica cuando la han sodomizado como es debido.

La ovación fue unánime.