Vacaciones de pascua-sábado santo-

El pescador cogió la manta y anduvo detrás de él. Lo alcanzó en la orilla del mar. Álvaro temblaba de frío y se abrazaba a si mismo para evitar la pérdida de calor. El hombre llegó y le envolvió con la manta, quedando los dos protegidos del frío. El chico cerró los ojos ante el contacto cálido de la

VACACIONES DE PASCUA

SABADO SANTO

La luz de la luna bañaba con su débil claridad la habitación. El rumor de las olas  se mezclaba con la fuerte respiración del marinero. El muchacho no podía dormir, con los ojos abiertos intentaba captar cualquier detalle que pudiese retener cuando dentro de unas horas hubiese de marchar.

Se acurrucó contra el cuerpo del hombre que dormía a su lado abrazándole con sus fuertes brazos, quiso darse la vuelta pero al menor movimiento el pescador gruñía y le estrechaba más fuerte. Ejercía su posesión.

Tenía dudas sobre cómo sería su vida a partir de entonces, sin ese hombre maduro que le protegiese. No podía imaginársela sin el hombre que lo llenaba en todos los sentidos.

De repente la angustia se apoderó de él y unas lágrimas silenciosas brotaron de sus ojos. Con cuidado se deshizo del abrazo y se levantó de la cama. Fue hasta el baño y se lavó la cara con agua fresca, que por unos instantes le serenó.

Tenía frío, cogió una manta y se envolvió en ella, después se fue al comedor y se sentó frente a la chimenea, dónde los últimos rescoldos del  fuego emitían un suave calor.

-¿Qué te pasa hijo? –preguntó Manuel de repente de pie en el umbral de la puerta.

Álvaro cayó en cuenta de que se había perdido en sus pensamientos.

-Hace frío, niño. ¿Por qué no vuelves a la cama?-añadió acercándose hasta él.

El muchacho no contestaba, continuaba mirando las brasas. Manuel se agachó y removió las cenizas, añadió unos troncos más que enseguida comenzaron a prender.

-Anda, hazte a un lado-dijo sentándose en el gastado sillón, cubriendo

su desnudez con la manta.

-¿Qué hora es? –preguntó de repente Álvaro

-Deben ser las tres de la madrugada.

-Dentro de dos horas será mi cumpleaños. Dieciocho años. Seré mayor de edad, un hombre.

-¡Vaya! Todo un hombrecito.

-No bromees –dijo muy serio el muchacho- Mis padres quieren hacerme una fiesta en casa, esta misma tarde salimos.

-Ya, entiendo…

-No entiendes nada, Bacalao, no entiendes ni como me siento, ni en lo que me estoy convirtiendo, ni entiendes una mierda de todo esto. Sólo eres un viejo tonto que no sabe que tengo el corazón destrozado, que no se ha enterado de que me ha roto por dentro y por fuera- dijo arrancando a llorar.

Manuel le abrazó contra su pecho, sintiendo las lágrimas sobre su piel.

-Perdóname, tienes razón sólo soy un viejo egoísta.

-¿Qué va a ser de mí Manuel, cuando no te tenga a mi lado?

El pescador cogió un cigarrillo y lo encendió. Necesitaba tiempo para aclarar sus ideas, para contestarle.

-Yo te diré lo que va a ser de ti. Vas a acabar tus estudios, te convertirás en un hombre de verdad, que se enamorará de una persona muy especial, y que en un par de semanas no se acordará de este viejo bobo. Serás un triunfador, como tu padre, eres listo chico, te espera toda una vida por delante llena de luces y se sombras como la de todo el mundo, pero sé que serás feliz, muy feliz.

-Ya estoy enamorado de la persona más especial del mundo y no quiero vivir si no la tengo a mi lado. No quiero vivir en la ciudad, ni acabar unos estudios que no me llevarán a crecer como hombre. No me interesa el dinero ni mi casa de tres plantas con piscina, ni los colegios caros, ni tener un trabajo aburrido en una oficina. Quiero quedarme aquí, contigo, hacerme pescador, salir a la mar contigo…

-No sabes lo que dices.

