Vacaciones en familia (1)

De cómo mi familia cayó en el incesto.

VACACIONES EN FAMILIA (1ª PARTE)

Capítulo I

TRAGEDIA

Fue un 12 de febrero. El año, el 2.002. Ese día me comunicaron la muerte por accidente de mi hermano. Creo recordar que no dije nada, sólo me abracé a mi madre que, desconsolada, repetía lo mismo una y otra vez: “ Tu hermano ha muerto, tu hermano ha muerto...” . Acompañé a mi padre ha reconocer el cadáver y lo vimos embutido en una bolsa de plástico negro, los ojos fijos, mirando el infinito y su pecho destrozado, horriblemente desfigurado. Fue la primera vez que abracé a mi hermano y éste no me respondió. Una desesperación asfixiante, un sentimiento de abandono, una indecible ira, invadieron mi ser, al percibir con total crudeza que mi hermano sólo me dejaba su recuerdo y la esperanza de encontrarle algún día, en algún lugar.

Andrés había sido mi único hermano, mi hermano mayor, de quien aprendí muchas cosas. A sus 19 años el destino se lo llevó, de improviso. Sólo unas horas antes de su muerte estuvimos bromeando, charlando tranquilamente. ”Fíjate, David, el lunes convenceremos a papá para comprarnos nuestra moto”. Nada ni nadie parecía interponerse entre nosotros, tal era la seguridad que teníamos. Siempre me encontraba protegido por él, nada malo me podía ocurrir si se hallaba a mi lado.  Y, sin embargo, en aquel desgraciado día 12, me percaté que la vida es un trayecto que nos impulsa hacia delante, sin posibilidad de retorno.

La muerte fue un tremendo golpe en nuestra casa. En mi familia las reacciones fueron diversas: mi padre se metió de lleno en su trabajo de abogado y se pasaba las horas en su despacho profesional; mi madre, no sé bien de dónde sacó tanta energía para no venirse abajo. A veces, la sorprendía sola, llorando la ausencia de su hijo mayor, pero su religiosidad y su concepto de maternidad, no la hizo sucumbir. Y es que tenía motivos para ello. Mi hermana, Marta, con 17 años y yo con 16, caímos en la más negra y patética de las depresiones. Todo carecía de sentido, la vida era el teatro del absurdo, un camino irónico y cruel.

Todo me recordaba a mi hermano y su no presencia dolía casi hasta la náusea. Caímos, repito, en una profunda crisis nerviosa, en una sima abismal y cerrada, que se prolongó durante largos meses. Moralmente estábamos arrasados y había que empezar de nuevo. Recuerdo a mis padres sufrir por encontrar una solución a tanto dolor. Durante ese tiempo sentí sus abrazos, sus caricias, sus desvelos y su miedo a perder otro hijo en esa espiral esperpéntica de muerte y locura. Los psiquiatras y los fármacos pasaron a ser algo cotidiano en nuestras vidas. Muchas preguntas y variadas respuestas médicas. Como en sueños, pude observar como mis padres envejecían prematuramente. Y digo en sueños, porque esa era la triste realidad.

Así transcurrieron tres penosos años, donde extravié mi adolescencia, mi inocencia y mi cordura. Mi hermana, que había podido salir antes de ese marasmo, era mi único consuelo. Sólo ella, con casi mi misma edad, podía comprender la tragedia que me embargaba en toda su magnitud, sin descender a estereotipos idiotas. Con sus 20 años recién cumplidos era la luz que todo lo transformaba. Ya no quedaba nada de aquella adolescente que un día se atiborró de somníferos para irse a aquel lugar donde nos esperaba Andrés. Su figura alta y estilizada, su cabello largo, abundante y negro, sus profundos ojos oscuros, sus labios rojos, intentando a todas horas esbozar una sonrisa de ánimo, surtieron más efecto en mí que cualquier medicación.  Hubo días que intenté saber cómo se encontraba de verdad, pero ese deseo moría pronto porque, en realidad, no quería conocer demasiado. Parecía que ella había recuperado el equilibrio y eso me daba fuerzas para seguir adelante, anhelando mi recuperación.

Poco a poco, fui emergiendo de ese pozo negro y voraz. Recuerdo que era un mes de julio y que mi estado anímico aún no era muy bueno. Los facultativos recomendaron que me fuese a un sitio tranquilo y luminoso, donde mis nervios no se exaltasen demasiado. Mi madre pensó inmediatamente en su hermana Miranda. Era la más joven de mis tres tías maternas y con sus 35 años estaba casada con un rico industrial. Mis tíos poseían una casa de recreo en Lanzarote y nos invitaron a mi hermana y a mí a pasar una temporada con ellos para relajarnos. Más tarde, si era posible, se incorporarían nuestros padres.

Así empezaron las vacaciones que cambiarían para siempre nuestras vidas.

Capítulo II.

LOS PRIMEROS DÍAS

Nos fue a recoger al aeropuerto un chófer de mis tíos. Me hallaba bastante nervioso ese día. Hacía mucho tiempo que no había estado fuera del hogar y, sin la protección de mis padres, sentía una desazón bastante aguda. Era mi hermana la que a mi lado intentaba, sin mucho éxito, calmarme.

La casa estaba situada en Puerto Calero, un precioso enclave deportivo donde pequeñas embarcaciones nadaban en sus aguas. Era un lugar donde predominaban, sobretodo, los turistas británicos. Antes de entrar en la población, el conductor torció, y tras franquear una verja de hierro flanqueada de unos altos muros, se internó por un camino asfaltado que desembocaba en un espléndido edificio de dos plantas en forma de U. Un frondoso jardín tropical rodeaba la vivienda dándole una apariencia noble y serena. El chófer tocó el claxon y en un instante pude reconocer a mi tía que salía a saludarnos.

La tía Miranda era lo más parecido a un ángel en la tierra.  Alta, altiva y hermosa. Así era ella. Con su cabello lacio, negro, que le caía por la espalda, sus increíbles ojos azules, su figura sensual, su sonrisa franca y leal. Siempre había sido nuestra tía favorita, pero las circunstancias hicieron que, poco a poco, nuestras relaciones se fueran distanciando en el tiempo. Sabía que estuvo viviendo en el extranjero algunos años, en su etapa universitaria y que después se estableció en Italia hasta que la conquistó mi tío. Cuando éramos niños y la veíamos aparecer por la puerta nos volvíamos locos de contento y éramos como pájaros revoloteando a su alrededor. Era en Navidades y en verano cuando nos visitaba con más asiduidad y ya en nuestra pubertad nos asombraba verla. Creo que fue ella la primera mujer a la que le brindé mi primera paja cuando en la piscina de mis abuelos ella tomaba el sol en bikini. Después, con la muerte de mi hermano y nuestras depresiones no la recuerdo nítidamente. Sé que vino a visitarnos y a prestarnos su ayuda, pero todo me parece como un sueño, algo irreal, como todo lo que ocurrió en aquella triste época.

A su lado, apareció mi tío, Alberto. Un fornido cuarentón, con su cuerpo cuidado al máximo y siempre elegantemente vestido. Era el modelo a quien yo quería imitar de mayor. Seguro, algo pagado de sí mismo, caprichoso y aparentemente despreocupado, siempre de buen humor, aunque su sonrisa parecía cada vez más cansada.

No tenían hijos y eran lo más semejante a una pareja ideal. Siempre atento el uno del otro, nadie les había visto discutir.

Tras los cariñosos saludos de bienvenida, nuestros tíos nos condujeron a sendas habitaciones cuyos amplios ventanales miraban, audaces, al otro ala del edificio, y en medio, y a sus pies, se abría una imponente piscina. Si los médicos me habían recomendado luz y tranquilidad había ido al sitio oportuno.

