Vacaciones de pascua (Lunes santo)

El placer voyeur de un adolescente por la fotografía y la búsqueda de su identidad.

LUNES DE PASCUA.

Tuvo  una noche turbulenta, los sueños se entremezclaron con periodos de semiinconsciencia que se calmaron al amanecer. Se levantó temprano, la primera mirada a la cámara en la que escondía los secretos de un hombre, secretos de los que se había apoderado. Fue llamado a desayunar antes de poder echarles el vistazo que tanto anhelaba.

Que distinto resultaba su padre; tan correcto, guapo aún a pesar de esa barriga que se le formaba con la edad, pero aburrido, le observó leer el periódico con sus gafas caras, enfundado en un chándal de marca. La imagen de un ganador, de un hombre que se había abierto camino a base de codazos en una jungla de la bolsa, corredurías y despachos, sin embargo carecía del magnetismo del pescador, de la fuerza telúrica que de él emanaba.

Su madre se atusaba el cabello, los ojos grises, igual que los de él, en el rostro hermoso  una señal de alarma; ese rictus en la boca de amargura, de sueños incumplidos. ¿La hacía feliz el hombre que tenía en frente apurando una taza de café? Presintió en ella el agotamiento de veinte años de matrimonio, la falta de una aventura  que le devolviera esas ganas de vivir que parecían escapársele entre los labios amargos. Había elegido casarse con una póliza de seguros, abrazar la seguridad de una cuenta bancaria en vez del cuerpo de un hombre de verdad.

Bajaron a la playa, el día había comenzado soleado, pero una brisa fresca y húmeda impedía un posible baño. Se alejó de sus padres un centenar de metros a penas, jugando con un perro sin dueño que apareció de la nada.

Después del almuerzo en un restaurante caro volvieron al apartamento, se encerró en su habitación, miró con detenimiento las fotografías, el deseo le subió por el pecho, aflojándole las piernas. Se acostó sobre la colcha y sin darse cuenta se encontró tocándose, buscando el placer que el pescador maduro había encontrado la tarde anterior. Se derramó sin desnudarse, acostado boca abajo en la cama dejó pasar el tiempo, sintiendo enfriarse el semen.

¿Qué estaría haciendo el hombre maduro que había provocado su orgasmo? ¿Se atrevería de nuevo volver a fotografiarle? Su cuerpo respondió por él. Se levantó, se cambió de ropa y se lanzó a la calle a buscarle.

La casa estaba desierta, de eso estaba seguro, ningún movimiento que delatara la presencia de su dueño. De repente sintió que debía entrar, respirar el mismo aire que el marinero, tocar las mismas cosas que sus manos habían tocado, acostarse en la cama donde él recreaba sus sueños.

La ventana de la cocina estaba abierta, se aseguró que nadie presenciaba como violaba la entrada y se encaramó sobre el alfeizar. Un salto más y estaría dentro. La casa permanecía muda, respiró a fondo recogiendo junto con el aire esa seguridad protectora que emanaba. Presintió la fuerza del hombre en cada uno de sus rincones. Pasaron los minutos mientras fotografiaba los enseres cotidianos que formaban parte de su vida, la lamparilla de queroseno, el sillón desvencijado, la radio antigua. Paseó por cada una de las pocas piezas que componían el acogedor hogar del marinero. Los platos por fregar del almuerzo, el reconfortante goteo del grifo antiguo del fregadero, el hogar de leña que le proporcionaba calor en las noches de invierno, la fotografía enmarcada de una mujer sobre una mesilla.

Entró en el baño, sintió una especie de pudor contenido al revisar sus efectos personales, el pequeño espejo en el que se afeitaba, la brocha y el jabón con su olor puro, el masaje facial barato. Sin darse cuenta se encontró enjabonándose su cara imberbe y afeitándose las mejillas con la misma hoja que acariciaba el rostro del hombre, sintiendo el escozor del agua de colonia en su rostro, limpiándose con la toalla húmeda que aún guardaba el olor de su cuerpo. Se volvió hacia el retrete, la tapa abierta, el orín aguardando a ser evacuado, algunos pelos rizados de su pubis sobre la tapa en la que amarilleaban gotas de orina.

Aquello no estaba bien, lo sabía, pero una fuerza mayor le impedía saltar por la ventana y volver a su mundo, una fuerza en forma de erección incontrolada que se magnificó al entrar en el dormitorio.

La cama revuelta le recordó el episodio de la tarde anterior, las botas de agua alineadas junto al armario que abrió para aspirar los aromas de masculinidad que se desprendían de las cuatro camisas colgadas, de los pantalones ausentes de la carne que los enfundaban, del abrigo negro gastado que olía a tabaco y salitre.

