Vacaciones de pascua (martes santo)

Un pueblo marinero, vida y muerte entremezcladas en la salitre del aire marino, un castigo pendiente.

VACACIONES DE PASCUA

MARTES SANTO

Se levantó antes del amanecer, este día no le tocaba hacerse a la mar, los turnos se establecían rigurosamente por el gremio. No había suficiente pesca para todo el mundo y los descansos se hacían necesarios. Eso no le supuso impedimento alguno para levantarse temprano, podría haberse quedado durmiendo, pero estaba enamorado del mar, no sabía a ciencia cierta si ese amor era más costumbre que otra cosa, pues también lo odiaba. Para entenderle había que haber nacido pescador, escuchar el romper de las olas antes que la voz de su propia madre. La mar se le metía a uno dentro, le calaba hasta los tuétanos y para bien o para mal cualquiera que hubiese faenado durante años no podía vivir sin su aliento salado y fresco.

La mar, ellos la llamaban así, en femenino, pues como las mujeres se tornaba antojadizo, como ellas se podía volver huraña, y en los peores de los casos acabar en una tempestad en la que de nuevo como ellas se podría salir mal parado, a veces vivo, pero nunca triunfante. Pero cuando estaba serena y placida, era como una mujer que se dejara acariciar, las pequeñas ondulaciones como pechos, su quietud como el vientre terso y generoso de una mujer.

Le gustaba reflexionar sobre estas cosas mientras se encaminaba antes de que saliera el sol hacia la playa, sentir la arena fría y blanda sobre sus pies mientras se desnudaba y se adentraba en el agua, primero las mansas olas que venían a lamerle los pies, poco a poco el resto de las piernas. El frío en los genitales no lo aguantaba bien, así que corría un par de zancadas y se sumergía en el verdemar helado de sus aguas.

Reavivado por las sensaciones nadar unos metros hasta el rompiente de las olas, le estimulaba luchar contra ellas, dejarse zarandear, revolverse y golpearlas, atravesar la ola antes de que la cresta cayese sobre él y le arrastrase.

Aquélla mañana se sumergió para tocar el fondo marino, cuatro metros de profundidad a lo sumo. Sus pulmones ya son lo que eran, el tabaco y los años ¿quién de los dos le había causado mayor perjuicio? Salió a respirar con una bocanada el aire que le faltaba, se sosegó y decidió que era hora de volver a la arena.

. Cerró los ojos y se estiró sobre la arena, los brazos y las piernas en cruz, los dedos  abiertos, comprobando que cantidad de espacio podía alcanzar, sabía que lejos de ese acto todo era una quimera. Que no por tener más o menos dinero o sabiduría podría ocupar más mundo que el que sus miembros lograsen abarcar.

De regreso a casa, se paró en la taberna del Lucio, como cada mañana se sentó en la misma silla de la barra y pidió un carajillo  de ron, sacó el primer cigarrillo del día y lo encendió con extasiado placer. A aquellas horas no solía haber nadie, a los que les había tocado en suertes faenar ya hacía horas que se habían embarcado, los demás parroquianos del pueblo vendrían más tarde, aquella mañana de martes santo un único viejo dormitaba mirando por la sucia ventana de la taberna.

-¿Te has enterado del chico ese que se han encontrado muerto en la playa?-preguntó Lucio.

Una alarma en su interior se activó en el acto. Exhaló el humo del cigarrillo  aparentando calma.

-No…¿Era de aquí?

-¿Del pueblo? No. Un chico forastero. De la capital, creo.

-¡Joder, Juan! No te enteras de nada- terció el viejo que comenzó a mostrar interés por la conversación, aburrido de mirar la playa- Si lo sabe todo el pueblo.

-¿Y cómo ha sido?

-Nadie se lo explica, pues tiempo de playa no. Pues había que ver a la madre, se ha vuelto como loca, se la han tenido que llevar en una ambulancia de la impresión- aclaró el viejo.

El pescador se quedó pensativo aparentando la indiferencia que en realidad no sentía

-¿Y cómo dices que era?

-¿Quién, la madre?

-No, coño el chaval ese. El niño que se ha ahogado.

-No te sabría decir, quien lo vio fue mi señora. ¡Uff! Esa se entera de todo, desde la mosca que vuela por entre las mesas del bar, hasta el último turista que viene al pueblo.

-¿Y bien?

-Y bien ¿qué?

-Pues, eso ¿qué cómo era el chaval?

-¿Y yo que sé, como era el chico?  Pues un chaval como todos. Como todos esos infelices que se ahogan año sí y otro también en verano. ¿Yo que sé? Si quieres se lo pregunto a la Eulalia.

-No hombre no hace falta.

-Era un chico rubio, de unos dieciséis o dieciocho años- respondió el viejo desde su mirador de la ventana, pero Juan, el pescador ya no oía nada, era como cuando se le metía agua en la oreja y el oído le zumbaba. Dejó unas monedas en el mostrador y salió a la calle sin despedirse.

-¡Pues, qué mosca le ha picado a ese, ni se ha tomado el carajillo!

-A ver, Lucio es que te has puesto muy pesado con lo del chaval.

Se paseó por la playa, entre los corrillos de los que decían haber visto y aseguraban haber escuchado, pero era muy poco hablador y no era amigo de entrar en corrillos de chismes. Con una sensación en la barriga  y un negro presagio planeando sobre su cabeza se acercó al cuartelillo de la policía, pero allí no le quisieron decir más.