-…Que me enseñes a pescar, comer pan duro si es preciso, amarte cada día de mi vida.

Manuel se levantó exhalando un fuerte suspiro, se rascó la cabeza removiendo el fuego. Se volvió lentamente hacia el muchacho.

-Mírame bien ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en aburrirte de mi?

¿Cuánto en hartarte de mi mal humor, de mis modales, de mi cuerpo caduco?¿Qué crees que te puedo aportar en la vida?

-Todo.

-Eres un niño malcriado, que va haciendo lo que le viene en gana porque vive en la cima de la sociedad, porque así se lo han enseñado.

-No sigas por ahí…

-Soy tu capricho.  Un juguete viejo que de repente le ha atraído la curiosidad al niño rico.

-¡Eso es mentira!

-Y que cuando se harte lo apartará de una patada.

El muchacho se levantó con las lágrimas brotándole de rabia en los ojos. Le cruzó la cara al hombre de una bofetada.

Manuel aguantó sosteniéndole la mirada.

-Nadie hace lo que yo he hecho por un simple capricho. Tú no me entiendes, eres incapaz de romper la coraza que te envuelve, y de darte cuenta de que yo he hecho añicos la mía. ¿Qué soy yo para ti? Un agujero en el que meter tu polla ¿verdad?

-Mi coraza es muy dura, chaval-respondió con suavidad el pescador- ¿Tú que sabes de mí? De cada una de las batallas perdidas se ha ido alimentando esa coraza haciéndola más gruesa, más cerrada. Y de repente un mocoso irrumpe con la fuerza de su juventud golpeándola, arañándola. Es una coraza vieja y herrumbrosa, no tardará mucho en caer oxidada, pero necesito tiempo, un tiempo que no tenemos.

El muchacho se abrazó al hombre, buscando su boca.

La encontró, rodeó su nuca con sus manos sintiendo la polla del pescador junto a la suya, su vello sobre su vientre, sus manos grandes acariciar sus nalgas.

Manuel mordía los labios del joven, empujó el cuerpo adolescente hasta la pared, donde ya no cabía retroceso, sentía su verga dura de nuevo, a su edad le parecía un milagro, que sólo aquel joven dios podía realizar.

Álvaro se deshizo del abrazo y escondió la cara en el pecho del marinero, besándolo, mordiendo los pezones que reaccionaron con timidez endureciéndose. Bajó por el vientre hasta arrodillarse ante la verga semi erecta que latía de excitación frente a su cara. Aspiró su aroma masculino, demorándose  en el ritual de poner dura aquella carne oscura que le atravesaría, en un ritual en el que él sería el sacrificado.

Besó los testículos que colgaban pesados en la bolsa, los lamió y se los introdujo en la boca, mientras la suave piel del la verga le acariciaba las mejillas.

Atrapó con los labios la piel del prepucio antes de que el glande se impusiese inhiesto, vencedor. Le gustaba lamer aquella rosa en la que se convertía los pliegues de la carne, introduciendo la lengua para acariciar ese capullo que pronto emergería para cobrarse su pecio.

De repente el muchacho cambió de opinión, se puso de pie y se dirigió hacia la puerta ante la sorpresa del pescador.

-¡Anda vamos fuera Bacalao! Quiero hacerlo en la playa.

-Estás loco chaval-dijo Manuel riendo, pero ya era tarde el muchacho había abierto la puerta y salía corriendo desnudo hacia la playa.

El pescador cogió la manta y anduvo detrás de él. Lo alcanzó en la orilla del mar. Álvaro temblaba de frío y se abrazaba a si mismo para evitar la pérdida de calor. El hombre llegó y le envolvió con la manta, quedando los dos protegidos del frío. El chico cerró los ojos ante el contacto cálido de la piel de su amante maduro, reconfortado una vez más por su hombría.

-Pídeme que me quede contigo, que no me vaya.

Manuel sonrió con tristeza y le besó.

-Dime que me quede, que me necesitas, que no puedes vivir sin mí.

El pescador lo tendió sobre la arena, mordió la suavidad de su cuello, el pecho firme, limpio y lampiño, el vientre firme, el vello rizado del pubis. Con una mano rodeo los testículos y se introdujo el miembro del muchacho en la boca.

