Vacaciones en el chalet (3) [revisado]

Continúan las vacaciones de Raúl y su madre con unas invitadas especiales.

La luz del sol entraba a raudales por la ventana. Esta vez el sueño me había vencido y, lejos de levantarme temprano, me pasé la mañana tirado en la cama medio dormido.

El día anterior había estado lleno de sorprendentes y excitantes sorpresas que recordaba con fruición: a primera hora había untado la fina espalda de mi madre de crema solar, posteriormente la había visto totalmente desnuda y, después de dormir la siesta, ella, con sus delicadas manos, me había embadurnado de aftersun . Sin embargo, allí no había terminado la cosa. Cuando ya creía que no podía pasar nada más, mi madre me había pillado masturbándome mientras miraba una película porno en la televisión y, lejos de enfadarse o enojarse, se había sentado a mi lado en el sofá, viendo la película y, de reojo, como terminaba mi “trabajo manual”. Así que, delante de estos apasionantes sucesos, mi día se iniciaba lleno de expectativas.

Me levanté de la cama y, desnudo, me dirigí al pasillo. Vi la puerta del cuarto de mi madre abierta y, de puntillas por si aún dormía, me encaminé hacia allí. La habitación estaba vacía y la cama perfectamente hecha, señal inequívoca que hacía rato que se había levantado.

Con mis huevos dando saltos de alegría, bajé las escaleras. La cocina también estaba vacía. “Seguro que está en las hamacas tomando el sol” pensé. Salí al patio, pero allí tampoco había ni rastro de mi madre. ¡Qué raro! La compra de la semana ya estaba hecha así que no tenía ni idea de dónde se había metido.

Mientras meditaba sobre dónde podía estar, mi barriga empezó a protestar y a emitir fuertes sonidos. ¡Qué hambre! Entré en casa dispuesto a prepararme el desayuno. Al levantar la vista, vi que el reloj de la pared marcaba las dos. Me quedé de piedra. ¡Había dormido toda la mañana! Cuando me dirigía a la nevera con la intención de preparar la comida para mi madre y para mí, vi que, enganchada con un imán, había una nota con la indudable caligrafía de ella. La cogí y la leí:

Buenos días mi príncipe,

Esta mañana me ha llamado Susan por si quería ir con ella y Laura a la playa Es Cavallet. Te habría invitado a venir, pero dormías tan profundamente que me sabía mal despertarte. Comeré un bocadillo con ellas y por la tarde ya estaré de vuelta en casa. Te he dejado un bocadillo en la nevera. ¡Pórtate bien! :P

Besos,  Ana

¡Mierda! No podría ver a mi madre hasta la tarde. Pero bueno, al mal tiempo, buena cara. Cogí el bocadillo de la nevera y me lo comí en dos bocados. Luego salí al jardín y me eché en una hamaca, dispuesto a relajarme y a esperar que pasaran las horas. Con el calor, el dulce viento y la barriga llena me quedé nuevamente dormido.

Al cabo de un rato, el sonido del teléfono me despertó. Me levanté perezosamente de la hamaca y, después de estirar los brazos y las piernas para desentumecerlos, me dirigí a cogerlo.

  • ¿Diga? – pregunté.

  • ¡Aleluya! ¿Cómo está mi bella durmiente? Es la cuarta vez que te llamo - me dijo riendo mi madre.

  • Aaaahh… - bostecé - Hola mama. Es que me he echado en las hamacas y me he quedado grogui – miré el reloj y vi que eran las cinco y media- ¿Ya vienes?

  • Por eso te llamaba. Susan nos ha invitado a Laura y a mí a cenar en su casa. Primero nos bañaremos en su piscina y después saldremos de fiesta como tres solteronas. ¿Te importa?

  • No, no. - mentí.

  • Me da pena que te quedes solo.

  • No, no. Tranquila. Ya me las apañaré. Pásatelo muy bien y disfruta - le dije intentando que no se me notara la decepción en la voz.

  • Gracias cariño. Vendré después de la fiesta. No me esperes levantado- dijo riendo.

Colgué el teléfono. ¡Joder, joder y otra vez joder! Mi gran día se había ido al garete por culpa de sus amigas.

Al cabo de unas horas, mi enojo desapareció. Mi madre hacía tiempo que no veía ni a Susan ni a Laura, y siempre que hablaba de ellas lo hacía con un deje de nostalgia, recordando a menudo las fiestas locas que se montaban cuando estaban solteras y durante la veintena.  Un poco más tranquilo, pensando que mi madre tenía derecho a estar y a disfrutar con sus amigas, pasé el resto del día tumbado en el sofá mirando el televisor. A las diez cené mientras veía una de esas típicas películas de acción que con frecuencia ponen en los canales para ganar audiencia. Antes de ir a dormir, me hice una paja de consolación mirando una película porno donde unas chicas jóvenes se follaban a un tío afortunado. Resignado, a las dos de la madrugada me fui a la cama.

Unos fuertes golpes me despertaron de mi sueño. ¡ Prom, prom !Alguien estaba aporreando la puerta. Tratando de hacer el menor ruido posible, me levanté y, con gran sigilo, bajé las escaleras y me acerqué a la puerta. Ojeé por la mirilla pero no vi a nadie. “Qué extraño”. Lentamente la entreabrí y miré al exterior. Lo que vi me sorprendió. Mi madre se encontraba medio sentada medio tirada en el portal.

  • ¡Hola Raúl!- me dijo riendo- ¡Es que no encuentro las llaves!

  • ¿Y no habría sido más fácil llamar al timbre?- le pregunté mientras abría del todo la puerta.

  • Pues sí, pues sí- contestó moviendo la cabeza arriba y abajo e intentando levantarse.

  • Has bebido ¿no?- le dije mientras la cogía por las axilas y la ayudaba a ponerse de pie.

  • ¿Yo?, ji, ji. Solo un poquito- contestó mientras apoyaba todo su peso en mi cuerpo desnudo.

Con mucho trabajo y paciencia, la ayudé, paso a paso, a andar hasta las escaleras. Una vez allí, la cosa se complicó. Los dos no pasábamos de lado, así que no tuve más remedio que procurar que se apoyará en la barandilla y, desde detrás por si se caía, irla siguiendo y ayudando.

Por primera vez me fijé en cómo iba vestida. Llevaba un fino vestido de color azul que le dejaba los hombros al descubierto y que, por debajo, le llegaba al inicio de las nalgas. Sin embargo, al haber estado medio tirada en el suelo, se le había subido y dejaba medio trasero al descubierto. Su culo, a escasos centímetros de mi cara, se me presentaba inmensamente apetecible. Cubierto tan solo por un finísimo hilo de color rojo que se perdía entre sus glúteos, se movía de un lado a otro a cada nuevo paso que lograba dar. ¡Buf! ¡Cómo le gustaba ponerse tangas de hilo y cómo me gustaba a mí que los usara!

Embobado como estaba ante esa maravilla de la naturaleza, no me di cuenta de que le falló el pie derecho y por poco nos caemos los dos juntos escaleras abajo. Por suerte, la cogí a tiempo y logré que recuperara el equilibrio.

Cuando por fin, minutos después, conseguimos llegar al primer piso, yo ya iba medio empalmado por culpa del movimiento de sus nalgas. Sin embargo, debido a las extrañas circunstancias en qué nos encontrábamos, no le di demasiada importancia. Volví a agarrar a mi madre como pude y, dando golpes en las paredes, logramos llegar hasta su habitación. Una vez dentro la ayudé a echarse en la cama boca arriba.

  • Bueno, ya hemos llegado- le dije resoplando por el esfuerzo.

  • Muchas gracias… cariño - me dijo mientras empezaba a cerrar los ojos.

  • Pero… desvístete ¿no? ¿No vas a dormir con la ropa sucia que has llevado para salir de fiesta? - le pregunté con el ceño fruncido.

  • Vale, vale. Tranquilo gruñón - contestó de mala gana mientras se esforzaba en intentar quitarse la ropa.

Pasó unos minutos forcejeando con el vestido. Al inicio, las cosas parecían igualadas pero al final hubo un claro vencedor: el vestido.

  • ¡Raúl! No te quedes mirando y ayúdame. – me dijo esta vez arrugando ella la frente.

  • De acuerdo, de acuerdo- contesté riéndome.

Le hice levantar los brazos hacia arriba y empecé a estirar. El vestido subía lentamente, dejando poco a poco al descubierto cada centímetro de su anatomía. Primero aparecieron sus muslos, después el tanga rojo, donde abultaban sus labios vaginales, luego su fina barriga y, finalmente, sus preciosos pechos, totalmente libres de cualquier atadura. Terminé de sacarle el vestido por la cabeza y la observé. ¡Estaba realmente preciosa! Solo le quedaba puesto el diminuto tanga rojo y unos sexys zapatos negros de tacón. ¡Qué visión más excitante! Mi polla crecía por momentos y ya presentaba unas dimensiones más que considerables.

  • Voy a mear- dijo de repente, sacándome de mi trance.

Se puso de pie como pudo y moviéndose de un lado al otro se fue hacia el lavabo. Yo me quedé en la habitación, mirando como meneaba el culo mientras me tocaba la polla sin ningún disimulo. A los pocos minutos, oí la cadena del váter y sus pasos de vuelta, así que dejé de acariciarme.

Cuando apareció en la puerta, me quedé con la boca totalmente abierta. ¡Venía completamente desnuda! Solo le quedaban puestos esos zapatos de tacón que no hacían sino resaltar su figura. Continuó andando, pasando por mi lado sin prestarle atención a mi polla, que se encontraba en su máximo esplendor, y se echó boca arriba en la cama. ¡Qué maravilla! Su coño, con los labios semiabierto y aún húmedos, me apuntaba y parecía pedirme a gritos que lo acariciara, que lo lamiera, que lo penetrara... Sin embargo, su cara, con los ojos cerrados y la frente arrugada, y su respiración entrecortada me decían otra cosa muy distinta. Preocupado, dejando de pensar unos segundos con la polla, me dirigí donde tenía la cabeza y le pregunté:

  • Mama, ¿te encuentras bien?

  • Sí, sí - contestó.

Cuando abrió los ojos y se encontró a escasos centímetros de mi enhiesto falo, se rio como una cría. Acto seguido, alargó la mano y me cogió la polla.

  • ¡Qué grande está mi niño!

Sin previo aviso, empezó un lento movimiento con la mano arriba y abajo. Yo me quedé con cara de bobo, con la boca abierta y sin saber muy bien qué hacer o qué decir. ¡Estaba en la gloria! En ese momento, ella flexionó levemente las piernas y se dio cuenta de que aún llevaba puestos los zapatos de tacón.

  • ¿Cariño, no harías el favor a mama de quitarle los zapatos? - me suplicó soltando mi polla.

Con desgana, me dirigí a los pies de la cama. Me arrodillé y empecé a desatarle el zapato derecho. Cuando terminé y levanté la mirada, me di cuenta de que, desde mi privilegiada posición, tenía una visión perfecta de su coño. Sus labios exteriores estaban completamente abiertos y dejaban al descubierto sus labios interiores, que estaban húmedos y brillantes, y su clítoris, que despuntaba ligeramente. Más abajo, medio escondido por las sábanas, se adivinaba su ano, con la pequeña corona que lo rodeaba de un bello color rosado. Con esta visión grabada a fuego en mi retina, desaté rápidamente el zapato izquierdo y me empecé a masturbar como si estuviera poseído.

La sangre se acumulaba en mi polla y no me dejaba pensar con claridad. A mi mente, aparecían continuas imágenes de yo abalanzándome sobre mi madre y penetrándola salvajemente. En un momento de duda, donde la calentura del momento no me permitía distinguir qué era ético y qué no, me levanté con la intención de echarme sobre ella. Sin embargo, en ese preciso instante, mi madre se levantó de un salto y, tapándose la boca con las manos, salió corriendo de la habitación. En pocos segundos, oí como levantaba la tapa del váter y el sonido inconfundible de alguien vomitando.

Preocupado por si mi madre necesitaba ayuda, me dirigí rápidamente al baño. Mi polla, pese a la extraña situación, continuaba a punto de reventar. Cuando llegué al lavabo, la visión no podía ser más surrealista. Mi madre estaba colocada a cuatro patas en el suelo, con la cabeza prácticamente dentro del retrete. A su lado reposaba, revuelto y húmedo, su diminuto tanga rojo, el cual se había quitado cuando había ido a mear. Me acerqué a ella con la intención de ayudar, pero lo único que veía era su gran culo en pompa apuntándome. Estaba abierto de par en par y dejaba ver, ahora sí perfectamente, su estrecho ano y su húmedo y suculento coño.

Me arrodillé detrás de ella para ayudarla a incorporarse y entonces pasó. Mi polla, que estaba a punto de estallar, tocó una de sus nalgas. Mi capullo, completamente cubierto de líquido preseminal, resbaló hacia el centro y se coló en medio de ellas, rozando levemente su ano. Como si se tratara de una descarga eléctrica, una indescriptible sensación recorrió todo mi cuerpo, provocando que empezara a eyacular a mares sobre el culo de mi madre. El semen manó a chorros de mi capullo y se esparció por sus nalgas, dejando completamente embadurnado su ano y resbalando lentamente por sus labios vaginales.

  • Raúl – balbuceó mi madre- ¿Qué haces?

Me quedé helado. ¿Ahora qué le decía? Parecía que mi madre no era plenamente consciente por el efecto de la borrachera, pero si se levantaba y tocaba sus partes íntimas entendería que su hijo se acababa de correr en su culo.

  • Mmmmm… Nada, nada. Me he arrodillado para ayudar a levantarte. Creo que lo mejor es que te des una ducha para que se te baje la borrachera – le aconsejé.

Sin dejarle tiempo a reaccionar, la ayudé a ponerse de pie, la senté en la bañera y abrí el grifo. Cogí el teléfono de la ducha y le empecé a echar agua encima. Al cabo de unos minutos, los restos de mi corrida ya habían desaparecido y mi madre empezaba lentamente a recuperarse.

  • Gracias Raúl – dijo con la cara aún un poco pálida – Creo que ya me encuentro mejor.