Ese primer día ya llegamos al atardecer y lo único que hicimos mi hermana y yo fue cenar e irnos a descansar mientras mis tíos se fueron a una fiesta que celebraban unos amigos, en Arrecife.

No sé que ocurrió. Lo que puedo decir es que, a eso de las cuatro de la madrugada, me desperté, de repente, bañado en sudor y víctima, otra noche más, de una pesadilla. Incapaz de conciliar el sueño, me incorporé y me dirigí al ventanal, cuyas cortinas movía el viento. Necesitaba respirar, recuperar el aliento, sosegarme de nuevo, para poder dormir. Súbitamente, una luz de una habitación situada frente a la mía se encendió. Pude entrever, entre los cortinajes de su balcón, a mis tíos. “ Ya están de vuelta ”, deduje. Sin embargo, una idea malévola iluminó  mi mente en ese momento. Una conversación recurrente entre mi hermano y yo había sido imaginar a mi tía desnuda, descubrir cómo sería su cuerpo al natural. Mi hermano se murió sin saberlo, pero, si yo tenía suerte, podría desvelar ese dulce secreto esa misma noche. Mi corazón empezó a palpitar a toda velocidad cuando vi la figura de mi tía ir de un lado a otro. En esa velada mi tía se había recogido el cabello en una cola de caballo y estaba vestida en un ajustado traje de noche, negro, que dejaba al descubierto sus hombros y cuya falda le cubría hasta las rodillas. Instintivamente, mi mano tomó con decisión mi polla y la frotó con fuerza. De forma pausada, Miranda se desprendió de sus pendientes y de su collar y, sentada en una butaca, se quitó sus zapatos de tacón. Gesticulaba, lo que reflejaba que sostenía una animada conversación con mi tío. Luego, lentamente, se levantó y dándome la espalda, corrió la cremallera de su vestido que cayó a sus pies. Sólo un tanga blanco ocultaba su plena desnudez y mostraba un culito respingón y redondo. Era una diosa, su piel era un reclamo para los sentidos. “¡Madre mía, no me lo puedo creer!” , exclamaba para mis adentros. Sin previo aviso, solté un abundante chorro de semen que fue a parar a la cortina de mi ventanal. “¡Joder, ¿qué he hecho?” , me dije. A veces, y pienso que también le habrá ocurrido a los lectores, existen circunstancias en la vida donde lo sublime se confunde con lo ridículo, lo trágico con lo cómico y lo erótico con lo esperpéntico. Y esto me ocurrió a mí esa velada, donde a mi excitación primera, le sucedió un estúpido decoro.  Me distraje unos instantes intentando evaluar los posibles “daños” que había provocado mi eyaculación, averiguando hacia donde había ido a parar mi lechecita. El caso es que cuando volví a mirar a la habitación de mis tíos, Miranda había desaparecido de escena y la luz estaba apagada. Afortunadamente, cada dormitorio poseía un baño anejo y me dediqué un buen rato a hacer labores de limpieza.

Cuando me fui a acostar, la imagen de mi tía desnudándose no se me quitaba de la cabeza y aunque me había excitado sobremanera, adiviné que lo que había hecho no era correcto. Me conjuré no repetir otra vez esa situación. No obstante, mi cabeza no dejaba de torturarme: “ ¡Qué buena está, madre mía!”.

A la mañana siguiente, me desperté tarde y tras afeitarme y ducharme, me dirigí al comedor para desayunar. La mesa estaba dispuesta, pero no había nadie. Vino la criada que me empezó a servir y le pregunté por los demás. Me contestó que mi tío estaba reunido con su administrador y mi tía y mi hermana habían salido de compras. Al no saber qué hacer, me fui a mi habitación, me puse el bañador y bajé a la piscina a tomar el sol y pasar el rato. Me tendí en una hamaca, me cobijé bajo un parasol y me quedé dormido.

Me despabilaron unas risas y gritos estridentes y unos chapoteos en el agua. Eran mis tres familiares que estaban jugando dentro de la piscina como adolescentes. “Hombre, parece que el príncipe ha despertado” , advirtió mi tía. Riendo, me lancé de cabeza al agua, para participar también con ellos. Al principio, todo fue bien. Pero se complicó cuando vi salir a mi tía y a mi hermana. “¡Menudos tangas! ¿Desde cuándo mi hermana usa algo así?” Lo cierto es que las dos estaban espectaculares en esos bikinis que dejaban adivinar casi todo. Y más nervioso me pusieron cuando Miranda empezó a extender la crema solar a Marta. Mi hermana, boca abajo sobre su hamaca, mostraba, displicente, su rotundo trasero mientras mi tía le aplicaba el protector. Las manos de Miranda recorrían con audacia su espalda y llegaban hasta el mismo elástico de su tanga, con movimientos suaves, con mucha dulzura. A pesar de que seguía haciendo el tonto con mi tío en el agua no perdía ripio de lo que pasaba fuera. Y tuve un empalme aparatoso cuando me percaté que mi tía deshacía el nudo del sujetador de mi hermana para protegerle la espalda entera. Mi hermana no decía nada, parecía abandonada, absorta en la tibieza de las caricias de nuestra tía, disfrutando del instante. Cuando Miranda se decidió, por fin, a bajar a las piernas de su sobrina, mi emoción era incontenible. Nunca antes había tenido pensamientos obscenos sobre situaciones que, en principio, eran habituales. No era la primera vez que veía a Miranda y a Marta en esas mismas circunstancias, pero cuando noté que las manos de Miranda ascendían por el esplendoroso culo de mi hermana, no pude más de la excitación y percibí como mi pene, duro como una barra de hierro, forzaba su estrecha prisión.  Intenté sobreponerme mientras mi tío salía de la piscina y calmarme como fuese. Lo conseguí a duras penas y aduciendo que había pasado mucho rato al sol, corrí a mi dormitorio. Encaminé mis pasos al ventanal, y desde allí pude observarlo todo mejor. Miranda había terminado su labor y ahora se la veía sentada en su hamaca, leyendo distraía una revista, con su cuerpo tentador apenas cubierto, como fruta madura a mis ojos. Pero lo que más me llamó la atención, sin embargo, era que mi vista se desviaba, igualmente, hacia mi hermana, que, boca abajo, con su espalda desnuda, dormitaba. ¡También, ella era una hembra espectacular! Mi tía había bajado, supongo que sin querer, la estrecha cinta del tanga de Marta, hasta dejar un poco al descubierto el canalillo de su culo apetecible. ¡Cuánto hubiera dado por acariciarlo también! Fue un descubrimiento dulce y horrible a la vez, que inflamó más mi pasión, si cabe. Dulce porque era la primera ocasión en que concebí a mi hermana como una mujer en toda su dimensión, incluida la sexual. Horrible porque esa revelación era maldita desde su concepción misma. ¡Era mi hermana, mi única hermana, maldita sea! Sí, era mi hermana y una mujer deseable y terriblemente sexy. Y sin darme cuenta, mi mano descendió, se apoderó de mi falo y ante esas dos soberbias criaturas expuestas casi desnudas ante mí, me procuré una violenta y envidiable masturbación, ebrio de excitación y lujuria.

