Vacaciones de pascua miercoles santo
El azar, siempre caprichoso, mueve los hilos de la vida. Destinos que se cruzan entre negaciones a los propios deseos.
VACACIONES DE PASCUA
MIERCOLES SANTO.
-Venga hijo, levántate tu padre va a llevarnos a una excursión en barca.
_No tengo ganas mamá.
-Pero hijo ¿te encuentras mal?
-No es que…
-No hay peros que valgan-atronó el padre desde la puerta de su habitación- No te vas a quedar aquí con el día tan bueno que hace, así que ponte de pie y en diez minutos te quiero en el salón.
El chaval bajó de mala gana, el cabello revuelto y el impermeable puesto. No hacía el buen día anunciado por su padre, los rayos se sol se ocultaban de tanto en tanto por unas nubes que presagiaban lluvia.
-Anímate grumete, vamos a alquilar una barca y nos vamos a la isla que hay a pocas millas de la costa-dijo su padre mientras cargaba la pipa y se ponía un ridículo gorro de capitán.
Bajaron hasta el puerto y allí preguntaron dónde se podía alquilar los servicios de alguien que quisiera llevarles a la “isla del tesoro”.
-No va a encontrar ninguna barca de recreo –les anunció un tipo que estaba desamarrando un yate - Debieron haber hablado antes, a comienzos de la semana.
Contrariado el padre le preguntó si conocía a alguien que los pudiese llevar.
-Al final de la playa-dijo señalando con el dedo la dirección-hay un barrio de pescadores, pregunte en la taberna del Lucio, allí suelen reunirse los días que no faenan.
Al chaval le saltó una alarma interior, le estaban dirigiendo hacia el barrio al que nunca más debía acercarse.
-Pues no se hable más, vamos.
El chico se quedaba rezagado, viendo como sus padres caminaban unos pasos por delante por la dura arena húmeda, adentrándose por las casuchas pobres que ya conocía, hasta que llegaron a una taberna con las puertas de madera pintada de verde. Entraron.
Pidieron un desayuno, no había más que café y unas tostadas duras de pan que a sus padres se le antojaron de lo más auténtico. El dueño de la taberna limpiaba el mostrador con una bayeta húmeda mientras preparaba el pedido, momento en el que el padre decidió atacar.
-Por cierto, nos han hablado de una isla en la que hay unas cuevas muy interesantes. Estamos interesados en verla y nos han indicado que quizá aquí encontraríamos quien nos llevara.
-¿A la cueva de los enamorados?
-¿Se llama así?
-Bueno en realidad no tiene nombre, la llaman así desde hace unos veinte años, la Isla si tiene nombre es La preciosa.
-¿Y por qué le llaman la cueva de los enamorados?-preguntó la madre del muchacho.
-Pues es una larga historia, si quiere se la cuento, pero… por ahí viene Manuel, quizá quiera llevarles y además le podrá contar la historia, al fin y al cabo tiene ese nombre en su honor.
Los padres se volvieron hacia la puerta para ver a un marinero que entraba en ese momento.
El chico también se volvió para descubrir que se trataba de él. Avergonzado bajó la cabeza rogando para que el tipo no aceptase, para que se pusiese a llover, o que se abriese la tierra y se los tragase antes de tener que enfrentarse de nuevo a su mirada.
-Manuel, estos señores buscan a alguien que les quiera llevar a la isla.
El marinero les miró y le estrechó la mano que el padre del chico le presentaba. Estuvieron hablando durante unos minutos para cerrar el trato. El marinero aceptó, no le vendrían mal unos ingresos en esta semana de paro, pensó mientras se tomaba un café con coñac.
-¿Van a venir ustedes dos?
-Tres, también viene nuestro hijo –dijo señalando hacia el chico que se quería hacer invisible en su mesa.
Al marinero se le avinagró la cara al descubrir el rostro del chaval.
-No puedo llevarles.
-Pero, si acabamos de cerrar el trato ¿por qué?
El chaval estaba molesto, pero sacando el orgullo de su interior interrumpió.