La ayudé nuevamente a levantarse y la envolví con una toalla. Lentamente, vigilando que no resbalara, la saqué de la bañera y la guie hacia su habitación. Una vez en su cuarto, se echó en la cama y yo la cubrí con las sábanas.

  • Buenas noches Raúl - me dijo cerrando los ojos.

  • Buenas noches mama. Si necesitas cualquier cosa llámame.

No obtuve respuesta. Mi madre ya había caído en un sueño profundo. La dejé descansar y me dirigí a mi cuarto. Me eché y, igual que mi madre, en pocos segundos estaba dormido.

Al día siguiente, me desperté temprano. De un salto, me levanté de la cama y, en unos pocos pasos, me planté delante de la cama de mi madre. Esta continuaba dormida, tal y como la había dejado. Sin embargo, su cara ya había recuperado su bella tonalidad morena y su respiración era pausada y profunda. Intentando no despertarla, la cubrí bien con las sábanas, que se le habían enrollado en la pierna derecha, y la dejé descansar. Pensando en qué podía hacer para que recuperara fuerzas, se me ocurrió prepararle un buen desayuno, así que, decidido, me dirigí a la cocina.

Eran las 9 de la mañana, una hora perfecta para empezar con energía el día. Fui a la nevera y cogí todas las frutas que teníamos, que no eran muchas. Exprimí dos naranjas y corté en pequeños trozos el resto de naranjas, plátanos y manzanas para preparar una deliciosa macedonia. Al terminar, me comí mi parte, que estaba riquísima, y salí a tomar el sol en las hamacas.

Mientras esperaba que mi madre se despertara, empecé a tocarme mientras recordaba las excitantes escenas de la noche anterior: la perfecta visión de su coño cuando le desataba los zapatos, su mano cogiendo firmemente mi polla, su culo abierto de par en par apuntándome… Sin embargo, había una imagen que superaba con creces las otras y esta era la de su ano y sus labios vaginales completamente embadurnados por chorretones de mi espeso semen. Tan solo que hubiera sido un poco más valiente, solo un poco más, hubiera podido disfrutar de ese pedazo de hembra...

Con estos pensamientos en mi cabeza, seguí masturbándome, disfrutando de mis caricias y las del sol veraniego en mi piel. Ya me daba igual si mi madre se levantaba y me veía. De ahora en adelante ya no iba a tener ningún tipo de reparo. Si ella era la culpable de que estuviera cachondo todo el día, que apechugara con las consecuencias.

Pasé un buen rato así, tocándome hasta estar a punto de correrme y luego parando durante unos minutos para poder alargar al máximo el placer que estaba sintiendo. Desconocía las sorpresas que me deparaba el día, así que era mejor guardar fuerzas “y semen” para lo que pudiera suceder.

Al cabo de un tiempo más o menos largo, me levanté de la hamaca y, de un salto, me zambullí en la piscina. El agua estaba perfecta, a la temperatura idónea. Para mantenerme en forma, empecé a nadar de un lado al otro con el objetivo de hacer un poco de ejercicio y tonificar mi cuerpo. Concentrado en la natación, no me di cuenta de que mi madre acababa de salir y que se encontraba de pie desnuda al lado del borde la piscina.

  • Buenos días Raúl - me dijo con una sonrisa en la boca.

  • Buenos días mama – le respondí mientras me aproximaba nadando - ¿Cómo te encuentras?

  • Bien, bien… Mejor – me dijo un poco avergonzada. – Gracias por ayudarme ayer. ¡No sé ni cómo llegué a casa!

  • De nada. Para algo estamos los hijos - le contesté acercándome y apoyándome en el borde de la piscina. Desde mi posición, a los pies de mi madre, tenía una magnífica perspectiva desde abajo de su coño, que se mostraba totalmente cerrado, y de sus espléndidos pechos que, un poco más arriba, sobresalían por encima de su barriga, apuntando orgullosos hacia delante. – ¿Al menos te lo pasaste bien?

  • Sí, sí. ¡Mucho! Con Susan y Laura quedamos en qué mañana volveríamos a ir a la playa y a cenar a su casa.

  • Ah, muy bien – le contesté intentando aparentar entusiasmo. “¡Qué mierda! Me iba a quedar otro día solo”.

  • Me dijeron que si querías podías venir con nosotras. Así no estarás todo el día aquí aburrido.

Mi cara tuvo que cambiar, porque, al ver mi expresión, dijo:

  • Esto es un sí ¿no?

  • Por supuesto. La verdad es que ayer me aburrí un poco. – le contesté.

  • Perfecto. Luego las llamó y se lo digo. Bueno voy a desayunar que me he levantado muerta de hambre.

Observé detenidamente cómo se dirigía hacia la cocina, moviendo el culo de un lado a otro. ¡E imaginar qué hacía apenas unas horas ese culo había estado completamente cubierto de mi leche! ¡Buf, me ponía enfermo!

Al cabo de una media hora, mi madre volvió a salir y se sentó al borde de la piscina, mirando como nadaba.

  • Mmmm… ¡Qué buena está el agua!- dijo mientras cerraba los ojos y echaba su cuerpo un poco hacia atrás para que le tocara de lleno el sol.

Aprovechando que estaba ensimismada recibiendo los rayos solares, salí lentamente del agua sin hacer ruido, me dirigí hacia su espalda y, de un empujón, la tiré dentro de la piscina. A los pocos segundos su cabeza emergió a la superficie. Al verme de pie donde, hacía unos instantes, había estado ella sentada, me dijo, mirándome con los ojos entornados:

  • Serás….

Con una sonrisa traviesa, salió rápidamente del agua y se dirigió corriendo hacia mí. Me quedé unos instantes hipnotizado por el vaivén de sus pechos, pero, antes de que me alcanzara, empecé a correr delante de ella.

  • No me vas a atrapar. ¡Te pesa el culo! – exclamé mientras reía.

  • ¡¿Cómo? Te vas a enterar!- respondió haciéndose la indignada.

Estuvimos corriendo alrededor de la piscina unos minutos. Pese a sus esfuerzos para alcanzarme, yo era más rápido, así que ella no tenía nada que hacer contra mi velocidad. Al final, pero, ralenticé la marcha para qué, por fin, pudiera atraparme. Cuando ella ya creía que me iba a pillar, salté dentro del agua.

Al salir a la superficie, miré hacía el borde de la piscina, pero mi madre no estaba allí. Giré la cabeza para ver si estaba al otro lado. Tampoco estaba allí. ¿Dónde se había metido?

De repente, como un monstruo que sale de las profundidades abismales, apareció de debajo del agua, puso sus manos sobre mis hombros y, sin que yo tuviera tiempo de reaccionar, me empujó hacia abajo con todas sus fuerzas.

Pese a que me cogió completamente por sorpresa, gracias al movimiento de mis pies, que nadaban con todas mis fuerzas, pude resistir. Al ver que no lograba hundirme,  aguantándose aún en mis hombros, sacó parte de su cuerpo del agua para poder hacer más fuerza. Ahora, mientras forcejábamos, sus tetas, que se movían arriba y abajo y de un lado a otro, quedaban delante de mi cara y me iban golpeando continuamente en las mejillas y la nariz.

  • ¡Eh! ¡Eso de dar tetazos en la cara no vale! – exclamé.

  • Tú sabrás – me contestó esforzándose para que me hundiera.

  • ¿A sí? Pues te las verás con mi boca.

  • ¿Cómo? – dijo extrañada bajando la mirada.

Sin darle tiempo a reaccionar, abrí la boca, atrapé su pezón derecho al aire con mis labios y empecé a succionar. Mi estratagema la cogió completamente por sorpresa y, por unos instantes, su presión sobre mis hombros disminuyó notablemente.

  • ¿Con qué esas tenemos, eh? – me dijo traviesa – Si tú juegas sucio, yo también.

No sabía que estaba tramando, pero tardé poco en averiguarlo. En cuestión de segundos, noté como su pie iba subiendo por mi pierna hasta llegar a mis testículos. Una vez allí, se plantó encima de mi polla, que ya presentaba una considerable erección, y la empezó a recorrer de abajo a arriba. Debido a la presión que ejercía, su pulgar e índice del pie se abrieron y mi polla quedó parcialmente presa entre ellos. Con ese panorama, yo con un pezón en mi boca y ella con mi polla bien sujeta por su pie, forcejamos unos segundos más. Sin embargo, su movimiento se incrementaba y cada vez era más difícil aguantar ¡No me entraba en la cabeza, pero mi madre me estaba pajeando con total impunidad con el pie! Al final, pese a mis deseos de seguir disfrutando de la masturbación, mis piernas cedieron y acabé hundiéndome.

Estando debajo del agua, nadé hacia ella, como un tiburón en busca de su presa, mientras ella huía nadando hacia el borde de la piscina. Alargué un brazo y, con la mano, le cogí una pierna. Con fuerza, tiré hacia mí, mientras ella se resistía e intentaba continuar avanzando. Cuando vio que no tenía ninguna opción, optó por una táctica más inteligente: tiró su culo hacia tras y me dio con él de lleno en la cara.

Esa acción me cogió totalmente desprevenido y, sin quererlo, le solté la pierna. Ella aprovechó ese momento de confusión para zafarse y llegar, al fin, hasta el borde. La alcancé cuando ya tenía medio cuerpo fuera del agua. Intenté volver a aferrarla pero solo tuve tiempo de, con la boca bien abierta, darle un mordisco cariñoso en una de las nalgas. De pie en el exterior, ella me miraba orgullosa, con los brazos en jarra.

  • Ya ves que no puedes hacer nada contra tu madre. Soy más lista que tú. Venga, como perdedor, tendrás que untarme toda de crema solar, que no quiero achicharrarme por culpa del sol.

¡Oh, qué castigo más doloroso! Mientras ella se tumbaba de espaldas en la hamaca, salí de la piscina con mi polla morcillona y me dirigí a la casa en busca del bote de crema solar. Una vez dentro, lo cogí y salí nuevamente al exterior. Mi madre ya me esperaba. Se había echado los cabellos a un lado y tenía la cabeza apoyada sobre los brazos. Cuando llegué donde estaba tendida, pasé una pierna por encima de la hamaca y me senté sobre su culo.

  • ¿Estás cómoda o peso demasiado? – le pregunté.

  • Tranquilo Raúl. Estoy perfecta. – me contestó.

Intentando acomodarme, moví mi culo mientras buscaba una buena posición para empezar a esparcirle la crema. Mi polla semierecta era un “estorbo”, así que, para que no molestara ni se moviera demasiado, la coloqué entre esas montañas prominentes que era las nalgas de mi madre. Esta vez, a diferencia del primer día que la unté de crema, no había ningún tipo de tela que separara nuestros sexos, por lo que la situación era mucho más excitante y peligrosa.

Abrí el bote, me eché crema en las manos y empecé a untarle el cuello y los hombros. A continuación, fui bajando lentamente, resiguiendo su columna vertebral. Cuando llegué al inicio de sus caderas, volví a subir por los flancos. Para facilitarme la tarea, ella se incorporó levemente, por lo que le pude acariciar los laterales de sus pechos, que reposaban encima de la hamaca.

Antes de continuar nuevamente hacia abajo, volví a esparcirle crema por el cuello, pero esta vez eché mi cuerpo hacia delante, ejerciendo una cierta presión con mi polla contra su culo. Adrede, moví mi cadera suavemente hacia delante y hacia atrás, como si quisiera acomodarme. Sin embargo, mi intención era que mi falo pudiera recorrer tímidamente la hendidura que quedaba entre sus posaderas. Me mantuvo así un minuto, untándole los hombros y disfrutando del cálido abrazo de sus nalgas en mi polla. Mi madre no decía nada. Con los ojos cerrados, disfrutaba de mis caricias.

Cuando ya no podía alargar más la situación sin que sospechara, bajé hacia su trasero. Para tener una mejor visión, moví mi culo hacia atrás, depositándolo sobre sus piernas. Abrí otra vez el bote de crema, llené nuevamente mis manos de esta y empecé a untárselo. Primero moví mis manos en círculos, abarcando la totalidad de sus posaderas. Al mover las manos de esta forma, sus nalgas se iban abriendo y cerrando, mostrando y escondiendo su estrecho ano y, más abajo, sus suculentos labios vaginales. Gracias a la crema solar, sus nalgas se mostraban impotentes, brillantes y extremadamente apetecibles.

Lentamente, mi masaje, porqué era un masaje en toda regla, se fue centrando en la parte que más me interesaba. Con mis pulgares, empecé a recorrer repetidamente el canalillo que quedaba entre sus nalgas. Luego, despacio, fui bajando hacia su rosado ano, rozándolo una y otra vez con la punta de mis dedos. Mi madre, lejos de ofenderse, levantó ligeramente el culo, dándome vía libre para que le untara bien esa parte tan íntima. Para mí, ese movimiento era una señal inequívoca que el masaje le estaba gustando y que quería continuar disfrutando de mis caricias. ¿Qué sentido tenía, si no, que le untara el ano, una parte a la que pocas veces le tocaba el sol?

Delante de la ausencia total de oposición, mis toqueteos se hicieron más osados. Bajé las manos y empecé a acariciarle la parte interior de los muslos. Con cada nueva pasada, rozaba los labios externos de su vagina, que, tímidamente, empezaban a abrirse y a mostrarme sus húmedos labios interiores. Yo movía las manos hacia los lados y hacia el centro, por lo que sus más íntimos secretos quedaban completamente al descubierto. Mostrando un total atrevimiento, cogí sus labios exteriores con los dedos pulgar e índice de mi mano derecha y los fui masajeando de arriba a abajo. Después, mientras con la mano izquierda separaba sus labios exteriores, con el dedo medio de la mano derecha, que se encontraba embadurnado de crema y de sus flujos vaginales,  empecé un recorrido desde su clítoris hasta su ano, lugar donde me detuve y di pequeños círculos. Ella no manifestaba ningún tipo de oposición a mis caricias. Es más, de su boca se escapaban tímidos pero placenteros gemidos.

En uno de los intensos recorridos hacia delante y hacia atrás, mi dedo se coló por accidente en su húmeda y cálida vagina. Eso la sacó del trance, porqué con una voz entrecortada me dijo:

  • Aarrgg. ¡Buf! Raúl, venga… no te pases que soy tu madre.