Después, un vacío absoluto invadió mi alma. No me encontraba bien. Ideas de remordimiento y culpa cruzaban por mi mente. No era correcto lo que había pensado y menos lo que había hecho. ¡Eran mi hermana y mi tía! ¿Qué coño me pasaba? ¿Estaba gilipollas o qué? ¿Me estaba convirtiendo en un pervertido sexual? Quizás mi enfermedad mental había afectado a mi desarrollo y me había vuelto loco o un ser sin principios. Corrieron gruesas lágrimas al recordar a mi hermano. “Esto lo desaprobaría Andrés, con total seguridad. Esto no es normal y si mi hermano estuviese vivo no habría ocurrido lo que ha ocurrido”. Las conversaciones con Andrés sobre mi tía, habían sido charlas calenturientas de niños, pero una cosa es hablar y otra distinta ir más allá. Y yo estaba traspasando el límite y lo reconocía.

No sé a ciencia cierta cuanto tiempo transcurrió. Una llamada a la puerta y la voz de una de las criadas diciendo que la comida estaría lista en diez minutos me sacaron de mi ensimismamiento. No quería preocupar a mi hermana y logré ocultar mis sentimientos y locuras bajo la máscara de la jovialidad.

Sin embargo, si tras el pecado llega la redención, tras la redención regresa el pecado. Y lo hizo esa misma noche. Acostado en mi cama, no podía conciliar el sueño, en un molesto estado febril, así que comencé a pasear a lo largo de la habitación, esperando a que se manifestase Morfeo. Cuando advertí que la luz del dormitorio de mis tíos se encendía, me quedé quieto junto al ventanal de mis obsesiones. Logré distinguir cómo Alberto y Miranda conversaban animadamente entre ellos. Reían, quizás, sobre alguna situación cómica que habían vivido aquella noche, fuera de casa. Alberto ayudaba a su mujer a quitarse la minifalda negra que llevaba. Creo que Miranda estaba algo “alegre” porque a duras penas se sostenía en pie. Lo que pasó después me dejó helado. Él, en un rápido movimiento, se desprendió de su pantalón blanco y sus calzoncillos y tras apartar la tirilla del tanga a Miranda, la inclinó hacia delante y la penetró por detrás, sin previo aviso. Estaban justo de perfil a mí, delante de su balcón y mi tío la estaba dando sin piedad. La cogió del pelo, que mi tía llevaba suelto, y la bombeaba frenéticamente. Parecía un vaquero dominando a una yegua poderosa. Asombrado ante este inesperado show era difícil mantener la calma y mi polla se puso erecta, dentro de mis pantalones cortos de dormir. Había que darle alguna satisfacción y no dejarla de esa manera. Y, a pesar de toda mi buena voluntad de la mañana, me la empecé a cascar de nuevo. Alberto se quitó la camiseta e inclinándose sobre Miranda, la comenzó a acariciar los pechos a través de su top blanco. Entre la violencia de los movimientos y la turgencia de sus tetas, éstas salieron disparadas a ver mundo. El top había quedado enrollado en la cintura de Miranda que, impertérrita, aguantaba con estoicismo los envites fogosos de su marido. No podía oír sus quejidos desatados, pero su cara desencajada, anunciaba que la estaba destrozando con su potente verga dentro de ella. Después de unos instantes, Miranda se irguió y desembarazándose del abrazo de su esposo, se arrodilló ante él y se metió, golosamente, la tranca de Alberto en la boca. La succión era tremenda y aunque no lo podía ver claramente, me imaginé su cara de vicio, que me excitó hasta el paroxismo. El rostro de Alberto era indescriptible y a pesar del vaivén de las cortinas de su balcón, pude comprobar como todos los músculos de su cuerpo se tensaban. Miranda debía ser toda una experta en esas lides amatorias porque cuando percibió que su marido iba a estallar, paró y con una sonrisa felina, perversa, borgiana, empujó a su esposo dentro de la habitación, fuera de mi campo de visión.

Era demasiado para mí. Una cuantiosa eyaculación, incontrolable y superplancentera salió disparada por todos lados y después...Lo que ocurrió después ni yo mismo lo sé. Quizás, algún movimiento ocasionado por la emoción hizo que diese un mal paso, con la nefasta suerte de trastabillarme y dar con mis huesos contra una mesa originando un ruido considerable. Luego, sobrevino un silencio de camposanto. “Pero, ¿qué ha pasado? ¿Lo habrá oído alguien?” , me pregunté tontamente. Estuve quieto, dejando correr el tiempo, temeroso de ser descubierto. Cuando creí que todo había vuelto a la calma, miré, subrepticiamente, por la ventana, pero ya la tranquilidad más absoluta gobernaba la casa, y la luz apagada en su dormitorio denotaba que la paz había llegado hasta allí. Antes de ir a la cama me limpié e intenté dejar todo en su sitio, aunque no sé si con demasiado éxito.

CAPÍTULO III.

MI LOCURA

Al día siguiente me levanté, tan apesadumbrado como temeroso de sufrir una fuerte reprimenda por parte de Miranda o de Alberto, por haber violado su intimidad. Cuando llegué al comedor, estaban hablando mi hermana y mi tía en voz queda. Sólo estaban ellas y cuando me vieron entrar, callaron y después, Marta se levantó, excusándose porque tenía que preparar las cosas para la excursión que habían preparado mis tíos para hoy. Antes de irse, mi hermana me miró inquisitivamente; una mirada que me dejó perplejo y dubitativo. “Apuesto cualquier cosa que algo han hablado de lo de ayer. ¡Soy un estúpido! Estoy arruinando las vacaciones con mis insensateces y seguro que mi tía ha dicho a mi hermana que como mi comportamiento se repita nos devuelven otra vez de donde vinimos. Ahora me tocará soportar el chaparrón”. Sin embargo, Miranda no dijo nada sobre el “asunto” y estuvo muy agradable conmigo anunciándome nuestras actividades del día. Hoy nuestras tareas consistían en montar a caballo en la finca que tenían mis tíos en el centro de la isla. Di un suspiro de alivio, comí a toda velocidad y me fui a preparar.

La jornada fue inolvidable. Tanto mis hermanos como yo habíamos practicado la equitación desde niños y por lo que pude deducir el amor a los caballos lo profesábamos todos. Estuvimos todo el rato yendo de un lado para otro. Me estuve riendo en todo momento y, por ese día, olvidé todos los malos tiempos que habíamos vivido. La única cosa que me preocupaba era ese despertar salvaje de mi sexualidad que, tras un largo periodo de hibernación, había aflorado con toda intensidad en el lugar y con las personas menos indicadas. Pues, aunque quisiera acallar mis emociones, era indudable que la presencia de Miranda y de Marta, me desazonaban y alteraban enormemente. Y es que sólo verlas con esos pantalones ajustados de montar y esas botas de caña alta, me ponían a cien. La figura de las dos, como intrépidas y sensuales amazonas, era arrebatadamente seductora. Los culos que marcaban eran dignos de ser modelados por Fidias, el famoso escultor griego. Estuve un buen rato empalmado hasta que, por fin, subimos a sendos animales y mi montura me hizo disfrutar del presente.

Comimos en el campo y regresamos de muy buen humor a casa, mediada la tarde. El administrador de Alberto le estaba esperando para comentarle ciertas incidencias importantes. Mientras, los demás subimos a nuestras habitaciones para bañarnos (cayó una espectacular “manola” recordando a Marta y Miranda. Ya ni siquiera tenía remordimientos de esas ideas, tan caliente estaba) y relajarnos hasta la hora de la cena. En ella, Alberto nos comunicó que debía ir a la Península por negocios y que intentaría que su ausencia fuese lo más corta posible. Miranda pareció sentirlo de verdad y su queja de “nunca disfrutamos de unas vacaciones en paz” sonó sincera y desesperanzada. Mi tío intentó mitigar esa noticia, que a mi hermana y a mí también nos afectó- lo cierto es que Alberto era un excelente anfitrión-, apuntando la posibilidad de utilizar el velero que tenían atracado en el puerto deportivo- Puerto Calero es un puerto deportivo en sí-, y ensalzando, burlonamente, la pericia marinera de su mujer, rememorando anécdotas divertidas. Poco a poco, la cara de mi tía fue dulcificándose hasta aparecer en ella la sonrisa, primero, y francas carcajadas, después. Se fijó el plan del día siguiente que consistía en visitar los lugares más turísticos de Lanzarote y bañarnos en sus playas más afamadas.