Se volvió hacia la cama presidida por un crucifijo de madera sobre las paredes blancas sin más adornos, casi monacal. Se sentó complacido al escuchar la queja del somier, y se dejó caer sobre la almohada, aspirando el olor a macho que desprendía. Sin pensarlo dos veces se desnudó y se acurrucó contra las sábanas, acomodado en el hueco que el peso masculino había hoyado noche tras noche. Se introdujo entre ellas, oliendo, aspirando como un perro en busca del rastro que le devolviera la presencia de su amo. Encontró las manchas amarillentas que endurecían el lienzo, las tocó con la yema de los dedos, con los labios, embebido por el aroma que desprendían.

Bajó como un fantasma hasta los pies de la cama, el mundo se había tornado blanco, el blanco de las sábanas por las que se internaba, una blancura interrumpida por los pelos del cuerpo del marinero. Llegó hasta los pies, allí halló el perfume de su hombría, enterrando el rostro en las sábanas se le escapó una gemido de deseo incumplido. Aún le que quedaba por realizar su mayor audacia, recordó de repente los calzoncillos bendecidos por el esperma de su dueño. ¿Dónde estaban? Buscó el cesto de ropa sucia, lo encontró en un rincón de la cocina, revuelta la camisa con los calcetines, y por fin la prenda deseada.

A pesar del frío que sentía en los pies descalzos su cuerpo desnudo bullía de deseo, se los llevó a la cara, emborrachándose del olor a hombre de verdad. Embriagado, por el perfume que exhalaba,  los besó, los acarició con la mejilla, hundió la nariz en la sombra que mostraba con su imprenta el ano masculino. Se los puso sintiendo como la fuerza del hombre se trasladaba a él, volvió a la cama y  se apretó  el slip contra su virilidad juvenil, tuvo la tentación de masturbarse, de correrse

en ellos, pero desdeñó la idea, su semen no podía profanar la prenda. Decidió llevárselos, no podía desprenderse de ellos, eran demasiado valiosos, tenía que adorarlos en la intimidad de su apartamento, una vez tras otra, hasta que el olor poco a poco desapareciera, de desvaneciera como las almas de los muertos que acaban por fundirse con la tierra. Los introdujo en la mochila, junto con los calcetines.

Había pasado más de una hora, de repente se le tornó descabellada su hazaña. Tenía que salir corriendo, para no ser descubierto en su desliz.

Cuando se disponía a saltar por la ventana escuchó la puerta, la adrenalina le zumbó en los oídos, ya era tarde pero tenía que intentarlo, se encaramó sobre la pileta. El estruendo de un plato sobre el suelo  acababa de delatarle. Con un gemido notó como una mano se aferraba sobre su tobillo tirando hacia dentro.

-Ven aquí ladrón- tronó la voz tras él, mientras era arrastrado por la camiseta hacia el interior.

-¿Qué carajo vienes a robar aquí?

El muchacho pataleaba intentando zafarse de los brazos que le aferraban, de la mano que le tapaba la boca. No tardó ni dos segundos en darse por vencido, su cuerpo se quedó laxo al comprobar que la mano que le impedía gritar era la misma con la que se había masturbado.

El pescador al notar que las fuerzas abandonaban al muchacho aflojó el abrazo que le atenazaba.

-Túmbate en el suelo- fue la orden que recibió.

Sólo se escuchaba la respiración del chico sobre las baldosas del suelo.

-Ni se te ocurra moverte ¿me oyes?

El sonido de un cajón de la cocina, el brillo de un cuchillo, la bota del pescador que le retenía aprisionado su espalda contra el suelo. La humillación más completa cuando descubrió que le estaban amarrando las manos con una cuerda.

-Así no te escaparás hasta que llegue la policía.

El muchacho estalló en un sollozo sordo.

-No soy ningún ladrón-

-¿Ah no, y qué haces entonces en mi casa?

Imposible revelar lo que le había llevado hasta allí.

Le levantó del suelo y le condujo de un brazo hasta el comedor. Le agarró por los cabellos y le hizo ponerse de rodillas frente al sillón en el que se fue a sentar. El chico agachó la cabeza avergonzado e intimidado por los dos carbones ardiendo en que se había convertido los ojos de su captor.

-No tienes pinta de ladrón, y no me gusta la policía. Tienes tres minutos antes de que me arrepienta y te lleve al cuartelillo. Cuéntame que haces aquí.

-Déjeme marchar, por favor, no soy ningún ladrón- lloraba el chiquillo.

-Habla, cada vez te queda menos tiempo.

¿Cómo iba a contar nada? Era imposible, podía mentir, esperar incluso que apareciese la policía, ellos avisarían a su padre que no tardaría en rescatarle, todo menos contar lo que le había llevado a aquella locura.

El hombre sentado en el sillón, esperaba una respuesta que no llegaba, las piernas abiertas, las manos duras sobre los brazos del sillón y el rostro ladeado, fruncido pero confiado, intentando averiguar que llevaba a un niño rico como aquel a entrar en su casa. De repente reparó en la mochila.

-¿Qué tienes ahí dentro?

-No, por favor no la abra, sólo hay cosas mías- dijo en un intento de levantarse, frustrado por una severa mirada del hombre.

-Eso lo decidiré yo- fue la respuesta mientras abría la hebilla de la mochila.