Sus evidentes signos de calentura y sus leves gemidos no me hicieron prever para nada ese tipo de comentario, la cual cosa provocó que, muy a mi pesar, se me cortara rápidamente el rollo. Para no alargar esa extraña situación ahora que mi madre había levantado una pequeña barrera, opté por terminar el masaje con sus piernas, en las que me entretuve unos escasos minutos. Al finalizar, me levanté y, con mi polla apuntando al cielo, me dirigí a la hamaca de al lado. Mi madre se dio la vuelta. Tenía la cara roja como un tomate y respiraba entrecortadamente.

  • ¿Dónde vas Raúl? – me preguntó incorporándose.

  • ¿Cómo que dónde voy? Pues a sentarme en la hamaca. – le contesté un poco contrariado.

  • De eso ni hablar. Aún no has terminado. Te he dicho que me tenías que untar “TODA” de crema. – y acto seguido se volvió a echar en la hamaca, esperando que le esparciera la crema por la parte delantera.

Mi incipiente cabreo se esfumó como por arte de magia. Salté como un resorte de la hamaca donde me acababa de sentar y me acomodé nuevamente sobre mi madre. Para tener un buen acceso a su cara, parte por donde iba a empezar, afiancé mi culo en la zona superior de sus muslos, con lo que mis huevos quedaron reposando encima de su fina raya de pelo púbico. Como la vez anterior, me unté las manos de crema y comencé a esparcírsela. La extendí por la cara, seguí por el cuello, pasé a los hombros y continué por los brazos. Cuando terminé con sus manos, me puse más crema y empecé a acariciarle los senos. Con los dedos untados de loción, los tocaba tiernamente, recorriendo todo su contorno. Sus pezones, agradecidos por la atención recibida, se comenzaron a desperezarse y, en poco tiempo, ya apuntaba al cielo. Para ayudarlos en su empeño, los cogí con ambas manos e inicié un lento masaje anular que terminó de endurecerlos.

  • Ejem… Raúl, creo que esta parte ya está bien untada – dijo mi madre mirándome a los ojos con una sonrisa en la boca.

Para que no volviera a repetirse la situación incómoda de hacía un rato, descendí lentamente, untándole la barriga y el ombligo. Para estar más cómodo y tener un mejor acceso a la zona, moví mi culo hacia atrás. Ahora, mis huevos colgaban libres entre sus piernas y mi polla, que daba señales que iba a estallar en cualquier momento, apuntaba al cielo a escasos centímetros de su sexo abierto.

Al terminar la barriga y los laterales, continué con sus caderas hasta llegar a acariciar su fina mata de pelo.

  • Creo que hay una cosa que te molesta y que no te deja trabajar bien. – se rió mi madre al ver que mis brazos no paraban de golpear mi polla, que iba de un lado al otro.

  • Tranquila. – le respondí con una sonrisa perversa - Eso tiene fácil solución.

Cogí mi polla con la mano derecha, me incliné levemente, y, haciendo presión hacia abajo, la coloqué entre sus piernas. Para evitar que al mínimo movimiento saltara como un resorte, acomodé mi capullo a la entrada de su ano, con lo que, al tratar de levantarse, hacia presión contra su perineo, que actuaba de pequeña barrera.

  • Problema solucionado. – le contesté al tiempo que se me escapaba un pequeño gemido de placer.

Antes de que mi madre pudiera protestar, continué con el masaje en las caderas. Mientras acariciaba nuevamente su barriga, notaba, con un poco de dolor, como mi polla luchaba para recuperar su posición normal. Tratando de que se mantuviera donde estaba, bajé mis manos hacia el inicio de sus labios vaginales, los cuales estaban separados por la presión, escasos milímetros más abajo, de mi enardecida polla. Sin dudar ni un instante, empecé a acariciar esa zona pero mi madre rápidamente volvió a cortarme el rollo.

  • Raúl – me dijo con las mejillas rojas. – Creo que esta zona ya tiene suficiente crema solar por hoy.

En fin, pensé resignado, lo bueno se hace esperar. Eché mi culo un poco hacia atrás para untarle las piernas y mi polla salió disparada hacia arriba. En su camino hacia la libertad, mi capullo recorrió toda su vagina y acarició levemente su clítoris, con lo que a mi madre se le escapó un pequeño gemido de placer. A la luz del sol, mi capullo se mostraba impotente. Hinchado y morado, brillaba orgulloso gracias al abundante líquido preseminal que lo cubría y, posiblemente, a los flujos de mi madre. De hecho, mientras terminaba de untarle las piernas, miré hacia su entrepierna y vi que tanto su vagina como su ano estaban completamente húmedos. Es posible que su ano fuera por culpa del contacto directo con los líquidos de mi capullo, pero su vagina tenía que ser por fuerza de su calentura.

Al finalizar mi trabajo, me levanté y me tumbé en la hamaca del al lado.

  • Buf, Raúl ¡Cómo me has puesto! Tienes unas manos que valen su peso en oro -  me dijo mientras se levantaba. – Pero esto no va a quedar así. Date la vuelta.

  • ¿Cómo? – balbuceé.

  • Lo qué oyes. Date la vuelta. – contestó cogiendo el bote de crema.

Me tumbé de espalda y mi madre se acomodó encima de mi trasero. No sé si fueron imaginaciones mías, pero justo en el sitio donde se había sentado comencé a notar un cierto calor y humedad.

Mi madre no perdió el tiempo. Se untó las manos de crema y empezó a masajearme el cuello, los hombros y los brazos. Lentamente fue descendiendo por mi espalda hasta llegar al inicio de mis nalgas. Allí se paró, se llenó las manos de crema y empezó a masajearlas dando pequeños círculos. Seguidamente, con el dedo índice de su mano derecha inició un lento movimiento por el canalillo que quedaba entre ellas. ¡Qué sensación más agradable, entre cosquillas y placer!

Continuó bajando y, como era previsible, alcanzó mi ano, donde ejerció una leve presión.

  • ¡Eh! ¿Qué haces? – protesté.

Ella ni se inmutó, haciendo caso omiso a mi protesta, y lo continuó acariciando en pequeños círculos. Su mano izquierda, envidiosa de las caricias que me estaba dando su homóloga, se dirigió directa a mis huevos, que reposaban en la hamaca, y los empezó a palpar lentamente. Sus caricias, juntamente con la presión que ejercía mi cuerpo sobre mi polla, provocaron que casi me corriera. Sin embargo, cuando estaba llegando al clímax, mi madre dejó mis partes tranquilas y pasó a untar mis piernas para terminar con mis pies.

  • Venga Raúl, gírate que aún falta la parte delantera.

A pesar de presentar una tremenda erección, no dudé ni un segundo y al instante me giré, dispuesto a continuar disfrutando de sus caricias. Esta vez era yo y no ella quién tenía la cara como un tomate y respiraba entrecortadamente debido a la excitación. Mi madre me miró la polla, sonrió y, acto seguido, se sentó sobre la parte inferior de mi abdomen. Untándose nuevamente las manos, continuó sus caricias por mi parte delantera. Primero me embadurnó la cara, seguidamente bajó por el cuello, continuó por los hombros y terminó con los brazos y las manos. Luego pasó a esparcir la crema por mis pectorales, donde se entretuvo dando amplios círculos y acariciando mis pezones.

Para continuar con el masaje, tuvo que echar el culo hacia atrás, pero hubo un problema. Cuando inició el descenso, sus nalgas se abrieron y su ano chocó contra mi duro y lubricado capullo. En ese instante, sus ojos se abrieron completamente y, tanto de su boca como de la mía, se escapó un leve gemido de placer.

  • ¡Joder Raúl… Cómo estamos! – dijo mi madre mientras levantaba el trasero y se sentaba un poco más abajo.

No sé si fue peor el remedio que la enfermedad. Al acomodarse nuevamente, mi polla quedó completamente encajada entre sus húmedos labios vaginales. Mi madre hizo como si no se diera cuenta, pero el rubor de sus mejillas la delataba. Intentando concentrarse, continuó aplicándome loción en mi bajo abdomen. Yo, como aquel quien no quiere, empecé a tensar mi polla y a mover lentamente mi pelvis hacia adelante y hacia atrás, con lo que se podría decir que sus labios vaginales me estaban haciendo literalmente una paja.

Pese a que mis movimientos eran lentos y disimulados, mi madre tuve que darse cuenta. Sin embargo, no dijo nada y, de hecho, se entretuvo más de la cuenta en sus caricias, ya que, cuando terminó los abdominales, volvió a recorrer mis pectorales. Su manera de actuar, demorando seguir con el masaje, me demostraba que ella, igual que yo, estaba disfrutando inmensamente con la situación. Todo lo bueno, pero, tiene su fin y mi madre, al cabo de unos minutos, continuó hacia abajo. Alzó su pubis, se sentó encima de mis rodillas, cogió un poco más de crema solar y empezó a esparcirla por los laterales de mi polla y mis muslos. Cuando terminó con esa zona, me miró directamente a los ojos y, sin titubear, aferró mi polla con las dos manos. Con la mano izquierda bajó la piel al máximo mientras con la derecha empezaba a acariciar mi capullo, que estaba totalmente al descubierto. Al cabo de un minuto que a mí se me hizo eterno, su mano izquierda bajó a acariciar mis huevos y la derecha empezó un lento sube-baja recorriendo todo el tronco.

¡Estaba en la gloria! ¡El día había llegado! Mi madre me estaba haciendo una paja en toda regla y, para colmo, me miraba directamente a los ojos sin ningún tipo de rubor o ápice de vergüenza. Sin poder evitarlo, empecé a gemir y la respiración se me aceleró. Notaba su cálida mano, embadurnada completamente de crema y de líquido preseminal, recorrer cada milímetro de mi polla. Primero lo hacía lentamente pero luego aumentó el ritmo, masturbándome con más ímpetu. Sus pechos, a escasos centímetros de mi cara, vibraban al compás de los movimientos, como dos deliciosos flans de vainilla que piden a gritos ser devorados.

Cuando ya iba a correrme y a estallar como un volcán en erupción, dejó de repente mi polla y de acariciar mis testículos. Riéndose al ver mi cara de incredulidad, se levantó y me dijo:

  • ¡Ups! Creó que ya esa la hora de comer. Voy a preparar la comida.

  • Pero… pero… - balbuceé con la polla palpitando y con cara de tonto. – No me puedes dejar así. ¡Ya me iba a correr! – le dije perplejo.

Su respuesta fue breve.

  • Se siente.

Me sacó la lengua, me guiñó el ojo y, dando saltitos de chiquilla, se encaminó hacia la cocina. Yo me quedé con dos palmos de nariz y la polla que sacaba humo. ¡Esto no iba a quedar así!

Con un mal de huevos tremendo, me levanté de la hamaca y me dirigí a la cocina, siguiendo los pasos que, segundos atrás, había dado mi risueña madre. Cuando entré, ella estaba de espaldas preparando una refrescante ensalada con tomate, lechuga, zanahoria, cebolla y atún. Al oír el ruido de mis pasos, se giró. Su mirada traviesa se fijó en mi polla, que continuaba tal y como la había dejado. Sin poderlo evitar, se empezó a reír.

  • ¿Qué dice el hombretón de la casa?

Con mi rostro imperturbable, hice caso omiso a sus burlas y, ignorándola, me encaminé a un pequeño taburete, dónde me senté. Una vez allí, la miré a los ojos y continué lo que ella había dejado a medias.

Al darse cuenta de que me estaba masturbando en medio de la cocina mientras la contemplaba, quedó notablemente sorprendida.

  • ¿Pero qué haces Raúl? – preguntó.

  • ¿No lo ves? Terminó lo que has dejado a medias. – le contesté sin dar más explicaciones.

  • Pero… pero – balbuceó. - ¿Aquí en la cocina? Ve al lavabo por lo menos.

  • ¿Por qué?- repliqué- Total, ya me viste el otro día por la noche.

  • Ya, ya… pero no es lo mismo.

  • ¿Te molesta? – le pregunté.

Dudó unos segundos.

  • No, no. Puedes masturbarte cuando quieras. Ya somos mayorcitos. Pero, ¿aquí en la cocina? – volvió a repetir- Vas a ensuciarlo todo.

Mi respuesta fue breve. La miré burlón y, con una sonrisa de oreja a oreja, le dije:

  • Se siente.

Al ver que le había girado completamente la tortilla, no pudo sino reírse.

  • ¡Que cabroncete estás hecho! Me la has bien devuelto. – dijo riendo. – De acuerdo, haz lo que quieras. Pero vigila de no manchar nada.

Mi madre se volvió y continuó preparando la comida, mientras yo me masturbaba a escasos metros de distancia admirando sus tremendas posaderas. Aunque trataba de aparentar normalidad, se la notaba inquieta. Cada pocos segundos, giraba levemente la cabeza y me miraba de reojo. Al final, observando ensimismado su culo, estallé en una inmensa corrida.

  • Aaaaa… Sí- gemí fuerte para que me oyera.

Mi madre se giró de golpe y pudo ver perfectamente como borbotones y borbotones de semen salían disparados y me pringaban la mano y la barriga.

– Joder Raúl. -  dijo sin apartar su mirada de mi polla, que continuaba con los espasmos - ¡Qué cantidades de semen que sacas!

Al terminar la frase, se quedó unos segundos embobada contemplando como lentamente iba bajando el ritmo de mi masturbación.

  • Ejem… ¿Mama? - Mi pregunta la sacó del trance. Levantó la cabeza y me miró a la cara. – ¿Me pasas una servilleta?

Con movimientos nerviosos, cogió una servilleta de papel, se acercó hacia mí y, sin dejar de mirarme la polla, me la pasó. Luego, un poco turbado, continuó con sus quehaceres. Yo, contento de su desconcierto, me limpié lentamente, lancé la servilleta empapada en la basura y salí al patio.

La comida que siguió a la escena transcurrió, pese a la tórrida situación que habíamos acabado de vivir, con total normalidad. Básicamente, estuvimos hablando de Judit y de sus aventuras en Inglaterra. Luego, después de los postres y de tomarnos un café, nos echamos en las hamacas a recibir los cálidos rayos solares y a disfrutar de una merecida siestecilla.