Aquella noche, dormí como un tronco y no me enteré de nada en absoluto.

Al siguiente día, fue mi hermana quien me despertó a mi habitación. Con un top entallado y unos pantalones cortos que, a duras penas, podían contener las redondeces de su trasero, fue a hacerme cosquillas, como tantas otras veces en mi vida. Pero algo había cambiado en mi cabeza y donde antes veía a una hermana, dolorida y golpeada por el mismo destino, ahora la sentía como una mujer deseable y turbadora. “¡Arriba perezoso! Tenemos muchas cosas que hacer hoy. El tío ya se marchó bien temprano esta mañana”, decía encima de mí. Mi pene reaccionó al instante, levantándose inhiesto y orgulloso al cielo. Mi pantalón corto de dormir no podía ocultar mis perversos pensamientos con la desgracia de que buena parte de mi tranca quedó al descubierto. Nervioso, la aparté a un lado y aunque quise ser rápido en mi movimiento, no pude evitar que Marta se fijara al fin. Entre sorprendida y cortada se levantó de mi cama y con voz titubeante por el espectáculo ofrecido, susurró “Date prisa, por favor. La tía nos espera dentro de media hora”. Avergonzado, me duché y arreglé para estar preparado a tiempo. Desayuné a toda prisa y cuando estaba dando los últimos bocados a una tostada, apareció mi tía. Una alarma sonó en mi cabeza, estridente y tozuda, que me avisaba que ese día no podía terminar bien. Si Marta llevaba el modelo que me emocionó tanto, Miranda, vestida con un breve top, donde se le marcaban con absoluta nitidez los pezones y un pantalón vaquero cortado a la altura de sus caderas, hizo que la polla se rebelase otra vez contra la voluntad de su legítimo dueño. Afortunadamente, tenía puestos el bañador y un jeans que hicieron pasar desapercibida mi excitación. Concluido el almuerzo, mi tía escogió un todo terreno descapotable, de entre los que había aparcados en el garaje, y salimos a encontrarnos con las joyas turísticas de la isla. Nos asomamos al Atlántico en el Mirador del Río, nos encandilaron los Jameos del Agua con su encantador murmullo,  y ese día nos faltó por admirar el Parque de Timanfaya, con su volcánica y pétrea majestuosidad. “Aquí hay unas playas preciosas al Sur. Están protegidas y, por ello, hay que pagar. Pero merece la pena” , apuntilló mi tía. Tras salir de los Jameos del Agua, Miranda tomó la carretera de Playa Blanca, donde comimos magníficamente. Y, ya por la tarde, tal y como indicó, nos encaminamos a unas playas que estaban muy cerca de donde comimos. Mi tía nos llevó a una playa que, en realidad, era una gran cala natural. Aparcamos el coche en el parking y descendimos por un camino tortuoso hasta la arena. Conforme avanzábamos me fijé que la mayor parte de las personas permanecían desnudas. “No puede ser. Estoy alucinando.” , pensaba. ¡Menudo festín me iba a dar! Extendimos las toallas y las chicas se pusieron a hablar sentadas sobre ellas de cosas que ya ni recuerdo. Yo, comencé a dar vueltas para poder disfrutar de una panorámica más perfecta. Me retiré un tanto, haciendo como que buscaba piedras para sujetar las toallas, pero con la insana intención de poder observar todo a mi gusto. Por fin, después de unos cuchicheos Miranda se incorporó, se quitó su pantaloncito y su top y cuando creía que se iba a deshacer de su tanga, se sentó de nuevo y empezó a darse crema. Sólo observé su espalda desnuda, que yo quería acariciar, luciendo un espectacular tanga rojo; pero la visión de su cuerpo y la creencia de que se iba a desnudar por completo casi me provocó una corrida sin ayuda manual. Mi corazón latía con fuerza, me hacía casi daño al golpear mi pecho violentamente. No obstante, ¿qué haría Marta, mi hermana? Dejaba pasar el tiempo, distraída en ver el mar, sin hacer nada. “Tendré que volver- reconocí- porque van a pensar que he ido a por piedras a una cantera lejana”. De repente, y sin previo aviso, Marta se levantó, se desprendió de su top y de sus pantalones ajustadísimos, para mostrarse al mundo...¡en un bikini bastante conservador! ¡Ni siquiera llevaba tanga! Mi polla lo agradeció. Estaba a punto de romper el bañador y el pantalón y la decencia en el vestir de mi hermana, me procuraron un tanto la tranquilidad perdida. Suspiré y regresé al lugar de mis pecados. ¡Vaya tetas tenía Miranda! Perfectas, coronadas por pezones oscuros, que daban ganas de mordisquerlos y chuparlos, manosearlos y magrearlos hasta la extenuación. Se me ocurrió una idea que, como un flash, encendió mi entendimiento. Cuando me estaba quitando la ropa, me arrodillé entre ellas, ya acostadas y susurré en voz queda: “¿No hay que desnudarse totalmente?” “No, si tú no quieres” , contestó Marta. “David, si tú no te atreverías a hacerlo nunca, ¿para qué preguntas? Sólo te atreves a VER y ya está. ¡Déjate de tonterías!” , dijo mi tía con toda intención. Humillado, derrotado, me eché en la toalla, sin habla. Ahora no había duda, mi tía sabía que los había visto y la había molestado. Había esperado la ocasión oportuna para echármelo en cara y afear mi comportamiento. Tuve un arranque de valentía, de despojarme el bañador y decir: “ Y, ahora, ¿qué? ¿Me atrevo o no?” . Pero esa osadía se desvaneció pronto y me tragué mi orgullo porque era verdad lo que había denunciado mi tía. Mi experiencia sexual era cero, nula y sólo me limitaba a VER, gozar de ello y poco más.

La respuesta de mi tía me puso en mi sitio y toda la tarde estuve callado y molesto. Cerca de las ocho recogimos nuestras cosas y volvimos a casa. Ellas conversaban animadamente de sus temas y yo estaba absorto en mis pensamientos. No tenía hambre así que, al llegar a casa, me acosté, sin decir nada a nadie. Mi locura había tenido una contestación clara y rotunda por parte de Miranda: “¡TODO TIENE UN LÍMITE!” Estaba lo bastante fastidiado para desear que el sueño viniese cuanto antes, como así aconteció.

CAPÍTULO IV

EL AGUA

Al alba, me fui a dar un paseo por los alrededores. Volví pronto porque tenía unas buenas ganas de comer. La criada me sirvió el desayuno y esperé a que el resto de la casa resucitara a la vida. Como era temprano, finalizado el almuerzo, me fui al jardín a leer un poco. Al cabo de una hora, bajaron mi tía y mi hermana, discutiendo de no se qué asunto de la historia del Arte, pues mi tía había intentado ingresar, infructuosamente, en la Academia de Bellas Artes de Roma y tenía vastos conocimientos sobre esta materia. Marta, después de preguntar al servicio dónde me encontraba, me saludó: “Buenos días, David. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? - me espetó mi hermana, que, ante mi silencio, prosiguió- Nos vamos a pasar dos días en velero a disfrutar del mar. Prepárate y deja esa cara de funeral para otro día, por Dios”.