-Un hombre nunca rompe su palabra.
El padre insistió. –Le pagaré el doble de lo acordado.
-De ninguna manera el precio está acordado-respondió el marinero con evidente fastidio dirigiéndose hacia la puerta.
El padre le revolvió los cabellos al chico aprobando su intervención.
Llegaron hasta la barca en la que el marinero ayudó a subir a la madre, cuando quiso hacer lo propio con el chico, este la rechazó subiendo por sus propios medios. Se hicieron a la mar.
El trayecto fue tenso, el marinero no hablaba, limitándose a mirar al chaval que le esquivaba la mirada. Sus padres parecían encantados, por el trayecto en barca, elogiando la vida en el mar y respirando bocanadas del aire húmedo.
Al fin llegaron a la isla, el marinero se bajó y arrastró la barca hasta la orilla. La madre se bajó algo mareada y contenta de pisar tierra firme.
-Bueno ¿Dónde está la cueva de los enamorados? Nos han dicho que usted le puso ese nombre.
El marinero apretó las mandíbulas- No crea todo lo que se dice, no son más que patrañas, cortó la intentona, la cueva si la quieren visitar está entre aquellas rocas, no es peligrosa ni tiene ninguna grieta por la que puedan caer, yo me quedaré esperándoles cuidando de la barca.
-Papá, me encuentro un poco mareado, mejor me quedo- respondió el chico ante la mirada torva del marinero. Ve con mamá yo os espero aquí si no os importa.
Los padres del chaval un tanto extrañados se pusieron en marcha hacia las rocas. El chico acurrucado en la orilla miraba como el marinero empujaba la barca hasta que la quilla quedó asegurada firmemente en la arena.
-¿Te has propuesto amargarme la vida, eh, chico?
-No ha sido idea mía, tengo tantas ganas como tu de volver a verte.
-Pues no lo parece, en este pueblo hay cientos de barcas y has ido a contratar los servicios de la mía- dijo resoplando por el esfuerzo mientras se apartaba el cabello húmedo de la cara.
Las gaviotas lanzaban sus quejidos revoloteando alrededor de una presa, los minutos pasaban, sus padres se habían perdido de vista.
-¿Te llamas Manuel verdad?
Los ojos negros del pescador se clavaron en los del chaval.
-¿Cómo lo sabes?
-El hombre del bar, él nos lo dijo.
-¿Lucio? Debería aprender a tener la boca cerrada.
-Yo me llamo Alvaro- le dijo levantándose y arrojando una piedra al mar. El guijarro saltó tres veces sobre la superficie antes de desaparecer entre las aguas grises.
-No hagas eso chaval.
-¿El qué?-respondió el chico lanzando otra.
- Los de ciudad todo lo veis una diversión, pensáis que todo os está permitido, que con el dinero se compra todo.
-¿Y no es así?
-No sabes nada de nada niño, la mar se merece un respeto. Si no cuidamos de ella, ella nos abandonará y te aseguro que es terrible cuando se enfada.
-¡Bah! Paparruchas, no me lo creo –dijo lanzando una tercera piedra.
-Pues te lo creas o no, es así, con lo que si vuelves a tirar otra piedra…
-¡Qué! Me pegarás de nuevo, te quitarás el cinturón y me volverás a golpear con él.
-No tienes derecho…
-¿Y tú, lo tuviste al…lo tuviste ayer.
-No-respondió lacónicamente- pero qué más da no lo entenderías.
-Enséñame a pescar –dijo de repente el chaval, cambiando el rumbo de la conversación.
El pescador se rió de la ocurrencia, ese niño estaba loco.
-¿Y para qué quieres aprender a pescar?
-No me parece muy difícil, total echas las redes y las recoges al cabo de un rato llenas de peces ¿dónde está el secreto?
-No hay ningún secreto, se trata de nuevo del respeto, a la mar, a sus gentes, Hacer las cosas bien hechas, con los sentidos puestas en ellas. Y no tires más piedras ¿me oyes?
Ambos se miraron y sonrieron, el chico dejó caer la piedra a la arena.