¿Por qué se interesaba tanto por el chaval? Podría ser cualquiera, el pueblo en estas fechas duplicaba su población, se decía para animarse, pero sin lograr tranquilizarse.

¿Cómo podría enterarse de una maldita vez? Si no sabía ni como se llamaba, ni donde se alojaba, ni si tenía amigos. Lo único que mantenía de él era que tenía aproximadamente esa edad, y que era rubio como el trigo.

No pudo almorzar, se pasó toda la tarde intranquilo, sentado, paseando por su estancia, la inquietud le bailaba en la boca del estómago que intentaba acallar con tragos de orujo.

No era dado a urdir planes ni calentarse la cabeza con historias recreadas en mentes enfermas, pero el hecho estaba ahí ¿Cuántos chicos rubios de esa edad podría haber en el pueblo? El otro dato que le inquietaba era que se había ahogado de noche, y el chiquillo de la maldita cámara fotográfica se había marchado pasadas las nueve. Le había dado tiempo de sobra de resbalar de una roca y golpearse la cabeza hasta ahogarse, o puede que, incluso,  hubiese querido poner fin a ese episodio vergonzante y se echado al agua. Los chicos de hoy estaban locos, si eran capaces de atreverse con fotos como aquellas, ¿qué no iban  a poder hacer más?

La tarde pasó y la estancia se cubrió de sombras, pero aún más sombrío era su estado de ánimo. Cigarrillo tras cigarrillo, vaso tras vaso acompañaba su desazón al tic tac del reloj que marcaba su desconsuelo. El chico no llegaba, cada hora que pasaba la certeza de que el ahogado era el muchacho atrevido que le había fotografiado se instalaba en su corazón con un peso inexorable.

El chico se merecía el castigo, se decía, lo que había hecho no estaba bien, nadie puede ir por ahí haciendo aquello, pero sólo era un muchacho.

La noche cerrada lo acogió entre un frío y oscuro abrazo. La mirada desesperanzada se perdía entre la danza lúgubre del fuego del hogar, seguía esperando, no sabía qué, pero esperaba, que se hiciese de día, que las pocas esperanzas acabasen por disiparse. No sabía que esperaba, pero obstinado no apartaba la vista de la lumbre que proyectaba el triste espectáculo de luces y sombras sobre la sala.

De repente la puerta se abrió, despacio, miedosa, de forma casi imperceptible. La figura del muchacho recortada sobre el oscuro marco de la noche.

-¿Dónde has estado?- gritó, ronco.

-Yo…

Le cruzó la cara de una bofetada que cogió por sorpresa al muchacho.

-Por favor, no…

Le agarró por el pelo y lo empujó al interior. El chico le miraba asustado, impresionado por la violencia con que era acogido, observó como el marinero se sacaba la correa que le sujetaba los pantalones y la doblaba por la mitad.

Con una mueca de miedo se acurrucó contra la pared cercana al fuego. El hombre le agarró del brazo y le obligó a girarse, el cinturón silbó en el aire. El primer impacto le sorprendió más que le dolió, los siguientes fueron cayendo sobre las nalgas y piernas.

-No te muevas.

Unos azotes más y el pescador  arrojó el cinturón al suelo, la respiración forzada por la rabia y el esfuerzo se mezclaban con el llanto silencioso del chico que había quedado acurrucado en el suelo.

El hombre se arrodilló y balbució algo torpe, sin sentido, buscaba los ojos del joven con los suyos, con sus manos enderezar la cabeza que el chico escondía entre las manos para ocultar sus lágrimas y su vergüenza.

-Perdóname, yo… Creí que te había pasado algo malo…que te habías…- dijo entre susurros entrecortados persistiendo en alcanzar el rostro del chico.

Le levantó del suelo buscando la mirada que el muchacho se negaba a entregarle, recogió las lágrimas con sus endurecidos dedos, le abrazó con fuerza enterrando la cabeza del chico entre su pecho, acariciando su rubio cabello con sus manos grandes.

-¿Por qué has vuelto?

-Mi padre, le conté si un hombre debía cumplir siempre su palabra  -contestó entre sollozos mirando por primera vez a los ojos al marinero.

El hombre acercó con timidez sus labios a los ojos del muchacho, los besó con ternura, bajó hasta sus labios acariciándolos con suavidad con los suyos. El chico le entregaba su inexperiencia, nunca antes había besado. La lengua del hombre queriendo invadir la boca dulce que se abría como una flor temprana se hizo paso forzando las defensas del chico. La boca áspera, depredadora  apoderándose de la del muchacho, lamiendo sus labios, su lengua, bebiendo su saliva.

De pronto la separación, la culpabilidad ocupó el espacio entre sus cuerpos, instalándose como un invitado molesto entre los dos.

-Estoy orgulloso de ti chaval, has cumplido con tu palabra, pero debes marcharte. No vuelvas más por aquí.

El muchacho bajó los ojos y se dirigió hasta la puerta, estaba confuso. Antes de salir una última mirada atrás, sin atreverse a preguntar.

-Márchate, esto no es bueno para ninguno de los dos.

En la calle la noche, el rumor del mar, en su boca el sabor de la boca de un hombre. La piel le escocía por el castigo.

Salió corriendo del barrio prohibido, hacia las luces del pueblo, hacia la seguridad de su habitación.