¡Lo que me faltaba! Unos maravillosos días en el mar con mi tía y mi hermana. La primera, mosqueada conmigo y la segunda, con visos de querer saber qué pasaba si no lo sabía ya. Resignadamente, me preparé y, a media mañana, los tres estábamos a bordo de un velero de regulares dimensiones, tanto de eslora como de manga. Mi tía estaba capacitada para gobernar estas naves deportivas y salimos del puerto sin ninguna incidencia reseñable. Miranda estaba loca de felicidad y dirigía con diestra mano la navegación. Percibí que intentaba tenderme puentes y trabar una conversación conmigo. Yo me enroqué, impertérrito, aunque en el fondo estaba muy contento al sentir la libertad del mar y poder disfrutar de esa experiencia marinera tan inusual para gente que vive en el interior de la Península como nosotros.

El viento soplaba tenuemente y después de una navegación tranquila, fondeamos en una cala de imposible acceso por tierra. ¡Era un paraíso! Sus aguas eran increíblemente cristalinas y se podía distinguir la tierra volcánica sin ningún problema. “David en este sitio puedes aburrirte haciendo submarinismo, pero ten mucho cuidado” , me informó mi tía. Hacía un sol de justicia y no fue de extrañar que todos nos zambulléramos en el océano. Tras un largo rato, ellas subieron a bordo mientras yo permanecí en el agua maravillado por tantos e inesperados encantos. Después de investigar los fondos marinos durante un prolongado periodo de tiempo, cansado, también subí al velero.

Lo que vi me dejó, anonadado. Mi tía, de pie, detrás de mi hermana, peinaba los cabellos negros de Marta, que, indolentemente sentada, se dejaba hacer. Miranda, totalmente desnuda, acariciaba más que peinaba su pelo y Marta, sólo cubierta con un minúsculo tanga, cerraba los ojos con una expresión plancentera que se reflejaba en su bonito rostro. El pubis de Miranda no tenía ningún pelo y me pareció que estaba abierto, expectante de caricias. Sus pechos apuntaban, amenazadores, a la cabeza de mi hermana que, somnolienta, la dejaba caer de vez en cuando en el regazo de Miranda. Respecto a Marta, era la primera ocasión que podía disfrutar de su cuerpo casi desnudo. Y, aunque me avergonzó observarla de una manera tan lúbrica, no dejaría de hacerlo, aunque me cayesen todas las penas del infierno en mi cabeza. Tenía unos senos blancos a los que no daba nunca el sol, para desgracia del astro rey. Eran pechos tentadores, fruta prohibida a mis labios, con unos pezones que, erectos por la brisa marina, serían manjar delicioso para cualquier persona, incluida mi tía Miranda. Turbadídisimo por estas visiones y por estas ideas me dirigí al lado opuesto de donde ellas estaban. Quería tranquilizarme a toda costa y, a duras penas, lo conseguí. Sin embargo, un pensamiento fugaz y descarado cruzó mi mente. “Ahora o nunca” , me animé. Y sin meditarlo más, me despojé del bañador. Tal y como mi madre me trajo al mundo, me fui hacia ellas y, con una naturalidad ficticia, me tendí en el puente al lado de ellas, sobre una toalla húmeda. Por timidez, no las miré, así que engañaría al lector escribiendo cuales habían sido las reacciones de mis familiares. Pasaron unos diez minutos y ellas también se acostaron para tomar el sol. Así estábamos los tres,- excepto mi hermana y por poco-, desnudos y pletóricos bajo el sol. Lo de pletóricos lo digo por mí, porque mi falo parecía un palo de la bandera, tan enhiesto y vigoroso se hallaba. Y, sin embargo, no me importaba mostrarme así. ¿No se encontraban ellas desnudas también? ¿Por qué iba a ser yo distinto? “¿No te has puesto crema protectora, David?” , me preguntó Marta. “¡Joder, siempre se me olvida!” , respondí sin mentir, porque era muy frecuente ese hecho. Mi hermana se levantó y dijo en un susurro “Date la vuelta, por favor” . Su voz sonó extraña, emocionada. Obedecí su indicación y me embadurnó la espalda y las piernas. Eran, al principio, movimientos rápidos, mecánicos, pero, poco a poco, se fueron haciendo más sutiles y delicados. Sentí como sus manos subían por mis muslos, pero no se atrevían a ir más lejos. De repente, Marta se decidió y sus manos se hicieron más audaces y escalaron por mi culo, y di un pequeño respingo cuando adiviné como sus dedos se introducían, creo que sin querer, por mi virginal ano. Una erección potentísima, hasta dolorosa, se estrellaba contra la cubierta del barco. Solo imaginar a mi hermana, montada sobre mí, casi desnuda, extendiéndome dulcemente la crema por mi espalda, por mis piernas, por mi trasero era un sueño que ni en mis mejores elucubraciones habría tenido. Por la sencilla razón de que hasta este viaje no había convertido a mi hermana en un objeto sexual. ¡Mierda, era mi inocente hermana! Cuando finalizó su labor, sin decir nada, se incorporó y tomando la parte superior del bikini, se lanzó al agua, supongo que turbada por la situación.

Mi tía parecía dormida y aprovechando las circunstancias y muy sigilosamente, me di la vuelta. ¡Nunca me había hallado tan excitado! Tenía una erección del quince, me hacía hasta daño. “¿Todavía enfadado?- ¡coño, Miranda estaba despierta!- Estás alterado, ¿eh? - dijo señalando mi polla- Deja que te extienda crema por delante a ver si así te desenfadas” . Temblando de excitación cerré los ojos y al fondo oía la voz de Miranda que me amonestaba- . “No está bien fisgonear en los dormitorios de nadie. ¿Te parecería correcto que yo hiciese lo mismo contigo?- Su mano se desplazaba con delicadeza por mi pecho, dando pequeños pellizcos en mis pezones- . Todos queremos tener intimidad y que nadie espíe lo que hacemos o dejamos de hacer. - Ahora su mano exploraba con total libertad mi vientre. Mi respiración era entrecortada, me costaba tomar aire- . No está bien lo que hiciste la otra noche. Y te lo digo por tu propio bien, para el futuro -. Su voz era ronca y a mí se me escapó un gemido cuando noté que su mano descendió hasta mis huevos y con mucha lentitud y sabiduría tomaba mi verga-. Vive tu vida sin hacer daño a los demás, sin molestarlos. No prives a los demás de su libertad, de su intimidad, si ellos no quieren- . Sus movimientos estaban matemáticamente calculados. Con parsimonia castigaba mi polla, agitándola con maestría, como si ella hubiera sido la culpable de mi comportamiento. Todo me daba vueltas, unos agudos golpes zumbaban en mis sienes, el corazón latía desbocado, mi sangre fluía a toda velocidad hasta que, al final, una eyaculación brutal, desproporcionada, jamás experimentada por mí, puso término a aquella escena sublime de pasión. Mi tía calló, supongo que sorprendida, tanto como yo, por la reacción tan descomunal que tuve. Transcurridos unos instantes, vacilante, con el badajo colgando, espejismo de lo que fue apenas unos minutos antes, me tiré al agua, dudando, todavía, si lo ocurrido había sucedido o no.

Después, volvió la calma, aunque la pasión se había inflamado, temible, en mi pecho. ¡Ya nada sería lo mismo desde aquel momento!

CAPÍTULO V.