-Eres un viejo bacalao.
-¿Cómo dices?
-Ba-ca-la-o. Bacalao, bacalao –respondió jocoso el chico mientras daba vueltas alrededor de él- Es la manera como Peter Pan llamaba a su enemigo el capitán Garfio.
-¿De qué hablas chaval?
-¿No sabes quien es Peter Pan?-preguntó incrédulo mientras cogía un palo que las olas había arrojado a la playa y lo blandía como una espada- ¿Ni los niños perdidos? ¿Ni siquiera Campanilla?
Ahora vas a saber lo que es bueno- sentenció el chico mientras asestaba un golpe en la espalda con la improvisada espada y echaba a correr hacia las rocas.
-¿A qué no me puedes alcanzar, bacalao?
-Ten cuidado chico, las rocas están llenas de algas y puedes resbalar-la advertencia llegó tardía pues el chico se encaramaba en la roca más alta blandiendo la espada.
-Bacalao.
El pescador fastidiado se dirigió hacia las rocas, no podía permitir que el chaval cayese al mar desde una de esas escarpadas piedras. ¿Dónde se había metido? ¡Demonio de chico! Le había perdido de vista. De repente otro golpe, esta vez en las nalgas.
-¿Me buscas, Bacalao? Soy más rápido que tú-dijo echando a correr por la arena.
El pescador le siguió, corría detrás del chaval, herido en su amor propio. Ese niñato se estaba riendo de él.
Unos metros más y el chico tropezó cayendo sobre un charco de agua de mar que la marea había dejado. El pescador se arrodilló a su lado incorporándole.
-¿Te has hecho daño? Le dijo apartándole el cabello mojado de la cara.
El chaval no respondió, le miró avergonzado y sorprendido al ver como le levantaba entre sus brazos. El marinero miró el rostro del chico perlado de gotas de agua, la arena pegada en un lado de la cara, los labios trémulos como si de repente se fuese a echar a llorar.
De nuevo la sangre agolpándose en su bajo vientre, de nuevo el deseo de comerle la boca, de nuevo la culpabilidad de algo que no estaba bien.
El chico cerró los ojos, se entregaba de nuevo a la madurez de ese hombre, a la hombría tosca de su rostro mal afeitado. Los labios entreabiertos buscando la boca de su verdugo.
Sus labios se rozaron, pero esta vez el pescador apartó la cara.
-Se nos hace tarde chaval, tus padres deben estar ya en la barca –le susurró y dando media vuelta se puso en marcha seguido del joven.
El trayecto de vuelta lo hicieron en silencio, mientras la madre del chico alababa la vida sencilla y gratificante de las gentes del mar. ¿Qué sabía ella de los ahogados, de la pobreza de una pesca escasa, del frío y la humedad? No podía culparla, era una señora de ciudad en vacaciones, como su marido, como el chaval.
Al llegar al puerto el padre del chico sacó la cartera y le pagó al pescador lo acordado, el doble que una semana de pesca sonrió el pescador, el doble que una interminable semana de esfuerzos, de sacar redes vacías de llegar a la lonja con cuatro peces ¡Qué injusta era la vida!
Cuando iban de camino a casa, el chico se dio la vuelta.
-Creo que me he dejado el móvil en la barca-dijo alejándose a la carrera hasta la barca.
El marinero se había sentado en un noray y encendía un cigarrillo. La lumbre le iluminó las manos toscas, grandes, los ojos negros tras las espesas cejas. El chaval se plantó jadeando delante de él. El pescador apagó la cerilla y dio una chupada honda al cigarrillo.
Estuvieron unos segundos sin decirse nada, el chico sin saber como decirlo, el hombre maduro sin atreverse a preguntarle.
-¿Puedo volver a…verte?
El hombre apretó las mandíbulas ¿cómo explicar lo qué sentía dentro?
-No –intentaba decir algo más, algo que el chico comprendiera, pero las palabras estaban atenazadas en su garganta. Se levantó y poco a poco se fue alejando hacia su casa.