Álvaro gimió con el contacto, su miembro formaba un arco de virilidad pujante y joven. Miró hacía arriba, millones de estrellas formaban el espectáculo más grandioso que nunca hubiese existido. Las olas del mar rompían a unos apenas diez metros.

-Ya eres un hombre, haz posesión de tus derechos-dijo Manuel- ha llegado el momento de que me despoje de una parte más de la coraza.

El hombre maduro se dio la vuelta ofreciéndose al joven dios. La juventud siempre acababa por imponerse, era imposible luchar contra la marea, lo sabía muy bien. El muchacho le había enseñado una lección que él ahora debía aprender. Era el momento de entregarse.

El joven dudó unos instantes, no era el rol preestablecido. Se asustó ante la idea de romper el mito, que su dios maduro se desmoronase ante sus ojos como un castillo de arena. Manuel se dio cuenta.

-Hijo, ha llegado el momento en que tires el último ladrillo de esa pared, procura que nunca más se te vuelva a crear, está ahí agazapada y cualquier momento lo aprovechará para encerrarte de nuevo dentro de ella. Esa coraza tiene un nombre, el miedo. Yo ya estoy viejo, pero la he arrojado bien lejos. Es hora de que te conviertas en un hombre completo y hasta que no lo consumas no lo serás. Ahora soy yo tu hembra, tu esclava. No creas que me gusta, pero si he de humillarme ante alguien, que sea ante ti. Ponte de pie.

El muchacho obedeció. Se irguió con las piernas separadas, el pecho poderoso, el miembro a medio camino. Mirando al hombre maduro al que admiraba de rodillas frente a él, mirándole a los ojos.

Manuel puso las plantas de las manos sobre la arena y bajo la cabeza hasta besar los pies del hombre que estaba a punto de nacer. Limpió con su saliva el polvo de arena de los tobillos, del empeine.

Besó las piernas, las rodillas y fue subiendo hasta que se encontró con la carne que lo iba a convertir en una hembra. La besó y se la introdujo en la boca, sintiéndola crecer.

El joven miraba desde arriba  a su macho. Ni un solo movimiento femenino en su sumisión, ni erección que delatase un sometimiento placentero. Su actitud era digna incluso arrodillado, la dignidad de un guerrero antiguo que acepta con nobleza la derrota. Ya no sentía frío, una nueva sensación de poder lo invadía, la lengua del hombre despertaba a pesar de su inexperiencia su deseo.

Aquel semidios que había lamido sus pies, acarició los muslos hasta llegar a las nalgas: Todavía macho acarició el ano del joven que le reprobó el gesto apartándole la mano.

-Si has de ser una hembra, compórtate como tal.

El pescador bajó la vista humillado y puso las manos a la espalda.

El muchacho acababa de romper su cascarón, y el veneno del poder se le subió al trono en el que realmente se asienta; los testículos.

-¡Ofrécete!

Manuel se dio la vuelta y apoyó la cabeza sobre la arena. El joven dios le abrió las nalgas y escupió en su entrada, con uno de sus dedos le acarició el agujero caliente, introdujo un dedo. La respuesta fue una contracción. Insistió hasta que el marinero se acostumbró a esa nueva humillación a la que había accedido voluntariamente; la invasión.

Cuando el hombre joven metió su ariete el pescador apretó las mandíbulas en un gesto de dolor, pasó sus puños hasta el mentón intentando evitar cualquier gemido de dolor que aumentase su humillación.

La penetración se sucedía y el dolor fue reemplazado poco a poco por una extraña sensación de placer. El joven mantenía el bombeo con una erección constante, que lejos de decrecer aumentaba con el contacto cada vez más placentero.

El hombre maduro se mordía la mano para acallar el nuevo placer que sentía en la entrega a ese muchacho que no tardó mucho en darse cuenta.

-Tira el yelmo bien lejos, arrójalo al mar para que lo convierta en herrumbre- gritó el joven mientras que pasaba una mano por debajo del vientre de su hembra y agarraba el pedazo de carne más hermosa del universo para comenzar a masturbarle.