A media tarde, cuando el sol ya empezaba a declinar, mi madre se levantó, se refrescó brevemente con el agua fría de la manguera, se secó con la toalla y entró en casa. Al cabo de diez minutos, salió vestida con un fino pareo de múltiples colores que, anudado al cuello, le cubría hasta medio muslo.

  • ¿Dónde vas tan tapadas? – le pregunté con curiosidad.

  • Voy a dar una vuelta por el pinar. ¿Te apuntas?

  • Venga. De acuerdo. – le respondí levantándome y dirigiéndome a la casa para vestirme.

Antes de que tuviera tiempo de entrar, me llamó:

  • ¡Raúl! - me giré. Por la sonrisa que presentaban sus labios, vi que estaba tramando algo. – ¿A qué no tienes huevos de salir así?

  • ¿Cómo? ¿Desnudo? – le pregunté sorprendido.

  • Sí. Desnudo. ¿No dices que estás tan a gusto? – respondió.

  • Pero… - balbuceé.-  ¿Y si nos encontramos a alguien?

  • Casi nunca hay nadie. Además, aquí ya están acostumbrados a ver gente desnuda, recuerda que estamos en Ibiza, la isla del dinero, las fiestas y el desenfreno.

  • ¿Y por qué no sales tú desnuda? - la cinché.

  • Porque yo ya me he vestido. – contestó sacando la lengua.

  • De acuerdo. Pero ya que tú me pides esto, yo me reservo una baza para pedirte algo más adelante. – le tendí la mano para sellar el pacto.

  • ¡Ui! ¡Qué miedo me das! Pero venga, acepto. -  me dijo cogiéndome y estrechándome la mano con fuerza.

Así que, cinco minutos después, allí estábamos, mi madre y yo andando por un estrecho camino de tierra que pasaba en medio del pinar, ella vestido con un fino pareo y yo como Dios me trajo al mundo. Mi madre encabezaba la expedición y yo la seguía unos pasos más atrás. La temperatura era agradable, aunque el calor era un poco sofocante, y la experiencia, lejos de molestarme, estaba siendo muy placentera.

Cuando ya llevábamos unos diez minutos andando, vimos que se acercaba una pareja de personas de avanzada edad. Al primer momento, solo vieron a mi madre y la saludaron con un educado “Bona tarda”. Sin embargo, cuando aparecí yo en la escena, sus caras cambiaron completamente. El hombre frunció notablemente el ceño y la mujer abrió la boca y, sin poder evitarlo, me miró la polla. Él, al ver que su mujer estaba contemplando sin ningún reparo mi aparato, la cogió con fuerza del brazo y, de un tirón, se la llevó mientras gritaba “Aquests turistes! On s’és vist!”, que más o menos quiere decir “¡Estos turistas! ¡Dónde se es visto!”.

El encontronazo, lejos de ofenderme, me puso un poco caliente y mi polla, ahora ya morcillona, iba de un lado a otro contenta de su total libertad. Al cabo de un rato, mi madre, un poco cansada, se sentó en una gran roca debajo de un enorme pino.

  • Ay Raúl, deja que coja aire y continuamos, que este bochorno me está matando.

  • Sí, sí. Tranquila.

Mientras esperaba que se recuperara, me quedé de pie delante de ella, contemplando el bello paisaje que nos rodeaba. El camino continuaba su sinuoso recorrido por el pinar, que al este quedaba cegado por un alto acantilado que daba al mar. Ensimismado por la naturaleza, bajé la mirada para ver si ya se había recuperado, y lo que vi era, si cabe, más bello que todo lo anterior. Al acomodarse encima de la roca, había abierto las piernas, con lo que su pareo se había subido y dejaba completamente al descubierto su coño coronado por esa fina mata de bello. Sus labios vaginales estaban ligeramente entreabiertos y dejaban entrever la entrada de su vagina y su clítoris, parcialmente cubierto con el capuchón.

Sin poder evitarlo, mi polla pegó una sacudida que no pasó inadvertida a la atenta mirada de mi madre.

  • ¿Qué? ¿Veo que esto de ir desnudo te gusta, no?

Sin decirle que el motivo real de mi semierección era que tenía una visión perfecta de su coño, le respondí:

  • Sí. La verdad es que me da un poco de morbo.

Al cabo de unos minutos en los que no dejé ni un instante de mirar disimuladamente y de reojo el coño de mi madre, aparecieron por el camino dos hombres de unos treinta años haciendo footing . Yo, lejos de avisarla del espectáculo que estaba dando, vi expectante como se iban acercando. Al llegar a nuestra altura se pararon.

  • Buenas tardes. ¿Cuánto… gefaxea… - balbuceó el que hablaba.

  • ¿Cómo? – preguntó extrañada mi madre.

  • Ejem… - intentó concentrarse sin dejar de mirar directamente el coño de mi madre – Que digo que ¿Cuánto falta para llegar al pueblo más cercano? – preguntó finalmente.

Mi madre estuvo unos segundos pensando, momento que aprovecharon para comerle el coño con los ojos.

  • Pues la verdad es que no somos de aquí, pero creo que faltan unos treinta minutos a buen ritmo. – respondió.

  • Muchas gracias, señora.- dijo el mismo hombre que había iniciado la conservación, al mismo tiempo que reemprendía la marcha no sin antes echar una última mirada al coño de mi madre.

  • Sí, muchas gracias por la información y por las vistas. – añadió el segundo con descaro. – Tiene un coño muy bonito.

Mi madre bajó la mirada y, al darse cuenta de que se le veía el coño con todo lujo de detalles, se puso roja como un tomate.

  • ¡Raúl! – exclamó – Me podías haber avisado.

  • ¡Qué más da! – respondí. - Además, como tú misma has dicho antes, aquí están acostumbrados a ver a gente desnuda. –  añadí guiñándole un ojo.

Mi madre, recuperada del cansancio o quizás debido al sobresalto de su exhibición, dijo de continuar la excursión. Así que seguimos andando sin ninguna otra sorpresa hasta llegar al final del pinar, donde dimos la vuelta dispuestos a volver. Cuando ya estábamos apuntó de llegar a casa, oímos unas voces que se acercaban.

  • ¡Joder! – dije. – Hoy este bosque está muy transitado.

Las voces se fueron aproximando hasta que, de detrás de un pino y unos matorrales, aparecieron cuatro chicas de unos veinte años cargadas con mochilas. Al instante y sin poder evitarlo, mi polla empezó a levantarse al ver cómo iban vestidas. La primera, una chica resultona con una cara muy bonita, iba vestida con un fino pareo de color amarillo que resaltaba su piel morena. La segunda, una chica alta y delgada con los cabellos recogidos en un moño, llevaba un top del bikini, que a duras penas sostenía sus grandes pechos, y unos escuetos shorts tejanos. La tercera, una chica bajita pero con un cuerpo de escándalo,  vestía un bikini compuesto por pequeños triángulos de tela que cubrían, a duras penas, sus pezones y su monte de Venus. La mejor, pero, era la cuarta, una chica con una bella tez morena que llevaba los cabellos, castaños y finos, ondeando al viento. Esta solo vestía un diminuto pareo naranja que, atado con un nudo a la cintura, le cubría únicamente el sexo. Sus pechos, pequeños pero muy bien puestos, se movían ligeramente de un lado al otro a cada pasa que daba.

Al centrar la vista al frente y ver un chico en medio del camino completamente desnudo, sus rostros se sorprendieron y sus ojos se abrieron como naranjas. La única que no parecía asombrada era la cuarta que, con voz burlona, les recriminó:

  • ¡¿Veis como se puede ir desnudo por estos bosques?! ¡Ya os lo dije!

Acto seguido, sin que las otras pudieran tan siquiera protestar, se llevó una mano al nudo del pareo y, de una sacudida, se lo desató, con lo que quedó totalmente desnuda delante de todos. Al instante, sin perder ni un segundo, fijé mi mirada en su entrepierna, que estaba completamente morena. Su coño estaba todo depilado, con lo que sus labios, carnosos y abultados, se veían a la perfección.

  • Pues tenías razón. – respondió la primera.

Seguidamente, copiando a su amiga, se quitó el fino pareo amarillo que cubría su piel, quedando desnuda. Sus pechos, con unos pezones rosados de buen tamaño, eran un poco más grandes que los de su amiga, y su coño, con unos labios muy apetecibles, estaba coronado, al igual que el de mi madre, con una fina tira de pelo.

  • ¡No sé cómo no os da vergüenza! – les recriminó la segunda moviendo de un lado al otro la cabeza.

Mi madre y yo nos quedamos totalmente sorprendidos, no sabiendo muy bien qué decir o cómo actuar. Sin embargo, la que sabía muy bien cómo responder a los nuevos estímulos era mi polla, que continuó creciendo de una forma exagerada.

Después de la escena que nos habían dado, las chicas continuaron caminando hasta llegar a nuestra altura.

  • Perdonad a nuestras amigas por el espectáculo – se disculpó la segunda - pero es que son muy “abiertas de mente”.

  • ¿Perdón de qué? – respondió al instante la cuarta. – En todo caso nos tienen que dar las gracias. Si no, mirad como se le ha puesto el soldadito. ¡Firmes! – se rio.

“Tierra trágame” pensé. Estaba desnudo delante de cinco mujeres, cuatro de las cuales no conocía de nada, y con mi polla apuntando orgullosa las copas de los pinos.

  • No, tranquila. En Ibiza es normal que la gente vaya desnuda. El mar, la playa, el sol, el verano… – dijo mi madre.- Si no, mirad a mi hijo que ha decidido salir desnudo a dar una vuelta.

Yo estaba rojo como un tomate mientras las cuatro chichas me miraban detenidamente de arriba abajo.

  • ¿Queda mucho para llegar a la urbanización La Joya? – preguntó la tercera, que aún no había abierto la boca.

  • Pues la verdad es que no lo sé. – contestó mi madre. - Pero creo que queda a medio día o más andando.

  • ¡¿Cómo?¡ – exclamaron las cuatro a la vez.

  • ¡Veis! ¡Os dije que teníamos que haber vuelto antes! – les recriminó la segunda.

  • No vamos a llegar. – suspiró la tercera.

  • Tranquilas, tranquilas. – las intentó tranquilizar mi madre. - ¡Qué no cunda el pánico! Nuestra casa queda a unos pocos minutos andando. Si queréis, vamos allí, lo consultamos en Internet,  y, si queda mucho, os llevo en coche. ¿Qué os parece?

Lo que me faltaba, pensé. Ya era suficientemente incómoda la situación para tener que alargarla un rato más.

  • ¿Harías esto por nosotras? – preguntó emocionada la tercera.

  • Claro que sí. – respondió mi madre. – Pero antes de nada me presento. Me llamo Ana y este tan callado es Raúl.

  • Nosotros somos Vanesa, Carmen, Esther y María. – dijo la primera y fue señalando a sus compañeras.

La primera de la fila y segunda en desnudarse era Vanesa, la chica con shorts era Carmen, la chica en bikini era María, y la cuarta de la fila y la primera en desnudarse era Esther.

Finalizadas las presentaciones, mi madre puso rumbo a casa y empezó a hablar animadamente con Vanesa, Carmen y María. Esther seguía al grupo y yo cerraba la comitiva.

Los pocos minutos de caminata que quedaban para llegar a casa fueron un “calvario”. Esther, que iba unos pocos pasos por delante de mí, no dejaba de girarse y de mirar directamente mi polla y, cuando veía que su tamaño empezaba a menguar, me provocaba descaradamente de mil y una maneras distintas: movía exageradamente el culo de un lado al otro; con sus dos manos se separaba las nalgas y me mostraba su rosado ano y el estrecho agujero de su coño; flexionaba las piernas y dejaba su culo en pompa; se giraba completamente y se acariciaba los pechos o el coño… ¡Cómo podéis imaginar, estaba cardíaco!

Cuando por fin llegamos a casa, mi estado no pasó inadvertido a nadie. Mi madre, burlona, me dijo:

  • ¿Aún estás así? Ya veo que tanta teta suelta te descontrola.

El comentario provocó las risas de las muchachas, mientras que Esther, disimuladamente, me guiñaba un ojo.

Al superar la verja y ver la casa y la piscina, las chicas alucinaron.

  • ¿Aquí vivís vosotros dos solos? – preguntó Vanesa.

  • No. – fardó mi madre. – Aquí solo veraneamos. Si queréis podéis poneros cómodas y bañaros en la piscina. Mientras, yo iré a buscar en Internet a qué distancia queda La Joya.

Acto seguido, mi madre se quitó el pareo, quedándose desnuda como Vanesa y Esther, y se dirigió hacia la casa, dejándome solo con las cuatro chicas. Ellas, sin dudarlo, se acercaron a la piscina y dejaron las mochilas en las hamacas, mientras yo esperaba expectante para ver qué hacían.

  • ¡Toma! ¡Una piscina para nosotras solas! ¡Al agua patos! – exclamó Esther saltando de bomba.

Vanesa tampoco dudó y en unos pocos segundos estaba nadando dentro del agua. María, desde el borde, contemplaba a sus amigas.

  • Venga tiraros que está muy buena. – nos animó Esther.

  • Allá donde fueres, haz lo que vieres. – dijo María.

Seguidamente, se despojó del escueto bikini y completamente desnuda se lanzó al agua. “¡Lo que me faltaba!” pensé. “¡Otra chica desnuda!”. Para no hacerme de rogar y que no se fijaran más rato en mí y mi polla, que continuaba apuntando al cielo, me acerqué corriendo y salté de cabeza dentro. Ahora solo quedaba Carmen en el exterior.

  • ¡Qué buena está el agua! – gritó Vanesa mientras nadaba de un lado al otro. - ¡Venga Carmen, anímate!

  • Venga Carmen. Te estamos esperando. – gritó Esther mientras se acercaba al borde de la piscina.

Carmen se despojó del short y con el bikini  puesto se dirigió hacia nosotros.

  • A no, no. – le replicó Esther. – O desnuda o no te bañas.

  • Pero… - contestó Carmen.

Esther la cortó.

  • ¿Cómo te vas a desnudar mañana en la playa que vamos a ir si hoy no eres capaz de desnudarte aquí?

Carmen puso cara de circunstancias.

  • Pero es que está Raúl…

Esther la cortó nuevamente.

  • Carmen… - la amenazó.