Unos segundos agónicos precedieron a la mirada que el hombre le escupió al descubrir  primero los calcetines viejos y usados, tras ellos los calzoncillos.

El muchacho bajó la vista hasta las botas del hombre, las mejillas encendidas, la garganta seca por la vergüenza. Las ganas de luchar contra sus ataduras desaparecidas.

El hombre cogió con una mano el slip y lo puso delante de los ojos del muchacho.

-¿Qué significa esto?

Silencio.

-¿Has entrado en mi casa para llevarte mi ropa sucia? ¿En dónde tenéis la cabeza los chicos de hoy en día?

Silencio, quebrado por un débil sollozo del chico, por un chasquido con la lengua del pescador.

-¿Qué más hay aquí?-dijo sacando la cámara de fotos, manipulándola sin saber bien cómo.

Las rodillas habían comenzado a dolerle al chico, hizo un ademán de acomodarse, abortado de nuevo por la mano del hombre que se lo impidió.

Logró encenderla. La última instantánea mostraba la foto de las sábanas revueltas.

-¿Pero, qué demonios…?

Las esperanzas del chico de que el hombre no supiera hacer funcionarla quedaron truncadas. Miró con angustia las pobladas cejas oscuras fruncidas que revelaban el disgusto, los ojos incrédulos, sorprendidos ante cada una de las imágenes que aparecían ante la leve pulsación del pulgar sobre la máquina que mostraba la violación de su intimidad.

Dejó la cámara sobre la mesilla ¿Hasta dónde había llegado, hasta que punto visto?

-Ven- dijo agarrándole por una oreja hasta atraerlo entre sus piernas-¿Qué significa esto? –añadió mostrándole una instantánea que mostraba un primer plano de su mano llena de semen.

-¿Me has estado espiando?

-Eres uno de esos chicos que disfrutan mirando a los demás ¿verdad?

Silencio de nuevo. La cabeza gacha, los ojos cerrados con fuerza, pues cada vez que los abría se encontraba con la entrepierna del hombre, impedido como estaba de poder desviar la vista hacia otro sitio. Las rodillas le flojearon, se acomodó sentándose sobre los talones. El resultado; su cara quedaba ahora a medio palmo de la bragueta del pescador.

-¿Te gustan los hombres, eh? –esta vez en un susurro ronco.

El chico respondió con una negativa con la cabeza.

¿Te atrae esto?- añadió mientras colocaba de forma indolente la mano callosa sobre el bulto.

-¡No!- se defendió el joven.

-Pues yo no creo que estés diciendo la verdad.- respondió mientras le subía la barbilla con los dedos, impidiendo que el chico agachase la cabeza y se enfrentara con lo que tanto ansiaba y a la vez temía.

-Bien –dijo de repente el pescador rompiendo el ensalmo- los minutos han pasado. Voy a llevarte al cuartelillo, ellos sabrán que hacer exactamente con un chico como tú cuando examinen el contenido de las fotos y lo demás que llevas en la bolsa.

-El muchacho gimió, de pronto cayó en la cuenta de que todo el mundo sabría de sus actos, la policía, sus padres…Se resistió, pero el pescador lo tenía bien cogido de un brazo ¿Pensaba llevarle atado por las calles como a un perro?

-No, por favor- suplicó arrodillándose ante sus pies- Haré lo que sea, puedo conseguir algo de dinero.

Una bofetada acalló el pequeño discurso.

-¿Pero que te has creído, mocoso, que quiero tu dinero? Escúchame bien, tú eres el que estás metido en un lío, el que has asaltado mi casa, quien ha tomado fotografías  sin pedir permiso y encima pretendes ofenderme con tu dinero.

-Perdóneme señor, no quería ofenderle, pero es que mis padres no deben saber nada de esto.

El marinero le miró fijamente durante un largo minuto, chasqueó la lengua de nuevo y se agachó para levantar por el brazo al chico.

-Lo que has hecho no es bueno, chaval. Y de alguna forma debes ser castigado, no quiero meterte en problemas así que vamos a dejar a la policía de lado, y voy a ser yo mismo el que te de el correctivo que necesitas, ya que tu padre no ha sabido dártelo. ¿Aceptas?

-Sí, sí señor lo que usted diga.

-Unos cuantos azotes te enseñarán a tener un poco más de juicio.

El hombre le dio la vuelta. El muchacho cerró los ojos esperando que llegara el primer golpe, pero se encontró con sorpresa que le estaba desatando las manos.

-Márchate ahora, recapacita en todo lo que te he dicho y te espero mañana por la tarde.

-Si señor.

-Recuerda que tienes un castigo pendiente, que me has dado tu palabra, y que los hombres de verdad nunca la rompen, si me fallas iré a buscarte donde quiera que vivas y te lo daré delante de todo el mundo.

El chaval salió con paso rápido de la casa sabiéndose observado. De repente una voz de alto.

-¡Eh! Te olvidas la mochila.

Se giró y recogió al vuelo la mochila que le lanzaba desde la puerta el maduro pescador.