LA TIERRA

Pasaron algunas horas sin que aconteciese nada reseñable. Yo estaba como un potro enjaulado, aturdido por lo sucedido y sin saber muy bien cómo comportarme. ¡Quería sexo a cualquier precio! Rememorar las situaciones que se habían producido, me conducía inexorablemente a pensamientos delirantes donde Miranda y Marta eran las protagonistas estelares. Recordar la forma en que se peinaban en cubierta y desarrollar una escena lésbica en mi mente era todo uno. Luego, las caricias de mi hermana al untarme de crema; la insospechada gayola que me proporcionó Miranda...Eran demasiadas cosas para un joven de 19 años sin ninguna experiencia carnal. Ebrio de nuevas sensaciones, recuperé, sin embargo, algunos momentos de lucidez. “Si sigo así, voy a enfermar de nuevo” , reconocí.

No obstante, la situación no era la más propicia a mis deseos de retornar a la normalidad. Ir desnudos o casi desnudos, desear con todas las fuerzas que mi hermana se desprendiese de su última prenda y me dejase descubrir su secreto más íntimo, me estaban martirizando francamente. Aunque la “manola” de mi tía me relajó momentáneamente, mi vitalidad retornó visiblemente en poco tiempo. Si para mi hermana era una situación incómoda verme así, lo sentía, pero era algo incontrolable a mi voluntad. Notaba, apesadumbrado, como Marta me rehuía y se juntaba con mi tía. Parecía avergonzada y hubiera jurado que en más de una ocasión se fijó en mi desnudez, si las gafas de sol que portaba no me hubiesen impedido corroborarlo con absoluta certeza.

Mi tía se comportaba de una manera más natural como si hubiera practicado numerosas veces el nudismo, aunque también se la notaba cohibida en momentos concretos. ¿Cuáles serían los sentimientos de Miranda? ¿Arrepentimiento? ¿Estaría seducida por la situación vivida? No lo sabía. Y me moría por saberlo.

Después de comer, nadamos hasta la playa que se abría a nuestros ojos. Para no tensar demasiado las circunstancias no me desprendí del bañador cuando tocamos tierra y eso pareció aliviar las cosas. Sólo mi tía volvió a su desnudez con lo que me dejaba en una perpetua perturbación espiritual. Me solazaba disfrutando de la perfección de sus formas y de la coquetería de su personalidad. Marta, en cambio, no se quitó siquiera la parte superior de su conjunto con lo que me privó de continuar deleitándome con sus encantos.

Por lo que puede advertir el lector, me hallaba en una desazón constante donde ya no distinguía entre lo permitido y lo prohibido y, lo que era más llamativo, reflexionar sobre ello, desear los cuerpos de mi tía y de mi hermana, me procuraba una íntima satisfacción.

El día comenzó a declinar y el sol se despidió de nosotros hasta la aurora siguiente. Le relevó una luna llena espléndida, en un cielo cuajado de estrellas. ¡Era magnífico ser espectador de ese marco incomparable!

Una media hora de que el crepúsculo se adueñase de la cúpula celeste, regresamos a nuestra embarcación. Hacía una temperatura muy agradable y Miranda se puso una camiseta corta que no alcanzaba a tapar su vientre y un ligero pareo sin nada debajo. Mi hermana y yo nos pusimos también camisetas y así cenamos. El ambiente era más distendido, aunque la tensión sexual yo la seguía respirando. Hablamos de un montón de cosas hasta que nos dieron las dos de la mañana y cada uno marchó a su camastro. A pesar de la terrible excitación que me consumía, el cansancio pudo conmigo y pronto me dormí. Desperté a las dos horas, sin embargo. Me encontraba sudoroso y me dio la sensación de que tenía fiebre. Hacía un calor insano en la cabina. Salí a cubierta y el océano me llamaba a su seno. Con sumo cuidado, me desnudé y descendí por las escalerillas hasta confundirme con el agua. Quería abandonar el barco y nadar, cansarme, evitar que mi cabeza diese más vueltas. Al final, braceé hasta la playa, donde me tendí en una roca, admirando la luna y el firmamento. Caí en un estado de sopor hasta que una sombra, delante de mí, bromeó: “¿Desde cuándo tomas el sol por la noche?” , me asusté hasta que pude distinguir a mi tía que había nadado, al igual que yo, hasta la playa. Iba cubierta por un tanga y algo brillaba alrededor de su cintura. Era una cadena que refulgía a la luz de la luna al compás de sus caderas. Se sentó, en la roca, a mi lado.  Mi admiración por su belleza se reflejó en mi polla, que despertó como el guerrero al grito de sus jefes. “Quería pedirte disculpas por lo de esta mañana. Reconozco que no he estado bien...” , se interrumpió porque no tenía muy claro lo que quería decir. Guardó silencio y miró al mar absorta en sus pensamientos. “Bueno, pues estamos en paz, ¿no?” , repuse. Asintió con la cabeza y pasó su brazo por mi cintura en señal de cariño y muy despacio se inclinó en mi regazo. Yo la besé los cabellos mojados y con mucha dulzura la empecé a acariciar los pezones. Temía algún rechazo por su parte, pero ¿qué más me daba? El deseo sexual me estaba matando. Ella alzó la vista y con una media sonrisa acercó sus labios carnosos a los míos y allí se encontraron nuestras lenguas que forzaron su particular batalla. Recorría su cuerpo, soñado durante años, con mucho tacto, pero, conforme pasaba el tiempo y la pasión se apoderaba de mis sentidos, con un mayor frenesí. Ella, con más experiencia en estas luchas, se colocó a horcajadas encima de mí y me metía su lengua hasta el más recóndito lugar de mi boca. Mi falo era una tea de fuego, una espada llameante, que moría por introducirse en el sexo de Miranda. Pero ella era una experta amante y separándose unos centímetros de mí me miró con sus ojos, brillantes por la lujuria. Poco a poco, comenzó a besarme por el cuello, a escurrir su lengua por mi torso desnudo, a mordisquearme los pezones, a conocer mi vientre y descendió a mi verga encendida por el deseo. Sonriendo, sopesó mis huevos con su boca y con estudiada delectación comenzó a saborear mi polla con sus labios. ¡Creí alucinar cuando me imaginé que hasta la luna se acercaba a nosotros para ser espectadora privilegiada de lo que estaba siendo mi primera follada! ¡Y mi bautismo de fuego lo estaba rompiendo con una mujer fascinante y seductora, que ADEMÁS ERA MI TÍA! Mi pene se congestionaba por momentos porque cuando parecía que por fin iba a eyacular Miranda se detenía y con sonrisa pícara dejaba que me relajase. ¡Perversa mujer! Así estuvo unos minutos hasta que ya, incapaz de contenerme, la tomé por la cintura y la puse contra la roca. Con parsimonia, como ella hacía, bajé mi mano hasta su gruta aún oculta por la braguita. Estaba húmeda aunque no podía decir si era por el efecto de la excitación o por el agua del océano. Pero cuando, con violencia, la arranqué su escueta prenda y metí un dedo en su cueva, me percaté que estaba anegada por sus jugos. Mi boca succionaba con intrepidez sus tetas que se erguían al ritmo de mis lametones. Sin titubeos, la introduje mi sexo candente en el suyo y con una  voluptuosidad acuciante la iba bombeando a una velocidad cada vez más creciente. Sus senos rebotaban graciosamente al compás de mis embestidas. La empalaba sin piedad, como si con ello fuera mi vida, en recuerdo de todas aquellas pajas de adolescente imaginando su adorable cuerpo en mis brazos, a la salud de mi hermano que jamás pudo disfrutar de ella como yo lo estaba haciendo ahora. Observar su cara libidinosa y escuchar sus gemidos me excitaba hasta límites nunca conocidos, transportándome al mundo delicioso del incesto. Como poseída por el dios de la carne, Miranda se dio la vuelta y con frenesí desatado la ensarté mi pene con rudeza por detrás y tomé sus pechos, duros como piedras, entre mis manos. Sus palabras inconexas me anunciaban que su orgasmo estaba cercano y yo no podía aguantar mucho más. “Dámelo todo, más fuerte, así, así, así...” El sincronismo de nuestras respiraciones era síntoma de que en aquel momento éramos una sola persona en dos cuerpos. Sintiendo que el orgasmo invadía todo mi ser, confesé: “No puedo más, me corrooooooo” . Y en pocos segundos inundé profusamente su coño con mi semen, sufriendo diversas convulsiones hasta que, exhausto, caí sobre su espalda. Miranda, se volvió y, con la mirada todavía perdida, me besó lujuriosamente los labios “Eres como un torito, bravo y salvaje. Ha sido una de las experiencias más calientes que he vivido nunca y te puedo asegurar que he vivido muchas. Eres mi torito” , ronroneó en mi oído. Rendidos, regresamos al velero, a la normalidad de nuestras vidas.