Esta dudó unos instantes. Sin embargo, al final, quizás por la cara de pocos amigos que ponía Esther, se animó. Lentamente, tratando de mostrar lo mínimo, se quitó la parte de arriba del bikini, liberando ese par de melones. A continuación, mientras con la mano y el brazo derecho se cubría los pechos, con la otra se bajó las bragas del bikini. Esther, María y Vanesa, desde dentro del agua, aplaudían y la vitoreaban. Seguidamente, Carmen, tapándose el pubis con la mano izquierda y continuando con la mano y el brazo derechos sujetándose los pechos, se dirigió al borde de la piscina y saltó dentro.

Buf, no me lo podía creer. ¡Estaba en la piscina con cuatro chicas de unos veinte años totalmente desnudas! Para intentar pasar el máximo desapercibido y que no repararan en mi presencia, nadé lentamente hacia un rincón. Sin embargo, Esther, quién si no, se dio cuenta y se me acercó.

  • ¿Cómo está? – me preguntó.

  • ¿Cómo…? – balbuceé extrañado y nervioso al tenerla ya menos de un metro de distancia.

De repente, noté que su mano se apoderaba de mi polla.

  • Que ¿cómo está? – repitió señalando con la cabeza hacia abajo. – Veo que aún sigue en pie de guerra.

Seguidamente, mirándome a los ojos y como si allí no pasara nada, empezó a subir y bajar la mano, proporcionándome una lenta pero placentera paja. Sin poder evitarlo, se me escapó un leve gemido, lo que provocó que las otras giraran las cabezas y nos miraran curiosas. Rojo como un tomate, empujé a Esther y, con la polla dura como una roca, salí de la piscina para dirigirme al lavabo a aliviarme. Al momento que entraba en casa, mi madre salía. Al cruzarnos y darse cuenta del estado de mi herramienta, sonrió y me guiñó un ojo.

Cuando llegué al lavabo, cerré la puerta y me senté en el retrete. Seguidamente, me la empecé a machacar recordando las nalgas de Esther completamente separadas exhibiéndome su ano y su coño ligeramente entreabiertos. No llevaba ni un minuto enfrascado en la “tarea”, cuando la puerta se abrió de golpe. ¡Joder, no había puesto el pestillo! Al instante, apareció Esther, quién, sin dudarlo, entró y cerró la puerta tras de sí.

  • ¡Ups! Perdón. -  dijo con voz de santa. – No sabía que estabas aquí…

“¡Y una mierda!” pensé. Por su expresión, sabía muy bien que yo estaba allí. Babeando, admiré cada centímetro de su piel perlado de pequeñas gotas de agua.

  • ¿Esto que tienes aquí tan duro es por culpa de esto? – me preguntó seductoramente mientras con los dedos índice y medio se separaba los labios vaginales, y me mostraba su húmedo y rojo interior. - ¿O de esto? – continuó al momento que se giraba, se separaba las nalgas y con un dedo se acariciaba el esfínter.

¡Yo estaba alucinando! ¿Estaba jugando conmigo como durante todo el camino o era una invitación en toda regla? Las escasas dudas se disiparon a los pocos segundos.

  • ¡¿A qué esperas o es que eres tonto y quieres un mapa?!

Al oír esas palabras, me levanté como un resorte del retrete y me abalancé hacia ella. Me puse de cuclillas y, mientras ella mantenía separadas sus nalgas, empecé a lamerle el ano y la vagina. Mis lametones eran largos. Con mi lengua completamente fuera de la boca, recorría desde su esfínter, donde ejercía una leve presión, hasta la entrada de su chorreante cueva, donde me recreaba internando todo lo que podía mi sinhueso.

Ella, con las piernas levemente flexionadas, gemía descontroladamente. Cuando, medio asfixiado, intentaba coger aire, sus manos sujetaban con fuerza mi cabeza y me la amorraban aún más contra su sexo. Al cabo de unos minutos, con toda la cara pringosa de flujos y saliva, me levanté y, cogiendo firmemente mi polla, la empecé a restregar siguiendo el mismo camino que había trazado mi lengua, de su ano a su vagina. Ella estaba descontrolada. Mientras se aferraba con las manos en la pica, tiraba el culo hacia atrás para sentir más la presión de mi polla. “¡Es ahora o nunca” pensé. Sin avisarla, cogiéndola con fuerza de la cintura, le ensarté de golpe mi polla hasta los huevos, lo que provocó que los dos gritáramos de placer.

  • Aaaaa… ¡Oh, sí! – gimió ella. – Desde que he visto esta dura polla en el bosque que no he dudado en que sería mía.

Yo la cabalgaba con potencia, con movimientos rápidos que hacían que mi polla entrara y saliera, entrara y saliera. Mis huevos golpeaban como campanas contra su pubis, completamente mojado. Aprovechando que estaba pegada a mí, empecé a darle suaves mordisquitos en el cuello mientras le acariciaba los pechos con la mano izquierda y jugaba con su clítoris con la mano derecha. Pese a estar aún mojados y frescos de la piscina, empezamos a sudar. Su espalada se perló de pequeñas gotas de sudor que fluían hasta su culo, dejándolo brillante y todavía más apetecible. Al notar que ya no iba a aguantar mucho más, llevé nuevamente mis manos a su cintura e intenté hacer un último esfuerzo. Sus morenas nalgas golpeaban mi cadera mientras mis huevos se movían rítmicamente. Desde mi posición privilegiada, veía como, a cada nueva embestida, mi polla, cubierta por una masa blanca y pegajosa, se adentraba completamente en su interior. A escasos milímetros más arriba, su ano, totalmente húmedo, reclamaba mi atención. Mi calentura era tal que, sin dudarlo, le ensarté un dedo hasta la mitad. Ella, lejos de ofenderse, gimió aún más fuerte, contrayendo los músculos y ejerciendo una leve presión sobre mi dedo. ¡Eso fue demasiado para mí!

  • ¡No voy a aguantar mucho más! – exclamé.

Esther, al instante, se separó, se puso de rodillas delante de mí y, de golpe, se introdujo toda mi polla en la boca. ¡No duré ni diez segundos!

  • ¡Joder, joder! – grité al tiempo que mi polla empezaba a lanzar chorros de semen dentro de su cálida boca.

Ella en ningún momento paró, sino que siguió chupando hasta dejarme completamente seco y con las piernas temblando. Debido a la situación, tuve que cogerme a la pica para no caer. Cuando, al cabo de unos pocos segundos, se sacó la polla de la boca, me miró directamente a los ojos y, sacando la lengua y con una sonrisa en los labios, me enseñó orgullosa que se lo había tragado todo.

Con el cuerpo completamente sudado y relajado, y mi mente en las nubes, me senté en el retrete para coger aire. En ese momento, la puerta se abrió nuevamente. ¡Joder, otra vez nos habíamos olvidado del puto pestillo! En el marco de la entrada, apareció Vanesa. Primero, miró a Esther, quién estaba completamente sudada, con el cabello revuelto, y con el sexo enrojecido y empapado. Seguidamente, dirigió su mirada hacia mí. Yo aún estaba recuperándome en el retrete, con las piernas abiertas y mi polla morcillona y completamente brillante por el trato que había recibido segundos antes.

  • No, si me lo tenía que haber imaginado. ¿Veo que no tuviste suficiente con el de ayer, no? – preguntó dirigiéndose a Esther.

  • Yo nunca tengo suficiente. – contestó Esther con una sonrisa.

Acto seguido, Esther me guiñó un ojo y, moviendo sus nalgas coquetamente, se fue tal y como había llegado. Vanesa se quedó de pie mirándome de arriba abajo.

  • Bueno, por tu cara creo que has disfrutado ¿no? – me preguntó con una sonrisa.

  • Eh… sí, sí... Mucho. – balbuceé aun procesando lo que acababa de pasar.

  • Mejor. Por cierto, ¿te importa levantarte? Es que tengo que mear.

  • Sí, sí. Por supuesto. – contesté alzándome como pude.

Todo mi ser olía a sexo así que, para intentar atenuar el olor, decidí lavarme las manos y la cara, que aún se encontraba ligeramente pegajosa. Por el reflejo del espejo pude ver como Vanesa se sentaba dispuesta a mear. Continué mirando disimuladamente y vi que, mientras me miraba el culo, se acariciaba tímidamente el coño. Sin duda alguna, la “pillada” con Esther la había puesto caliente. Seguí lavándome el rostro, alargando al máximo el momento. Sus cabellos mojados se pegaban a su cuello y sus pechos, redondos y firmes, me apuntaban directamente cubiertos por unas pocas gotas de agua. Cuando al poco rato terminó, se levantó, se secó el coño con un trozo de papel higiénico y vino a mi lado a lavarse las manos.

  • Veo que tardas más que la media en limpiarte las manos. – comentó burlona.

Sin darme tiempo a contestar, me dio un cachete en el trasero y, con las manos aún mojadas, salió del lavabo. A los pocos segundos, su cabeza volvió a aparecer en la puerta.

  • Por cierto, tu madre ya ha encontrado a cuanto queda La Joya. También nos ha invitado a cenar unas pizzas y dice que luego ya nos llevará. Creo que te están esperando para que elijas la tuya.

Salí del baño detrás de ella y me dirigí al exterior, donde mi madre estaba hablando con las chicas. Al verme, me preguntó:

  • ¿Raúl, dónde estabas? – al ver que ya no tenía la polla dura, sonrió y continuó hablando. – Aaaa… ya veo. Bien, te quería comentar que las he invitado a cenar unas pizzas y después las voy a llevar a La Joya. Hemos llamado a una pizzería y hemos pedido tres familiares. Dentro de media hora las tendremos aquí. ¿Te parece bien?

  • Claro, claro- le dije. “¿Qué quería que contestara si no?”

La media hora hasta la llegada de las pizzas pasó sin nuevos “accidentes”. Estuvimos los seis dentro de la piscina nadando y jugando con un balón inflable. Eso sí, cada vez que yo recibía la pelota notaba alguna que otra mano acariciando mis partes. Sin embargo, yo tampoco me quedé atrás. No dudé en tocar alguna que otra teta, en acariciar alguna nalga y a Esther le llegué a meter un dedo en su coño aún abierto.

Cinco minutos antes de la hora acordada con la pizzería, salimos del agua, nos secamos y, totalmente desnudos, nos dirigimos a preparar la mesa. En ese instante pude apreciar en todo su esplendor a María y Carmen. María tenía unos bonitos pechos, de un buen tamaño, un culo duro y respingón, y llevaba el coño completamente depilado. Carmen por su parte, tenía unos pechos descomunales, que le colgaban ligeramente. Sus pezones eran enormes, como galletas “María”, y su entrepierna estaba cubierta por una densa mata de bello. Se podía apreciar que no había tomado el sol desnuda, ya que sus partes íntimas contrastaban con el resto de la piel.

Estábamos terminando de poner los platos, cuando sonó el timbre de la puerta de la casa. Seguramente, el repartidor había encontrado la verja abierta y había entrado sin dudar.

  • ¡Ya voy! -  gritó mi madre agarrando el pareo. Se lo anudó, cogió el dinero y se dirigió a abrir.

  • ¡Ana! ¡Espera! – exclamó Esther.

  • ¿Qué pasa? - se giró sorprendida mi madre.

  • Deja que seamos nosotras quienes atendamos al repartidor. – respondió con una sonrisa traviesa en la boca.

A continuación, asió a Vanesa y a María de los brazos y, sin darles tiempo a protestar ni a ponerse nada encima, las condujo hacia la puerta, donde cogió el pomo y la abrió de par en par.

  • Buenas nochesss…. – intentó pronunciar un hombre de unos treinta años que vestía el uniforme de la pizzería y que en la mano aguantaba tres cajas de pizza.

  • Buenas noches – contestó con normalidad Esther, mientras mantenía agarradas a Vanesa y a María, las cuales, a su vez, ya se habían resignado a mostrar sus cuerpos.

El hombre parpadeó incrédulo y abrió los ojos como platos. Durante unos instantes, permaneció en silencio, recorriendo con la mirada los cuerpos esculturales de las tres muchachas. Para salir del trance, movió la cabeza de un lado al otro, cerró los ojos y tragó saliva. Intentándose centrar, balbuceó:

  • Traigo… Traigo las pizzas que han pedido.

  • Perfecto. – contestó Esther, que era quien llevaba la voz cantante. – Si quiere, ya puede pasar y dejarlas en la encimera.

Esther dejó los brazos de sus amigas y guió al hombre hasta la cocina. El repartidor, a su vez, no sabía hacia dónde mirar. Detrás tenía a María y a Vanesa, delante tenía el delicioso culo de Esther, que se iba moviendo exageradamente de un lado al otro, a su derecha quedábamos yo y Carmen, la cual se tapaba las partes con sus manos, y a su izquierda tenía mi madre, que, con la cartera en la mano, miraba con una sonrisa burlona la escena. El hombre dejó las pizzas en la encimera y, caminando como un robot, se dirigió de nuevo hacia la puerta.

  • ¡Espere! – gritó Esther. - ¿Que no quiere cobrar?

El hombre se giró y, con la cara roja como un tomate, contestó:

  • Eh… sí, sí. Por supuesto.

Entonces, Esther tomó la cartera de las manos de mi madre y se dirigió hacia él.

  • ¿Cuánto es? – preguntó abriéndola.

  • Pues serán… deje que lo recuerde… 25,50. – respondió un poco más tranquilo.

Esther cogió un billete de 20 y uno de 5, y se los entregó. Seguidamente, cogió una moneda de 50 céntimos. Cuando el repartidor ya estaba alargando la mano para agarrarla, sospechosamente la moneda se escurrió entre los dedos de Esther.

  • ¡Ups! – dijo con voz de santa. – Se me ha caído.

El hombre se arrodilló para cogerla y, al levantar la vista para ponerse de pie, se dio cuenta de que Esther había abierto las piernas y con dos dedos se separaba los labios vaginales, mostrándole su más profunda intimidad. El repartidor tosió nervioso y se puso de pie como un muelle. Acto seguido, se dirigió veloz hacia la puerta y salió al exterior. Esther le siguió corriendo y, estando en el portal, le dio la espalda para, a continuación, empezar a darse palmadas en el culo.

  • ¡Ya nos podrías haber hecho descuento! – gritó.