El pescador entendió las palabras del joven. Si no hacía aquello, todo lo anterior no había servido para nada. Y gritó. Unos gritos roncos de placer, de liberación total.

Su semilla sembró la arena de la que crecerían hermosos lirios de mar, la del joven dios fecundó los intestinos del hombre maduro. Cayó sobre su espalda, su boca junto a su oreja.

Se envolvieron en la manta, tiritando de un frío que retrocedió ante el calor de sus cuerpos.

Se miraron, ninguno de los dos habló. No hacía falta. Manuel abrazó a su chico contra su pecho. El mar respirando fuera.

Manuel recogió al chaval dormido, lo envolvió en la manta y lo llevó en brazos hasta la casa. Lo acostó y encendiendo un cigarrillo se sentó en la oscuridad, velando el sueño del recién nacido hombre.

En apenas unas horas desaparecería de su vida. Aquel torbellino de juventud, gracia y hermosura se marcharía para no volver más. Encontraría su camino en el lugar correcto, con la persona adecuada. ¿Qué le quedaría a él? Nada, el absoluto vacío, la soledad y unos cuantos recuerdos.

Le dolía el alma, pero jamás lo demostraría. Eso si que no, el chico nunca debía saber cuanto le quería. No debía entorpecer su camino.

Se despertó después de un breve sueño. El sol comenzaba a despuntar, sería un día radiante. Se levantó y fue hasta la cocina para preparar el café.

El silbido de la cafetera despertó a Álvaro. Se lavó y vistió. En la cocina se unió a Manuel que preparaba unas rebanadas de pan con aceite.

Desayunaron en silencio, mirándose a hurtadillas. A veces se tocaban las manos.

-Es hora de marcharte.

-¿No me vas a pedir que me quede?

Manuel eludió la pregunta.

-No tengo nada que regalarte para tu cumpleaños.

-Ya me has hecho el mejor de los regalos.

-¡Espera! Dijo el pescador levantándose con esfuerzo.

-Todavía duele, canalla- añadió con una sonrisa irónica y se encaminó hacia su cuarto.

Álvaro estaba demasiado triste para apreciar el tono de humor.

-¡Feliz cumpleaños!-dijo el pescador ofreciéndole su gorra de patrón.

El joven se quedó boquiabierto, nunca nadie le había hecho un regalo como aquel, y menos una persona tan especial.

-¿Es para mí? No, no puedo aceptarlo.

-¡Vaya si lo aceptarás! O te pondré sobre mis rodillas para darte unos azotes- dijo mientras le colocaba en la cabeza la gorra.

El joven se puso de pie y se abrazó al viejo.

-Gracias, gracias por todo.

-Gracias a tí, hijo.

Se besaron con furia.

-…Por este precioso regalo, por haberte conocido…

-…gracias a ti, mi niño, por haberme reinventado.

-…Por haberme amado, por haberme convertido en un hombre…

-Por haberme roto la coraza, por haberme enseñado a amar.

Se quedaron en silencio. Al joven se le llenaron los ojos de lágrimas.

-No llores, los hombres no lloran. Toman sus decisiones y las llevan a cabo aunque les rompa el corazón.

-Volveré, te lo juro. Volveremos a vernos.

Manuel no respondió, hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.

-¡Venga, márchate! O te tendré que echar a patadas ¿o crees que este viejo bacalao no puede con un chico…con un hombre como tú?

El muchacho se secó los ojos y salió corriendo, no se detuvo, ni miró hacia atrás.

Manuel se quedó en el quicio de la puerta hasta que el muchacho se perdió de vista. Cerró la puerta y se sentó en la mesa. Sobre el tosco mantel a cuadros la taza de café de su chico, la rebanada de pan a medio comer. Apoyó los codos y se tragó las lágrimas que le atenazaban la garganta.

Sabía que el chico nunca volvería.

Nota: Esta serie no pretende ser ni novedosa ni romper o crear esquemas nuevos, simplemente he pretendido darle un enfoque nuevo. No caer en el montón de tópicos que he caído, ni traspasar los límites de la cursilería y el costumbrismo que he franqueado con creces. Pero el amor es así, y yo he querido romper mi coraza de este modo.