La luna, en su pedestal, fue testigo mudo de nuestro ardor.

CAPÍTULO VI

EL FUEGO

Ya estaba el sol en su carrera muy alto cuando desperté destrozado físicamente, pero dichoso, alegre, como si mi meta en la vida hubiera sido lograda. Miré alrededor mío, en la cabina, y allí no había nadie. Algo torpe en mis primeros pasos subí a cubierta y descubrí que nos habíamos puesto en marcha y la proa, desafiante, se dirigía a Puerto Calero. Las mujeres tomaban café en la popa y cuando llegué hasta ellas, Miranda no pudo ocultar una sonrisa de complicidad. “Dentro de media hora entraremos en el puerto” , me comunicó señalando mi desnudez. Hasta ese momento no me percaté que las chicas llevaban pantalones cortos y la parte superior del bikini. “ La libertad se acabó” , reflexioné. Y bajé a la cabina a ponerme el bañador.

Cuando atracamos en Puerto Calero, sentí que algo había dejado en el mar, no sabría definirlo con exactitud. Como si un momento de mi vida hubiese quedado para siempre grabado en esos lugares y en esos días y con él iría hasta el fin de mi existencia. Disculpe el lector mi limitación dialéctica, pero no puedo describirlo mejor. Sabía que había vivido momentos únicos, inolvidables, irrepetibles y su solo recuerdo me provocaba sentimientos encontrados.

Mi comportamiento con mi tía, curiosamente, se enfrió, aunque eso era normal con la vuelta de su marido. Lo que sí observé era que la corriente erótica con ella seguía perdurando. Entrar en una habitación y oler su perfume me calentaba enormemente y debía consolarme en soledad. Lo que me resultó más extraño fue la conducta de mi hermana que parecía enojada conmigo y que yo deduje se debía a mi actuación algo desvergonzada en el velero.

Ante la frialdad de mi tía y la pasividad de Marta decidí, sabiamente, refugiarme en los caballos e invertía gran cantidad de tiempo en los establos y montando en ellos. Quería olvidar mi presente no recordando mi pasado y las horas volaban, raudas, con mis amigos, los equinos.

Un día, Alberto propuso ir en velero hasta Fuerteventura y pasar de esta forma dos o tres días. La idea no me sedujo especialmente. Si yo hubiera ido solo con mi tía y mi hermana, pudiendo repetir experiencias pasadas con Miranda y la posibilidad de acercarme a Marta como mujer y no como familiar, no habría dudado ni un momento. Pero ahora se hallaba mi tío entre nosotros y todo cambiaba significativamente. Así pues, decliné la invitación y aduje que me seducía más la idea de estar con los caballos que sobre cualquier otra cosa. Al principio, todos protestaron y me animaron a ir con ellos, pero, poco a poco, fueron arreciando sus protestas y yo pude disfrutar de mi soledad a mis anchas. Me dolía el distanciamiento con mi hermana, pero yo no quería preguntar el motivo de su comportamiento, porque presumía que esa cuestión provocaría una escena donde Marta ejercería su papel de hermana mayor y eso nos enfadaría. Y no habíamos ido de vacaciones para enfurecernos.

El día indicado les vi partir en su embarcación y yo me concentré, durante tres días, en disfrutar del aire libre y de la naturaleza a mi antojo. La soledad ya no me causaba pavor y el cambio de ambiente empezó a producir su efecto lenitivo. Me sentía como una persona nueva, distinta, y eso, era bueno.

Las hojas del calendario caían, inexorables, y ellos regresaron de su excursión a la isla vecina, más morenos y risueños. “ La separación nos ha venido bien a todos” , pensé. Hasta tuve la sensación de que Marta venía cambiada. Lo que desconocía, en esos instantes, era hasta qué punto esa apreciación era cierta. Mis tíos y mi hermana estaban más unidos que nunca y yo continuaba ensimismado con la equitación. Todas las mañanas ejercitaba mi deporte favorito que me procuraba un gran placer.  Una noche, me preguntó Marta si a la mañana siguiente podía acompañarme a lo que yo no opuse objeción alguna. Mis tíos debían volar hasta Las Palmas para asistir al funeral de un amigo y pasarían, al menos, un día allí.

Supongo que para no quedarse sola mi hermana decidió venir conmigo. Quizás ese día era el indicado para interesarme por ella, saber si había superado realmente el pasado, si lo estaba pasando bien, si tenía algún reproche que hacerme. Ser sinceros porque yo pretendía serlo, aunque me callaría mis sentimientos más íntimos hacia ella. Hay cosas en la vida que es mejor guardar para siempre en nuestro corazón y que no traspasen nunca nuestros labios.

Preparé con mimo la excursión, cuidando todos los detalles del trayecto que proyectaba hacer con ella. Había una especie de laguna artificial, en la mitad de la finca de mis tíos, rodeada de árboles que, en un páramo volcánico como es Lanzarote, era llamativo y hermoso. Esa laguna la convertí en la estación final de nuestra excursión. Esa noche dormí turbado y asustado por lo que podría suceder. Nunca con mi hermana había hablado de ciertos temas, que permanecían como un tabú para nosotros, y tampoco deseaba traslucir mis sentimientos pecaminosos bajo ningún concepto.

La jornada amaneció esplendorosa, como siempre en las Islas Afortunadas. Mis tíos habían tomado el primer vuelo hacia Las Palmas y mi hermana y yo desayunamos solos y en silencio.

Una vez terminamos, recogimos nuestras bolsas con comida, nuestras toallas y nos fuimos a las cuadras, donde los operarios nos ayudaron a ensillar. Mi hermana estaba realmente bella esa mañana, con su pelo negro y largo recogido en una coleta, sus ojos oscuros, vivaces y atentos a cualquier incidencia, su cutis tostado por el sol, sus labios, carnosos y rojos, entreabiertos mostrando sus dientes inmaculados y perfectos, su cuerpo estilizado cubierto por una camiseta ceñida que se escondía en su cintura bajo sus pantalones de montar, ajustados, que realzaban su perfecto culo con sus altas botas que la hacían más sexy, si cabe.

Subimos a nuestras monturas y a la hora, Marta se mostraba como en realidad era ella. Bromista, tierna, locuaz, simpática, ¡era la mujer perfecta!

El día estaba siendo caluroso y el ejercicio nos hacía sudar ostensiblemente. Cuando el sol se encontraba en su cenit llegamos a la laguna, donde desmontamos. Durante todo la mañana habíamos ido picando con la comida por lo cual no teníamos ni pizca de hambre. Dejamos a los caballos abrevando y nosotros nos fuimos hacia la orilla del estanque donde se estaba más fresquito. Allí extendimos nuestras toallas a la sombra de los árboles.