Desde detrás de la verja, se oyó el ruido de la motocicleta encenderse y arrancar. Esther cerró la puerta riéndose a carcajadas.

  • ¿Le habéis visto la cara? – preguntó aguantándose la risa. – Casi se ahoga.

  • Creo que te has pasado. – dijo Carmen.

  • Si no hubiéramos estado las otras aquí, seguro que te folla. – añadió Vanesa.

A mí la situación me había resultado de lo más morbosa y mi pene ya volvía a estar morcillón.

  • Creo que no ha sido el único que ha disfrutado del espectáculo. – dijo mi madre mirándome la polla y sonriendo. – Venga, todos a comer antes de que se enfríen las pizzas.

Cogimos las pizzas y nos sentamos en la mesa dispuestos a comer. A mi derecha se sentó Carmen, a mi izquierda Vanesa, y enfrente Esther. La cena pasó entre risas y comentarios. Nos reímos repetidas veces de la cara de tonto del repartidor y después las chicas nos explicaron anécdotas divertidas de sus vacaciones.

Cuando ya solo quedaban dos trozos de pizza, noté un pie que se escabullía entre mis piernas y me acariciaba suavemente los testículos. ¡Casi me atraganto! Levanté la cabeza y miré a Esther. Ella, con una sonrisa picarona, me sostuvo la mirada. ¡La muy guarra se había sentado delante de mí adrede! Noté otro pie que subía y que se dirigía a mi polla. Mientras uno jugaba con mis testículos, el otro subía y bajaba lentamente recorriendo mi duro falo. Con todo, no me di cuenta de que los dos trozos que quedaban en las cajas volaban.

  • ¿Queréis postres? – preguntó mi madre mientras Vanesa se terminaba el último pedazo de pizza.

  • ¡Sí! – contestaron las chicas al unísono.

  • Creo que tenemos helados, yogures, fruta… - enumeró mi madre de memoria mientras se rascaba la cabeza y miraba hacia la nevera.

  • ¡Helado!- gritaron todas.

  • Venga Raúl. – dijo mi madre mirándome. – Levántate y llévanos el helado de vainilla y chocolate.

  • Mama. – contesté intentando hacer tiempo para que se me bajara la polla, que ya estaba en su máximo esplendor. – ¿No puedes levantarte tú?

  • ¡Raúl! Se buen anfitrión. – replicó mi madre con el ceño fruncido.

Delante de su actitud, no tuve más remedio que levantarme. Cogí aire, tiré la silla hacia atrás y me alcé lentamente. Mi polla fue surgiendo de debajo de la mesa como un monstruo que sale de las profundidades. Todas se quedaron calladas y embobadas contemplándola. Mi herramienta se mostraba totalmente dura y con las venas hinchadas.

Si bien es verdad que era una situación curiosa, no por eso la disfruté menos. Con la excusa de retirar las cajas de las pizzas, estuve unos instantes exhibiéndome, deleitándome con la atenta mirada de cinco bellas mujeres sobre mi polla. Seguidamente, me giré y me dirigí a la nevera.

  • Creo que hay algo que necesita más un helado que nosotras. – oí que decía a mis espaldas Esther y que todas empezaban a reír.

Volví, dejé el helado, los platos y las cucharas en la mesa, y me senté.

  • Raúl. – dijo mi madre. – ¿Crees que el helado se va a cortar y a servir solo?

¿Qué coño estaba pasando? ¿Que quería que me vieran la polla o qué?

Me levanté nuevamente, cogí el cuchillo, y empecé a cortar y a repartir el helado en porciones iguales. Mi polla, con el capullo mostrándose orgulloso, quedaba a la vista de todas y a escasos centímetros del helado.

  • Vigila no nos derritas el helado con tu hierro candente. – se rió Esther.

“Siempre con sus bromitas” pensé. Continué repartiendo el helado, intentando hacer caso omiso de sus miradas. Al moverme para entregarles su porción, mi polla y mis huevos se balanceaban levemente de un lado al otro. Cuando por fin todas estuvieron servidas, pude volver a sentarme para disfrutar de mi merecido trozo de helado. Mientras lo degustaba, vi que Esther se lo comía lentamente, dándole pequeños mordisquitos y mirándome directamente a los ojos. “¡Joder con la tía! ¡Por su culpa no iba a dejar de estar empalmado!”

  • ¡Mierda! – exclamó de repente Vanesa.

Giré la cabeza a la izquierda y vi que el helado se le había resbalado de las manos, había tropezado con sus pechos y había caído entre sus piernas sobre la silla. Vanesa se levantó totalmente embadurnada. Tenía helado en el canalillo que dibujaban sus senos, en la parte inferior de su vientre y en los labios exteriores de su coño. El color blanco-amarillento de la vainilla multiplicaba por mil el poder erótico de la escena. Parecía como si se le hubieran corrido abundantemente encima, cubriendo gran parte de su tórax y su coño.

Instintivamente y sin pensarlo, agarré mi servilleta, me levanté y empecé a limpiarle el helado de los senos. Seguidamente, continué con la vainilla del vientre. En ese momento, me di cuenta. Todo el mundo nos contemplaba en silencio y Vanesa me miraba sorprendida.

  • Uy… perdón. – me excusé completamente rojo. – Lo he hecho sin pensar.

  • No pasa nada. – contestó Vanesa intentando sacarle hierro al asunto.

  • Continúa. Termina de limpiarla. – me animó Esther.

Todas esperaban expectantes. Dudé unos segundos, pero al ver que ella no mostraba señales de moverse, le empecé a frotar el coño con la servilleta. Las caricias de la tela provocaron que sus labios se abrieran lentamente y que su interior rosado quedara parcialmente manchado de vainilla.

  • Ejem… - dijo Vanesa. – Creo que ya está.

Alcé la mirada, retiré la mano y me senté. Ella, con las mejillas sonrojadas y aún un poco de vainilla cubriendo su cuerpo, se fue al lavabo para terminar de limpiarse. Cuando Vanesa desapareció, la conservación lentamente volvió a la normalidad. Esther no paraba de hacer coña con lo sucedido, pero mi madre, al ver mi cara de circunstancias, derivó el tema de conversación hacia otras temáticas menos embarazosas. Pocos minutos después, Vanesa volvió y todos nos terminamos los postres sin ningún otro contratiempo.

Al cabo de un rato de sobremesa, María nos dijo:

  • Bueno, nos lo hemos pasado muy bien y os estamos muy agradecidas, pero creo que ya va siendo hora de volver a La Joya.

  • Por supuesto. – contestó mi madre. – Voy a buscar las llaves del coche y nos ponemos en marchar.

Mientras mi madre subía a buscar las llaves, las chicas se levantaron y salieron al exterior para coger sus mochilas y recoger sus cosas. Carmen ya se había empezado a poner el bikini cuando Esther la detuvo.

  • Venga chicas, ya que estamos desnudas, ¿por qué no aguantamos así hasta La Joya?

  • ¡Pero tú estás loca! – exclamó Carmen.

Tanto Vanesa como María expusieron sus dudas.

  • Una cosa es ir desnuda por el bosque y otra muy distinta por la carretera. – dijo Vanesa.

  • Venga… por fi… será divertido. Además, ¿desde fuera del coche quien nos va a ver? – continuó Esther.

Al final, después de insistir y ser un poco pesada, consiguió convencer a María y Vanesa, diciéndoles que estaban de vacaciones y que sería una experiencia inolvidable e irrepetible. Carmen, por su parte, hizo caso omiso a los ruegos de su amiga y, en dos minutos, ya llevaba puesto el short y una camiseta. Cuando mi madre llegó al cabo de poco rato con las llaves en la mano y vestida con el pareo de la tarde, Esther, María y Vanesa continuaban desnudas.

  • ¿Aún no estáis preparadas? – les preguntó extrañada.

  • Pues claro. ¿No nos ves?- respondió Esther con la mochila en la espalda y las manos en jarra exhibiendo orgullosa sus atributos.

Mi madre sonrió.

  • ¡Estáis muy locas! – exclamó.

A continuación, las acompañé hasta el coche. Mi madre se sentó delante con Esther de copiloto y las otras se acomodaron detrás.

  • ¿Que no vienes? – me preguntó Esther.

  • ¿Cómo quieres que venga si el coche solo tiene 5 plazas? – le respondí.

  • Ahhh… Es por eso. Tranquilo que detrás ya se van a apretar. Además, a la vuelta le vas a hacer compañía a tu madre.

La verdad es que me moría de ganas de ir en un coche lleno de chicas desnudas. Sin embargo, los asientos eran los que eran y corríamos el riesgo que nos parara la policía y nos multara. Miré a mi madre, quién encogió los hombros, y a las chicas de la parte trasera. Las facciones de Carmen mostraban que no le hacía mucha gracia, pero las otras sonreían animadas.

  • ¿Seguro? – pregunté.

Mi madre dudó unos instantes.

  • Venga sí, súbete. Así, como dice Esther, me vas a hacer compañía en la vuelta.

Así que, completamente desnudo, abrí la puerta trasera y me metí dentro. Carmen estaba al lado de la ventana derecha, en medio estaba María con Vanesa en la falda, y al otro lado, en el izquierdo, estaba yo.

Mi madre arrancó el motor y empezamos el trayecto hacia La Joya. La situación era cómica y surrealista, y todos excepto Carmen nos estábamos muriendo de risa.

  • ¡Cómo nos pare la policía ya vais a ver quién ser ríe! – dijo contrariada Carmen con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

Mi madre conducía lentamente, atenta a cualquier señal de presencia policial; Esther, a su lado, la ayudaba a seguir la dirección correcta gracias a un mapa que había imprimido mi madre; Carmen, seria y callada, miraba por la ventana; y Vanesa, María y yo hablábamos animados comentado los beneficios de estar desnudos.

Los coches, con las luces encendidas, circulaban a nuestro lado, ignorando la morbosa escena que tenía lugar a escasos metros. La estrechez del coche provocaba que mi pierna derecha se frotara con la de María, a la vez que media pierna de Vanesa reposaba sobre mi muslo. La situación, junto con la conversación sobre tetas, coños y pollas libres de cualquiera atadura, provocaba que mi herramienta estuviera enhiesta y que asomara orgullosa entre mis piernas.

  • Mira quién nos saluda – comentaba Vanesa riéndose.

María también se reía e iba alargando las bromas. Me decían que todos los hombres éramos iguales, que no lo podíamos evitar, que veíamos dos tetas o un coño y ya teníamos la polla completamente dura y empalmada. Me contaron que en algunas de las playas que habían ido habían visto numerosos hombres que deambulaban de un lado al otro con la polla semierecta mientras contemplaban ensimismados las mujeres en topless o desnudas. Yo, obviamente, protestaba. Les decía que no era porque estuvieran desnudas, sino por la extraña situación. Además, las chinchaba defendiendo que estaba completamente seguro que ellas también estaban calientes, pero que el problema es que no se les notaba. Ellas lo negaban, pero el brillo de sus ojos las delataba.

Cuando ya llevábamos unos diez minutos de trayecto, María ya no se reía tanto.

  • ¡Joder! ¡Cómo pesas Vanesa! – dijo un poco agobiada. – Tengo las piernas destrozadas.

  • ¿Veis como no era tan buen idea ir seis en un coche de cinco? – puntualizó Carmen.

  • ¿Puedo sentarme en tu falda, Carmen? - preguntó Vanesa.

  • ¡Ni hablar! – contestó indignada.- Ya vamos suficientemente estrechos porque encima te me sientes encima. Pregúntaselo a vuestro caballero. Ya que ha venido, que apechugue.

Vanesa dudó unos instantes, pero al ver la cara de malestar de María preguntó, roja como un tomate:

  • ¿Raúl… te importa si me siento en tu regazo?

  • ¿Eh? No, no. Por supuesto. – contesté inmediatamente.

Por suerte para los dos, en ese instante mi polla estaba morcillona y ya no asomaba entre mis piernas. Vanesa levantó levemente sus posaderas y lentamente se sentó con una pierna encima de cada uno de mis muslos, con su culo tocando mi bajo vientre. Los dos estábamos tensos por la embarazosa situación. Sin embargo, María respiraba aliviada.

  • ¡Uf! ¡Qué descanso! ¡Vaya chica, como pesas! Yo ya no aguantaba más.

Esther, tan oportuna como siempre, se giró y comentó en voz alta para qué todos lo oyéramos:

  • La cosa se pone interesante.

Para evitar que la situación empeorara, intenté por todos los medios posibles pensar en cualquier cosa que no fuera en que tenía una preciosa chica completamente desnuda sentada encima de mi regazo. Miraba por la ventana, contaba coches, pensaba en tonterías… Vanesa, a su vez, estaba en una posición similar. Por la tensión de su cuerpo, totalmente rígido, se notaba que hacía todo lo posible por no moverse y así rozar lo mínimo mi piel.

Durante los primeros minutos, aguanté como un campeón. El ambiente en el coche, totalmente silencioso después del comentario de Esther, colaboraba en mi empresa. Sin embargo, todo cambió cuando Esther anunció que íbamos a pasar por un camino de tierra que nos permitiría recortar unos minutos del recorrido global.

  • ¡Agarraos que vienen curvas! – exclamó divertida.

Curvas pocas, pero baches un montón. El coche, pese a que mi madre intentaba evitar los pequeños hoyos que poblaban el camino, empezó a dar pequeños brincos a medida que avanzábamos. Vanesa, sin poder evitarlo, también empezó a botar levemente sobre mi cadera. Todos los esfuerzos que había hecho por no empalmarme se fueron al traste en cuestión de segundos. Sin poder evitarlo, mi polla empezó a despertar de su letargo y a levantarse lentamente. Noté como la sangre se focalizaba en mi entrepierna y como mi polla se empezaba a hinchar y endurecer. Su recorrido ascendente la iba a llevar a asomarse entre mis piernas. Sin embargo, había un problema. En su zona de salida se encontraban el coño y el culo de Vanesa. En el instante en qué había de emerger de las profundidades, mi capullo tocó techo. Algo caliente y ligeramente húmedo impedía que continuara subiendo. Vanesa, obviamente, notó mi nueva situación y, moviéndose incómoda, preguntó:

  • ¿Falta mucho para llegar?

  • No mucho – respondió Esther con una sonrisa burlona.

Centré todas mis fuerzas en intentar que mi polla se calmara, que volviera a su estado de reposo, pero con los continuos brincos del coche no hubo manera. Vanesa, intentando evitar el contacto directo, se removía ligeramente sin saber que lo único que conseguía era que mi falo estuviera cada vez más duro. Al final, al darse cuenta de que con el espacio era imposible evitar el roce, se resignó y dejó de moverse. Fue en ese instante cuando noté una humedad creciente en mi capullo. O se estaba cubriendo de mi propio líquido preseminal o Vanesa, aunque lo quisiera disimular, también estaba disfrutando del momento.

De repente, el coche pilló el bache más grande hasta el momento y Vanesa salió disparada hacia delante. Para evitar que se cayera, instintivamente la cogí de la cintura y la atraje hacia mí.

  • Gracias… - contestó tímidamente.

Cuando se volvió a acomodar sobre mis muslos, noté que mi polla quedaba presa en una pequeña y cálida cavidad. Desconocía completamente donde se encontraba, pero, por nuestra posición, mi capullo debía estar cómodamente incrustado entre la entrada de su vagina y su ano.

Tenía la boca completamente seca y mi corazón latía acelerado. Con la excusa de qué no volviera a caer, mantenía las manos en su sinuosa cintura, que tenía la piel fina y cálida. Vanesa, a su vez, respiraba agitadamente e intentaba sacar hierro a la situación mirando por la ventana.

De pronto, desconozco por qué, movió sus nalgas hacia atrás, con lo que mi capullo resbaló hacia delante quedando en la entrada de su húmeda vagina. Como aquel quién no quiere y sin apartar la vista de la ventana, Vanesa bajó lentamente su cadera, ejerciendo una mayor presión sobre mi cuerpo. Mi capullo, hinchado y palpitante de emoción, comenzó a penetrar lentamente, milímetro a milímetro, en su interior. Para facilitarle las cosas, separé ligeramente las piernas, brindándole un acceso más directo a mi sexo. Ella me agradeció mi gesto bajando más e introduciéndose la mitad de mi polla. Cuando más de la mitad de mi tronco se encontraba dentro de su coño, Vanesa paró el descenso y cerró las piernas para qué las otras no se dieran cuenta de nuestra situación. Aun así, su respiración acelerada, sus ojos entrecerrados y sus dientes mordiéndose el labio inferior delataban que allí estaba pasando algo. Yo, por mi parte, intentaba relajar mi respiración y concentrarme para no correrme al instante e inundarle de semen el interior de su coño.

Llevábamos unos dos minutos en esa posición, cuando Esther se giró y, mirándonos con picardía, nos preguntó:

  • ¿Vais bien por aquí detrás?

Ni Vanesa ni yo respondimos. Carmen seguía a su bola, mirando por la ventana, y la única que contestó fue María.

  • Sí, sí. Mucho mejor.

  • Perfecto. – sonrió Esther. – Ya solo quedan cinco minutos para llegar.

Cuando Esther se volteó y miró otra vez hacia la carretera, subí mi mano izquierda, la más cercana a la ventana, y empecé a acariciar con disimulo el lateral del pecho de Vanesa. “Si solo quedaban cinco minutos tenía que aprovechar”. Ella tuvo que pensar lo mismo porque empezó a moverse casi imperceptiblemente hacia delante y hacia atrás. Además, después de ver que María no nos prestaba atención, separó ligeramente las piernas y colocó su mano izquierda entre ellas. Con gran placer, noté como su mano acariciaba mis testículos, como recorría la porción de mi polla que quedaba en el exterior y como subía un poco más para masajearse tímidamente el clítoris.

La situación se nos empezaba a ir de las manos. Mis gemidos y los de Vanesa, aunque nos esforzábamos por contenerlos, comenzaban a escaparse de nuestras bocas y a ser levemente audibles. Para que las otras no se dieran cuenta, le propuse a mi madre:

  • ¡Mama! ¡Pon música que esto parece un funeral!

  • De acuerdo Raúl.

Mi madre encendió la radio y buscó una sintonía musical. En pocos segundos, el coche se llenó de música animada y veraniega. Vanesa agradeció mi idea haciendo un movimiento circular que me llevó al séptimo cielo. La música animó rápidamente a las chicas. Esther empezó a cantar y aplaudir, y María a cantar y a mover el esqueleto. Vanesa, aprovechando que sus amigas seguían el ritmo de la música con sus cuerpos, empezó a menearse como si bailara, moviendo sus caderas de un lado al otro y adelante y hacia atrás. Ahora mi polla entraba y salía más rápidamente, y mi toqueteo a su seno ya era una sobada en toda regla. Esther, que estaba loca de remate, bajó la ventana completamente y sacó medio cuerpo al exterior, gritando y cantando. Vanesa, viendo la oportunidad, aprovechó la ocasión para imitarla. Bajó el cristal de la ventana y, sacando la cabeza al exterior, empezó a gritar. Ella, pero, a diferencia de Esther, no gritaba de emoción ni de alegría, sino de placer.

¡Yepa! - gritó mi madre clavando frenos.

Acto seguido, el coche pegó un buen bote. Mi polla salió un instante del húmedo coño de Vanesa para, instantes después, volver a incrustarse de golpe y completamente. Sin poderlo evitar ni aguantar un segundo más, empecé a correrme a borbotones, inundando el encharcado coño de Vanesa. Mis gemidos de placer, por suerte, quedaron disimulados por el sonido del coche, la música y los cantos de las chicas, que cada vez eran más estridentes. Vanesa, al notar mi polla llenándole las entrañas de semen, también se corrió. Empezó a temblar ligeramente, a la vez que gritaba prolongadamente con la cabeza fuera del coche.

Pasado el clímax, ella, con la respiración entrecortada, volvió a entrar la cabeza. Pese al fresco aire exterior, tenía la cara roja y la espalda sudada, igual que mi entrepierna, que estaba completamente poblada de diminutas gotas de sudor. Vanesa no parecía molesta porque me hubiera corrida en su interior, sino al contrario. Se mostraba risueña y animada, y seguía cantando junto a Esther y María. Yo también estaba notablemente más relajado. Mi polla seguía incrustada su interior, pero poco a poco se iba deshinchando y volviendo a su estado de reposo. Lo único que me preocupaba era que, cuando finalmente saliera, dejaría toda la tapicería perdida de semen. Por suerte, el destino estuvo de nuestra parte. Segundos después de nuestra corrida, pasamos a un camino asfaltado e iluminado con farolas, y empezaron a aparecer casas en el paisaje nocturno.

  • ¡Ya hemos llegado! – gritó Esther levantando los brazos.

  • Ya era hora. – contestó Carmen con su cara de pocos amigos.

  • Nuestro apartamento es ese. – señaló Esther con el dedo.

Mi madre aparcó en frente de la casa y las chicas empezaron a bajar. Vanesa fue la primera en salir. Abrió la puerta y, de un salto, se plantó fuera, donde empezó a correr hacia el maletero, lo abrió y cogió sus cosas del interior.

Su fugaz salida dejó al descubierto mi polla que, ya morcillona, se mostraba húmeda y con rastros de semen. Por suerte, la única en verla fue María, que abrió los ojos como platos. Yo temía que dijera alguna cosa, que pusiera el grito en el cielo, pero simplemente sonrió, se dio la vuelta y salió detrás de Carmen, dejándome solo dentro del coche. Dudé unos instantes si salir o quedarme en el interior. Realmente me daba mucha vergüenza, pero si no salía levantaría sospechas y sería aún peor. Así que me armé de valor y las seguí a fuera. Eso sí, tapándome la polla con las manos y quedándome al lado de vehículo, ligeramente separado de ellas.

La urbanización estaba tranquila y en silencio. Las calles estaban totalmente vacías y no se veían las luces de ningún coche circulando. “Suerte” pensé. “Con tres chicas desnudas correteando por la calle hubiera sido todo un espectáculo para los vecinos”.

Mi madre ya se estaba despidiendo, dando abrazos y besos a todo el mundo.

  • Podéis venir cuando queráis. Ha sido una velada inolvidable. Deseo que vuestra alegría y vuestra locura os duren muchos años.

Instintivamente, miré a Vanesa. Por suerte para los dos, había tenido tiempo de coger su pareo y atárselo a la cintura, con lo que nos evitó un momento tremendamente embarazoso a los dos.

Cuando mi madre finalizó sus hablares, me miró y apremió:

  • Venga Raúl, despídete de las chicas.

Desde mi posición, no atreviéndome a acercarme por no revelar mi “estado”, me despedí haciendo adiós con la mano.

  • ¡Adiós! – exclamé.

Carmen ni me contestó, molesta conmigo por haber cedido y haberme apuntado a la aventura del coche. María con una sonrisa y moviendo la mano, me gritó:

  • ¡Adiós guapo!

Vanesa se acercó y, tímidamente, me dio dos besos, uno en cada mejilla.

  • Adiós y gracias por todo. – me dijo mientras me miraba con las pupilas dilatadas.

Luego acercó su boca a mi oreja y, en voz baja para que solo lo oyera yo, me susurró:

  • Ah y, por cierto, tranquilo que tomo pastillas anticonceptivas.

La última en despedirse fue Esther. Esperó que Vanesa se alejara para acercarse y, por sorpresa general, darme un pico.

  • Adiós. Ha sido un “placer”. Cuida mucho a tu madre, que vale un imperio.

Seguidamente, las chicas, despidiéndose con las manos levantadas, se encaminaron a su apartamento mientras yo y mi madre volvíamos a entrar en el coche. Por suerte para mí, la oscuridad reinante del interior del vehículo hizo que no se diera cuenta del estado pegajoso en qué se encontraba mi entrepierna.

  • ¿Qué tal eso de ir desnudo en el coche? – me preguntó mientras se acomodaba en el asiento.

  • Pues una gozada.- respondí alegre después de mi “grata” experiencia.

  • Pues venga, que no se diga que soy una anticuada. – comentó animada.

A continuación, se desató el pareo y, hecho un ovillo, lo echó a los asientos traseros. Completamente desnuda, encendió el motor del coche y, con la música a tope, las ventanas bajadas y el aire acariciando nuestros cuerpos, emprendimos el viaje de vuelta.

De nuevo, la situación era tremendamente morbosa. Con total descaro, contemplaba ensimismado como los pechos se le movían de un lado a otro cada vez que cogíamos un bache o que cambiaba de marcha. Sin embargo, mi polla, cansada después de la intensa acción, se mantenía en reposo, recuperando fuerzas.

Al cabo de unos diez minutos de continuos baches, dejamos el camino de arena y nos incorporamos a la carretera principal. Todo iba bien hasta que, a lo lejos, en una rotonda, vimos unas luces azules, señal inequívoca de la presencia de un control policial.

  • ¡Mierda! - exclamó con cara de pánico mi madre. – ¡Antes no estaba!

  • No lo sé… - balbuceé no sabiendo muy bien qué decir ni cómo reaccionar.

  • ¡Corre Raúl! Pásame el pareo. – exclamó mi madre mientras iba reduciendo la velocidad.

Me giré como pude y empecé a buscar. Sin embargo, parecía que el pareo no estaba en los asientos traseros. ¿¡Dónde coño se había metido!? Nos acercábamos sin remedio al control y, por desgracia para ella, seguía sin aparecer. Segundos después lo vi. El viento que se colaba por las ventanas lo había empujado hacia atrás y ahora reposaba moviéndose levemente con el aire al lado del cristal trasero.

  • Mamá, ya lo veo. Pero si no me desato, no voy a llegar.

Mi madre cerró los ojos unos instantes, cogió aire y respiró resignada.

  • A lo hecho, pecho.

A los pocos segundos, llegamos al control policial, formado por un coche patrulla con dos policías uniformados. Uno de ellos, equipado con una barra luminosa, nos hizo señas para qué nos paráramos.

  • Buenas noches – dijo el otro policía acercándose hacia la ventana del conductor.

  • Buenas noches – dijo mi madre con la mano derecha en el volante y el brazo izquierdo en el marco de la ventana, intentando aparentar normalidad.

El policía, con una pequeña linterna, enfocó al interior, iluminando nuestros cuerpos desnudos.

  • Veo que hace calor ¿no?- dijo riendo.

  • Jaja. Sí. – se rio con un tono histérico y como una tonta mi madre.

  • ¿Me deja los papeles? – preguntó.

  • Claro, claro. – respondió mi madre desatándose el cinturón e inclinándose hacia mí para coger los papeles que estaban en el compartimento del copiloto. Una vez los tuvo, se los entregó.

  • Toni – dijo este. – Mira que todo esté correcto.

Su compañero, que aún no se había dado cuenta de la situación, se acercó y cogió los papeles.

  • ¿Me hará el favor de soplar? – preguntó de nuevo el policía mientras sacaba un alcoholímetro.

  • Sí, sí. Por supuesto. – contestó mi madre.

El policía se lo entregó. Mi madre lo sujetó con las dos manos, cogió aire echando el pecho hacia atrás y, levantando sus preciosos senos, sopló con fuerza. Cuando terminó, le devolvió el aparato. Este miró el resultado.

  • Bien. Veo que vuestra vestimenta no se debe a los efectos del alcohol. Enhorabuena, ha marcado 0,0.

El otro policía, Toni, se acercó  y le comentó a su compañero:

  • Juan, todo está correcto.

  • Perfecto. – dijo este devolviéndonos la documentación.

Nosotros sonreímos aliviados.

  • Así, ¿ya podemos marcharnos? – preguntó mi madre con infinitas ganas de largarse.

  • Un momento. – respondió Juan con una sonrisa traviesa en los labios. – ¿Me puede enseñar que lleva en el maletero?

Las facciones de mi madre tuvieron que cambiar completamente, porque al instante Juan puntualizó:

  • Es lo rutinario en los controles que realizamos durante el verano.

Mi madre, resignada, bajó del coche. Con el brazo derecho se tapaba los senos mientras con la mano izquierda el sexo. El otro policía, que hasta entonces no se había percatado de nuestra desnudez, alucinó al ver salir una bella mujer completamente desnuda, y, sin poderlo evitar, los ojos se le abrieron como platos.