Después de una serie de bromas, la pregunté por su estado, si seguía padeciendo pesadillas, si aún le dolía la pérdida de nuestro hermano, si lloraba su ausencia... Lo cierto es que me liberé porque junto a las cuestiones que formulaba, yo iba exponiendo mis angustias y anhelos, mis recuerdos del pasado y mis esperanzas en un futuro mejor, en una confesión larga y sin dobleces. Mi hermana tampoco calló nada. Era un momento mágico donde desnudamos nuestras almas íntegramente, sin la presencia de nuestros padres o de médicos. Al concluir, parecíamos liberados de una gran carga, de un peso que habíamos escondido durante mucho tiempo, demasiado. La mirada soñadora de Marta me indicaba que se sentía feliz.

Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza cuando una idea atrevida me asaltó inoportunamente. Sin pensarlo, la expuse: “Hace un calor tremendo. ¿Por qué no nos bañamos?” “¿Se puede uno bañar aquí?” , se extrañó mi hermana. “Sí. Yo lo hago siempre que vengo aquí” , me sinceré, porque era verdad. Sin vacilar, me incorporé y deshaciéndome de toda la ropa me lancé de cabeza al agua. Estaba deliciosa y así se lo hice saber a Marta que dudaba en tierra. Por fin, se decidió y con presteza, se desanudó su coleta, dejando su cabello suelto, tiró al suelo sus botas, su pantalón y su camiseta. Se detuvo cuando se quedó en sujetador y en tanga sin saber qué hacer, ¿se desnudaría totalmente, como había hecho yo, o permanecería con esas fastidiosas prendas? Mi hermana con una sonrisa en los labios, se desprendió únicamente de su sujetador y se metió, lentamente, en la laguna. ¡Ese día estaba fascinante! Tenía los senos morenísimos lo que indicaba que en Fuerteventura había tomado el sol en top-less. No pude reprimir una fuerte erección al imaginármela así con mis tíos y por primera vez- y no sería la última- me arrepentí de no haber ido con mi familia a ese viaje. Después de nadar un rato, salió Marta del agua y pude disfrutar sin ningún impedimento de su extraordinario trasero, redondo, duro y macizo. Quería estar con ella, así pues, alcancé la orilla y me acosté a su lado mientras ella se arreglaba su pelo húmedo. Mi tranca parecía un periscopio en busca de naves enemigas, estaba gorda, hinchada, palpitante, se podían ver claramente las venas que la recorrían y sufría convulsiones como si quisiera crecer aún más, ser más poderosa. Inconscientemente, dirigí mi mano a la polla y retiré la piel que ocultaba el capullo, sonrosado y expectante. Volví mi vista a mi hermana que me miraba a los ojos con una expresión inquisitiva. Temblando, asustado de lo que iba a hacer, tomé la mano de mi hermana y la llevé a mi pene enardecido para que lo acariciara. Su mano estaba fría, su rostro, arrebolado, su mirada, turbada y su respiración, agitada. Pero no retiró la mano de mi orgullosa verga. Lentamente, se apoderó de ella y con movimientos tímidos empezó a cascármela. La fiebre del deseo me consumía y, con sumo cuidado, la atraje hacia mí hasta confundir nuestra pasión en un tórrido morreo. Su lengua era exquisito néctar en la mía; su saliva, caliente miel en mi boca. ¡Me hallaba en la gloria gozando de mi hermana! Sus pechos, como manzanas maduras, descansaban en mi torso.

Mis manos, libres, exploraban su piel, tersa y delicada, y confluían en su trasero que me volvía loco de lujuria. Las suyas zumbaban mi tranca sin piedad llevándome al borde del paraíso. ¡Quería observar a Marta desnuda, al natural, escrutar su gruta, desvanecerme en ella! ¡Despojarla de esa minúscula prenda que me impedía disfrutar de las delicias de su cuerpo! “¡Quítate el tanga, Marta! ”, ordené con la voz alterada por la excitación. Mi hermana, sonrió morbosamente. Se incorporó y de una manera harto provocativa y muy despacio se desprendió de su última ropa. Aluciné en colores cuando noté que esa parte de su espectacular anatomía estaba tan morena como el resto. ¡MI HERMANA HABÍA PRACTICADO EL NUDISMO CON MIS TÍOS! ¡No me lo podía creer! ¡Y  su chochito estaba afeitado! Más que enfadarme, esa visión me enardeció de una manera inconcebible, bestial. Ella se arrodilló junto a mí y nuestros labios se sellaron, de nuevo, en candentes besos. Rocé sus pezones con mis manos y sus pechos reaccionaron poniéndose todavía más duros de lo que ya se encontraban. Su vientre liso y plano, era la antesala de su sexo, mojado y ardiente, ansioso de que le embistieran. Sus coñito estaba completamente abierto, expectante ante lo que iba a ocurrir. Pero yo tenía miedo de penetrarla y aunque mi lujuria estaba desbocada sabía muy bien que Marta era virgen y que había que andarse con cuidado para no lastimarla. Sin embargo, al levantarse del suelo, me deleitó con una panorámica de su culo magnífico y ahí olvidé mis prevenciones. Me tendí en la toalla y la anuncié: “Quizás, lo que ahora te haga te va a doler al principio, pero no temas” . Ella se sentó encima de mí, y muy poco a poco, con precaución, pero ciego en mi paroxismo, mi polla entró en su sexo al que encontró húmedo y caliente. Sus gemidos, no me hicieron sentir lástima por ella, si no, antes al contrario, me ponían más cachondo. De un momento a otro debería chocar con un obstáculo, su himen, pero no lo hallaba,  así que, sin miedo, la penetré hasta el fondo, sin tapujos, y bombeé rápido, en busca de nuestro orgasmo incestuoso. Sus tetas se movían al compás de mis embestidas, sus gritos eran más salvajes. Por nuestros cuerpos corrían gruesas gotas de sudor. Marta permanecía con los ojos cerrados, parecía poseía por la propia Venus, diosa del amor, invadida por el placer que le procuraba. Yo respiraba con dificultad disfrutando ante el mejor polvo de mi existencia. “¡Qué gusto, sigue, hermanito, sigue! ¡No pares! ¡Castígame, ahhhhh, he sido mala! ¡Ohhhh! ¡Uhmmmm, creo que me voy! ¡No puedo más! ¡Qué placerrrrr! ¡Me voy, me corroooooo!” y mi verga, presintiéndolo, soltó dentro de ella la más bestial corrida de mi vida.

Unos instantes después, Marta que había caído sobre mí, fundida, extenuada, se acostó a mi lado, con sus ojos entornados y sus cabellos adheridos a su frente por el sudor.  Yo, la observaba aún estremecido por el placer y con la mente en blanco.

No obstante, pronto, antes de abandonar nuestro estanque, muchas cuestiones comenzaron a plantearse en mi cabeza. Habíamos hecho el amor sin preservativo, a lo animal, y, sin embargo, no era eso lo que más me obsesionaba. Mi hermana no era virgen, ¿Desde cuándo no lo era? ¿Con qué chico perdió su virginidad? Era evidente, pero, ¿Practicó el nudismo con mis tíos en Fuerteventura? ¿Por qué lo hizo? ¿Pasó algo allí que debería saber?

A estas cuestiones responderé otro día, mi querido lector. El alba me ha sorprendido escribiendo y mis ojos, enrojecidos por el esfuerzo, se cierran de agotamiento.