Para que la situación no fuera tan incómoda para mi madre, bajé del coche y me dirigí con ella a la parte trasera del vehículo. Mi madre, intentando mostrar lo mínimo, estaba abriendo la puerta del maletero con los dos policías de pie detrás de ella. Imaginando muy bien qué pretendían, seguí el recorrido de sus ojos. Los dos, con una mirada lasciva, estaban más concentrados en el leve movimiento de las nalgas de mi madre que en cualquier otra cosa. Cuando la puerta estuvo abierta, los dos se acercaron y miraron dentro. Obviamente, no había nada.

  • Ejem… señora… Ana. – dijo Toni recordando el nombre de los documentos. – ¿Podría levantar el tapete? A veces la gente guarda droga debajo. – se justificó.

Mi madre le miró con el ceño fruncido. Como yo, sabía muy bien que no era más que una excusa barata para qué ella continuara exhibiéndose. Sin embargo, no tuvo más remedio que obedecer. Así que, seguidamente, se inclinó hacia delante y, con las dos manos, intentó levantar el tapete. Mientras forcejaba con este, nos estaba brindando un espectáculo que ninguno de los tres hombres allí presentes podríamos olvidar en mucho tiempo. A causa de su postura, las nalgas de sus rotundas posaderas habían quedado  completamente separadas, por lo que los tres teníamos una perfecta visión de su rosado ano y de la parte trasera de su coño, el cual, posiblemente por la morbosa situación, se encontraba levemente abierto y brillaba de humedad a la tenue luz de los faros traseros.

  • Tampoco hay nada. – se giró mi madre ya un poco mosqueada.

Los policías se acercaron y lo comprobaron. De reojo, vi que en sus pantalones se adivinaba un “misterioso” bulto.

  • Tiene razón. – dijo Juan.

  • ¿Podemos irnos ya? – preguntó mi madre con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Su notable mosqueo provocó que ya le diera completamente igual que le vieran el coño.

  • Sí… sí. – respondió Juan. – Pero la próxima vez, vístanse. No lo digo por nosotros, que ya quisiéramos parar a más mujeres desnudas y bellas como usted, sino por la seguridad vial. Además, a alguno de nuestros compañeros quizás no le haga tanta gracia y les multen.

  • De acuerdo, de acuerdo. – dijo mi madre y, rápidamente, entró en el coche. – Venga Raúl.

-¡Qué tengan buenas noches! – nos desearon los policías.

Subí al coche y mi madre arrancó sin decir ni adiós.

A diferencia del inicio del regreso, donde la música estaba a tope y nosotros estábamos eufóricos, los pocos quilómetros que quedaban hasta llegar a casa fueron tensos y silenciosos. Mi madre estaba seria, con cara de pocos amigos y sin ganas de querer hablar. Yo, por mi parte, pese haber intentado evitarlo con todas mis fuerzas, estaba medio empalmado, con la imagen de su rotundo culo clavada en mi retina.

Cuando por fin llegamos, mi madre aparcó el coche en el jardín, bajó de él y, sin coger el pareo, se dirigió a la parte trasera de la casa. Yo me desabroché rápidamente el cinturón, salí del vehículo y la seguí.

Antes de entrar, y para mi sorpresa, se echó de un salto dentro de la piscina.

  • ¿Qué haces mama? – le pregunté des del borde de esta.

  • ¿No lo ves? Refrescarme. – contestó nadando por la superficie. – Después de tanta emoción lo necesitaba como agua de mayo.

Sin pensarlo, la imité. El agua estaba buenísima, a una temperatura ideal. Durante los siguientes minutos, nadamos en silencio, disfrutando de la tranquilidad de la noche. Después, un poco más tranquilos, salimos al exterior.

  • ¡Mierda, las toallas! – exclamé.

  • Da igual. – contestó ella.

La seguí con la mirada y vi que, completamente mojada, se dirigía hacia el edificio. Cogió unas llaves que teníamos escondidas en una maceta y, seguidamente, abrió la puerta y entró dentro. Corriendo, con las gotas resbalando por mi piel, la seguí al interior. Mojada de pies a cabeza, se dirigió al salón y se sentó en el sofá.

  • ¡¿Pero qué haces? Lo vas a dejar todo perdido!

  • Raúl relájate. – me contestó un poco seca. - Ya he tenido suficiente con los policías para que tú ahora me digas qué tengo que hacer.

A continuación, apoyó la cabeza en el respaldo y, con el cuerpo perlado de gotas de agua, cerró los ojos.

  • Mamá, voy a secarme e iré a dormir.

  • Claro, claro. – respondió moviendo el brazo perezosamente. – Haz lo que tengas qué hacer. Buenas noches, Raúl.

  • Buenas noches mamá.

La dejé descansando en el sofá y subí las escaleras. Una vez arriba, entré en el baño y me sequé con una toalla. A continuación, notablemente relajado, salí al balcón y me quedé ensimismado contemplando la belleza del cielo nocturno.

Después de un buen rato, me entró un poco de frío y decidí volver a dentro dispuesto a irme a la cama. Antes, pero, saqué la cabeza en el cuarto de mi madre y me di cuenta de que aún no había subido. La curiosidad me pudo y me dirigí al salón. Estando todavía en las escaleras, pude ver que seguía en el sofá. Imaginando que quizás se había quedado dormida, terminé de bajarlas y lentamente me acerqué a ella con el objetivo de despertarla.

Cuando me encontraba a escasa distancia, vi que mi madre seguía con los ojos cerrados. A diferencia de antes, pero, tenía las piernas ligeramente flexionadas, y, mientras con la mano izquierda se tocaba los senos, con la mano derecha se acariciaba lentamente y en pequeños círculos el clítoris.

¡Joder! ¡Qué imagen! Mi polla, ya completamente recuperada de la follada a Vanesa, saltó al instante como un resorte. Sin poder ni querer evitarlo, me quedé allí de pie, observando cómo se masturbaba. Instintivamente, llevé una mano a mi polla y empecé a acariciármela,  subiendo y bajando lentamente la piel.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi madre abrió los ojos y me vio.

  • ¿Qué haces Raúl?

  • Eh… yo… bajaba a coger agua y… bueno… no quería molestarte. – respondí entrecortadamente.

Era obvio para los dos que, como ella, me estaba masturbando. Sin embargo, para no molestarla y que echara el grito al cielo, me di la vuelta y me encaminé a la cocina en busca agua. Abrí la nevera, cogí una botella, me serví agua en un vaso y bebí sin volver la vista hacia el salón. Cuando terminé, ahora sí, me giré. Mi madre seguía en la misma posición, con los ojos cerrados, las piernas abiertas y una mano entre ellas. ¡Joder, no se cortaba ni un pelo!

Dejé el vaso en la encimera e, completamente empalmado, inicié el camino de regreso al dormitorio. Estaba pasando a su lado cuando me llamó.

  • Raúl, si quieres te puedes quedar. – me dijo mirándome directamente a los ojos.

  • ¿Seguro? ¿No te importa? – le pregunté.

  • No. Yo ya te visto y, por lo que parece, - dijo refiriéndose a mi polla - tú también me has visto a mí. ¿Qué más da si te quedas?

Sin dudarlo, rápido para que no se arrepintiera, me senté en un lateral del sofá desde donde tenía una perfecta visión de todo su cuerpo. Ella, totalmente desinhibida, se acomodó, abriendo un poco más las piernas, y, volviendo a cerrar los ojos, continuó masturbándose. Yo, por mi parte, también me acomodé. Separé las piernas, dejando completamente expuesta mi polla y mis huevos, y empecé un lento y placentero sube y baja.

Poco a poco, sus caricias se fueron volviendo más atrevidas, más osadas... Mientras que con su mano izquierda se magreaba los senos y se pellizcaba los pezones, que ya estaban duros como piedras, con su mano derecha se frotaba veloz el clítoris y los labios vaginales. Su sexo ya estaba completamente abierto y  se mostraba rojo, húmedo, orgulloso.

A continuación, los dedos índice y corazón de su mano derecha, queriéndole dar a un más placer, se internaron en esa brillante vagina, que pedía a gritos su atención, sus caricias. Su respiración era cada vez más acelerada y de sus labios entreabiertos se le empezaron a escapar leves gemidos que rompieron el silencio reinante en el salón.

Ya completamente fuera de sí, abrió los ojos y contempló, con una mirada lasciva y obscena, como me masturbaba. Para brindarle un buen espectáculo, aumenté el ritmo de mi paja, aunque no lo suficiente para correrme. Quería, como fuera, alargar aquel momento hasta la eternidad.

Su mano izquierda dejó los pechos en paz y bajó directa a su sexo. Mientras la derecha continuaba con los dedos entrando y saliendo de su interior, la izquierda se centró en el clítoris, que despuntaba brillante. Sus movimientos eran cada vez más rápidos y bruscos. Su mirada continuaba clavada en mi polla, que se mostraba orgullosa, con las venas hinchadas y completamente cubierta por líquido preseminal.

Cuando llevábamos unos minutos en esta postura, mi madre se levantó de un salto.

  • ¡Si se hace, se hace bien! – exclamó mientras subía corriendo las escaleras.

Al cabo de escasos segundos, ya volvía a bajar las escaleras y en la mano llevaba un consolador de un tamaño considerable que oscilaba de un lado al otro. Era una gruesa polla de silicona, de color carne, que mostraba un capullo completamente al descubierto y unas venas hinchadas y abultadas.

  • Sí que lo tenías bien guardado. – le dije con una sonrisa pícara.

Ella me sonrió traviesa y, seguidamente, dando pequeños saltitos, se dirigió al sofá. Una vez allí, abrió completamente las piernas y, sin dudarlo, empezó a introducirse esa gruesa polla de silicona. Su coño, totalmente lubricado, la recibió encantado, engulléndola entera.

  • Aaaaa… ¡Sí! ¡Joder! ¡Qué gusto!- gritó cuando la tuvo toda dentro.

¡Qué imagen! ¡Qué espectáculo! Sin perder ni un segundo, reemprendí mi masturbación aún con más ímpetu, mientras contemplaba ensimismado como esa polla salía y entraba del coño de mi madre. Ahora ella ya no gemía sino que gritaba a todo pulmón, llenando la casa de sonido. Su cuerpo, sudoroso, se mostraba increíble. Sus pechos, brillante por las gotas de sudor, se movían, con los pezones totalmente duros, al compás de sus brazos y sus manos, que no dejaban ni un segundo de piedad a su sexo. Para disfrutar de una mejor penetración, movió el culo hacia delante y levantó las piernas hacia atrás. Haciendo muestra de una gran flexibilidad, incorporó su tronco superior hacia delante y, con las dos manos cogiendo firmantemente la polla de silicona, se continuó penetrando a gran velocidad. Su nueva posición, me daba una perfecta visión de su coño, con el consolador totalmente embadurnado de flujos entrando y saliendo, y de su ano, que estaba completamente mojado y levemente abierto por la posición. Yo, con ese panorama, estaba a punto de correrme y ella, por su cara de extremo placer, también debía de estar muy cerca del orgasmo.

  • Mama ¿Te acuerdas que me debes una por haber salido a pasear desnudo? – le pregunté mientras notaba la polla a punto de estallar.

  • ¡Sí, sí! – gritó mientras no dejaba de masturbarse.

  • ¿Puedes masturbarte a cuatro patas? Es que tu culo, con esas nalgas duras, firmes y morenas, me vuelve loco. – me atreví a decir.

Ella, quizás llevada por la calentura del momento, no dudó. Se puso a cuatro patas sobre el sofá, encarando ese tremendo culo hacia mí, y, llevando el brazo derecho hacia atrás, continuó penetrándose con la polla de silicona. Sus labios vaginales, completamente al descubierto, se abrían y cerraban, engullendo las embestidas que le estaba propinando el consolador. Unos milímetros más arriba, su ano, húmedo de todos los flujos, también se movía al ritmo de la penetración. Delante de esa escena, no pude sino levantarme y acercarme para tener una mejor visión. Mi madre con la cabeza girada hacia mí, vio que me acercaba, pero eso no la intimido. Continuó dándose placer, con más energía todavía. Eso, unido al olor a sexo que desprendía, fue demasiado para mí.

  • ¡Oh, sí! ¡Me corro! – grité a viva voz.

Mi polla, con mi mano no dándole tregua, parecía un volcán. Chorros y chorros de semen salieron disparados de mi capullo. La mayoría fueron a parar al suelo, pero algunos salpicaron el culo de mi madre, dejándolo manchado con unos trazos blancos y espesos.

Mi madre sin duda lo notó. Como si mis chorros de semen la hubieran electrocutado, llevándola al séptimo cielo, se empezó a correr.

  • ¡Oh, sí! ¡Oh, sí! – gritó a pleno pulmón.

Sus piernas temblaron, su respiración se entrecortó y del interior de su sexo salió disparado un chorro de líquido transparente que salpicó todo el suelo a nuestro alrededor. Completamente desfallecida, con el rostro rojo, el cuerpo sudoroso y brillante, y los cabellos desmelenados, se giró y, con el consolador aún dentro de su coño, se sentó sobre la parte posterior de su culo.

  • Buf… ¡Ha sido increíble! – confesó.

  • Ya lo creo – afirmé.

Yo aún me encontraba de pie a escasos centímetros de ella. Mi mano seguía agarrando mi polla que, pese a haber empezado a decrecer, aún conservaba un buen tamaño. El capullo, totalmente expuesto, estaba completamente cubierto de semen y de la punta pendía un grueso y pegajoso hilo que se movía de un lado al otro.

  • Bueno, creo que ahora sí que me voy a la cama. – le dije riendo.

  • Sí, yo también. – contestó riéndose también.

Antes de que tuviera tiempo de levantarse, me acerqué y le di un tierno pico en los labios.

  • Buenas noches, mamá. – le deseé mirándola a los ojos.

Ella se quedó unos segundos sorprendida. Luego sonrió.

  • Buenas noches, Raúl.

Me giré y me dirigí a las escaleras. Una vez arriba, me lavé las manos y la polla en el lavabo y me encaminé a mi cuarto, donde me eché completamente baldado en la cama. Tenía el cuerpo muy cansado y la polla me dolía después del trabajo realizado. Cerré los ojos. El último pensamiento que me vino a la mente antes de caer dormido fue ¡Qué día!